—Tienes un sentido del humor finísimo, Ackley, tesoro —le dije—. ¿Lo sabías? —le di las tijeras—. Si me dejaras ser tu agente, te metería de locutor en la radio.
Volví a sentarme en el sillón y él empezó a cortarse esas uñas enormes que tenía, duras como garras.
—¿Y si lo hicieras encima de la mesa? —le dije—. Córtatelas sobre la mesa, ¿quieres? No tengo ganas de clavármelas esta noche cuando ande por ahí descalzo.
Pero él siguió dejándolas caer al suelo. ¡Vaya modales que tenía el tío! Era un caso.
—¿Con quién ha salido Stradlater? —dijo. Aunque le odiaba a muerte siempre estaba llevándole la cuenta de con quién salía y con quién no.
—No lo sé. ¿Por qué?
—Por nada. ¡Jo! No aguanto a ese cabrón. Es que no le trago.
—Pues él en cambio te adora. Me ha dicho que eres un encanto.
Cuando me da por hacer el indio, llamo «encanto» a todo el mundo. Lo hago por no aburrirme.
—Siempre con esos aires de superioridad… —dijo Ackley—. No le soporto. Cualquiera diría…
—¿Te importaría cortarte las uñas encima de la mesa, oye? Te lo he dicho ya como cincuenta…
—Y siempre dándoselas de listo —siguió Ackley—. Yo creo que ni siquiera es inteligente. Pero él se lo tiene creído. Se cree el tío más listo de…
—¡Ackley! ¡Por Dios vivo! ¿Quieres cortarte las uñas encima de la mesa? Te lo he dicho ya como cincuenta veces.
Por fin me hizo caso. La única forma de que hiciera lo que uno le decía era gritarle.
Me quedé mirándole un rato. Luego le dije:
—Estás furioso con Stradlater porque te dijo que deberías lavarte los dientes de vez en cuando. Pero si quieres saber la verdad, no lo hizo por afán de molestarte. Puede que no lo dijera de muy buenos modos, pero no quiso ofenderte. Lo que quiso decir es que estarías mejor y te sentirías mejor si te lavaras los dientes alguna vez.
—Ya me los lavo. No me vengas con ésas.
—No es verdad. Te he visto y sé que no es cierto —le dije, pero sin mala intención. En cierto modo me daba lástima. No debe ser nada agradable que le digan a uno que no se lava los dientes—. Stradlater es un tío muy decente. No es mala persona. Lo que pasa es que no le conoces.
—Te digo que es un cabrón. Un cabrón y un creído.
—Creído sí, pero en muchas cosas es muy generoso. De verdad —le dije—. Mira, supongamos que Stradlater lleva una corbata que a ti te gusta. Supón que lleva una corbata que te gusta muchísimo, es sólo un ejemplo. ¿Sabes lo que haría? Pues probablemente se la quitaría y te la regalaría. De verdad. O si no, ¿sabes qué? Te la dejaría encima de tu cama, pero el caso es que te la daría. No hay muchos tíos que…
—¡Qué gracia! —dijo Ackley—. Yo también lo haría si tuviera la pasta que tiene él.
—No, tú no lo harías. Tú no lo harías, Ackley, tesoro. Si tuvieras tanto dinero como él, serías el tío más…
—¡Deja ya de llamarme «tesoro»! ¡Maldita sea! Con la edad que tengo podría ser tu padre.
—No, no es verdad —le dije. ¡Jo! ¡Qué pesado se ponía a veces! No perdía oportunidad de recordarme que él tenía dieciocho años y yo dieciséis—. Para empezar, no te admitiría en mi familia.
—Lo que quiero es que dejes de llamarme…
De pronto se abrió la puerta y entró Stradlater con muchas prisas. Siempre iba corriendo y a todo le daba una importancia tremenda. Se acercó en plan gracioso y me dio un par de cachetes en las mejillas, que es una cosa que puede resultar molestísima.
—Oye —me dijo—, ¿vas a algún sitio especial esta noche?
