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Authors: Dolores Redondo

Tags: #Intriga, #Terror

El guardián invisible (13 page)

BOOK: El guardián invisible
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—No debiste dejarla sola.

—Sabía que ibas a decirme eso, pero ¿qué podía hacer, Amaia? Ella insistió, y la verdad es que él tenía una actitud que no parecía en absoluto amenazadora, más bien todo lo contrario, estaba apocado y enfurruñado como un crío pequeño.

—Como el crío malcriado que es —apuntó ella—. Pero no hay que fiarse, muchos casos de agresión se producen en el momento en que la mujer comunica el fin de la relación. Romper con esas sabandijas no es fácil. Suelen resistirse con ruegos, llantos y súplicas, porque saben perfectamente que sin ellas no son nada. Y si todo eso no funciona llega la agresión, por eso no debe dejarse sola a una mujer cuando va a romper con el garrapata de turno.

—Si hubiera visto algún signo de chulería no la habría dejado, y de hecho dudé, pero ella me aseguró que estaría bien y que regresaría a casa para cenar.

Amaia consultó el reloj. En casa de Engrasi se cenaba hacia las once.

—No te preocupes, si en media hora no está aquí paso a buscarla, ¿de acuerdo?

Asintió apretando los labios. Percibieron el ruido de la puerta casi a la vez que el frío intenso de la calle, que penetró en la casa a la vez que Ros. La oyeron trastear en el recibidor presintiendo que se demoraba colgando su abrigo más tiempo del necesario y, cuando por fin entró al salón, su rostro apareció demudado, oscuro y ceniciento, pero sereno, como cuando se asume el dolor. Saludó a James, y Amaia percibió un leve temblor en su mejilla cuando Ros se inclinó a besarla. Después se dirigió al aparador, tomó un paquetito envuelto en seda y se sentó en la mesa de juego.

—Tía… —musitó.

Engrasi regresó de la cocina secándose las manos con un paño de toalla y se sentó frente a ella.

No era necesario preguntar, ni siquiera era necesario mirar, había visto aquella baraja envuelta en su paño de seda negra miles de veces. Las cartas de tarot de Marsella que su tía utilizaba, y que le había visto barajar, partir y cortar, disponer en cruces o en círculos. Incluso ella misma las había consultado. Pero de eso hacía mucho, mucho tiempo.

Primavera de 1989

Tenía ocho años, era mayo y acababa de hacer su Primera Comunión. En los días previos a la ceremonia, su madre se había mostrado inusualmente atenta con ella, colmándola de cuidados a los que no estaba acostumbrada. Rosario era una mujer orgullosa y profundamente preocupada por mostrar una imagen de opulencia propia de los pueblos en la época, sin duda influida por el hecho de sentirse siempre la extraña que había venido a casarse con el soltero más preciado de Elizondo. El negocio iba bien, pero casi todo el dinero se reinvertía en mejoras; aun así, cada una de las niñas tuvo en su momento un vestido nuevo de comunión de un modelo suficientemente distinto al de sus hermanas como para que nadie tuviese ninguna duda de que no era el mismo. La habían llevado a la peluquería, donde le peinaron la melena rubia, que casi le llegaba a la cintura, formando preciosos bucles que parecían nacer bajo la tiara de florecillas blancas que coronaba su cabeza. No recordaba haberse sentido tan feliz nunca antes ni después.

Al día siguiente de la Comunión, su madre la hizo sentar en una banqueta en la cocina, trenzó su pelo y se lo cortó al dos. La pequeña ni siquiera supo lo que estaba pasando hasta que vio sobre la mesa la gruesa trenza de pelo que su madre se afanaba en trenzar también por el lado opuesto y que ella pensó que era un animalillo desconocido. Recordaba la sensación de expolio al palparse la cabeza y las lágrimas hirvientes que le arrasaron los ojos impidiéndole ver más.

—No seas tonta —le espetó su madre—, ahora viene el verano y estarás fresca, y cuando seas mayor podrás hacerte un elegante postizo como los que llevan las señoras en San Sebastián.

Recordaba cada palabra de su padre al entrar en la cocina, atraído por su llanto.

—¡Por el amor de Dios! ¿Qué le has hecho? —gimió cogiéndola en sus brazos y sacándola de la cocina como si huyesen de un incendio—. ¿Qué has hecho, Rosario? ¿Por qué haces estas cosas? —susurró mientras mecía en sus brazos a la pequeña y sus lágrimas mojaban su cabeza. La acomodó en el sofá con el mismo cuidado que habría puesto si sus huesos fueran de cristal y regresó a la cocina. Sabía lo que venía ahora, una retahíla de reproches susurrados por su padre, los gritos contenidos de su madre, que sonaban como un animal agonizando bajo el agua y que darían paso a los ruegos intentando convencerla, persuadirla, engañarla para que accediese a tomar aquellas píldoras blancas y pequeñas que conseguían hacer que su madre no la detestase. Se preguntaba qué culpa tenía ella de parecerse tan poco a su madre y tanto a su fallecida abuela, la madre de su padre. ¿Era eso motivo para no querer a una hija? Su padre le explicaba que su madre no estaba bien, que tomaba pastillas para no portarse así con ella, pero la niña se sentía cada vez peor.

