—Mira, ya está
el Corcel
haciéndose una paja. Siempre tiene que hacerse una paja en el paseo el marrano de él.
Cipriano les miraba candidamente:
—¿Q... qué es una paja? —observaba a
el Corcel
encorvado, la mano derecha agitándose bajo el sayo, sofocado.
Tito Alba
le explicó. Cipriano atendía con sus cinco sentidos, con análoga curiosidad con que escuchaba la palabra de
el Escriba
. Se daba cuenta de que, salvo en sus breves contactos con los chicos de Santovenia, había crecido en un fanal y no conocía la vida. Mina, con la mejor intención, lo había aislado del mundo. Descendían por la Corredera de la Plaza Vieja, cuando
el Escriba
, que renqueaba ligeramente de la pierna derecha después de recorrer media legua, les anunció que iban a visitar a un antiguo compañero. La Cofradía no se desentendía de los niños que habían pasado por sus aulas. En la pequeña glorieta, en la planta baja del número 16, se alzaba el taller de un carpintero. La mayoría de los compañeros de Cipriano, que conocían el alcance de la inspección, se quedaron formando grupos alrededor de la fuente. El carpintero, con su larga barba descuidada, molduraba un palo en el torno de mano que accionaba un muchacho de alrededor de quince años. Olía a resina y serrín. El carpintero se acercó cortésmente a
el Escriba
y, después de cambiar unas palabras con él, los pasó a la oficina y los dejó solos. Por el ventano con telarañas se veía un patio lleno de listones y troncos apilados. El maestro se sentó en el taburete del carpintero y se dirigió al muchacho en voz baja, secreteando:
—¿Te portas bien, Elíseo?
—Bien, don Lucio.
—¿Trabajas todo lo que puedes, ayudas a don Moisés?
—A ver, sí señor, por la cuenta que me tiene.
—¿Te dan de comer lo convenido?
Elíseo sonrió ampliamente:
—Ya me conoce, don Lucio; yo nunca me sacio.
—Y ¿la propina?
—La justa; cada domingo.
—Y ¿aprendes?, ¿crees tú que vas aprendiendo?
—Así es, sí señor. Si hago caso de don Moisés para el año veintinueve me hará oficial.
—¿Tan pronto?
—Eso dice.
Más abajo, en la calle de las Tenerías, cerca ya del colegio,
el Escriba
visitó a otro ex alumno, aprendiz de curtidor. En la calle hedía violentamente a tintes y cuero. La entrevista fue semejante a la anterior, salvo que el aprendiz, en este caso, exhibía un amplio repertorio de agravios: comía mal, no le mudaban las ropas de la cama, no le daban las propinas acordadas. Mentalmente
el Escriba
tomaba nota y le dijo que todo se arreglaría, que hablaría con los Diputados de la Cofradía que conservaban copia del contrato.
A los dos meses de ingresar en el colegio, Cipriano fue nombrado limosnero por una semana. Para un centro que vivía fundamentalmente de la caridad el cometido era arduo y complejo. Con el alba, Cipriano preparaba el pequeño carro de la comunidad, metía a
Blas
, el asnillo, entre las varas y salía con
el Niño
y Claudio,
el Obeso
, a recorrer la ciudad.
El Niño
había llamado la atención de Cipriano desde el primer momento. Se lo había dicho a Claudio,
el Obeso
:
—E...
el Niño
tiene cara de niña.
—Sí tiene cara de niña
el Niño
pero es buen rapaz.
Conocía la ciudad mejor que ninguno de los dos y cada mañana conducía el carrillo desde el colegio hasta la trasera del Hospital de la Misericordia sin una vacilación. Miguel,
el Menino
, que atendía la portería y el depósito de cadáveres los conocía ya:
—Hoy no hay muertos, muchachos. Estáis de vacaciones —decía, con su vocecita atiplada.
O bien:
—Hay un pobre y un ajusticiado, ¿os lleváis los dos?
Cipriano cargaba con ellos al hombro sin el menor reparo y los depositaba sobre las tablas del carro. Lo mismo hacía con el tablero y los caballetes del túmulo, los picos y las palas. Claudio,
el Obeso
, se sorprendió de su fortaleza:
—Tú,
Mediarroba
, ¿de dónde sacas esas fuerzas? En mi vida vi un tipo más espiritado que tú.
Cipriano le metía un dedo en su barriga untosa:
—S... si la fuerza estuviera en las grasas tú serías campeón. Atiende.
Se había levantado la manga del sayo y le mostraba su bíceps estirado, un músculo bien formado, de atleta.
—¡Ahí va, si tiene bola! ¿Te has fijado,
Niño
?,
el Mediarroba
tiene bola.
