—No hay nada de particular —dijo—. La mecánica reproductora de esta señora es correcta, apta para concebir.
Les reunió a los dos en la galería de la mesa y las sillas blancas.
—Les voy a ser sincero —dijo—. Nuestros abuelos, ante un caso semejante, en que las dos partes parecen útiles para la procreación, hubieran apelado a pruebas supersticiosas, que hoy sabemos que no sirven para nada, como la del ajo. Pero yo sé, sin necesidad de poner a esta señora un ajo en la vagina, dado que entre la vagina y la boca no existe comunicación alguna, que mi paciente no está opilada. Vayamos pues a lo práctico.
Cipriano Salcedo se inquietó:
—¿Cree vuesa merced que podremos conseguir algo?
El doctor trenzó los dedos de sus manos desnudas:
—Vuesas mercedes han acudido a mí porque tienen confianza. Y yo voy a intentar resolverles su problema. En primer lugar la historia de la familia Salcedo es concluyente: los machos no son excesivamente fértiles, pero tampoco estériles, necesitan tiempo. Hay matrimonios a quienes les bastan nueve meses para tener familia, pero los Salcedo no están en ese caso. Estos señores han precisado seis y hasta nueve años para desdoblarse. La suya es una reproducción morosa que forma parte de su naturaleza. En cuanto a usted, debe tener calma, señora: déjese vivir, distráigase, no se piense y yo le aseguro que cuando se cumpla el plazo reproductor de los Salcedo usted quedará encinta. Yo se lo prometo solemnemente si sabe esperar, si recibe a su esposo con entusiasmo, con la ilusión de concebir. Ninguna mujer se ha quedado encinta, que yo sepa, con gemidos y lloriqueos. Haga un esfuerzo.
El doctor Galache se incorporó. En su recetario escribió rápidamente unas palabras enigmáticas. Añadió:
—Los varones de la familia Salcedo padecen una particularidad que los médicos de hoy llamamos semen renuente. Contra esto, la mejor medicina es la paciencia. No apresurarse, esperar a que se cumpla el plazo. Pero, por si acaso, yo voy a ayudarles. El señor Salcedo debe tomar todas las noches un preparado de escorias de plata y acero para aumentar la eyaculación. Es eficaz y no le producirá efectos secundarios. En cuanto a usted, señora, va a hacerme este favor: propóngase una abstinencia sexual de cuatro días seguidos cada mes y, en la noche del quinto, a la hora aproximada de la coyunda, y en lugar de ésta, bébase un zumo caliente de salvia con sal. Es la mejor manera de preparar el cuerpo para concebir.
Teo salió de la consulta remozada. El consejo del doctor aventó sus aprensiones por completo. Hacía ya año y medio de la muerte de su padre y, al llegar a casa, se colocó un vivo blanco en el escote. Parecía que no pero aquella cintita suavizaba el luto, le volvía menos rígido y esterilizador, la animaba. Después, en los días que siguieron a la consulta, se preocupó de cumplir los consejos del doctor minuciosamente. Llevaba a la mesa el preparado de escorias de plata y acero para Cipriano y, cada mes, puntualmente, hacía un alto de cuatro días en su relación carnal y, el quinto, ingería un zumo caliente de salvia con sal. Cipriano, que había conseguido ahuyentar la torva imagen de la sapina en celo, ya no era un ser sexualmente nulo y hasta experimentaba ciertos apremios cada vez que se presentaban los días de abstinencia.
—¿Estás loco? ¿Es que ya no recuerdas la recomendación de Galache?
Le volvía la espalda y él se quedaba solo, desprotegido, como cada noche. Teo seguía sin prestarle el cálido cobijo de su axila para conciliar el sueño y Cipriano lo sustituía por una almohada doblada, metiendo la cabeza en el doblez. Llegó a habituarse a la innovación. Ahora dormían, pues, espalda contra espalda y cada vez que Teo daba media vuelta, sacaba la ropa de su lado y Cipriano se enfriaba. Pero todo lo daba por bien empleado viendo a su esposa instalada en la normalidad.
