Terminada la cena, se trasladaron a la sala. En el anaquel del rincón se alineaban unas docenas de libros encuadernados. Cazalla tomó uno sin vacilar y se lo entregó a Salcedo. Era un texto manuscrito y Cipriano lo hojeó, elogió la gracia de su caligrafía:
—¿Lo ha escrito vuestra reverencia?
—Yo lo traduje, sí —dijo modestamente Cazalla.
A la mañana siguiente, Cipriano asistió a la misa de nueve en Pedrosa. En la iglesia apenas había dos docenas de personas, mujeres en su mayor parte. Al terminar, Cipriano se despidió del cura en la sacristía y le devolvió el libro. Pedro Cazalla le interrogó con su mirada sombría, remotamente esperanzada. Salcedo asintió con una sonrisa:
—Su lectura me ha hecho mucho bien —dijo escuetamente—. Seguiremos charlando.
Cipriano Salcedo fue uno de los muchos vallisoletanos que, mediado el siglo XVI, creyeron que la instalación de la Corte en la villa podía tener carácter definitivo. Valladolid no sólo rebosaba de artesanos competentes y nobles de primera fila, sino que las Cortes y la vida política no daban ninguna impresión de provisionalidad. Al contrario, una vez llegado el medio siglo, el progreso de la ciudad se manifestaba en todos los órdenes. Valladolid crecía, su caserío desbordaba los antiguos límites y la población aumentaba a un ritmo regular. «No cabemos ya dentro de la muralla», decían orgullosos los vallisoletanos. Y ellos mismos se replicaban:» Construiremos otra mayor que nos acoja a todos». Un visitante flamenco, Laurent Vidal, decía de ella: «Valladolid es una villa tan grande como Bruselas». Y el ensayista español Pedro de Medina medía la belleza de la Plaza Mayor por los huecos que ofrecía al exterior: «¿Qué decir —escribía— de una plaza con quinientas puertas y seis mil ventanas?». Pero, doblado el medio siglo, la construcción, activa ya desde 1540, se aceleró, se acabaron de urbanizar las Tenerías, frente a la Puerta del Campo, y se levantaron importantes edificios más allá de las puertas de Teresa Gil, San Juan y la Magdalena. Las huertas de Santa Clara perdieron pronto su carácter agrícola y se convirtieron primero en solares y, luego, en casas de pisos con balcones de herraje, formando un barrio que corría paralelo al río Pisuerga.
El frenético ritmo de edificación hizo surgir en todas partes nuevas manzanas de casas, utilizando tanto los espacios cerrados, patios y jardines, como los terrenos abiertos de los arrabales. Para Cipriano Salcedo y sus convecinos constituyó un motivo de orgullo la transformación de su barrio, desde la Corredera de San Pablo a la Judería, próxima al Puente Mayor. Tres docenas de casas de nueva planta se habían edificado en las calles Lechería, Tahona y Sinagoga, y otras tantas aún más sólidas en la huerta del Convento de San Pablo cedida para este fin. Para dar salida a estos bloques se abrió la calle Imperial, que enlazaba con el barrio recién construido. Otras licencias para obras de envergadura se concedieron, asimismo, en la calle Francos y en la huerta del convento de monjas de Santa María de Belén, entre el Colegio de Santa Cruz y la Plaza del Duque.
Pero lo más espectacular fue la expansión de la villa por las parroquias de extramuros: San Pedro, San Andrés y Santiago. Las cesiones de terreno de los hermanos Pesquera, que facilitaron sesenta y dos nuevos solares, resultaron beneficiosas incluso para los donantes, lo que indujo a otros propietarios a cambiar sus fincas, por una renta anual vitalicia, en lugares concretos como la calle de Zurradores, la linde del camino de Renedo y la del de Laguna, a la izquierda de la Puerta del Campo. En este tiempo, mediada la década, Valladolid se convirtió en un gran taller de construcción sobre el que pasaban los años sin que su febril actividad conociera reposo.
