Read El guardián invisible Online

Authors: Dolores Redondo

Tags: #Intriga, #Terror

El guardián invisible (25 page)

BOOK: El guardián invisible
6.09Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

—Hemos tenido mucha suerte, Juan, la niña está bien. Tiene fracturados el meñique y el anular de la mano derecha, aunque lo que más me preocupa es el corte en la cabeza. La harina actuó como tampón natural empapando la sangre y creando una costra que detuvo casi de inmediato la hemorragia. Las convulsiones son normales cuando se ha sufrido un fuerte traumatismo en la cabeza…

—Ha sido por mi culpa —interrumpió Juan—. Le dejé una llave para que pudiera entrar en el obrador cuando quisiera, y bueno… Nunca imaginé que la niña pudiera hacerse daño, aquí, sola…

—Ya, Juan —dijo el médico mirándole de frente, en un intento de no perderse su expresión—. Hay algo más. Tenía harina dentro de los oídos, la nariz, la boca… De hecho, tu hija estaba por completo cubierta de harina…

—Sí, supongo que resbaló con algún resto de manteca o aceite, se golpeó en la cabeza y cayó dentro de la artesa.

—Podía haber caído de frente o de espaldas, pero estaba totalmente cubierta, Juan.

Éste se miró las manos, como si allí estuviese la respuesta.

—Quizá cayó de frente y se dio la vuelta al sentir que se ahogaba.

—Sí, quizá —concedió el médico—. Tu hija no es demasiado alta, Juan. Si se golpeó con uno de los bordes de las mesas es difícil que al caer el peso venciera hacia dentro de la artesa, lo más normal es que se hubiese escurrido hasta el suelo. Además —miró hacia abajo—, fíjate dónde está el charco de sangre.

Juan se cubrió el rostro con las manos y comenzó a llorar.

—Manuel, yo…

—¿Quién la encontró?

—Mi mujer —gimió él, desolado.

El médico suspiró, dejando salir el aire ruidosamente.

—Juan, ¿Rosario se toma el tratamiento que le receté? Sabes perfectamente que no puede dejarlo bajo ningún concepto.

—Sí… No lo sé… ¿Qué insinúas, Manuel?

—Juan, sabes que somos amigos, sabes que te aprecio. Lo que voy a decirte es entre tú y yo, te lo digo como amigo, no como médico. Saca a la niña de tu casa, mantenla alejada de tu mujer. En el tipo de trastorno que ella padece, a veces la toman con alguien cercano haciéndole objetivo de todas sus iras; ese alguien, tú lo sabes bien, es tu hija, y creo que ambos sospechamos que ésta no es la primera vez. Su presencia la altera y la enfurece, si la alejas de ella tu mujer se calmará, pero sobre todo debes hacerlo por la niña, porque la próxima vez podría llegar a matarla. Lo de hoy ha sido muy serio, mucho. Como médico debería presentar una denuncia por lo que he visto aquí esta noche, pero como médico sé también que si Rosario se toma el tratamiento estará bien y sé lo que una denuncia podría hacerle a tu familia. Ahora como amigo y como médico tengo que pedirte que saques a la niña de tu casa, porque corre un grave peligro. Si no lo haces me veré obligado a poner esa denuncia. Te ruego que me entiendas.

Juan se apoyaba contra la mesa sin quitar los ojos del charco de sangre coagulada que brillaba a la luz como un espejo sucio.

—¿No hay ninguna posibilidad de que haya sido un accidente? Quizá la niña se hirió y Rosario no reaccionó bien al ver la sangre, quizá la puso sobre la artesa mientras venía a buscarme. —De pronto sus propias palabras le parecieron un buen argumento—. Ella vino a buscarme, ¿no significa eso nada?

