—Dijiste que nada de magia...
—Esto no es magia, para ser exactos —respondió Cupelix apaciguador—. Simplemente un vapor soporífero del que me sirvo en raras ocasiones. Las dudas te atormentan, mi estimado amigo, y esto te ayudará. Duerme, y olvidarás tan turbadora conversación. Duerme, descansa, sueña. Duerme. Descansa. Sueña. Olvida...
* * *
Kitiara se despertó con la vaga sensación de inquietud que suele acompañar a un brusco retornar a la consciencia, como si hubiese tenido un mal sueño que no conseguía evocar. Yacía en la cabina del comedor, a bordo de
El Señor de las Nubes,
y en la cubierta inferior se encontraban los gnomos; sus ronquidos se sucedían con la regularidad de un molino de agua. La mujer se atusó los crespos rizos con los dedos; el cabello estaba húmedo de sudor y se notaba la piel pegajosa.
Salió al exterior. El aire era fresco y respiró hondo; pero de pronto se quedó sin aliento al divisar a Sturm desmoronado en el suelo, a unos metros de distancia. Kitiara bajó la rampa deprisa y se arrodilló junto al hombre. El caballero respiraba de un modo reposado y rítmico, hundido en un sueño profundo.
En aquel instante, Kit fue consciente de que alguien la observaba. Se dio la vuelta con rapidez y se encontró con Cupelix tumbado sobre un costado en el saliente inferior; tenía la cabeza inclinada y la cola levantada de forma que no rozara el suelo. Al verse descubierto, la dejó caer y comenzó a moverla de un lado a otro, como si se tratara de un inmenso felino.
—¿Cuándo ha ocurrido? —preguntó la mujer, mientras señalaba a Sturm.
—Hace poco. No es un sueño natural —explicó el dragón.
—Lo han asaltado visiones desde que pisamos Lunitari. A todos nos ha afectado la magia, de un modo u otro.
—¿De verdad? ¿Qué clase de visiones? —Kitiara apretó los labios en un gesto firme, decidida a no responder—. Vamos, querida. Maese Brightblade no tiene secretos para ti, ¿no es cierto? Un hombre siempre confía a su amante los sueños que tiene.
—¡No somos amantes!
—Una negativa clara y concisa. Me parece que he incurrido en una indiscreción excesiva. No importa. Lo cierto es que sí te ha desvelado con sus visiones, ¿no?
Ella se encogió de hombros.
—Son escenas de Krynn, de su tierra natal, en las que casi siempre aparece su padre, a quien no ve desde hace doce años.
Cupelix dejó escapar un suspiro, de una magnitud propia de un dragón, que levantó remolinos de polvo.
—¡Ah, Krynn! ¡Hubo un tiempo en que miles de mi especie vivieron en ese planeta y surcaron su amplio firmamento en absoluta libertad!
—¿Jamás has estado en Krynn?
—¡Ay de mí, nunca! Todos los días de mi aburrida existencia los he pasado encerrado entre estos pétreos muros. Una pena, ¿verdad?
—Muy restrictivo, de cualquier modo.
—Tú no me temes, ¿verdad? —La bífida lengua de Cupelix culebreó.
—¿Acaso debería? —Kitiara levantó desafiante la barbilla.
—Mi presencia aterraría a la mayoría de los mortales.
—Cuando se ha viajado tanto como yo, uno acaba acostumbrándose a asimilar lo desconocido. Además, quien no se adapta, tiene los días contados.
—Eres de los que luchan por sobrevivir —opinó el dragón.
—Hago todo cuanto está a mi alcance.
La negra lengua del reptil asomó un poco más.
—¿Cómo te heriste? —Kitiara le relató la bajada por la ladera del risco—. ¡Ja, ja, ya veo! Esos gnomos son muy ingeniosos. Si lo deseas, te puedo curar.
—¿Podrías hacerlo?
—Con facilidad. Quítate las vendas.
