El guardián entre el centeno (13 page)

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Authors: J.D. Salinger

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BOOK: El guardián entre el centeno
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—¡Vamos, jefe! —dijo Maurice. Luego me dio un empujón con toda la manaza. Tenía tanta fuerza el muy hijoputa que por poco me caigo sentado. Cuando quise darme cuenta, él y la tal Sunny se habían colado en mi habitación. Andaban por allí como Pedro por su casa. Sunny se sentó en el alféizar de la ventana. Maurice se hundió en un sillón y se desabrochó el botón del cuello —aún llevaba el uniforme de ascensorista—. ¡Jo, yo estaba con los nervios desatados!

—¡Venga, jefe! Suelte ya la tela que tengo que volver al trabajo.

—Ya se lo he dicho diez veces. No le debo nada. Le pagué los cinco dólares…

—¡Déjese de historias! ¡Vamos, largue la pasta!

—¿Por qué tengo que darles otros cinco dólares? —le dije. Apenas podía hablar—. Lo que quieren es timarme.

El tal Maurice se desabrochó la librea. Debajo no llevaba más que un cuello postizo. Tenía un estómago enorme y muy peludo.

—Nadie está tratando de timarle —dijo—. Vamos, la pasta, jefe.

—No.

Cuando lo dije se levantó del sillón y se acercó a mí. Parecía como muy cansado o muy aburrido. ¡Jo! ¡No me llegaba la camisa al cuerpo! Recuerdo que tenía los brazos cruzados. Si no me hubieran pillado en pijama, no me habría sentido tan mal.

—La tela, jefe.

Se acercó aún más. Parecía un disco rayado, el tío.

—La tela, jefe —era un tarado.

—No.

—Va a obligarme a forzar las cosas, jefe. No quería, pero me parece que no va a quedarme otro remedio —me dijo—. Nos debe cinco dólares.

—No les debo nada —le dije—. Y si me atiza gritaré como un demonio. Despertaré a todo el hotel. Incluida la policía —¡cómo me temblaba la voz!

—Adelante. Por mí puede gritar hasta desgañitarse. Haga lo que usted quiera —dijo Maurice—. Pero ¿quiere que se enteren sus padres de que ha pasado la noche con una puta? ¿Un niño bien como usted? —el tío no era tonto. Cabrón, sí, pero lo que es de tonto no tenía un pelo.

—Déjeme en paz. Si me hubiera dicho diez desde el principio, se los daría, pero usted dijo claramente…

—¿Nos lo da o no? —Me tenía acorralado contra la puerta y estaba prácticamente echado encima de mí, con estómago peludo y todo.

—Déjenme en paz y lárguense de mi habitación —les dije. Seguía como un imbécil con los brazos cruzados.

De pronto Sunny habló por primera vez:

—Oye, Maurice. ¿Quieres que le coja la cartera? —le preguntó—. La tiene encima del mueble ese.

—Sí, cógela.

—¡No toque esa cartera!

—Ya la tengo —dijo Sunny. Me paseó cinco dólares por delante de las narices—. ¿Lo ves? No he sacado más que los cinco que me debes. No soy una ladrona.

De repente me eché a llorar. Hubiera dado cualquier cosa por no hacerlo, pero lo hice.

—No, no son ladrones. Sólo roban cinco dólares.

—¡Cállate! —dijo Maurice y me dio un empujón.

—¡Déjale en paz! —dijo Sunny—. ¡Vámonos! Ya tenemos lo que me debía. Venga, vámonos.

—Ya voy —dijo Maurice, pero el caso es que no se iba.

—Vamos, Maurice, déjale ya.

—¿Quién le está haciendo nada? —dijo con una voz tan inocente como un niño. Lo que hizo después fue pegarme bien fuerte en el pijama. No les diré dónde me dio, pero me dolió muchísimo. Le dije que era un cerdo y un tarado.

—¿Cómo has dicho? —dijo. Luego se puso una mano detrás de la oreja como si estuviera sordo—. ¿Cómo has dicho? ¿Qué has dicho que soy?