Simultáneamente a la erección de nuevos edificios, nació entre las clases pudientes la necesidad de acondicionarlos, de amueblarlos conforme a las más exigentes normas estéticas europeas. La decoración interior empieza entonces a ser considerada un arte. La Corte y sus exigencias van imbuyendo en los vallisoletanos una propensión al consumo cuya primera manifestación es el adorno. Incluso Teodomira Centeno, que durante años se había conformado con un discreto pasar, se sintió arrastrada de pronto por la fiebre de suntuosidad que impulsaba a sus convecinos. Para Cipriano Salcedo, el derroche de su mujer revelaba, por una parte, un contagio social y, por otra su carácter inestable. Teo explicaba de manera expresiva esta debilidad: el día que no gasto cien ducados lo considero un día perdido, confesaba a su marido. Esta obsesión por el gasto, junto a la observancia rigurosa de la terapia del doctor Galache, llenaron su vida en aquellos días. Con una particularidad, la tía Gabriela, tan reticente años atrás al matrimonio de Cipriano, se convirtió de pronto en la más fiel amiga y aliada de su esposa. El proverbial buen gusto de la tía se unió a la fabulosa fortuna de su sobrina. Teo no sólo era dócil sino que aceptaba agradecida las sugerencias de Gabriela.
La Reina del Páramo
conocía sus límites, se sabía mejor esquiladora que su tía pero carecía de un gusto tan decantado como el suyo. Por si fuera poco, la tía Gabriela, que ya se aproximaba a los sesenta, había encontrado en el despilfarro del dinero ajeno una actividad rejuvenecedora. En cuanto a Salcedo, poco apegado a las cosas materiales y embarcado en problemas trascendentes, apenas le afectaba la propensión al hedonismo de su cónyuge, antes bien, la alentaba. A estas alturas de su vida le agradaba una mujer ocupada, distraída, ya que Teo iba dejando de ser para él un elemento de sosiego al mismo tiempo que un aliciente perturbador. Se había equivocado con ella. Su tamaño, su blancura de estatua, la ausencia de vello y de sudor no dejaban de ser defectos que su fantasía de pretendiente había convertido en atributos. Aquella figura carnosa, prieta y lacteada le decía ya muy poco como mujer y nada como sombrilla protectora. Su relación era simple: Teo le servía cada noche el preparado de escorias de plata y acero y, a cambio, le exigía mensualmente cinco días de respeto. Teo seguía viviendo alentada por la esperanza de ser madre. Creía a cierra ojos en la promesa del doctor Galache y se atenía escrupulosamente a sus instrucciones. Cualquier día quedaría preñada de Cipriano y el pronóstico del doctor se habría cumplido.
Cipriano, por el contrario, ingería la pócima nocturna por complacerla. No creía en ella en absoluto. Tenía el convencimiento de que Galache había utilizado la receta como recurso para quitarse de encima a una histérica. Transcurridos los cinco o seis años previstos ya vería el mejor modo de prolongar la expectativa. Pero Teo no cejaba. Para ella las relaciones íntimas tenían el mismo fin que las escorias de plata y acero o sus tomas de salvia con sal después de los cuatro días de abstinencia. Ya no enredaba con
la cosita
. Ese juego había pasado a la historia como la escalada de Cipriano hasta la meseta de las protuberancias. Olvidado ya de la sapina y de su desapacible cópula, Cipriano aceptaba el débito sin reticencias ni entusiasmos, lo mismo que ella, es decir con desventaja, ya que él no creía en la terapia del doctor para activar la descendencia y ella sí. En esta situación, de la inicial protección física que Teo le dispensara, no le quedaba otro recuerdo que el doblez de la almohada donde cada noche introducía su pequeña cabeza para conseguir conciliar el sueño.
