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Authors: Paul B Thompson & Tonya R. Carter

Tags: #Fantástico

El guardian de Lunitari (44 page)

BOOK: El guardian de Lunitari
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—¿Cómo lo hiciste? —inquirió Sturm.

—Serré los maderos alrededor del motor.

—¡No es justo! ¡No hay derecho! —protestó Chispa, que parpadeó para librarse de las ardientes lágrimas. Trinos emitió sonidos que expresaban el mismo sentir.

El caballero golpeó con suavidad los hombros de los gnomos.

—Tal vez no sea justo, pero no había otra solución. Construiréis otro motor en Sancrist —los tranquilizó con voz serena.

Tartajo y Alerón se dirigieron a la escalerilla.

—Más vale que inspeccionemos ese agujero. Cabe la posibilidad de que la quilla haya quedado seriamente dañada; por no mencionar el hueco abierto.

Llamar «hueco» a aquello era subestimarlo. Un descomunal boquete, de cuatro metros por tres, ocupaba el espacio donde antes estuviera el motor alimentado con la energía de los rayos.

—Dioses —musitó Tartajo, con la mirada fija en el suelo, cada vez más lejano, porque, para entonces se encontraban a treinta metros de altitud—. Es muy interesante. Deberíamos haber construido una claraboya en la quilla desde el principio.

—Tenlo en cuenta para la próxima ocasión —le dijo Sturm, que se mantenía apartado con prudencia del impresionante agujero—. Lo taparemos de alguna manera, aunque sólo sea para evitar que alguien se precipite por él.

Al caballero no le había sorprendido demasiado la acción de Kitiara. Era típica de ella: resuelta, directa y un tanto brutal. Fuera como fuese, lo cierto es que por fin habían levantado el vuelo.

Las escamas broncíneas de Pteriol centellearon al pasar bajo la nave. El dragón se elevaba en espiral y batía las alas sin prisas.
El Señor de las Nubes
se dirigió con lentitud rumbo al oeste; el obelisco poco a poco quedó atrás.

Alerón se aproximó al agujero hasta que la punta de los pies sobresalieron por el borde del maderamen de la quilla y levantó de un tirón los vendajes que cubrían sus ojos. Sus turbadoras pupilas negras enfocaron algo en lontananza.

—¿Qué es aquello? —preguntó, señalando al distante suelo.

—No veo nada —dijo Tartajo.

—Alguien camina ahí abajo.

—¿Un hombre-árbol? —sugirió el caballero.

—Es muy pequeño para tratarse de uno de ellos. Camina de forma diferente, me recuerda a... —Alerón se restregó los ojos con sus diminutos puños—. ¡No! ¡No puede ser!

—¿Qué? ¿Qué es?

—Parece un gnomo... ¡Parece Crisol!

—Imposible. Crisol murió —Sturm frunció el entrecejo.

—¡Lo sé! ¡Lo sé! Pero es igual a él. Hasta las orejas tienen la misma forma graciosa. —Alerón se separó las suyas en un gesto expresivo—. ¡Pero ahora está todo rojo!

De la cubierta superior llegó una exclamación. Argos también había columbrado la figura del caminante con su catalejo. Sturm, Tartajo y Alerón subieron corriendo. El astrónomo no dudó en identificarlo como el malhadado químico.

—¿Es un fantasma? —preguntó Remiendos con voz temblorosa.

—Me extrañaría —dijo Argos—. Acaba de dar un buen tropezón.

—¡Entonces, está vivo! ¡Regresemos a buscarlo! —gritó Carcoma. Chispa, Bramante y Trinos secundaron la idea. Tartajo carraspeó para llamar su atención.

—No podemos —explicó con tristeza—. Carecemos de control de altitud o dirección.

Pluvio sollozó y Carcoma se enjugó los ojos con la manga.

—¿No haremos nada para rescatarlo? —inquirió Sturm con voz tensa.