Yo seguía medio llorando de furia y de lo nervioso que estaba.

—Que es un cerdo y un tarado —le grité—. Un cretino, un timador y un tarado, y en un par de años será uno de esos pordioseros que se le acercan a uno en la calle para pedirle para un café. Llevará un abrigo raído y estará más…

Entonces fue cuando me atizó de verdad. No traté siquiera de esquivarle, ni de agacharme, ni de nada. Sólo sentí un tremendo puñetazo en el estómago.

Sé que no perdí el sentido porque recuerdo que levanté la vista, y les vi salir a los dos de la habitación y cerrar la puerta tras ellos. Luego me quedé un rato en el suelo, más o menos como había hecho cuando lo de Stradlater. Sólo que esta vez de verdad creí que me moría. En serio. Era como si fuera a ahogarme. No podía ni respirar. Cuando al fin me levanté, tuve que ir al baño doblado por la cintura y sujetándome el estómago.

Pero les juro que estoy completamente loco. A medio camino, empecé a hacer como si me hubieran encajado un disparo en el vientre. Maurice me había pegado un tiro. Y yo iba al baño a atizarme un lingotazo de whisky para calmarme los nervios y entrar en acción. Me imaginé saliendo de la habitación con paso vacilante, completamente vestido y con el revólver en el bolsillo. Bajaría por las escaleras en vez de tomar el ascensor. Iría bien aferrado al pasamanos, con un hilillo de sangre chorreando de la comisura de los labios. Bajaría unos cuantos pisos —abrazado a mi estómago y dejando un horrible rastro de sangre—, y luego llamaría al ascensor. Cuando Maurice abriera las puertas me encontraría esperándole, con el revólver en la mano. Comenzaría a suplicarme con voz temblorosa, de cobarde, para que le perdonara. Pero yo dispararía sin piedad. Seis tiros directos al estómago gordo y peludo. Luego arrojaría el arma al hueco del ascensor —una vez limpias las huellas— y volvería arrastrándome hasta mi habitación. Llamaría a Jane para que viniera a vendarme las heridas. Me la imaginé perfectamente, sosteniendo entre los dedos un cigarrillo para que yo fumara mientras sangraba como un valiente.

¡Maldito cine! Puede amargarle a uno la vida. De verdad.

Me di un baño como de una hora, y luego volví a la cama. Me costó mucho dormirme porque ni siquiera estaba cansado, pero al fin lo conseguí. Lo único que de verdad tenía ganas de hacer era suicidarme. Me hubiera gustado tirarme por la ventana, y creo que lo habría hecho de haber estado seguro de que iban a cubrir mi cadáver enseguida. Me habría reventado que un montón de imbéciles se pararan allí a mirarme mientras yo estaba hecho un Cristo.

Capítulo 15

No debí dormir mucho porque eran como las diez cuando me desperté. En cuanto me fumé un cigarrillo sentí hambre. No había tomado nada desde las hamburguesas que había comido con Brossard y con Ackley cuando fuimos a Agerstown para ir al cine. Y desde entonces había pasado mucho tiempo. Como cincuenta años. Había un teléfono en la mesilla y estuve a punto de llamar para que me subieran el desayuno, pero de pronto se me ocurrió que a lo mejor me lo mandaban con el tal Maurice. Como no me seducía la idea de verle de nuevo, me quedé en la cama un rato más y fumé otro cigarrillo. Pensé en llamar a Jane para ver si estaba ya en casa, pero no me encontraba muy en vena.

Lo que hice en cambio fue llamar a Sally Hayes. Sabía que estaba de vacaciones porque iba al colegio Mary Woodruff y porque me lo había dicho en una carta. No es que me volviera loco, pero la conocía hacía años. Antes yo era tan tonto que la consideraba inteligente porque sabía bastante de literatura y de teatro, y cuando alguien sabe de esas cosas cuesta mucho trabajo llegar a averiguar si es estúpido o no. En el caso de Sally me llevó años enteros darme cuenta de que lo era. Creo que lo hubiera sabido mucho antes si no hubiéramos pasado tanto tiempo besándonos y metiéndonos mano. Lo malo que yo tengo es que siempre tengo que pensar que la chica a la que estoy besando es inteligente. Ya sé que no tiene nada que ver una cosa con otra, pero no puedo evitarlo. No hay manera.