Nada de esto impedía que Teo le mostrara con entusiasmo los progresos en la decoración de la casa. Los muebles de pino iban desapareciendo sustituidos por otras maderas más nobles, principalmente roble, nogal y caoba. Con ello, su despacho, por ejemplo, iba ganando en calidad y riqueza: sobre la gran mesa de nogal reposaba una escribanía de avellano, a su lado un atril y, enfrente, una estantería de roble llena de libros. Bajo la ventana, Teo había dispuesto una arqueta veneciana de ébano con incrustaciones en marfil de escenas bíblicas. Una auténtica joya. También los escañiles iban quedando para los pobres. Su lugar lo ocupaban ahora sillas de cuero u otras de estilo francés. Pero la transformación de la casa no se detuvo ahí. El dormitorio del matrimonio pasó de la eficacia a la coquetería. La vieja cama de hierro fue reemplazada por otra forrada de damasco carmesí cubierta por baldaquino de brocado de oro. Frente a la cama, Teo instaló un tocador de caoba con los enseres de plata y, junto a la puerta, un gran arcón forrado de piel de ternera para la ropa de cama. Sin embargo, las copias de cuadros, que distribuyó por la parte noble de la casa, no tuvieron acceso al santuario matrimonial, tan venido a menos, donde las paredes estaban decoradas por guardamecíes dorados y, presidiéndolo todo, sobre el lecho, un crucifijo encargado ex profeso a don Alonso de Berruguete. En el mismo estilo, ennobleciendo puertas y ventanas y dando entrada a tapices y alfombras, decoró Teo la sala y el comedor. Únicamente quedaron en su antiguo estado las buhardillas del piso alto, los trasteros y la habitación de Vicente, el criado, junto a las cuadras, en la planta baja, que era intocable.
Pero el cambio más importante que experimentó la casa de la Corredera fue el relativo al ajuar: toallas bordadas a punto real, sábanas de Flandes, pañuelos y pañitos de Holanda, almohadones alemanes y toda clase de ropa, incluida la interior, abarrotaban los gigantescos armarios. Y sobre anaqueles y rinconeras, juegos de té, jarras y candelabros, en plata y oro procedentes de las Indias. De oro y plata eran también las cuberterías, vinajeras, cascanueces, azucareros y saleros, ordenados en el aparador, frente al cual, en el juguetero veneciano, se exhibían porcelanas y cristales de Bohemia de exquisitas formas y tonos.
A Cipriano no dejaba de conmoverle el tesón de Teo por superar su pasado de esquiladora, no de olvidarlo, puesto que aparte del
Obstinado
, el ruin penco que conservó hasta su muerte, guardaba en su armario personal, como una reliquia, junto a ricas prendas de
rúan
y
holandas
, el acial y los juegos de tijeras y cuchillos de trasquilar, merced a los cuales obtuvo un día el título de
Reina del Páramo
. Cipriano dejaba que las cosas marcharan a su aire. No le desagradaban ni la molicie que el cambio hogareño comportaba ni la pasión que Teo ponía en ello. A veces, Teo y la tía Gabriela llegaban cargadas de chucherías al caer la tarde, Crisanta les servía unas pastas y un refresco y los tres charlaban largo rato sobre los nuevos proyectos y las últimas adquisiciones.
Pero, ordinariamente, Cipriano Salcedo vivía estas novedades un poco al margen, cada vez más embebido en los libros y los viajes. Frecuentaba las visitas a Pedrosa, ya que la palabra de Pedro Cazalla, su compañía y adoctrinamiento habían llegado a hacérsele imprescindibles. A veces, esperándole en su casa, charlaba con Beatriz, la hermana, muy sutil e inteligente, con un extraño ángel en el rostro, luminosa y empecinada. Resultaba edificante la confianza con que vivía la teoría del beneficio de Cristo, sobre la que no admitía discusión. La Pasión del Señor había sido una obra perfecta y resultaba grotesco que algunos creyentes con sus mezquinas invenciones pretendieran enmendarle la plana al Redentor. Mantenía una activa vida de relación con las vecinas del pueblo y con tres de ellas se ocupaba del mantenimiento de la parroquia.