—Quería un cómplice. Fue a contártelo porque confía en ti, porque sabía que la creerías, que harías todos los esfuerzos por creerla y negar la verdad, y de hecho es lo que haces, es lo que llevas haciendo todos estos años desde el día en que Amaia nació, o tengo que recordarte lo que ocurrió. Juan, abre los ojos, por favor. Es una enferma, tiene un desequilibrio mental que podemos compensar con medicación. Pero si esto sigue así, tendrás que plantearte medidas más drásticas.

—Pero… —gimió.

—Juan, hay un rodillo de acero recién lavado en el pilón, y además del corte en la parte superior de la cabeza Amaia presenta otro golpe sobre la oreja derecha; tiene fracturados dos dedos en una herida claramente defensiva al intentar parar el primer golpe así —dijo levantando la mano como una visera inversa—; seguramente perdió el conocimiento, el segundo golpe no ha abierto corte porque fue más plano. No hay sangre, pero con el pelo tan corto hasta tú podrás verlo, tu hija tiene un chichón considerable y una parte más hundida donde fue golpeada. El segundo golpe es el que me preocupa, el que le dio cuando estaba inconsciente… Su intención era asegurarse de matarla.

Juan se cubrió de nuevo el rostro y lloró amargamente mientras su amigo limpiaba la sangre.

28

—Jefa, tenemos otra chica muerta —anunció Zabalza.

Amaia tragó saliva antes de responder. Zabalza había dicho tenemos otra, como si fueran cromos de una colección. Aquello se estaba acelerando de una manera pocas veces vista. Si el ritmo de los crímenes seguía in crescendo, el sujeto entraría en barrena y sería más fácil que cometiera un error que permitiera atraparle, pero el precio en vidas hasta entonces sería muy alto. Ya era muy alto.

—¿Dónde? —preguntó ella con firmeza.

—Bueno, ahí estriba la diferencia: ésta no está en el río.

—¿Dónde entonces? —dijo a punto de perder la paciencia.

—En una borda abandonada, en un monte cerca de Lekaroz.

Amaia le miraba fijamente, calibrando la importancia de los nuevos datos.

—Esto modifica bastante el modus operandi… ¿Dejó los zapatos? ¿Cómo la han encontrado?

—Bueno —dijo Zabalza lentamente, como calibrando el efecto de sus palabras—, ésa es la otra particularidad. Por lo visto la encontraron unos críos ayer, pero no dijeron nada; uno lo contó hoy en casa y el padre se acercó hasta la borda para ver si era verdad. Y entonces ha llamado a la Guardia Civil. Había una patrulla cerca de la zona que ha acudido y confirman que hay un cadáver y que es una chica joven. Han puesto en marcha el protocolo de homicidios y delitos sexuales, por lo visto podría ser una chica cuya desaparición se denunció hace días.

Amaia le interrumpió.

—¿Por qué no sabíamos nada de esto?

—La madre lo denunció en el cuartel de la Guardia Civil de Lekaroz, y ya sabe cómo van estas cosas.

—Ya, ¿y cómo son las relaciones con la Guardia Civil en el valle?

—Con los guardias, buenas. Ellos hacen su trabajo, nosotros el nuestro y colaboran en todo lo que pueden.

—¿Y los mandos?

—Bueno, ése es otro tema. Siempre hay algún problema con las competencias, algún pique, información que se reserva. Ya sabe.

—¿Como que podría haber más chicas desaparecidas en el valle sin que lo sepamos porque la denuncia se puso en un cuartel?

—El responsable de la investigación es el teniente Padua, espera allí para hablar con usted, y afirma que realmente no había denuncia formal, aunque la madre llevaba días presentándose a diario diciendo que a su hija le había ocurrido algo. Sin embargo, había testigos de que la chica se había ido por propia voluntad.

Padua no vestía de uniforme, aunque bajó de un Patrol oficial acompañado de otro guardia, éste sí, uniformado. Se presentó a sí mismo y a su compañero mientras tendía una mano firme a Amaia y la acompañaba caminando a su lado.

—Es Johana Márquez. Quince años. Dominicana de nacimiento, lleva en España desde los cuatro y en Lekaroz desde los ocho, cuando su madre volvió a casarse con otro dominicano; tienen otra hija pequeña de cuatro años. La chica tenía problemas con los padres, por los horarios, y se fugó de casa en otra ocasión hace dos meses; estuvo en casa de una amiga. Esta vez parecía lo mismo, por lo visto tenía un novio y se escapó con él, había testigos. Aun así, la madre venía cada día al cuartel a decirnos que algo malo pasaba, que su hija no se había escapado.

—Pues parece que tenía razón.

Padua no contestó.

—Hablaremos después —sugirió ella ante su silencio.

—Claro.

La cabaña resultaba invisible desde la carretera. Sólo al acercarse campo a través pudo verla medio oculta por los árboles, camuflada por las numerosas enredaderas que trepaban por la fachada y la mimetizaban entre el fondo boscoso y enmarañado que la circundaba. Saludó con un gesto a los dos guardias civiles apostados a ambos lados de la puerta. El interior estaba fresco y oscuro, aderezado por el inconfundible olor de un cadáver que había comenzado a descomponerse y por otro más dulzón y almizclero, como de naftalina perfumada. El aroma le hizo recordar de pronto el armario de la ropa blanca de su abuela Juanita, con los juegos de sábanas planchadas, sus embozos bordados con las iniciales de la familia, que ella mantenía perfectamente alineados en aquel armario de cuyas baldas pendían bolsitas transparentes que contenían las bolitas de alcanfor que sorprendían con una vaharada mareante a cualquiera que osara abrir sus puertas.

Esperó unos segundos hasta que sus ojos se acostumbraron a la penumbra. El techo estaba parcialmente hundido por las nevadas del invierno anterior, pero las vigas de madera parecían poder soportarlo algunos inviernos más. De las traviesas transversales pendían colgajos de antiguos restos de tela y cuerda ennegrecidos, algunas trepadoras de las que tapizaban la fachada habían penetrado a través del agujero en el techo y se mezclaban con un centenar de ambientadores con forma de frutas de vivos colores que colgaban de las ramitas. Amaia confirmó la singular combinación como el origen del mareante perfume. La cabaña constaba de una sola habitación rectangular, una vieja mesa de considerables dimensiones y un banco corrido que aparecía volcado en el suelo a los pies de la mesa. En el centro de la estancia había un sofá de dos plazas anormalmente hinchado y cubierto de manchas de humedad y orín, situado frente a la chimenea ennegrecida y repleta de escombros y basura que alguien había intentado quemar sin éxito. De la parte trasera del sofá sobresalía apoyado un colchón de espuma bastante limpio. El suelo aparecía cubierto por una fina capa de tierra que era más oscura en los lugares donde el agua había penetrado a través del tejado formando charcos que ya se habían secado. Por lo demás estaba limpio, y parecía barrido recientemente; aún podían apreciarse los trazos de una escoba, que localizó apoyada contra la chimenea. Ni rastro del cadáver.

—¿Dónde…?

—Detrás del sofá, inspectora —indicó Padua.

Dirigió el haz de la linterna hacia el lugar que le indicaban.

—Necesitamos focos.

—Ya han ido a por ellos, ahora los traen.

El haz de su luz iluminó unas deportivas plateadas y unos calcetines blancos que se veían algo manchados de tierra. Retrocedió dos pasos mientras dejaba que instalasen los focos e hicieran las fotos preliminares. Cerró los ojos, rezó una breve oración por el alma de aquella niña y comenzó.

—Quiero a todo el mundo fuera de aquí hasta que hayamos terminado, sólo mi equipo, los de la científica y el teniente Padua, de la Guardia Civil —dijo abarcando a todos los presentes y a modo de presentación. Excepto una de los guardias de uniforme, ella era la única mujer, y su experiencia en el FBI le había enseñado la importancia que tenía la cortesía profesional al hacerse cargo de un caso en que otros policías ya estaban trabajando—. Ellos hallaron el cuerpo y han tenido la consideración de avisarnos. Quiero saber quién ha entrado y qué han tocado, incluidos los críos y el padre del chaval que dio parte. Jonan, a mi lado. Quiero fotos de todo. Zabalza, ayúdenos, vamos a apartar el colchón con mucho cuidado. Vigilen dónde ponen los pies.