Pero como les iba diciendo, al final me decidí a llamarla. Primero contestó la criada. Luego su padre. Al final se puso ella.

—¿Sally? —le dije.

—Sí. ¿Quién es? —preguntó. ¡Qué falsa era la tía! Sabía perfectamente que era yo porque acababa de decírselo su padre.

—Holden Caulfield. ¿Cómo estás?

—Hola, Holden. Muy bien, ¿y tú?

—Bien también. Pero, dime, ¿cómo te va? ¿Qué tal por el colegio?

—Muy bien —me dijo—. Como siempre, ya sabes…

—Estupendo. Oye, ¿tienes algo que hacer hoy? Es domingo, pero siempre habrá alguna función de teatro por la tarde. De esas benéficas, ya sabes. ¿Te gustaría que fuéramos?

—Muchísimo. Es una idea encantadora.

Encantadora. Si hay una palabra que odio, es ésa. Suena de lo más hipócrita. Se me pasó por la cabeza decirle que se olvidara del asunto, pero seguimos hablando un poco. Mejor dicho, siguió hablando ella. No había forma de encajar una palabra ni de canto. Primero me habló de un tipo de Harvard que, según ella, no la dejaba ni a sol ni a sombra. Seguro que era del primer curso, pero eso se lo calló, claro. Me dijo que la llamaba día y noche. ¡Día y noche! ¡Menuda cursilería! Luego me habló de otro, un cadete de West Point, que también estaba loco por ella. ¡El rollazo que me dio! Le dije que estaría debajo del reloj del Biltmore a las dos en punto y que no llegara tarde porque la función empezaría seguramente a las dos y media. Siempre llegaba con una hora de retraso. Luego colgué. La tal Sally me daba cien patadas pero había que reconocer que era muy guapa.

Después de hablar por teléfono, me levanté, me vestí y cerré la maleta. Antes de salir miré por la ventana a ver qué hacían los pervertidos, pero tenían todas las persianas echadas. Se ve que durante el día les daba por lo decente. Luego bajé al vestíbulo en ascensor y pagué la cuenta. El Maurice de marras había desaparecido el muy cerdo. Naturalmente tampoco me maté a buscarle.

Al salir del hotel cogí un taxi, aunque no tenía ni la más remota idea de adónde ir. La verdad es que no sabía qué hacer. Era domingo y no podía volver a casa hasta el miércoles, o, por lo menos, hasta el martes. No tenía ninguna gana de meterme en otro hotel a que me machacaran los sesos, así que le dije al taxista que me llevara a la estación Grand Central, que estaba muy cerca del Biltmore, donde había quedado con Sally. Pensé que lo mejor sería dejar las maletas en la consigna y después ir a desayunar. Estaba hambriento. En el taxi saqué la cartera y conté el dinero que me quedaba. No recuerdo cuánto era exactamente, pero, desde luego, no una fortuna. En dos semanas me había gastado un dineral. De verdad. Soy un manirroto horrible. Y lo que no gasto, lo pierdo. Muchísimas veces hasta me olvido de recoger el cambio en los restaurantes, y en las salas de fiestas, y sitios así. A mis padres les saca de quicio y con razón. Pero papá tiene mucho dinero. No sé cuánto gana —nunca me lo ha dicho—, pero me imagino que mucho. Es abogado de empresa y los tíos que se dedican a eso se forran. Además, debe tener bastante pasta porque siempre está interviniendo en obras de teatro de Broadway. Todas acaban en unos fracasos horribles y mi madre se lleva unos disgustos de miedo. Desde que murió Allie no anda muy bien de salud. Está siempre muy nerviosa. Por eso me preocupaba que me hubieran echado otra vez.