De cuando en cuando se presentaban en Pedrosa Cristóbal de Padilla y Juan Sánchez. El primero era criado de los marqueses de Alcañices y el segundo lo había sido de doña Leonor de Vivero, luego de Pedro Cazalla, en Pedrosa, quien acabó facturándoselo de nuevo a su madre debido a su entrometimiento. Padilla era un extraño ser, alto y desgarbado, con una melena larga y roja que le daba la apariencia de un personaje de cuento infantil. Contrariamente Juan Sánchez era un muchacho de baja estatura, cabezón, piel reseca y apergaminada pero muy activo y oficioso. Caballero en vieja muía, solo o acompañado de Cristóbal de Padilla, se había convertido espontáneamente en enlace de la comunidad de Valladolid con los grupos de Zamora y Logroño. En Zamora, era Padilla quien llevaba la batuta y organizaba catequesis en busca de nuevos adeptos, mostrándose con frecuencia demasiado audaz y arriesgado. Pese a las órdenes en contrario, Juan Sánchez le acompañaba en ocasiones. En cambio, Beatriz Cazalla era una muchacha cauta y discreta y cuando charlaba con ellos, dada su inteligencia, les abastecía de ideas y expresiones para su evangelización futura. A veces discutían en torno a los sacramentos y el matrimonio de los clérigos, y Pedro Cazalla se creía obligado a intervenir para imponerles silencio.
Las charlas de Pedro Cazalla y Cipriano Salcedo solían ser itinerantes. De ordinario tomaban el carril de Casasola, con las salinas del Cenagal y el monte de La Gallarita al fondo, pero, a medio camino, solían sentarse en la cima del Cerro Picado, el más próximo al pueblo, y allí seguían departiendo mientras contemplaban las casitas molineras agrupadas a un costado de la iglesia, entre las acacias, y el ejido con el pajero del común, el pozo, y los restos de carros y trillos desguazados. Algunas tardes paseaban en dirección a Toro, entre sembrados y viñedos, hasta alcanzar el camino de Zamora. O bien se acercaban a Villavendimio, en cuyos terrenos yermos y arenosos empezaba a desarrollarse la pinada plantada por Martín Martín. En primavera, subían, de alba, con el perdigón, invariablemente a la linde de La Gallarita. Poco a poco, Cipriano Salcedo se había ido convirtiendo en un conspicuo pajarero. Sabía identificar la voz de
Antón
entre las de otros machos decidores y distinguía a la perfección los cantos de llamada de los de recepción. Curtido en mil aguardos, ya no censuraba a Cazalla la sangre vertida. Vivía el duelo entre el hombre y el pájaro apasionadamente y, sumiso al cura, terminaba aceptando, tarde o temprano, todo lo que saliese de su boca.
Un día del mes de abril, cuando
Antón
emitía una llamada encendida desde lo alto del tanganillo, ante la terca mudez del campo, Pedro Cazalla le dijo brutalmente, sin preparación alguna, que no había purgatorio. Pese a estar sentado, la rudeza de Cazalla le produjo a Salcedo una extraña flaqueza en las rodillas y un vértigo en la boca del estómago. El cura le miraba de soslayo, atentamente, pendiente de su reacción. Le vio empalidecer como el día de la sapina y buscar acomodo para sus piernas en la angostura del tollo. Finalmente murmuró:
—E... eso no puedo aceptarlo, Pedro. Forma parte de la fe de mi infancia.
Estaban encerrados en el tollo, sentados en la banqueta, el uno junto al otro, Cazalla con el retaco cargado entre las piernas, ajenos ambos al comportamiento del perdigón. Dijo Cazalla dulcemente encogiendo los hombros: