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Authors: Miguel Delibes

Tags: #Histórico

El hereje (12 page)

BOOK: El hereje
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A la tarde siguiente volvió a verla. Imaginaba que la Petra Gregorio se habría desprendido de sus nostalgias, pero don Bernardo la encontró con la misma ropa de la víspera, sollozando inconsolable en un taburete de la cocina. No había comido. Los alimentos de la fresquera estaban intactos. Salcedo animó a la chica a salir a la calle pero ella se resumía en la toquilla como una viejecita:

—Me recuerdo de mi pueblo, don Bernardo. No lo puedo remediar.

Don Bernardo le habló seriamente, le dijo que así no podían continuar, que tenía que animarse, que el día que ella se animara pasarían buenos ratos juntos, pero, cuando volvió a verla al día siguiente, la encontró llorando mansamente en el mismo sitio donde la dejó. Fue entonces cuando Bernardo Salcedo empezó a admitir que se había equivocado y era urgente enviar un correo a María de las Casas para que la recogiese.

A la tarde siguiente, sin embargo, encontró a la Petra cambiada. Había dejado de llorar y respondía a sus preguntas con prontitud. Había conocido a la vecina de enfrente, que era de Portillo, y estaba casada con el ayudante de un ebanista. Ambas habían recordado cosas de sus pueblos respectivos y la mañana se había ido en un santiamén. La Petra Gregorio se mostró incluso menos enteriza y arisca cuando don Bernardo trató de acariciarla. La animó, de nuevo, a salir a la calle, ver tiendas, asistir a las novenas de San Pablo, muy animadas. Y, en un enternecimiento súbito, le entregó cinco relucientes ducados para comprarse ropa. Aquel gesto fue el argumento definitivo. La Petra se arrodilló y empezó a besar una y otra vez la mano bienhechora. Don Bernardo la ayudó a levantarse: debes comprarte una saya nueva, bellos jubones y un hábito con gorguera transparente; también sortijas, pulseras, collares, que adornen tu bonito cuerpo, dijo. A la Petra Gregorio le brillaban sus ojos azules, unos ojos que, los días anteriores, don Bernardo había temido que se derritiesen de pena. A fin de cuentas, la Petra Gregorio era como todas las mujeres, pensó don Bernardo. En un momento determinado la vio tan risueña y animosa que pensó llevarla a la gran cama adquirida para la nueva relación, pero luego decidió que era preferible esperar al día siguiente; con las nuevas ropas y los adornos personales, la disponibilidad de la chica sería más abierta y generosa.

La encontró con una saya sencilla, de amplio escote que, bajo la gorguera transparente, dejaba entrever el nacimiento de los pechos. Lucía un gran collar, pendientes baratos y pulseras con colgantes. Levantó los brazos sonriente al verlo entrar como acogiéndolo. El viejo rijo, ausente durante la última semana, parecía apoderarse de nuevo de don Bernardo: ¿estás bien, chiquilla? —le preguntó, dejando su capa corta en manos de la muchacha. La tomó por la cintura. Estás muy hermosa, Petra. Te has vestido muy bien. Ella le preguntó si le gustaba y le llamó vuesa merced. ¡Oh, vuesa merced! —dijo él—. Debes olvidar el tratamiento. Me llamarás Bernardo. Sonreía la chica con malicia y él tuvo entonces una idea luminosa: ¿qué dirías si taita te enseñara a usar la bañera? Ella reconoció que se había bañado la víspera. No importa, no importa, incluso no es malo bañarse todos los días, hija mía, digan los médicos lo que quieran. La llevaba por la cintura pasillo adelante y se detuvo en la cocina. Señaló un lebrillo lleno de agua junto a la alacena y le mandó calentar un cuarto. Con el agua preparada, don Bernardo hizo uso de la técnica que, en sus años jóvenes, nunca le había fallado para desnudar a una muchacha. La despojó, primero, lentamente, de los adornos, que fue colocando sobre el fogón y, después, de la saya, la faldilla y el jubón. Esperó un rato antes de quitarle la ropa interior. La trataba como a una niña y a sí mismo se llamaba
taita
. Taita te quitará ahora mismo la gorguera pero antes debes meterte en el baño. La Petra entró en la bañera de latón desfallecida. Desnuda, en sus brazos, la besó antes de sentarla en el baño. A medio camino volvió a besarla aún más fuerte. Crecía la excitación de la chica, le mordía, sus brazos atenazaban su cuello. Ahora serás buena y dejarás que taita te lave bien, decía melosamente, mientras la enjabonaba los pechos que se escurrían entre los dedos como peces. Se buscaban las bocas entre la espuma como dos locos y, en mitad de la operación, colocó a la muchacha en su regazo, sobre la gran toalla blanca, y la levantó en alto. Caminaba hacia la habitación con la preciosa carga y, cuando, ya en el lecho, le preguntó si era la primera vez que se metía en la cama con un hombre, la Petra Gregorio quedamente le respondió que sí.