Después de dejar las maletas en la estación, entré en un bar a desayunar. En comparación con lo que suelo tomar por las mañanas, aquel día comí muchísimo: zumo de naranja, huevos con jamón, tostada y café. Por lo general sólo tomo un zumo. Como muy poco. De verdad. Por eso estoy tan delgado. El médico me había dicho que tenía que hacer un régimen especial de mucho carbohidrato y porquerías de esas para engordar, pero yo nunca le hacía caso. Cuando no como en casa, generalmente tomo a mediodía un sándwich de queso y un batido. No es mucho, ya sé, pero el batido tiene un montón de vitaminas. H. V. Caulfield, así deberían llamarme. Holden Vitaminas Caulfield.

Mientras me comía los huevos, entraron dos monjas y se sentaron en la barra a mi lado. Supongo que se mudaban de un convento a otro y estaban esperando el tren. No sabían dónde dejar sus maletas que eran de esas baratas como de cartón. Ya sé que no hay que dar importancia a esas cosas, pero no aguanto las maletas baratas. Reconozco que es horrible, pero puedo llegar a odiar a una persona sólo porque lleve una maleta de ésas. Una vez, cuando estaba en Elkton Hills, tuve por compañero de cuarto una temporada a un tal Dick Slagle. Tenía unas maletas horribles y las escondía debajo de la cama en vez de ponerlas encima de la red para que nadie las comparara con las mías. Aquello me deprimía tanto que hubiera preferido tirar mis maletas o hasta cambiarlas por las suyas. Me las había comprado mi madre en Mark Cross; eran de piel auténtica y supongo que le habían costado una fortuna. Pero la cosa tuvo gracia. No se imaginan lo que ocurrió. Un día las metí debajo de la cama para que no le dieran a Slagle complejo de inferioridad. Pues verán lo que hizo él. Al día siguiente las sacó y volvió a ponerlas en la red. Al final caí en la cuenta de que lo había hecho para que todos creyeran que eran las suyas. De verdad. Para todo ese tipo de cosas Slagle era un tipo rarísimo. Por ejemplo, siempre se estaba metiendo conmigo y diciéndome que tenía unas maletas muy burguesas. Ésa era su palabra favorita. Se ve que la había oído o leído en algún sitio. Todo lo que yo tenía era burgués. Hasta la pluma estilográfica. Me la pedía prestada todo el tiempo, pero decía que era burguesa. Sólo fuimos compañeros de cuarto dos meses. Los dos pedimos que nos cambiaran. Y lo más gracioso es que cuando lo hicieron me arrepentí, porque Slagle tenía un sentido del humor estupendo y a veces lo pasábamos muy bien. Y no me sorprendería saber que él también me echó de menos. Al principio cuando me llamaba burgués y todas esas cosas se notaba que lo decía en broma y no me molestaba. Hasta lo encontraba gracioso. Pero después me di cuenta de que empezaba a decirlo en serio. Lo cierto es que resulta muy difícil compartir la habitación con un tío que tiene unas maletas mucho peores que las tuyas. Lo natural sería que a una persona inteligente y con sentido del humor le importaran un rábano ese tipo de cosas, pero resulta que no es así. Resulta que sí importa. Por eso prefería compartir el cuarto con un cabrón como Stradlater que al menos tenía unas maletas tan caras como las mías.

Pero, como les iba diciendo, las dos monjas se sentaron a desayunar en la barra y charlamos un rato. Llevaban unas cestas de paja como las que sacan en Navidad las mujeres del Ejército de Salvación cuando se ponen a pedir dinero por las esquinas y delante de los grandes almacenes, sobre todo por la Quinta Avenida. A la que estaba al lado mío se le cayó la cesta al suelo y yo me agaché a recogérsela. Le pregunté si iban pidiendo para los pobres o algo así. Me dijo que no, que es que no les habían cabido en la maleta cuando hicieron el equipaje y por eso tenían que llevarlas en la mano. Cuando te miraba sonreía con una expresión muy simpática. Tenía una nariz muy grande y llevaba unas gafas de esas con montura de metal que no favorecen nada, pero parecía la mar de amable.

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