El guardián entre el centeno (9 page)

Read El guardián entre el centeno Online

Authors: J.D. Salinger

Tags: #Otros

BOOK: El guardián entre el centeno
2.34Mb size Format: txt, pdf, ePub

Otra cosa que tiene es que siempre está escribiendo libros que luego nunca termina. La protagonista es una niña detective que se llama Hazel Weatherfield, sólo que Phoebe escribe su nombre Hazle. Al principio parece que es huérfana, pero luego aparece su padre todo el tiempo. El padre es «un caballero alto y atractivo de unos veinte años de edad». Es graciosísima la tal Phoebe. Les encantaría. Ha sido muy lista desde pequeñita. Cuando era sólo una cría, Allie y yo solíamos llevarla al parque con nosotros, especialmente los domingos. Allie tenía un barquito de vela con el que le gustaba jugar en el lago y Phoebe se venía con nosotros. Se ponía unos guantes blancos y caminaba entre los dos muy seria, como una auténtica señora. Cada vez que Allie y yo nos poníamos a hablar sobre cualquier cosa, Phoebe nos escuchaba muy atentamente. En ocasiones, como era tan chica, se nos olvidaba que estaba delante, pero ella se encargaba de recordárnoslo porque nos interrumpía todo el tiempo. Por ejemplo, le daba un empujón a Allie y le decía: «Pero ¿quién dijo eso, Bobby o la señora?» Nosotros le explicábamos quién lo había dicho y ella decía: «¡Ah!», y seguía escuchando. A Allie le traía loco. Quiero decir que la quería muchísimo también. Ahora tiene ya diez años, o sea que no es tan cría, pero sigue haciendo mucha gracia a todo el mundo. A todo el mundo que tiene un poco de sentido, claro.

Como decía, es una de esas personas con las que da gusto hablar por teléfono, pero me dio miedo llamarla, que contestaran mis padres, y que se dieran cuenta de que estaba en Nueva York y me habían echado de Pencey. Así que me puse la camisa, acabé de arreglarme y bajé al vestíbulo en el ascensor para echar un vistazo al panorama.

El vestíbulo estaba casi vacío a excepción de unos cuantos hombres con pinta de chulos y unas cuantas mujeres con pinta de putas. Pero se oía tocar a la orquesta en el Salón Malva y entré a ver cómo estaba el ambiente por allí. No había mucha gente, pero aun así me dieron una mesa de lo peor, detrás de todo. Debí plantarle un dólar delante de las narices al camarero. ¡Jo! ¡Les digo que en Nueva York sólo cuenta el dinero! De verdad. La orquesta era pútrida. Aquella noche tocaba Buddy Singer. Mucho metal, pero no del bueno sino del tirando a cursi. Por otra parte, había muy poca gente de mi edad. Bueno, la verdad es que no había absolutamente nadie de mi edad. Estaba lleno de unos tipos viejísimos y afectadísimos con sus parejas, menos en la mesa de al lado mío en que había tres chicas de unos treinta años o así. Las tres eran bastante feas y llevaban unos sombreros que anunciaban a gritos que ninguna era de Nueva York. Una de ellas, la rubia, no estaba mal del todo. Tenía cierta gracia, así que empecé a echarle unas cuantas miradas insinuantes; pero en ese momento llegó el camarero a preguntarme qué quería tomar. Le dije que me trajera un whisky con soda sin mezclar y lo dije muy deprisa porque como empieces a titubear enseguida se dan cuenta de que eres menor de edad y no te traen nada que tenga alcohol. Pero aun así se dio cuenta.

—Lo siento mucho —me dijo—, ¿pero tiene algún documento que acredite que es mayor de edad? ¿El permiso de conducir, por ejemplo?

Le lancé una mirada gélida, como si me hubiera ofendido en lo más vivo y le pregunté:

—¿Es que parezco menor de veinte años?

—Lo siento, señor, pero tenemos nuestras…

—Bueno, bueno —le dije. Había decidido no meterme en honduras—. Tráigame una coca-cola.

Ya se iba cuando le llamé:

—¿No puede ponerle al menos un chorrito de ron? —se lo dije de muy buenos modos—. Aquí no hay quien aguante sobrio. Ande, échele un chorrito de algo…

—Lo siento, señor —dijo. Y se largó.

La verdad es que él no tenía la culpa. Si les pillan sirviendo bebidas alcohólicas a un menor, les ponen de patitas en la calle. Y yo, ¡qué puñeta!, era menor de edad.

Volví a mirar a las tres brujas que tenía al lado, mejor dicho, a la rubia. Para mirar a las otras dos había que echarle al asunto mucho valor. La verdad es que lo hice muy bien, como el que no quiere la cosa, muy frío y con mucho mundo, pero en cuanto ellas lo notaron empezaron a reírse las tres como idiotas. Probablemente me consideraban demasiado joven para ligar. ¿No te fastidia? Ni que hubiera querido casarme con ellas. Debía haberlas mandado a freír espárragos, pero no lo hice porque tenía muchas ganas de bailar. Hay veces que no puedo resistir la tentación y ésa era una de ellas. Me incliné hacia las tres chicas y les dije:

—¿Os gustaría bailar?

No lo pregunté de malos modos ni nada, al contrario, estuve finísimo, pero no sé por qué aquello les hizo un efecto increíble. Empezaron a reírse como locas, de verdad. Eran las tres unas cretinas integrales.

—Venga —les dije—, bailaré con las tres una detrás de otra, ¿de acuerdo? ¿Qué os parece? Decid que sí.

Me moría de ganas de bailar. Al final, como se notaba que a quien me dirigía era a ella, la rubia se levantó para bailar conmigo y salimos a la pista. Mientras tanto, los otros dos esperpentos siguieron riéndose como histéricas. Debía estar loco para molestarme siquiera por ellas.

Pero valió la pena. La rubia aquella bailaba de miedo. He conocido a pocas mujeres que bailaran tan bien. A veces esas estúpidas resultan unas bailarinas estupendas, mientras que las chicas inteligentes, la mitad de las veces, o se empeñan en llevarte, o bailan tan mal que lo mejor que puedes hacer es quedarte sentado en la mesa y emborracharte con ellas.

—Lo haces muy bien —le dije a la rubia aquella—. Deberías dedicarte a bailarina, de verdad. Una vez bailé con una profesional y no era ni la mitad de buena que tú. ¿Has oído hablar de Marco y Miranda?

—¿Qué?

Ni siquiera me escuchaba. Estaba mirando a las mesas.

—He dicho que si has oído hablar de Marco y Miranda.

—No sé. No. No sé quiénes son.

—Son una pareja de bailarines. Ella no me gusta nada. Se sabe todos los pasos perfectamente, pero no baila nada bien. ¿Quieres que te diga en qué se nota cuando una mujer es una bailarina estupenda?

—¿Qué?

No me escuchaba. No hacía más que mirar por toda la habitación.

—He dicho que si sabes en qué se nota cuando una mujer es una bailarina estupenda.

—No…

—Verás, yo pongo la mano en la espalda de mi pareja, ¿no? Pues si me da la sensación de que más abajo de la mano no hay nada, ni trasero, ni piernas, ni pies, ni nada, entonces es que la chica es una bailarina fenomenal.

Nada, ni caso, así que dejé de hablarle un buen rato y me limité a bailar. ¡Jo! ¡Qué bien lo hacía aquella idiota! Buddy Singer y su orquesta tocaban esa canción que se llama
Just one of those things
, y por muchos esfuerzos que hacían no lograban destrozarla del todo. Es una canción preciosa. No intenté hacer ninguna exhibición ni nada porque me revientan esos tíos que se ponen a hacer florituras en la pista, pero me moví todo lo que quise y la rubia me seguía perfectamente. Lo más gracioso es que me creía que ella se lo estaba pasando igual de bien que yo hasta que se descolgó con una estupidez:

—Anoche mis amigas y yo vimos a Peter Lorre en persona. El actor de cine. Estaba comprando el periódico. Es un sol.

—Tuvisteis suerte —le dije—. Mucha suerte, ¿sabes?

Era una estúpida, pero qué bien bailaba. Por mucho que traté de contenerme no pude evitar darle un beso en aquella cabeza de chorlito, justo en la coronilla. Cuando lo hice se enfadó.