IV

—Vivo tranquilo, sí. ¿Qué más se puede pedir?

Don Bernardo Salcedo correspondía sonriente a los amigotes rezagados de la taberna de Dámaso Garabito que todavía no le habían preguntado por su salud, a los ganaderos y corresponsales que bajaban del Páramo y le encontraban barzoneando por la villa, o a los conocidos, habituales de las tertulias de la Plaza del Mercado y calles adyacentes, que se acercaban a él para estrecharle la mano. Llevaba meses sin grandes preocupaciones, razonablemente satisfecho. La Petra Gregorio, cuyo contrato estuvo a punto de rescindir con la ponedora María de las Casas, había resultado una amante singular. No sólo era bella y grácil sino seductora y expeditiva. La semana de adaptación que siguió a su llegada a la ciudad, tan esquinada y difícil, había sido superada. Ahora Petra Gregorio se mostraba frivola, impúdica y servicial. Pero no era un ser aquiescente, dispuesto siempre a acatar los deseos de su protector, sino una mujer impulsiva, creadora, que a menudo gozaba tomando la iniciativa. De ahí que, aunque don Bernardo reconociera ante los amigotes que vivía tranquilo, el nido de amor que había montado para Petra en la Plaza de San Juan resultara bastante agitado. La visitaba cada tarde y raro era el día que Petra no le recibía con alguna sorpresa. Don Bernardo se vanagloriaba de su magisterio. En cinco días había transformado una gatita doméstica en una pantera lujuriosa. Petra era mucho más de lo que había imaginado: un verdadero prodigio en artes amatorias. Una tarde le recibía desnuda, levemente cubierta de tules y, a la siguiente, se escondía en el cuarto oscuro, vestida con unas mínimas prendas íntimas adquiridas en la lencería de la calle de Tovar, y le recibía maullando quedamente tan pronto oía sus pasos por el pasillo. Acto seguido se despojaba de esas prendas y corría por la casa desnuda, ágilmente, interponiendo los muebles entre ella y su perseguidor que le rogaba jadeante que se detuviera. A que no me coges, taita, a que no me coges, insistía ella. Le llamaba
taita
como él se había bautizado a sí mismo el día que la conquistó. Bienvenido, taita: hasta mañana, taita; taita ¿por qué no le compras a la niña un collar de cuentas de leche? Siempre taita. Salcedo se excitaba sólo con oír este tratamiento. Había en Petra una malicia natural que ella convertía en seducción turbadora con un mínimo gesto. Y, llevado a este terreno, don Bernardo se mostraba un hombre liberal, soltaba los ducados con generosidad, actitud sorprendente en él que siempre había sido guardoso en vida de doña Catalina. Pero Petra Gregorio hacía uso inteligente del dinero, incluso lo administraba con celo y miramiento. Se vestía, se alhajaba, adquiría bellos muebles, decoraba la casa con visillos y hermosos cortinones. Don Bernardo reconocía que Petra era la mantenida que siempre había deseado tener. Hasta que un día le pidió mudarse de casa, porque este barrio no es digno de ti, taita, sólo viven en él artesanos y gente rústica, le dijo. Y él comprendió que Petra era en el barrio como una rosa en un estercolero. La llevó a la calle Mantería, a un piso nuevo de una casa familiar. Petra ganaba con esto no sólo en categoría sino en espacio y prestigio. Era una calle estrecha, sí, como casi todas en la villa, pero céntrica, adoquinada y con un distinguido vecindario. Los recursos seductores de Petra se multiplicaron en el nuevo hogar. Salcedo pasaba tardes enteras persiguiendo ciervas en celo o acudiendo a los gritos de «¡Taita, taita, me he perdido!». Las siestas reparadoras, de que hablaba en la taberna, se convertían en realidad cada tarde en auténticos ejercicios gimnásticos.