Por si fuera poco, Teo se decidió a iniciar una vida más activa. Bajaba temprano a la tienda y ayudaba a Elvira Esteban en el mostrador. Avanzaba el otoño y Valladolid se aprestaba a capear el duro invierno mesetario adquiriendo zamarros y ropillas aforradas. Era curioso observar, pasada la novedad, que las ropillas aforradas habían quedado como prendas invernales imprescindibles en Castilla. Por la noche, Teo le daba a Cipriano el parte del día y cuenta de la caja. De esta manera, Teo se fue habituando a la actividad comercial y cogiendo gusto a las anotaciones.
La paz del hogar devolvió a Cipriano la libertad y un mes más tarde, doblado septiembre, asistió a un nuevo sermón del doctor Cazalla sobre el egoísmo católico, en oposición a la incondicional entrega de Cristo en su pasión. Estuvo muy duro el Doctor aquella tarde. Habló del escándalo de los monasterios que disponían de vasallos, de los prelados que se creían señores y de los obispos entregados a la gula y la concupiscencia. Por una vez Cazalla fue directo al grano, no se anduvo con rodeos. Entre el auditorio corría un murmullo de protesta e incredulidad, pero, en ese instante, sabiamente, el Doctor mentó a Cisneros, confesor de la Reina Católica, un hombre que en su día se había alzado contra estos excesos, y cuya conducta —dijo— deberíamos imitar los creyentes.
Cipriano pasó por casa de su tío Ignacio y le pidió un ejemplar del
Enchiridion
, de Erasmo. Tenía la sospecha de que el Doctor no había mencionado a Erasmo deliberadamente y había utilizado en cambio el nombre de Cisneros como pantalla, por la sencilla razón de que el pueblo guardaba de éste buena memoria. Abrió el libro después de cenar y lo leyó lentamente, procurando exprimir cada renglón. Cuando languidecía la luz del quinqué, Cipriano lo cerró. Lo había terminado. Le invadía una sensación de desaliento. Era consciente de su escasa formación para entrar en debate sobre los puntos esenciales de la obra: la eficacia del bautismo, la confesión auricular o el libre albedrío. Pero notaba la inquietud inicial del disidente, el desasosiego, la necesidad de hacer preguntas. Durmió mal, intranquilo, sabedor de que existía otro mundo distinto de aquel en que se había instalado y que, tal vez, tenía el deber de conocer.
Muy de mañana partió para Pedrosa. Confió a Teo a la tía Gabriela. Ella la acompañaría durante su ausencia. Él llevaba varias noches pensando en Pedro Cazalla y, ahora que carecía de director espiritual, se dijo que tal vez pudiera él desempeñar tal diligencia. Aborrecía a los directores blandos, amigos de secreteos de confesionario, y Pedro Cazalla le parecía un hombre roblizo y abierto que no necesitaba que se lo pidiera para asumir su dirección.
Por primera vez tomaron el camino de Villalar, entre los rastrojos hollados e interminables. Faltaba aquí, en la perspectiva, el geométrico acompañamiento de la viña. Cipriano se preguntaba si el cura dispondría de un camino adecuado para cada situación. Por de pronto, la decadencia del rastrojo, su desolación, marchaba acorde con sus inquietudes del momento. Salcedo le confesó al cura que había leído el
Enchiridion
después de escuchar un duro sermón de su hermano contra los abusos del clero.
—¿Una cosa le llevó a otra?
—Algo así. Deseaba saber dónde se había inspirado.
—Y ¿encontró por fin la fuente?
—El hermano de vuestra paternidad puso de pantalla a Cisneros, pero en realidad había bebido en Erasmo. La cosa estaba clara. Seguramente lo hizo para acallar los rumores de protesta del auditorio.