«¿Por qué no?», pensó la mujer. Se afanó por soltar el nudo hecho por Sturm, pero no consiguió desatarlo con la mano izquierda. Sin pensarlo, extrajo la daga y cercenó las tiras de lino con unos cuantos golpes precisos.
—La cota también —indicó Cupelix.
Kit arqueó una ceja, pero de inmediato cortó con la punta de la daga la trencilla de cuero que la sujetaba por el hombro; al quedar libre, la cota de malla, ligeramente oxidada, se deslizó hacia abajo. Luego, la mujer se abrió la camisa y se descubrió el hombro herido, en el que resaltaba una magulladura amoratada.
—Acércate —pidió el dragón. Kitiara adelantó un paso e iba a dar el siguiente, cuando la cabeza del reptil descendió con un ondulante movimiento del largo y flexible cuello. La oscura lengua se disparó y rozó apenas el área magullada. Una especie de descarga sacudió a la mujer de pies a cabeza. Cupelix repitió la operación y en esta ocasión la fuerza de la descarga la hizo retroceder tambaleante. El dragón irguió de nuevo la cabeza—. Listo —aseguró.
Kitiara pasó la mano por el punto de la contusión. No quedaba el menor rastro de dolor ni señal en la piel. A continuación, comenzó a trazar amplios círculos con el brazo; no sintió ninguna molestia.
—¡Magnífico! —exclamó complacida—. ¡Te doy las gracias, dragón!
—No hay de qué. Fue un simple hechizo de curación —respondió Cupelix con modestia.
—¡Me siento como una mujer nueva! ¡Sería capaz de derrotar a cien goblins en una lucha sin artimañas! —Kit se desperezó con movimientos voluptuosos.
—Me complace tu alegría. Muy pronto, me devolverás el favor.
—¿Qué es lo que quieres? —Ella detuvo el brazo a medio giro y lo miró.
—Buena compañía, un poco de filosofía, charlas que guarden interés. Pequeñas cosas.
—Hablemos pues. Me sobra tiempo.
—Ah, pero la vida de un mortal es como una estrella fugaz. Hace dos mil novecientos años que vivo en este obelisco. ¿Podrías conversar aunque sólo fuera durante la mitad de ese tiempo? ¿La cuarta parte? No, por supuesto que no. Pero existe un modo de que me ayudes a disfrutar de todas esas cosas hasta el final de mis días.
—¿Y es? —Kitiara cruzó los brazos.
—Sácame de esta torre. ¡Libérame, para que pueda volar hasta Krynn y viva como un auténtico dragón!
—Los hombres y los elfos te destruirán.
—Es un riesgo que estoy dispuesto a correr. Se aproximan grandes cambios; unas corrientes de fondo agitan la marea de los cielos. Tú misma lo has percibido, ¿verdad? Antes incluso de volar hasta aquí, ¿no notaste esa creciente marea en los asuntos de Krynn?
Ciertos recuerdos fragmentados surgieron en la mente de Kitiara. Tirolan y su tripulación elfa navegaban por los mares, en abierta oposición con sus mayores. Ladrones y clérigos réprobos pululaban por los caminos y campiñas. Extrañas partidas de guerreros —monstruosos e inhumanos guerreros— recorrían el continente de parte a parte en alguna misión desconocida. Y una palabra susurrada por los marinos elfos: draconianos.
—Te das cuenta, ¿verdad? —preguntó Cupelix con suavidad—. Ha llegado de nuevo nuestro momento. Está a punto de comenzar una nueva era de los dragones.
Madera para encender fuego
Kitiara reflexionaba sobre las palabras de Cupelix cuando Alerón, bostezando, apareció en la cubierta de la nave.
—¡Buenos días! ¿Cuándo desayunamos? —farfulló.
—No hace ni cinco horas que comiste —le echó en cara la mujer, en tanto se cubría el hombro con la blusa.
Bramante y Remiendos se asomaron por la escotilla del casco. La mano del cordelero continuaba pegada con firmeza a la espalda de su ayudante.