A veces, solo en su casa de la Corredera de San Pablo, se complacía rememorando los ardides de Petra, los recursos de su pervertida imaginación. Y comparándolos con los de la tímida y púdica muchacha que había encontrado en Castrodeza, llegaba a la conclusión de que él era un consumado maestro de lubricidad y ella una discípula aventajada. Únicamente así se explicaba que la palurda que bajó del Páramo a la grupa de su caballo, suspirando, ocho meses atrás, hubiera alcanzado no sólo el actual grado de depravación, sino la elegancia natural que sabía mostrar en determinadas ocasiones. Tan orgulloso de sí mismo se encontraba don Bernardo que, incapaz de dejar en la sombra sus aventuras y la conducta salaz de la muchacha, una mañana se franqueó con su empleado Dionisio Manrique en el almacén. Dionisio acogió las confidencias de su patrón con la avidez un poco resbaladiza del mujeriego empedernido, pero se guardó sus objeciones sobre el particular. De este modo, don Bernardo consiguió ampliar sus horas de placer mediante el fácil recurso de explicitarlas. La mera referencia a las trastadas de Petra, que, inevitablemente, terminaban en la cama, encendían de nuevo su ardor, lo preparaban para la visita vespertina, mientras Dionisio le escuchaba con la boca abierta, babeando. Únicamente Federico, el mudo de los recados, que observaba la salacidad de Manrique, se preguntaba qué se traerían entre manos aquellos dos hombres que explicara la turbiedad de sus ojos y sus torpes ademanes.

En cambio, con su hermano Ignacio, con quien solía encontrarse diariamente al anochecer, Bernardo no mostraba esas confianzas. Al contrario, se esforzaba en comparecer ante él con el decoro y la respetabilidad que siempre habían adornado a la familia Salcedo. Ignacio era el espejo en que la villa castellana se miraba. Letrado, oidor de la Cnancillería, terrateniente, sus títulos y propiedades no bastaban para apartarle de los necesitados. Miembro de la Cofradía de la Misericordia, becaba anualmente a cinco huérfanos, porque entendía que ayudar a estudiar a los pobres era sencillamente instruir a Nuestro Señor. Pero no solamente entregaba al prójimo su dinero sino también su esfuerzo personal. Ignacio Salcedo, ocho años más joven que don Bernardo, de cutis rojizo y lampiño, visitaba mensualmente los hospitales, daba un día de comer a los enfermos, hacía sus camas, vaciaba las escupideras y durante toda una noche cuidaba de ellos. Por añadidura, don Ignacio Salcedo era el patrono mayor del Colegio Hospital de Niños Expósitos, que gozaba de prestigio en la villa y se sostenía con las donaciones del vecindario. Pero, no contento con esto, con su quehacer profesional en la Cnancillería y sus buenas obras, don Ignacio era el vecino mejor informado de Valladolid, no ya sobre los nimios sucesos municipales sino de los acontecimientos nacionales y extranjeros. Las noticias últimamente eran tan abundantes que don Bernardo Salcedo cada vez que recorría las calles Mantería y del Verdugo, camino de la casa de su hermano, iba preguntándose: ¿Qué habrá sucedido hoy? ¿No estaremos sentados en el cráter de un volcán? Porque don Ignacio era crudo en sus manifestaciones, nunca las atemperaba con paños calientes. De ahí que don Bernardo, aun mostrándose poco aficionado a la política, a los problemas comunes, estuviera puntualmente informado de la lamentable realidad española. La inquietud creciente de la villa, la hostilidad popular hacia los flamencos, la falta de entendimiento con el Rey, eran realidades manifiestas, hechos que, como bolas de nieve, iban rodando, aumentando de volumen y amenazando avasallar cuanto encontraran a su paso. Hasta que una tarde de primavera una de ellas reventó, por más que la voz de don Ignacio no se alterase al referir los acontecimientos:

—Han matado al procurador Rodrigo de Tordesillas en Segovia. Estaba conchabado con los flamencos. Juan Bravo se ha puesto al frente de los revoltosos y está organizando Comunidades en las villas castellanas. Hay motines y alborotos por todas partes. El cardenal Adriano quiere reunir aquí, en Valladolid, el Consejo de Regencia pero el pueblo se resiste.

Don Bernardo respiraba con cierta dificultad. Hacía semanas que venía notando cómo se le formaba sobre el estómago un cinturón de grasa. Miraba a Ignacio como esperando de él una solución, pero su hermano no estaba por la labor. A la tarde siguiente le mostró un pasquín recogido a la puerta de San Pablo:
Subsidios, no. El Rey en su casa y los flamencos a la suya
. Varios sermones en distintas iglesias de Valladolid habían girado en torno a la misma cuestión: el Rey debía permanecer en España y los flamencos marcharse a su país; las villas deberían seguir entendiéndose directamente con el Rey, sin la mediación de curas y nobles. Son exigencias muy duras. ¿Te das cuenta, hermano? —decía don Ignacio.

En veinticuatro horas las novedades dejaban de serlo y don Bernardo y don Ignacio volvían a encontrarse en la casa del segundo:

—Los realistas han incendiado Medina. En la Plaza del Mercado la gente andaba esta mañana amotinada al grito de
¡Viva la libertad!
Hay algún noble entre ellos pero la mayor parte son letrados, burgueses e intelectuales. Al pueblo, como de costumbre, no se le ha preguntado nada pero sigue los consejos de éstos y revienta de indignación.

La misma noche, la turba, ignorante y enardecida, quemó las casas de los regidores que habían aprobado los subsidios al Rey. Fue noche de mucho ruido y confusión. Don Bernardo había bajado a la calle a tiempo de ver arder la mansión de don Rodrigo Postigo y a éste escapar por la trasera, a caballo reventado, arrancando chispas de los adoquines. De madrugada se presentaron en su casa su hermano Ignacio, Miguel Zamora y otros letrados a pedirle sus caballos para el encuentro inminente. El conde de Benavente estaba enconado con los pueblos de Cigales y Fuensaldaña y se temía un enfrentamiento. Don Bernardo vacilaba, se hacía el roncero. ¿Por qué meter a
Lucero
, su noble bruto, en estos berenjenales? Hay que hacer algo, Bernardo, cualquier cosa antes que permitir que nos atrepellen. Don Bernardo, un tanto avergonzado de su amilanamiento, cedió al fin, que se los llevasen. 
Lucero
regresó sano al atardecer, pero
Valiente
quedó muerto entre las cepas de Cigales. Ignacio traía a la grupa de
Lucero
a Miguel Zamora y ambos subieron a la casa de Bernardo y bebieron unas tazas de Rueda para entonarse. Había sido imposible contener al pueblo que lo único que había entendido fueron las amenazas del conde de Benavente. Nada habían importado su rango, su fortuna ni su autoridad. Su castillo de Cigales había sido asaltado por las turbas y saqueado. Los cuadros, las ropas, los valiosos muebles, quemados en el ejido por la multitud encolerizada. En las afueras hubo un intercambio de disparos con una tropilla del Cardenal y
Valiente
, haciendo honor a su nombre, había caído en la contienda.

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