Pedro Cazalla miraba con curiosidad su perfil apocado:
—¿Y qué impresión le produjo la lectura del
Enchiridion
?
—De flaqueza y desaliento —dijo Salcedo—. El libro es crudo como vuestra reverencia sabe.
—¿Qué edición leyó?
—La del canónigo de Palencia Fernández Madrid.
—¡Oh! —exclamó Cazalla sorprendido—. El
Enchiridion
es mucho más áspero que todo eso. Alonso Fernández le quitó el aguijón, lo maquilló. Hizo de él un librito amable para leer en familia.
Alentado por el silencio y la soledad, Cipriano confió a Cazalla sus escrúpulos y dudas. Siempre los había padecido. Desde niño desconfió de sus buenas obras. Repetía sus oraciones una y otra vez ante el temor de haber caído en la rutina, de no estar pensando en lo que decía.
—¿Por qué se tortura de esa manera vuesa merced? —dijo—. Confíe en Cristo, en los méritos de su pasión. ¿Qué valor tienen nuestros actos comparados con ella?
A Cipriano le sosegaban las palabras de Cazalla, su mirada profunda, el tono persuasivo de su voz:
—Me gustaría creerlo así —murmuró.
—¿Por qué tan poca fe? Si Cristo murió por nuestros pecados ¿cómo va a exigirnos luego reparación por ellos?
Clareaban los rastrojos de cebada, casi blancos en el crepúsculo; a Salcedo también le sonaban a Erasmo las palabras del otro Cazalla y se lo dijo así. Pedro Cazalla sonrió y encogió los hombros:
—Vuesa merced no debe preocuparse tanto de la procedencia de las ideas cuanto de las ideas mismas: si son morales y justas o no lo son.
—¿Quiere decir vuesa paternidad que nuestros sacrificios, nuestros sufragios, nuestras oraciones son inútiles, carecen de sentido?
Cazalla puso delicadamente una mano en su brazo:
—Ninguna buena obra es inútil pero tampoco imprescindible para entrar en las estancias del Señor. Pero vuesa merced únicamente me habla de obras ¿es que no tiene fe?
Se habían sentado en el cembo del camino y Cazalla se acodó en sus rodillas cubiertas por la sotana y se sujetó la cabeza entre las manos. La voz de Cipriano le alcanzó empañada por la emoción:
—Tengo fe —dijo—. Y grande. Creo en Cristo y que Cristo es hijo de Dios.
Cazalla apenas le dejó terminar:
—¿Entonces? —preguntó—. Cristo vino al mundo a redimirnos; su pasión nos hizo libres.
Salcedo le miraba ensimismado, se diría que en su cabeza daba forma a las ideas que el otro formulaba. No obstante, intuía que acababa de hacer un raro descubrimiento. Dijo:
—Eso es exacto. Cristo dejó dicho: el que cree en mí se salvará; no morirá para siempre. Bien mirado sólo nos pidió fe.
—¿Conoce vuesa merced un precioso librito titulado
El beneficio de Cristo
?
Cipriano Salcedo denegó con la cabeza. Añadió Cazalla:
—Yo se lo prestaré. El libro no ha sido impreso en España pero conservo un ejemplar manuscrito. Don Carlos trajo de Italia el original.
Cipriano se hacía la ilusión de que algo empezaba a alentar dentro de él. Era como si atisbara un punto de luz en un horizonte cerrado. Aquel cura parecía mostrarle una nueva dimensión de lo religioso: la confianza frente al temor.
—¿Quién es ese don Carlos de que me habla?
—Don Carlos de Seso, un caballero veronés aclimatado en Castilla, un hombre tan fino de cuerpo como de espíritu. Ahora vive en Logroño. En el 50 viajó a Italia y trajo libros e ideas nuevas. Luego acudió a Trento con el obispo de Calahorra. Hay quien dice que don Carlos cautiva tras un trato superficial y desilusiona tras un trato profundo. En suma que es conversador de distancias cortas. No sé. Tal vez vuesa merced tenga oportunidad de conocerle y juzgará por sí mismo.