—¡Oye! Pero ¿qué te has creído?

—Nada, no me he creído nada. Es que bailas muy bien —le dije—. Tengo una hermana pequeña que está en el cuarto grado. Tú bailas casi tan bien como ella y eso que mi hermana lo hace como Dios.

—Mucho cuidado con lo que dices.

¡Jo! ¡Vaya tía! Era lo que se dice una malva.

—¿De dónde sois?

—¿Qué? —dijo.

—Que de dónde sois. Pero no me contestes si no quieres. No tienes que hacer tal esfuerzo.

—Seattle, Washington —dijo como si me estuviera haciendo un gran favor.

—Tienes una conversación estupenda —le dije—, ¿sabes?

—¿Qué?

Me di por vencido. De todas formas no hubiera entendido la indirecta.

—¿Quieres que hagamos un poco de
jitterbug
? Nada de saltar a lo hortera. Tranquilo y suavecito. Cuando tocan algo rápido, se sientan todos menos los viejos y los gordos, o sea que nos quedará la pista entera. ¿Qué te parece?

—Lo mismo me da —contestó—. Oye, y tú ¿cuántos años tienes?

No sé por qué pero aquella pregunta me molestó muchísimo.

—¡Venga, mujer! ¡No jorobes! Tengo doce años, pero ya sé que represento un poco más.

—Oye. Ya te lo he dicho antes. No me gusta esa forma de hablar. Si sigues diciendo palabrotas, voy a sentarme con mis amigas y asunto concluido.

Me disculpé a toda prisa porque la orquesta empezaba a tocar una pieza rápida. Bailamos el
jitterbug
, pero sin nada de cursiladas. Ella lo hacía estupendamente. No había más que darle un toquecito ligero en la espalda de vez en cuando. Y cuando se daba la vuelta movía el trasero a saltitos de una manera graciosísima. Me encantaba. De verdad. Para cuando volvimos a la mesa ya estaba medio loco por ella. Eso es lo que tienen las chicas. En cuanto hacen algo gracioso, por feas o estúpidas que sean, uno se enamora de ellas y ya no sabe ni por dónde se anda. Las mujeres. ¡Dios mío! Le vuelven a uno loco. De verdad.

No me invitaron siquiera a sentarme con ellas, creo que sólo porque eran unas ignorantes, pero me senté de todos modos. La rubia, la que había bailado conmigo, se llamaba Bernice Crabs o Krebes o algo por el estilo. Las dos feas se llamaban Marty y Laverne. Les dije que me llamaba Jim Steele. Me dio por ahí. Luego traté de mantener con ellas una conversación inteligente, pero era prácticamente imposible. Costaba un esfuerzo ímprobo. No podía decidir cuál era más estúpida de las tres. Miraban constantemente a su alrededor como esperando que de un momento a otro fuera a aparecer por la puerta un ejército de actores de cine. Las muy tontas se creían que cuando los artistas van a Nueva York no tienen nada mejor que hacer que ir al Salón Malva en vez de al Club de la Cigüeña, o al Morocco, o a sitios así. Trabajaban en una compañía de seguros. Les pregunté si les gustaba lo que hacían, pero me fue absolutamente imposible extraer una respuesta inteligente de aquellas tres idiotas. Pensé que las dos feas, Marty y Laverne, eran hermanas, pero cuando se lo pregunté se ofendieron muchísimo. Se veía que ninguna quería parecerse a la otra, lo cual era comprensible pero no dejaba de tener cierta gracia.

Bailé con las tres, una detrás de otra. La más fea, Laverne, no lo hacía mal del todo, pero lo que es la otra, era criminal. Bailar con la tal Marty era como arrastrar la Estatua de la Libertad por toda la pista. No tuve más remedio que inventarme algo para pasar el rato, así que le dije que acababa de ver a Gary Cooper.

—¿Dónde? —me preguntó nerviosísima—. ¿Dónde?

—Te lo has perdido. Acaba de salir. ¿Por qué no miraste cuando te lo dije?

Dejó de bailar y se puso a mirar a todas partes a ver si le veía.