—¡Hola, dragón! —saludó con cordialidad.
—¡Hola! —repitió Remiendos.
—¿Habéis dormido bien, amiguitos? —se interesó Cupelix.
—Maravillosamente bien, gracias. Yo... Nosotros hemos pensado que podríamos salir a respirar un poco de aire fresco —dijo Bramante.
—No os alejéis —les advirtió Kitiara—. Cada vez que a alguno de vosotros, gnomos, se le ha ocurrido hacer algo por su cuenta, nos ha causado a todos un montón de problemas.
El cordelero prometió quedarse por los alrededores y su ayudante no tuvo más remedio que hacer lo mismo. Ambos se encaminaron hacia la puerta del obelisco dando cómicos tropezones. Diminutos huracanes ulularon en la cavidad de la torre: era Cupelix, que se reía alborozado. Kitiara no lo pudo resistir; su cuerpo se agitó con unas ahogadas risas que acabaron en estruendosas carcajadas.
Sturm se revolvió estremecido y sacudió la cabeza. Alguien se reía. A pesar de tener la mente despejada, parecía que su memoria vagase a través de una espesa niebla. Se puso de pie y se volvió hacia el lugar de donde provenían las risas, justo en el momento que Bramante y Remiendos entraban a toda carrera y se le echaban encima.
Kitiara levantó a los gnomos y los sujetó frente a ella.
—¿Se puede saber qué os pasa a vosotros dos? ¿No visteis que Sturm estaba ahí de pie?
—Pero... pero... pero —tartamudeó Remiendos.
—¡Vamos, di ya lo que sea! —La mujer los sacudió en el aire.
—Fue un accidente, Kit —intervino el caballero, al tiempo que se incorporaba de nuevo. Las piernas del pobre Remiendos seguían su veloz carrera en el aire. La mujer los bajó al suelo.
—¡Hombres-árbol! —explotó Bramante—. ¡Están ahí afuera!
—¡¿Qué?! ¿Cuántos son?
—¡Asomaos y los veréis!
Los dos humanos se apresuraron hacia la puerta. Apenas Sturm apareció por el acceso, una lanza de cristal rosa cayó sobre el pavimento entre sus pies y se desmenuzó en cientos de esquirlas afiladas como cuchillas. Kitiara lo agarró por el cinturón y de un tirón lo puso a resguardo.
—Será mejor que no te asomes —sugirió ella.
—Sé cómo ponerme a cubierto, gracias. —El caballero se aplastó contra la pared de la derecha y echó una ojeada. El suelo del valle que rodeaba el obelisco estaba rebosante de hombres-árbol... Miles, si no cientos de miles de lunitarinos, que comenzaron a ulular.
«Ou-Stuum laud, Ou-Stuum laud».
—¿Qué gritan? —preguntó tras él Kitiara.
—¿Cómo voy a saberlo? Ve y despierta a los otros gnomos. Hablaré con Cupelix.
La mujer llevó consigo a Bramante, Remiendos y Alerón para que la ayudaran; mientras tanto Sturm llamaba al dragón, que había desaparecido en el pináculo de la torre.
—¡Cupelix! ¡Cupelix, baja! ¡Estamos en dificultades!
—¿Dificultades? ¡Yo diría que tenéis un buen problema!
Se escuchó el fuerte rumor de las alas broncíneas, y el dragón se posó en uno de los pilares que cruzaban el obelisco de parte a parte. Las garras metálicas del dragón se cerraron con un seco chasquido alrededor de la columna marmórea; el reptil plegó las alas y se las arregló como lo habría hecho un ave.
—No parece que te preocupe mucho ese despliegue vegetal —reprochó Sturm, con los brazos en jarras.
—¿Tendría que preocuparme?
—Si consideras que la torre está sitiada, creo que sí.
—Los lunitarinos no son muy inteligentes. Jamás habrían venido si no hubieses matado a ese estúpido mortal al que habían hecho su rey.