—No lo sé. Quizá. ¿Qué pasa fuera? ¿Está nevando? —Llevaba el abrigo cubierto de nieve.
—Sí. Oye, si no vas a hacer nada especial, ¿me prestas tu chaqueta de pata de gallo?
—¿Quién ha ganado el partido?
—Aún no ha terminado. Nosotros nos vamos —dijo Stradlater—. Venga, en serio, ¿vas a llevar la chaqueta de pata de gallo, o no? Me he puesto el traje de franela gris perdido de manchas.
—No, pero no quiero que me la des toda de sí con esos hombros que tienes —le dije. Éramos casi de la misma altura, pero él pesaba el doble que yo. Tenía unos hombros anchísimos.
—Te prometo que no te la daré de sí.
Se acercó al armario a todo correr.
—¿Cómo va esa vida? —le dijo a Ackley. Stradlater era un tío bastante simpático. Tenía una simpatía un poco falsa, pero al menos era capaz de saludar a Ackley.
Cuando éste oyó lo de «¿Cómo va esa vida?» soltó un gruñido. No quería contestarle, pero tampoco tenía suficientes agallas como para no darse por enterado. Luego me dijo:
—Me voy. Te veré luego.
—Bueno —le contesté. La verdad es que no se le partía a uno el corazón al verle salir por la puerta.
Stradlater empezó a quitarse la chaqueta y la corbata.
—Creo que voy a darme un afeitado rápido —dijo. Tenía una barba muy cerrada, de verdad.
—¿Dónde has dejado a la chica con que salías hoy? —le pregunté.
—Me está esperando en el anejo.
Salió de la habitación con el neceser y la toalla debajo del brazo. No llevaba camisa ni nada. Siempre iba con el pecho al aire porque se creía que tenía un físico estupendo. Y lo tenía. Eso hay que reconocerlo.
Como no tenía nada que hacer me fui a los lavabos con él y, para matar el tiempo, me puse a darle conversación mientras se afeitaba. Estábamos solos porque todos los demás seguían en el campo de fútbol. El calor era infernal y los cristales de las ventanas estaban cubiertos de vaho. Había como diez lavabos, todos en fila contra la pared. Stradlater se había instalado en el de en medio y yo me senté en el de al lado y me puse a abrir y cerrar el grifo del agua fría, un tic nervioso que tengo. Stradlater se puso a silbar
Song of India
mientras se afeitaba. Tenía un silbido de esos que le atraviesan a uno el tímpano. Desafinaba muchísimo y, para colmo, siempre elegía canciones como
Song of India
o
Slaughter on Tenth Avenue
que ya son difíciles de por sí hasta para los que saben silbar. El tío era capaz de asesinar lo que le echaran.
¿Se acuerdan de que les dije que Ackley era un marrano en eso del aseo personal? Pues Stradlater también lo era, pero de un modo distinto. Él era un marrano en secreto. Parecía limpio, pero había que ver, por ejemplo, la maquinilla con que se afeitaba. Estaba toda oxidada y llena de espuma, de pelos y de porquería. Nunca la limpiaba. Cuando acababa de arreglarse daba el pego, pero los que le conocíamos bien sabíamos que ocultamente era un guarro. Si se cuidaba tanto de su aspecto era porque estaba locamente enamorado de sí mismo. Se creía el tío más maravilloso del hemisferio occidental. La verdad es que era guapo, eso tengo que reconocerlo, pero era un guapo de esos que cuando tus padres lo ven en el catálogo del colegio enseguida preguntan: —¿Quién es ese chico?—. Vamos, que era el tipo de guapo de calendario. En Pencey había un montón de tíos que a mí me parecían mucho más guapos que él, pero que luego, cuando los veías en fotografía, siempre parecía que tenían orejas de soplillo o una nariz enorme. Eso me ha pasado un montón de veces.
Pero, como decía, me senté en el lavabo y me puse a abrir y cerrar el grifo. Todavía llevaba puesta la gorra de caza roja con la visera echada para atrás y todo. Me chiflaba aquella gorra.
—Oye —dijo Stradlater—, ¿quieres hacerme un gran favor?