Justo en aquel momento, Pteriol pasó como un meteoro por el lado de babor, hizo un brusco giro y cruzó por encima de la bolsa de gas. Todos los ocupantes de
El Señor de las Nubes
percibieron con nitidez sus telepáticos gritos de satisfacción.

—¡El dragón! ¡El dragón lo recogerá! —exclamó Pluvio.

—Sí. Sí que podría —Kitiara se mostró de acuerdo.

—Tú eres su preferida. Pídeselo —propuso Carcoma.

La figura broncínea pasó zumbando como una flecha por estribor. El remolino de aire creado por las inmensas alas zarandeó la nave en deriva.

—¡Eh, dragón! ¡Cupelix! ¡Por todos los dioses, quise decir Pteriol! —El reptil se zambulló tras la proa de la nave y se deslizó con celeridad bajo la quilla. Kitiara protestó malhumorada.

—No me oye. ¡Sorda bestia estúpida!

—Está ebrio de libertad —comentó Sturm—. No se le puede culpar después de haber pasado cientos de años enclaustrado en el obelisco.

—¡Pero estamos perdiendo de vista a Crisol!

El pequeño Remiendos estaba en lo cierto. La nave flotaba sobre las escarpadas paredes del valle y la diminuta forma rojiza se confundió con el terreno escarlata hasta resultar invisible incluso para Alerón. Los gnomos miraban en silencio mientras
El Señor de las Nubes
se alejaba más y más de su amigo, al que habían perdido por segunda vez. En medio de ahogados sollozos, Carcoma se apartó del grupo y bajó a la cubierta inferior. Regresó poco después con un martillo, un serrucho y unos alicates que arrojó por la borda.

—¿Por qué has hecho eso? —preguntó Sturm con tono perplejo.

—Crisol necesitará herramientas —y Carcoma alzó el rosado semblante hacia el hombre.

Argos, Tartajo y Alerón se apartaron de la batayola. Chispa y Trinos se demoraron unos segundos más y luego también se marcharon, seguidos a continuación por Bramante, que arrastró tras él a Remiendos. Pluvio y Carcoma se quedaron, aun cuando el valle apenas era visible.

—No lo creo —musitó el meteorólogo—. Crisol estaba muerto. Nosotros mismos lo enterramos.

—Quizás haya algo de verdad en lo que afirma el dragón —intervino Kitiara. Carcoma le preguntó a qué se refería—. Cupelix asegura que nada muere en Limitan —explicó la mujer.

—¿Quieres decir que no era Crisol, sino algo que se parecía a él?

—No lo sé. No soy un clérigo ni un filósofo. Hasta en Krynn corren historias de muertos que caminan. Con la magia exuberante de Lunitari, no sería extraño que Crisol hubiese regresado.

Nadie fue capaz de refutar su suposición. La guerrera contuvo un escalofrío, se subió el cuello de la capa y se dirigió a la cubierta inferior. Pluvio y Carcoma se quedaron solos junto a la batayola.

* * *

Sobrevolaron muchos de los lugares que habían recorrido a pie: la pradera, ahora viva con la vegetación nacida a la luz del día, y la cadena de colinas, carente de yacimientos mineros. Vista desde arriba, la fugaz jungla ofrecía una apariencia inquietante. Las plantas se mecían y ondeaban como el encrespado oleaje de un mar agitado por el viento. Incluso aquel portentoso espectáculo resultaba monótono y aburrido tras contemplarlo durante un rato, y Sturm se dirigió hacia la bodega para echar una ojeada a la reparación que se llevaba a cabo en el boquete de la quilla.

El caballero se quedó sin habla cuando vio lo que hacían los gnomos. Carcoma y Remiendos estaban tumbados boca abajo sobre unas delgadas planchas de madera colocadas sobre el agujero. Aquellas finas tablas, de no más de dos centímetros de grosor, era todo cuanto había entre los hombrecillos y una larga, larga caída en el vacío. Pluvio y Chispa les pasaron otro trozo de madera, más corto, para que lo clavaran de través. Y de aquel modo azaroso, improvisado y lleno de peligros, los gnomos reparaban poco a poco la desfondada quilla.