Cipriano Salcedo se daba cuenta de que estaba deslizándose de las aguas someras a las profundas, de que estaba enredándose en una conversación trascendente y crucial. Pero experimentaba una paz inefable. Tenía una vaga idea de haber oído mentar a don Carlos de Seso en casa de su tío Ignacio. Y, aunque se encontraba a gusto allí, sentado en el cembo, empezaba a sentir el relente.
Se incorporó y bajó al carril. Cazalla le siguió. Caminaron un rato en silencio, al cabo del cual Cipriano preguntó:
—¿No tuvo alguna vez don Carlos de Seso concomitancias luteranas?
—¡Oh! déjese de prejuicios ahora. La Iglesia necesita una reforma y ninguna opinión está de más en estas circunstancias. Es preciso que nos entendamos. Los que regresan de Trento dicen que no creen que sea malo todo lo luterano.
El espíritu de Salcedo se serenaba. Le placía oír la voz tranquila y convencida de su interlocutor. Añadió Cazalla como si pusiera un broche final a su disquisición:
—El dominico Juan de la Peña ha dicho con mucho sentido: ¿Por qué ocultar que yo confío en la Pasión de Cristo porque por su misericordia yo la he hecho mía? Esta frase es de los Santos Padres. Los luteranos se han apropiado de ella, aluden a ella constantemente como si fuera suya pero los Santos Padres la pronunciaron antes. El miedo nos impide aceptar de los protestantes verdades reconocidas por nosotros de antemano.
Con el lubrican el pueblecito se identificaba con la tierra y, de no ser por la tenue llamita de algún candil desperdigado, hubiera podido pasar inadvertido. De pronto, sin ningún preámbulo, Pedro Cazalla le invitó a cenar. Así podrían seguir charlando. Su hermana Beatriz le acogió con agrado. Era una muchacha alegre que sonreía con los dientes, abiertamente. El mobiliario de la casa era tan sobrio como el de Martín Martín: una cocina con una mesa y dos escañiles. Tajuelos en la sala, butacas de mimbre y una librería. Y, a los dos lados, sendas habitaciones con altas camas de hierro, con dorados en los cabeceros. Beatriz guisaba y les servía la mesa en silencio. Era tal el respeto hacia su hermano que, en tanto hablaba, no osaba mover un dedo. Permanecía quieta, de espaldas al hogar, mirando a la mesa, las manos cruzadas sobre el halda. Únicamente en las pausas se atrevía a servir vino o cambiar un plato de sitio. Pedro Cazalla, a pesar de que hacía media hora que habían terminado su paseo, remató su parlamento con naturalidad, como hacía en tiempos
el Perulero
, como si la conversación no se hubiera interrumpido.
—Hace casi catorce años que conozco a don Carlos —dijo—. Entonces era un joven apuesto y refinado en el vestir, tanto que lo último que uno esperaba de él era oírle hablar de teologías. Tenía varios contertulios en Toro y una tarde nos hizo ver que Cristo había dicho sencillamente que el que creyese en Él tendría la vida eterna. Únicamente nos pidió fe — precisó—, no puso otras condiciones.
Comían maquinalmente, atendidos por Beatriz. Cazalla hablaba y Cipriano, en silencio, se dejaba adoctrinar. Durante la comida el párroco ahondó en los mismos temas que habían tratado en el paseo y, al final, todo volvió a confluir en el libro
El beneficio de Cristo
:
—Es un libro cuya sencillez no oculta una gran profundidad. Una apasionada exaltación de la justificación por la fe. Tras su lectura, el marqués de Alcañices quedó arrebatado. A otras muchas personas les ha sucedido lo mismo.