—¿Cuál? —le dije sin excesivo entusiasmo. Siempre estaba pidiendo favores a todo el mundo. Todos esos tíos que se creen muy guapos o muy importantes son iguales. Como se consideran el no va más, piensan que todos les admiramos muchísimo y que nos morimos por hacer algo por ellos. En cierto modo tiene gracia.
—¿Sales esta noche? —me dijo.
—Puede. No lo sé. ¿Por qué?
—Tengo que leer unas cien páginas del libro de historia para el lunes —dijo—. ¿Podrías escribirme una composición para la clase de lengua? Si no la presento el lunes, me la cargo. Por eso te lo digo. ¿Me la haces?
La cosa tenía gracia, de verdad.
—Resulta que a quien echan es a mí y encima tengo que escribirte una composición.
—Ya lo sé. Pero es que si no la entrego, me las voy a ver moradas. Échame una mano, anda. Échame una manita, ¿eh?
Tardé un poco en contestarle. A ese tipo de cabrones les conviene un poco de suspense.
—¿Sobre qué? —le dije.
—Lo mismo da con tal de que sea descripción. Sobre una habitación, o una casa, o un pueblo donde hayas vivido. No importa. El caso es que describas como loco.
Mientras lo decía soltó un bostezo tremendo. Eso sí que me saca de quicio. Que encima que te están pidiendo un favor, bostecen.
—Pero no la hagas demasiado bien —dijo—. Ese hijoputa de Hartzell te considera un genio en composición y sabe que somos compañeros de cuarto. Así que ya sabes, no pongas todos los puntos y comas en su sitio.
Otra cosa que me pone negro. Que se te dé bien escribir y que te salga un tío hablando de puntos y comas. Y Stradlater lo hacía siempre. Lo que pasaba es que quería que uno creyera que si escribía unas composiciones horribles era porque no sabía dónde poner las comas. En eso se parecía un poco a Ackley. Una vez fui con él a un partido de baloncesto. Teníamos en el equipo a un tío fenomenal, Howie Coyle, que era capaz de encestar desde el centro del campo y sin que la pelota tocara la madera siquiera. Pues Ackley se pasó todo el tiempo diciendo que Coyle tenía una constitución perfecta para el baloncesto. ¡Jo! ¡Cómo me fastidian esas cosas!
Al rato de estar sentado empecé a aburrirme. Me levanté, me alejé unos pasos y me puse a bailar claqué para pasar el rato. Lo hacía sólo por divertirme un poco. No tengo ni idea de claqué, pero en los lavabos había un suelo de piedra que ni pintado para eso, así que me puse a imitar a uno de esos que salen en las películas musicales. Odio el cine con verdadera pasión, pero me encanta imitar a los artistas. Stradlater me miraba a través del espejo mientras se afeitaba y yo lo único que necesito es público. Soy un exhibicionista nato.
—Soy el hijo del gobernador —le dije mientras zapateaba como un loco por todo el cuarto—. Mi padre no quiere que me dedique a bailar. Quiere que vaya a Oxford. Pero yo llevo el baile en la sangre.
Stradlater se rió. Tenía un sentido del humor bastante pasable.
—Es la noche del estreno de la Revista Ziegfeld —me estaba quedando casi sin aliento. No podía ni respirar—. El primer bailarín no puede salir a escena. Tiene una curda monumental. ¿A quién llaman para reemplazarle? A mí. Al hijo del gobernador.
—¿De dónde has sacado eso? —dijo Stradlater. Se refería a mi gorra de caza. Hasta entonces no se había dado cuenta de que la llevaba.
Como ya no podía respirar, decidí dejar de hacer el indio. Me quité la gorra y la miré por milésima vez.
—Me la he comprado esta mañana en Nueva York por un dólar. ¿Te gusta?
Stradlater afirmó con la cabeza.
—Está muy bien.
Lo dijo sólo por darme coba porque a renglón seguido me preguntó:
—¿Vas a hacerme esa composición o no? Tengo que saberlo.
—Si me sobra tiempo te la haré. Si no, no.