Desde la proa, Kitiara bajó la mirada hacia la luna roja. En tres horas de ascenso constante, se habían distanciado de la superficie lo bastante como para que no se percibieran los relieves del terreno y en aquel momento el paisaje semejaba una ondulante pieza de terciopelo rojo, tan monótono, como el negro perpetuo del espacio. Cupelix, a Kitiara el nuevo nombre del dragón le causaba risa, volaba tras la nave, un poco más bajo; el reptil se sentía fatigado por el constante esfuerzo y hacía rato que había dejado de dar vueltas y hacer piruetas en el aire; su aleteo era ahora un trabajo perseverante, lento, inmutable.

—¿Cómo lo conseguís?

—¿Qué? —respondió Kitiara.

—Volar en la nave sin el más mínimo esfuerzo.

—El globo de gas etéreo nos mantiene a flote. Es todo lo que sé. Si quieres, llamo a Tartajo para que te lo explique.

—No. Las descripciones gnomas me dan dolor de cabeza.

Ella se echó a reír.

—A mí me ocurre lo mismo. —Un tenue velo se interpuso entre la nave y el dragón—. Nubes. Volamos a gran altura.

—Me duele el pecho. No estoy habituado a realizar un ejercicio tan ímprobo.

—Krynn está muy lejos.

—¿Cuánto?

—A este paso, muchos días. Quizá semanas. ¿Creías acaso que se encontraba justo en el horizonte?

—Tu tono de voz no es muy amistoso, querida.

—Aquí ya no eres el señor de un mundo. Acéptalo como una lección de disciplina.

—Eres una mujer dura.

—La vida lo es —replicó Kitiara, al tiempo que se apartaba de la batayola.

El aire se había tornado cada vez más frío y tenue, y las manos se le habían helado. En el comedor, despojado de los asientos y la mesa, la guerrera se calzó las botas y se puso unos pantalones más gruesos. Al ajustarse los cordones de cierre, notó que el agujero desgastado por el uso le quedaba ancho. Había perdido peso durante aquellas semanas. «No importa», pensó la mujer, «he perdido cinco kilos y he ganado la fuerza de diez hombres». Al hacer la lazada, tiró un poco fuerte y uno de los extremos se salió y se hizo un prieto nudo. Kitiara lo miró de hito en hito, perpleja, no por haber enredado el lazo, sino por no haber roto el cordón como si hubiese sido una tela de araña.

Echó una furtiva mirada en derredor a fin de asegurarse que no hubiese nadie y luego aferró la trencilla de seda por ambos extremos. Tiró con todas sus fuerzas, mas no logró romperla.

30

El hombrecillo rojo

A aquella altura, el aire era tan limpio y penetrante como una espada elfa. A bordo de
El Señor de las Nubes
se había perdido toda sensación de movimiento al carecer del constante y rítmico batir de las alas; por el contrario, daba la impresión de que fueran el sol, las estrellas, y la misma Lunitari, los que se desplazaban, y que la nave permanecía varada en la bóveda celeste. Aquella peculiar percepción en el vuelo producía un curioso estado de intemporalidad. Sólo el reloj de cuerda del puente de mando denunciaba el paso del tiempo.

Después de cinco horas en el aire, Lunitari se había hundido bajo sus pies lo bastante para semejar una gran esfera. De Krynn no había rastro, y aquello preocupaba de un modo extraordinario a los viajeros.

Argos les aseguró que su planeta natal aparecería en el espacio cuando Lunitari cambiara su curso de traslación.