—Rapaldo estaba loco. Asesinó a uno de los gnomos y habría matado a otros si no le hubiésemos hecho frente —replicó Sturm.
—Deberías sentirte halagado de que hayan recorrido tan largo camino para matarte. Esa rústica frase que repiten una y otra vez...; ¿sabes lo que significa? «Sturm debe morir».
La mano del caballero atenazó la empuñadura de su espada.
—Estoy dispuesto a luchar —dijo, con gesto duro.
—Los de tu clase siempre lo están. Tranquilízate, mi caballeresco amigo; los hombres-árbol no atacarán.
—¿Cómo estás tan seguro?
Cupelix bostezó y sus dientes, glaucos cual cobre herrumbroso, quedaron al descubierto.
—Soy El Guardián de las Nuevas Vidas. En primer lugar, sólo un evento traumático en exceso los impulsaría a venir aquí. No obstante, no son tan necios como para entrar en conflicto conmigo.
—¡Pero no permitiremos que nos bloqueen! —insistió Sturm.
—Falta poco para la puesta de sol; echarán raíces y quedarán paralizados. Los Micones se pondrán en marcha y los quitarán de en medio.
—¿Es que los Micones sólo salen de noche?
—No, pero son casi ciegos a la luz del día. —Cupelix enderezó las orejas al acercarse Kitiara, a quien precedían los gnomos como si fueran un rebaño de ovejas. El dragón los tranquilizó y les aseguró que no tenían nada que temer de los lunitarinos.
—Aun así, quizá debiéramos preparar una barricada —sugirió Tartajo.
—Pues creo que emplearíamos mejor el tiempo en la reparación de
El Señor de las Nubes —
opinó Argos—. Con toda la chatarra que cogimos en la fortaleza de Rapaldo, terminaríamos los repuestos necesarios en unas cuantas horas.
Trinos silbó una nota aguda.
—No disponemos de fuego para trabajar el hierro —asintió Tartajo.
—Quizás en eso os pueda ayudar —dijo Cupelix con voz afable—. ¿Cuánta madera os haría falta?
—¿A qué se debe tanta amabilidad? —inquirió Sturm.
Las pupilas del reptil se estrecharon hasta convertirse en unas rendijas verticales.
—¿Dudas de mis motivaciones? —Con las largas orejas aplastadas a lo largo de la cabeza, Cupelix ofrecía una imagen sin duda muy fiera.
—Con franqueza, sí.
Los dos se miraron fijamente. Al cabo, el dragón se relajó.
—¡Jo, jo! ¡Enhorabuena, maese Brightblade! ¡Pestañeé primero! Os pediré a todos un favor, pero antes nos ocuparemos de la reparación de vuestra ingeniosa embarcación.
Para entonces, la luz en el obelisco había declinado a un mortecino rosa y la salmodia de los hombres-árbol, amortiguada por las gruesas paredes, se apagaba de acuerdo con el fulgor diurno. Los gnomos se lanzaron a la búsqueda de herramientas con su inveterado estilo ruidoso y desorganizado. No tardó en reinar la oscuridad dentro de la torre, lo que suscitó una acerba crítica de Kitiara.
—¡Oh, está bien! —aceptó el dragón—. Había olvidado que vuestros mortales ojos no pueden trascender el simple velo de la noche. —El reptil extendió las alas hasta que los extremos rozaron las paredes, arqueó el cuello como un cisne y recitó:
·
· ¡Ab-birad solem! ¡Criaturas de la oscuridad!
· Compareced cual límpidos destellos vivientes.
· Que alumbren la torre con haces radiantes.
· ¡Salid Micones! ¡Solem ab-birad!
·
El repiqueteo cristalino que todos asociaban con las hormigas gigantes se elevó de los orificios circulares y creció en intensidad de un modo paulatino hasta hacerse estentóreo, como si cientos de aquellas formidables criaturas se agitaran bajo sus pies.