Me acerqué y volví a sentarme en el lavabo.
—¿Con quién sales hoy? ¿Con la Fitzgerald?
—¡No fastidies! Ya te he dicho que he roto con esa cerda.
—¿Ah, sí? Pues pásamela, hombre. En serio. Es mi tipo.
—Puedes quedártela, pero es muy mayor para ti.
De pronto y sin ningún motivo, excepto que tenía ganas de hacer el ganso, se me ocurrió saltar del lavabo y hacerle a Stradlater un medio-nelson, una llave de lucha libre que consiste en agarrar al otro tío por el cuello con un brazo y apretar hasta asfixiarle si te da la gana. Así que lo hice. Me lancé sobre él como una pantera.
—¡No jorobes, Holden! —dijo Stradlater. No tenía ganas de bromas porque estaba afeitándose—. ¿Quieres que me corte la cabeza, o qué?
Pero no le solté. Le tenía bien agarrado.
—¿A que no te libras de mi brazo de hierro? —le dije.
—¡Mira que eres pesado!
Dejó la máquina de afeitar. De pronto levantó los brazos y me obligó a soltarle. Tenía muchísima fuerza y yo soy la mar de débil.
—¡A ver si dejas ya de jorobar! —dijo.
Empezó a afeitarse otra vez. Siempre lo hacía dos veces para estar guapísimo. Y con la misma cuchilla asquerosa.
—Y si no has salido con la Fitzgerald, ¿con quién entonces? —le pregunté. Había vuelto a sentarme en el lavabo—. ¿Con Phyllis Smith?
—No, iba a salir con ella, pero se complicaron las cosas. Ha venido la compañera de cuarto de Bud Thaw. ¡Ah! ¡Se me olvidaba! Te conoce.
—¿Quién? —pregunté.
—Esa chica.
—¿Sí? —le dije—. ¿Cómo se llama?
Aquello me interesaba muchísimo.
—Espera. ¡Ah, sí! Jean Gallaher.
¡Atiza! Cuando lo oí por poco me desmayo.
—¡Jane Gallaher! —le dije. Hasta me levanté del lavabo. No me morí de milagro—. ¡Claro que la conozco! Vivía muy cerca de la casa donde pasamos el verano el año antepasado. Tenía un dóberman Pinscher. Por eso la conocí. El perro venía todo el tiempo a nuestra…
—Me estás tapando la luz, Holden —dijo Stradlater—. ¿Tienes que ponerte precisamente ahí?
¡Jo! ¡Qué nervioso me había puesto! De verdad.
—¿Dónde está? —le pregunté—. Debería bajar a decirle hola. ¿Está en el anejo?
—Sí.
—¿Cómo es que habéis hablado de mí? ¿Va a B. M. ahora? Me dijo que iba a ir o allí o a Shipley. Creí que al final había decidido ir a Shipley. Pero ¿cómo es que habéis hablado de mí?
Estaba excitadísimo, de verdad.
—No lo sé. Levántate, ¿quieres? Te has sentado encima de mi toalla —me había sentado en su toalla.
¡Jane Gallaher! ¡No podía creerlo! ¡Quién lo iba a decir! Stradlater se estaba poniendo Vitalis en el pelo.
Mi
Vitalis.
—Sabe bailar muy bien —le dije—. Baila ballet. Practicaba siempre dos horas al día aunque hiciera un calor horroroso. Tenía mucho miedo de que se le estropearan las piernas con eso, vamos, de que se le pusieran gordas. Jugábamos a las damas todo el tiempo.
—¿A qué?
—A las damas.
—¿A las damas? ¡No fastidies!
—Sí. Ella nunca las movía. Cuando tenía una dama nunca la movía. La dejaba en la fila de atrás. Le gustaba verlas así, todas alineadas. No las movía.
Stradlater no dijo nada. Esas cosas nunca le interesan a casi nadie.
—Su madre era socia del mismo club que nosotros. Yo recogía las pelotas de vez en cuando para ganarme unas perras. Un par de veces me tocó con ella. No le daba a la bola ni por casualidad.