—¡Qué rabia! —dijo.

Le había partido el corazón, de verdad. Me dio pena. Hay personas a quienes no se debe tomar el pelo aunque se lo merezcan.

Lo más gracioso fue cuando volvimos a la mesa y Marty les dijo a las otras dos que Gary Cooper acababa de salir. ¡Jo! Laverne y Bernice por poco se suicidan cuando lo oyeron. Se pusieron nerviosísimas y le preguntaron a Marty si ella le había visto. Les contestó que sólo de refilón. Por poco suelto la carcajada.

Ya casi iban a cerrar, así que les invité a un par de copas y pedí para mí otras dos coca-colas. La mesa estaba atestada de vasos. La fea, Laverne, no paraba de tomarme el pelo porque bebía coca-cola. Tenía un sentido del humor realmente exquisito. Ella y Marty tomaban Tom Collins. ¡Jo! ¡Nada menos que en pleno diciembre! ¡Vaya despiste que tenían las tías! La rubia, Bernice, bebía bourbon con agua —tenía buen saque para el alcohol—, y las tres miraban continuamente a su alrededor buscando actores de cine. Apenas hablaban, ni siquiera entre ellas. La tal Marty era un poco más locuaz que las otras dos, pero decía unas cursiladas horrorosas. Llamaba a los servicios «el cuarto de baño de las niñas» y cuando el pobre carcamal de la orquesta de Buddy Singer se levantó y le atizó al clarinete un par de arremetidas que resultaron heladoras, comentó que aquello sí que era el no va más del jazz caliente. Al clarinete lo llamaba «el palulú». No había por dónde cogerla. La otra fea, Laverne, se creía graciosísima. Me repitió como cincuenta veces que llamara a mi papá para ver qué hacía esa noche y me preguntó también otras cincuenta que si mi padre tenía novia o no. Era ingeniosísima. La tal Bernice, la rubia, apenas despegó los labios. Cada vez que le preguntaba una cosa, contestaba: «¿Qué?». Al final le ponía a uno negro.

En cuanto acabaron de beberse sus copas se levantaron y me dijeron que se iban a la cama, que a la mañana siguiente tenían que levantarse temprano para ir a la primera sesión del Music Hall de Radio City. Traté de convencerlas de que se quedaran un rato más, pero no quisieron. Así que nos despedimos con todas las historias habituales. Les prometí que no dejaría de ir a verlas si alguna vez iba a Seattle, pero dudo mucho que lo haga. Ir a verlas, no ir a Seattle.

Incluidos los cigarrillos, la cuenta ascendía a trece dólares. Creo que por lo menos debían haberse ofrecido a pagar las copas que habían tomado antes de que yo llegara; no les habría dejado hacerlo, naturalmente, pero hubiera sido un detalle. La verdad es que no me importó. Eran tan ignorantes y llevaban unos sombreros tan cursis y tan tristes, que me dieron pena. Eso de que quisieran levantarse temprano para ver la primera sesión de Radio City me deprimió más todavía. Que una pobre chica con un sombrero cursilísimo venga desde Seattle, Washington, hasta Nueva York, para terminar levantándose temprano y asistir a la primera sesión del Music Hall, es como para deprimir a cualquiera. Les habría invitado a cien copas por cabeza a cambio de que no me hubieran dicho nada.

Me fui del Salón Malva poco después de que ellas salieran. De todos modos estaban cerrando y hacía rato que la orquesta había dejado de tocar. La verdad es que era uno de esos sitios donde no hay quien aguante a menos que vaya con una chica que baile muy bien, o que el camarero le deje a uno tomar alcohol en vez de coca-cola. No hay sala de fiestas en el mundo entero que se pueda soportar mucho tiempo a no ser que pueda uno emborracharse o que vaya con una mujer que le vuelva loco de verdad.

Other books

Dying for Danish by Leighann Dobbs
The Substitute Bride by Janet Dean
Starting From Scratch by Georgia Beers
Werewolf Sings the Blues by Jennifer Harlow
What You Can't See by Allison Brennan, Karin Tabke, Roxanne St. Claire
Stone Cold by C. J. Box
The Witch of Agnesi by Robert Spiller