Se puso una chaqueta con capucha y huyó hacia el piadoso silencio de la calle. Corrió por las calles desiertas frotándose los ojos con furia en un intento de controlar el caudal salado de lágrimas que parecía no tener fin. Llegó a la casa de tía Engrasi y, como tenía por costumbre, no llamó. Se subió en una gran maceta de coleos tan altos como ella misma y alcanzó la llave que estaba sobre el dintel de la puerta. No gritó llamando a la tía, no recorrió la casa en su busca. Su llanto cesó en cuanto vio el hatillo de seda negra que descansaba sobre la mesa. Se sentó enfrente, lo abrió y comenzó a barajar las cartas como le había visto hacer a su tía en cientos de ocasiones.

Sus manos se movían con torpeza pero su mente estaba clara y concentrada en la pregunta que formularía sin palabras, tan absorta en el sedoso tacto y el aroma almizclero que desprendía la baraja que ni siquiera advirtió la presencia de Engrasi, que la observaba atónita desde la entrada de la cocina. La niña extendió las cartas sobre la mesa usando ambas manos, extrajo una que colocó ante sí y continuó eligiéndolas de una en una hasta que formaron un círculo en el mismo orden que los dígitos de un reloj. Las miró durante un largo rato, sus ojos saltaban de una a otra, extrayendo, adivinando qué significado tenía aquella combinación única que guardaba la respuesta a su pregunta.

Temerosa de romper la concentración mística de la que estaba siendo testigo, Engrasi se acercó muy despacio y preguntó quedamente:

—¿Qué dicen?

—Lo que quiero saber —respondió Amaia sin mirarla, como si oyese su voz a través de unos auriculares.

—¿Y qué quieres saber, cariño?

—Si algún día se acabará.

Amaia señaló la carta que ocupaba las doce en el reloj. Era la rueda de la fortuna.

—Se avecina un gran cambio, tendré mejor suerte —dijo.

Engrasi tomó aire profundamente, pero permaneció en silencio.

Amaia extrajo una nueva carta, que colocó en el centro del círculo, y sonrió.

—¿Lo ves? —dijo señalando—, algún día me iré de aquí y nunca volveré.

—Amaia, sabes que no deberías echarte las cartas, estoy muy sorprendida. ¿Cuándo has aprendido?

La niña no contestó; tomó otra carta y la colocó cruzando la anterior. Era la muerte.

—Es mi muerte, tía, quizá quiere decir que sólo volveré cuando esté muerta para que me entierren aquí, con la
amona
Juanita.

—No, no es tu muerte, Amaia, pero la muerte te hará regresar.

—Eso no lo entiendo, ¿quién va a morir? ¿Qué podría pasar para hacerme volver?

—Saca otra carta y colócala junto a ésa —ordenó la tía—. El diablo.

—La muerte y el mal —susurró la niña.

—Falta mucho para eso, Amaia. Poco a poco las cosas se van definiendo, es pronto para poder verlo aún y no tienes criterio para adivinar tu propio futuro, déjalo.

—¿Que no tengo criterio, tía? Pues yo creo que el futuro ya ha llegado —dijo descubriéndose la cabeza ante la mirada horrorizada de Engrasi. Su tía tardó mucho en consolarla, en conseguir que se tomase un poco de leche y unas galletas. Sin embargo, se durmió en un instante tras sentarse a mirar el fuego que ardía en el hogar de Engrasi a pesar de que era mayo, quizá para combatir un invierno glaciar que se cernía sobre ellas como un heraldo de la muerte.

Las cartas continuaban sobre la mesa proclamando horrores destinados a aquella niña a la que amaba más que a nadie en el mundo y que estaba dotada de un don natural para percibir el mal. Sólo esperaba que el buen Dios la hubiera dotado también de fuerza para combatirlo. Comenzó a recoger los naipes y vio la rueda de la fortuna que simbolizaba a Amaia, una noria gobernada por unos monos sin discernimiento ni precepto que hacían girar la rueda a su antojo y que en uno de esos irracionales giros podían ponerte cabeza abajo. Faltaba apenas un mes para su cumpleaños, el momento en que el planeta gobernante ingresaría en su signo, el momento en que todo lo que tenía que ocurrir ocurriría.

Se sentó, agotada de pronto, sin dejar de mirar la palidez de la cabeza de la niña que dormía junto al fuego y que era visible entre los trasquilones.

16

Engrasi deshizo el hatillo y le entregó la baraja a Rosaura para que la barajase.

—¿Queréis que salgamos? —preguntó Amaia.

—No, no, quedaos, tardaremos apenas diez minutos y cenaremos enseguida. Será una consulta corta.

—Bueno, me refería a que quizá tengas que dedicarle tiempo.

—No será necesario. Rosaura echa las cartas tan bien como yo, pronto podrá hacerlo sola. La verdad es que no me necesita para la interpretación, pero ya sabes que no debe echárselas uno mismo.

Amaia se extrañó.