—Vaya —exclamó Jonan—, esto es distinto.

La chica, una adolescente extremadamente delgada, había tenido una piel bronceada que ahora aparecía tumefacta, con un color oliváceo brillante por la hinchazón. La ropa había sido separada a los lados del cuerpo con cortes burdos y torpes, aunque algunos jirones habían sido utilizados para cubrirle el pubis. Del cuello, abultado y amoratado, pendían los extremos de un cordel que desaparecía entre los pliegues de la carne hinchada. Una mano exangüe descansaba sobre el vientre sosteniendo un ramo de flores blancas cogidas con un lazo también blanco. Tenía los ojos semiabiertos y entre las pestañas se vislumbraba una película mucosa y blanquecina. Docenas de pequeñas flores en distinto grado de marchitez circundaban su cabeza, colocadas entre el pelo ondulado y mate formando una tiara que se extendía hasta sus hombros y dibujaba una silueta alrededor del cadáver.

—Joder —musitó Iriarte—. ¿Qué es esto?

—Es Blancanieves —susurró Amaia, impresionada.

El doctor San Martín, que acababa de llegar, dio la vuelta al sofá y se situó junto a Amaia.

Se puso los guantes y tocó con suavidad la mandíbula y el brazo de la chica.

—El estado del cadáver apunta a varios días, bastantes.

—Algunas de las flores son más recientes, de ayer como mucho —indicó Amaia señalando el ramo que la niña tenía sobre el vientre.

—Pues yo diría que quien puso aquí las primeras ha regresado cada día para poner flores frescas; algunas de éstas —especuló señalando las más secas— tienen más de una semana; además, alguien ha derramado perfume sobre el cuerpo.

—Ya lo he notado, además de los ambientadores. Creo —dijo Amaia incorporándose un poco para mirar a Iriarte— que el frasco podría estar entre el montón de basura que hay en la chimenea.

Había reconocido la ampulosa botellita oscura al entrar. Dos años atrás, Ros le había regalado un carísimo frasquito de aquel perfume, que apenas se había puesto un par de veces; a James le gustaba, pero a ella las mareantes notas de sándalo le resultaban empalagosas. Supo que nunca lo volvería a usar. Iriarte levantó la mano enguantada que sostenía el frasco, sucio de ceniza.

—El cuerpo —continuó San Martín— hace días que superó la fase cromática y ya ha entrado en la enfisematosa. Ya sabe que seré más preciso tras la autopsia, pero yo diría que lleva muerta alrededor de una semana. —Palpó la piel pellizcándola entre los dedos—. La piel aún no ha comenzado a desprenderse y todavía aparece bastante hidratada, pero el haber estado aquí dentro, un lugar fresco y oscuro, puede haber contribuido a la conservación. Sin embargo, ya ha comenzado a hincharse por efecto de los gases de la putrefacción, se aprecia sobre todo aquí y aquí —dijo señalando el abdomen, que aparecía teñido de color verdoso, y el cuello, tan inflamado que apenas eran visibles los extremos del cordel, que colgaban entre el cabello oscuro de la chica.

San Martín se inclinó sobre el cuerpo, observando algo que había llamado su atención. Por la boca entreabierta del cadáver se apreciaba la presencia de pupas de insectos que habían puesto sus huevos allí.

BOOK: El guardián invisible
6.09Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Other books

Under Orders by Dick Francis
Iron (The Warding Book 1) by Robin L. Cole
A Good Horse by Jane Smiley
The Dreamstalker by Barbara Steiner
Poor Little Rich Slut by Lizbeth Dusseau
The Talisman by Lynda La Plante