A menudo Miguel,
el Menino
, les reconvenía mansamente:
—Vamos, muchachos, no enredéis más. Hoy las huesas están en el atrio de San Juan. Ya estáis marchando.
El Niño
tomaba las riendas y el carrillo, traqueteando, subía hasta la calle Imperial, próxima a la Judería. Tan pronto llegaban, Cipriano se arrojaba del carro, armaba el túmulo en el centro de la calle y colocaba encima los dos cadáveres. Disponían de una fórmula, acuñada por el uso, para llamar a la caridad a los viandantes, y Cipriano la ponía en práctica con gran propiedad:
—Hermanos: aquí tenéis los cuerpos de dos desdichados que pasaron a mejor vida sin conocer los beneficios de la amistad —decía—. No les neguéis ahora el derecho a la tierra sagrada. Nuestro Señor nos ordenó ser hermanos del pobre y del pecador y únicamente si vemos en ellos al propio Cristo conoceremos el día de mañana el premio de la gloria. Ayudad a dar tierra a estos desdichados.
Algunos transeúntes cruzaban la calle y depositaban unos maravedíes en la bandeja, al pie del carrillo. Los tres colegiales se iban turnando en la llamada a la caridad de los ciudadanos. A veces, como ocurría con Cipriano, intercalaban en el texto frases nuevas, originales, de efectos patéticos: no conocieron el amor de sus semejantes. O bien: no escucharon nunca la voz del Señor. O bien: vivieron abandonados como perros.
Cipriano intuía que la última frase que comparaba a los difuntos con los perros movía antes el corazón de las mujeres que el de los hombres y, en cambio, afectaba más a éstos el hecho de que no hubieran tenido oportunidad de escuchar la voz del Señor. De cuando en cuando, e
l Niño
, Claudio,
el Obeso
, y Cipriano, alineados tras el carro, intercalaban las letanías dedicadas a los difuntos. Claudio, el Obeso, las cantaba y los otros dos respondían:
—
Sancta María...
—
Ora pro nobis.
—
Sancta Dei Genitrix.
—
Ora pro nobis.
—
Sancta Virgo Virginum.
—
Ora pro nobis.
—
Sánete Michael.
—
Ora pro nobis...
Al terminar, dejaban transcurrir un rato en silencio, alineados tras el túmulo. Si acaso Cipriano veía aproximarse un grupo de mujeres, sacaba la voz de ventrílocuo y clamaba:
—Hermanos, una caridad para con estos desdichados que desconocieron las mieles de la fraternidad y vivieron abandonados como perros.
Las mujeres cesaban en sus comadreos y depositaban unas flacas monedas en la bandeja, a raíz de lo cual, Claudio,
el Obeso
, estimulado por el donativo, iniciaba de nuevo la cantinela:
—Hermanos, una caridad para estos desdichados...
Transcurrida una hora larga en la primera posa, Cipriano volvía a colocar los cadáveres en el carrito y, conducidos por
el Niño
, armaban sucesivamente el túmulo en las calles Huelgas, Zurradores y Espolón Viejo para repetir el mismo rito. Al concluir enterraban a los muertos en la iglesia indicada por el enano Miguel y, de vuelta al colegio, depositaban en el Arca de las Limosnas de la capilla los donativos recibidos en su recorrido por la villa.
Los limosneros cerraban la jornada, ya entrada la noche, con el toque de Ánimas. Las campanadas, lentas y melancólicas, ponían en movimiento a todos los campanarios de la ciudad, en lo que los fieles de la villa llamaban «la hora de los muertos».
Cipriano solía caer rendido en su cama. El dormitorio, alargado, con dos hileras de camas estrechas, se alumbraba con un candil que
el Escriba
apagaba antes de retirarse. Las ventanas sin cortinas dejaban entrar un resplandor lechoso desde el río. Y en invierno, el frío era tan riguroso que Claudio,
el Obeso
, juraba que al despertarse tenía escarcha entre los pelos de las cejas. Salvo algún aullido de
el Corcel
los alumnos llegaban tan fatigados que, una vez puestos los camisones blancos, caían literalmente dormidos en sus camastros. De ahí la sorpresa de Cipriano en su última noche de limosnero cuando oyó un bisbiseo en la punta del dormitorio que fue transmitiéndose de cama en cama, como una contraseña. A
Tito Alba
, en la cama de enfrente, le oyó claramente susurrar:
—
Niño
,
el Corcel
te necesita.
Oyó revolverse a Claudio,
el Obeso
, a su lado, y repetir el recado:
—
Niño
,
el Corcel
te necesita.