—Ros, no sabía que supieras echar las cartas.

—No hace mucho que comencé a practicar; parece que últimamente en mi vida todo es nuevo, nada desde hace mucho…

—No sé de qué te sorprendes, todas mis sobrinas tenéis el don para echar las cartas, incluso Flora podría echarlas bien, pero sobre todo tú… Siempre te lo he dicho, serías una echadora buenísima.

—¿Es eso verdad? —preguntó James, interesado.

—No es verdad —apuntó Amaia.

—Claro que sí, cariño, tu mujer es una receptora natural, al igual que sus hermanas; todas son sumamente perceptivas, sólo tienen que encontrar el vehículo adecuado con el que alcanzar su clarividencia, y Amaia es la que lo tiene más desarrollado… Mira si no qué trabajo ha ido a elegir, uno en el que además de método, pruebas y datos, desempeña un papel importantísimo la percepción, la capacidad para vislumbrar lo que está oculto.

—Yo diría que es sentido común y una ciencia llamada criminología.

—Sí, y un sexto sentido que funciona cuando eres una buena receptora. Tener a alguien sentado enfrente y decidir que está sufriendo, que está mintiendo, que oculta algo, que se siente culpable, atormentado, sucio o por encima de los demás, es tan común para mí en mi consulta como para ti en un interrogatorio, la diferencia es que a mí llegan voluntariamente y a ti no.

—Tiene lógica —apuntó James—. Quizá terminaste siendo policía porque eres una receptora natural, como dice tu tía.

—Es como digo —sentenció Engrasi.

Ros entregó el mazo ya barajado a la tía y ésta comenzó a extraer cartas de la parte superior mientras disponía un círculo componiendo la echada clásica de doce naipes conocida como el mundo, en que la carta que ocupa las doce en el reloj simboliza al consultante… No dijo una sola palabra, se quedó mirando fijamente a Ros, que observaba las cartas absorta.

—Podríamos profundizar más en esto —dijo tocando una de ellas.

La tía, que había permanecido expectante, sonrió satisfecha.

—Claro —dijo recogiendo las cartas y uniéndolas al resto de la baraja. Las tendió de nuevo a Ros, que las mezcló rápidamente y las depositó sobre la mesa. Engrasi las dispuso esta vez formando la cruz, una echada corta con seis cartas que puede llegar a extenderse hasta diez y es más adecuada para responder una cuestión más concreta. Cuando las hubo vuelto todas hacia arriba compuso una sonrisa a medias, entre la confirmación y el hastío, y apuntando con uno de sus finos dedos sentenció:

—Aquí la tienes.

—Joder —susurró Rosaura.

—Jodamos, hijita, más claro agua.

James las había estado observando entre divertido y tenso, como un niño que visita la casa de los horrores de una feria ambulante. Mientras ellas disponían los naipes se había inclinado hacia Amaia para preguntar en voz baja:

—¿Por qué no debe echarse las cartas uno mismo?

—Es lógico que no seas tan objetivo cuando has de percibir sobre ti mismo. Los temores, los deseos, los prejuicios pueden nublar el buen juicio. También dicen que trae mala suerte y atrae al mal.

—Pues eso también es común a la investigación policial, porque un detective no debe investigar un caso que le toque directamente.

Amaia no respondió; no valía la pena discutir con James, sabía que el hecho de que su tía echara las cartas le fascinaba. Desde el primer día había aceptado este hecho, que podía calificarse como «algo peculiar», una especie de honor familiar, como si en lugar de echar las cartas hubiera sido una conocida cantante de coplas o una vieja actriz retirada. Ella misma, al verlas echando las cartas en silencio, había tenido la sensación de haber sido privada de algo valioso que sólo ellas compartían, y en un momento se sintió tan excluida como si la hubieran hecho salir de la habitación. Los comunes gestos de entendimiento, un conocimiento que sólo ellas compartían y que sin embargo a ella le estaba vedado. Aunque no siempre había sido así.

—Eso es todo —dijo Rosaura.

Engrasi recogió la baraja, la dispuso en el centro del pañuelo de seda, la envolvió cuidadosamente anudando después los extremos hasta formar un prieto paquetito y lo puso en su lugar tras la puerta de cristal.

—Ahora cenaremos —anunció.

—Me muero de hambre —dijo James en tono festivo.

—Tú siempre estás muerto de hambre —rió Amaia—. Por Dios que no sé dónde lo metes.

Él se entretenía poniendo la mesa y, cuando Amaia pasó a su lado llevando unos platos, se inclinó para decirle:

—Después, en privado, te explicaré con detalle dónde meto todo lo que como.

—Sssshh —le indicó ella poniendo un dedo sobre sus labios mientras miraba a la cocina.

Engrasi regresó trayendo una botella de vino y se sentaron a cenar.

—Este asado está delicioso, tía —dijo Rosaura.

—Casi he tenido que echar a Jonan a empujones, ha venido a traerme un informe y mientras hablábamos no quitaba los ojos de la bandeja… Hasta ha hecho un comentario a propósito de que ya no se cena así —añadió Amaia sirviéndose una copa de vino.

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