—Tenemos más de un cincuenta por ciento de probabilidades de llegar a Krynn —dijo el gnomo con gesto adusto—. Al tratarse de un cuerpo celeste más pesado, ejercerá una mayor atracción que nos arrastrará, al igual que absorbe más cantidad de luz solar que Lunitari. Con todo, nos mantendremos alerta para soltar la cantidad justa de gas etéreo cuando llegue el momento propicio de descender en nuestro planeta.

A Sturm le aburría el extraño e invariable vuelo; por esta razón, continuó en la cubierta inferior, donde los maderos de la quilla y las cuadernas crujían como en cualquier otra embarcación normal. El caballero había sentido siempre una apasionada atracción por los barcos de vela y aquel sonido lo confortaba.

El parche que cubría el boquete ya estaba terminado, aunque no constituía, por cierto, un ejemplo magistral de construcción naval. Las planchas, listones y pedazos de madera se habían clavado y ensamblado, al parecer, en el primer sitio que habían caído. Los gnomos cruzaban por encima del remiendo con total tranquilidad, pero Sturm no se fiaba de que aguantara su peso; por lo que rodeó el parche y se dirigió al extremo de la parte delantera, que en otras embarcaciones se conoce como «castillo». Allí, el casco estaba libre de bártulos y de los tabiques medianeros que habían sido arrancados hacía algún tiempo, dejando a la vista los baos y las cuadernas. Era como encontrarse en el interior del esqueleto de una enorme bestia, todo huesos y nada de carne.

El caballero subió por la escala de proa hasta el puente de mando. No había timón; puesto que habían desguazado la cola, no tenía ninguna función que cumplir y resultaba un peso innecesario. Todos los accesorios, trabajados con delicadeza en cobre, habían sido arrancados del mismo modo para aprovecharlos como chatarra o tan sólo para aligerar el peso de la nave. El sillón de Tartajo se había salvado del febril desmantelamiento; sin embargo, los mullidos cojines de terciopelo no se veían por ninguna parte.

Kitiara estaba allí, sentada en el suelo, con la mirada perdida en la nada que asomaba por los ventanales.

—¿Estás enferma, Kit?

—¿Lo parezco?

—No. —Sturm se sentó frente a ella. La guerrera apartó la mirada y comenzó a juguetear con aire distraído con los cordones de los pantalones.

—Sturm, ¿todavía tienes visiones? —dijo al cabo de un momento.

—No. Hace algún tiempo que han desaparecido.

—¿Las recuerdas?

—Por supuesto.

—¿Cuál fue la primera?

—Pues fue aquella que... cuando vi... —La expresión tranquila del semblante de Sturm se tornó perpleja—. ¿Algo relacionado con mi padre? —La frente del hombre se llenó de arrugas al tratar de rememorar la visión.

—¿Y qué me dices de la última? —insistió Kitiara.

—Había un hechicero... creo. —Él sacudió la cabeza.

—Lo hemos perdido. —La voz de la mujer fue tenue—. Se ha desvanecido el efecto que sobre cada uno de nosotros obró la magia de Lunitari. Tú has olvidado la naturaleza de las visiones. Y mi fuerza mengua por momentos. Mira. —Kitiara asió su daga con ambas manos y presionó con los pulgares en la parte plana de la hoja. El delgado acero se dobló con dificultad hasta formar un ángulo obtuso.

—En mi opinión, eres muy fuerte —comentó Sturm.

—Ayer habría partido en dos esta hoja con sólo dos dedos. —La guerrera arrojó a un lado la daga con gesto irritado. Sturm, por el contrario, parecía complacido y sus palabras lo confirmaron.

—Estamos mejor sin esas facultades.

—¡Es fácil de decir para ti! A mí me gustaba ser fuerte... ¡Poderosa!

—En cada generación han vivido y han muerto guerreros poderosos; los del pasado olvidados por los del presente y los del presente abocados a desvanecerse en la memoria del futuro. Es la integridad, no la ferocidad ni la astucia, lo que hace un héroe de un simple guerrero, Kit.

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