Una sombra cruzó la leve claridad de las ventanas en dirección del primer susurro. Luego crujieron en la esquina los muelles de la cama de
el Corcel
, mientras se oían en la gran sala cuchicheos y risas apagadas. Al cabo de un rato, la sombra volvió a cruzar el dormitorio en sentido contrario y todo quedó en silencio.
A la mañana siguiente Cipriano preguntó a
Tito Alba
qué hacía
el Corcel
con
el Niño
en el dormitorio.
Tito
le miró con sus ojos desorbitados, de párpados cortos:
—
Mediarroba
, ¿es cierto que te has caído de un nido o sólo lo aparentas?
No le dijo más, por lo que Cipriano recurrió a Claudio,
el Obeso
:
—Te lo puedes figurar —fue su respuesta—, cuando tiene necesidad,
el Corcel
recurre a
el Niño
. Es lo más parecido a una mujer que tenemos en el colegio.
José,
el Rústico
, terminó de informarle.
El Rústico
procedía de Tierra de Pinares y no sabía disimular su aire rural, ni su necedad. Era un ser primitivo y candido. Le costaba recordar las oraciones y en los dictados en romance apenas escribía cuatro palabras seguidas. Pero como compañero resultaba franco y comunicativo. Cipriano le preguntó por qué toleraba
el Niño
los abusos de
el Corcel
. El rostro de
el Rústico
lo decía todo:
—Es el que manda —explicó—. ¿No te has fijado que después de
el Escriba
, es
el Corcel
quien manda aquí?
En la clase de latín corrió la voz de que al día siguiente no habría doctrina porque tenían entierro. Las plegarias de los expósitos eran muy apreciadas en la villa. Sus voces, perdido el tono infantil y sin fraguar todavía el adulto, bien armonizadas por
el Escriba
, constituían el pasaporte deseado por muchos ciudadanos para el tránsito. Las disposiciones testamentarias requerían a menudo la presencia de los colegiales en el entierro a cambio de una limosna. Y los expósitos uniformados, limpias las botas de carnero, alineados en dos filas y con la antorcha en la mano, acompañaban al difunto hasta su última morada.
Así ocurrió en el entierro del caballero don Tomás de la Colina, en cuyo testamento rogaba a los expósitos sus oraciones a cambio de un pingüe juro para el colegio.
El Escriba
hizo saber a los alumnos la generosa disposición del difunto y los estimuló a comportarse con entusiasmo y esmero en el sufragio. Con aire contrito y las antorchas encendidas, los expósitos acompañaron al cadáver, escuchando fervorosamente la salmodia de los clérigos:
el Miserere
y el
De Pro fundís
. Una vez en la iglesia, formados en torno al difunto, asistieron al funeral y, al concluir la epístola,
el Escriba
levantó la batuta y les dio el tono para iniciar el
Dies irae
:
Dies irae, dies illa
,
Solvet saeclum in favilla
:
Teste David cum Sibylla
.
Quantus tremor est futurus
,
Quando Judex est venturus
,
Cuneta stricte discussurus
!
Tuba mirum spargens sonum
Per sepulcra regionum
,
Coget omnes ante thronum
.
Terminada la misa, conforme se procedía al enterramiento del cadáver, los expósitos, desde el presbiterio, entonaron las letanías de intercesión de Todos los Santos, guiados por la bien timbrada voz de
Tito Alba
:
—
Sánete Petre
.
—
Ora pro nobis
.
—
Sánete Paule
.
—
Ora pro nobis
.
—
Sánete Andrea
.
—
Ora pro nobis
.
—
Sánete Joannes
.
—
Ora pro nobis
.
—
Omnes Sancti Apostoli et Evangelistae
.
—
Orate pro nobis
.
La gente se aprestaba a manifestar su condolencia a los deudos en tanto los expósitos terminaban su letanía. En el templo reinaba un pesado hedor mezcla del sudor de los fieles, el humo de las antorchas y el tufo de corrupción de los enterrados en él. Pero por encima de todo vibraba la voz de contralto de
Tito Alba
:
—
Ut mnibus benefactoribus nostris
sempiterna bona retribuas
.
—
Te rogamus audi nos
.
—
Ut frutus terrae daré, et conservare digneris
.
—
Te rogamos audi nos
.
—
Ut ómnibus fidelibus defunctis réquiem
aeternam donare digneris
.
—
Te rogamus audi nos
.
—
Ut nos exaudiré digneris
.
—
Te rogamus audi nos
.
Cesó la cantinela de los colegiales y, como colofón, el coro y los sacristanes entonaron el último responso:
—
Libera me Domine de morte aeterna, in die illa
tremenda, quando movendi sunt coeli et térra,
dum veneris judicare saeculum per ignen
.