Cipriano adoptó la precaución de apoyar la espalda en la cabecera de la cama y encogió las piernas, de modo que, cuando Teo se abalanzó sobre él, estiró las rodillas y la detuvo momentáneamente con los pies. Teo cayó, finalmente, de costado en el pequeño catre e inmediatamente se enzarzaron en una sorda pelea. Ella enarbolaba la tijera, mientras Cipriano se limitaba a esquivar sus golpes ciegos y a sujetar sus manos sin lastimarla. Escucha, decía, escúchame Teo, por favor, pero ella se enardecía por momentos, le acorralaba. Cipriano notó un desgarrón en el brazo derecho con el que intentaba contenerla, al tiempo que escuchaba las concretas amenazas de su mujer: voy a caparte como a un gocho, decía, voy a cortarte esa
cosita
que ya no nos sirve para nada. Hubo un momento en que, a pesar de la herida, o acaso estimulado por el dolor, Cipriano tuvo sujeta a Teo por ambos brazos pero, en un movimiento arisco, se desasió y su mano armada se escondió bajo la ropa y lanzó un viaje a ciegas. Cipriano gritó al sentir herido su muslo derecho pero en ese momento consiguió agarrar a Teo por el cuello y darse la vuelta. Su posición era como en las noches de amor, cabalgando sobre las protuberancias de la mujer, pero compitiendo ahora por la posesión de la tijera. Teo se revolvía, tornaba a insultarle, voy a esquilar tu maldito cuerpo de mono, repetía, pero Salcedo la tenía ya a su merced. La dejó desfogarse en su empeño inútil, en sus vanos intentos, en sus sórdidas amenazas. Veía el vacío en sus ojos, sus pupilas hundidas y desalmadas y, en ese instante, comprendió que había perdido a Teodomira, que su esposa se había ausentado para siempre. Tras un esfuerzo infructuoso, Teo se entregó. Soltó la tijera y rompió en un llanto manso, de derrota, que, sin solución de continuidad, dio paso a otro, quizá más intenso pero menos convulso, y, siguiendo el mismo proceso que la vez anterior, al cabo de un rato, quedó plácidamente dormida. Cipriano repitió su incursión al botiquín, pero no se fió ya del julepe y administró a la enferma una alta dosis de filonio romano. Marchó luego a su despacho y escribió una nota a su tío Ignacio: «Temo que Teo haya perdido la razón. No puedo moverme de casa. ¿Te importa traer contigo a la máxima autoridad en enfermedades mentales?». Despertó a Vicente y le encomendó el billete para su tío. La señora estaba enferma. La visita a Aniano Domingo con
Relámpago
debía aplazarla para otro día.
Con su diligencia acostumbrada, don Ignacio Salcedo se presentó en casa de su sobrino, acompañado del joven doctor Mercado, dos horas después. Cipriano le atendió solícito. El doctor era una eminencia en ciernes. Médico del Monasterio de la Concepción y de la Casa del Marqués de Denia, empezaba a ser respetado en la Corte. Se aseguraba que el día de su boda no aportó otra cosa que la ropa que llevaba puesta, una muía y dos docenas de libros. En cualquier caso los quinientos ducados de la dote de su esposa constituyeron la base de su fortuna posterior. En este momento, apenas poseía unos viñedos en Valdestillas y una casa en la calle de Cantarranas. No obstante, los vallisoletanos se hacían lenguas de su ojo clínico, de la eficacia de sus tratamientos, de su creciente prestigio. Era el primer doctor de la villa que había dado de lado el atuendo oscuro del gremio y vestía elegantemente, como un caballero. Nada externamente delataba su profesión. Entró en la habitación y al primer vistazo advirtió los cortinones en el suelo, la colcha desgarrada, el brazo sangrante de Cipriano, el desbarajuste de la casa:
—¿Le ha agredido a vuesa merced?
Cipriano asintió.
—¿Es la primera vez que lo hace?
Volvió a asentir Cipriano. El doctor miró su brazo herido:
—Luego curaremos eso. —Se volvió hacia Teo que dormía—. ¿Qué le ha dado?
—Un julepe y un filonio romano, doctor. No me atreví a más.
El doctor Mercado sonrió con un gesto de suficiencia:
—Escasa defensa para contener un ciclón —dijo.
Ahora le tomaba el pulso y le ponía su mano cuidadísima en el pecho izquierdo:
—Fiebre no hay —añadió al cabo de un rato—. La exploración es forzosamente superficial pero el caso no ofrece duda. ¿Alguna obsesión?
—Una muy viva, doctor. La de ser madre. Se casó para tener hijos pero yo no he sabido dárselos. Los Salcedo —miró a su tío por encima del hombro del doctor— no somos un prodigio de fertilidad.
Apresuradamente le contó al doctor Mercado sus visitas a Galache, el tratamiento a que les había sometido y la interrupción injustificada de sus tomas de escorias de plata y acero durante su último viaje como desencadenante de la crisis. El doctor volvió a sonreír.
—¿Pretendía remediar su infecundidad con escorias de plata y acero?
Cipriano se sostenía el brazo herido con la mano izquierda:
—Yo entiendo que fue un recurso del doctor para distraer a la enferma.
—Ya.
Había sacado de su cartera de piel de ternera una lupa alemana y con ella en la mano se aproximó a la enferma. Se dirigió a ellos volviendo la cabeza:
—Estén preparados para reducirla —dijo—. Puede despertar en cualquier momento.
Le levantó el párpado del ojo derecho y observó la pupila con insistencia. Luego repitió la operación con el otro ojo. Volvió a tomarle el pulso:
—A esta señora hay que internarla —dijo—. En la calle Orates tienen el Hospital de Inocentes. No es un hotel de lujo pero tampoco es fácil encontrar otro mejor en la ciudad. Los procedimientos son primitivos. El enfermo vive atado a los barrotes de la cama o con grilletes en los pies para que no escape. Claro que con un poco de dinero, pagando dos loqueros para que la atiendan, pueden vuesas mercedes evitar esa humillación.
Don Ignacio Salcedo, que se había mantenido en silencio, preguntó al doctor si no sería posible instalar a la señora en un hospital normal, pagando aparte la vigilancia. El doctor asintió:
—El dinero es muy amable —dijo—. Con dinero se puede conseguir en este mundo casi todo lo que uno se proponga.
Provisionalmente trasladaron a Teo al Hospital de Inocentes de la calle Orates. El tío Ignacio les acompañaba, pero cuando, a la puerta del hospital, dos loqueros intentaron maniatar a la enferma, Teodomira se revolvió como una pantera, con tanto ímpetu que uno de los enfermeros rodó por el suelo. Los transeúntes, atraídos por el espectáculo, se detenían al pie de las escaleras, donde el enfermero había caído, pero, unos minutos más tarde, Teo quedó instalada en el manicomio, al cuidado de dos comadres de pago, dos mujeres aparentemente fuertes que, llegado el momento, parecían capaces de dominarla.
Sin embargo, a las nueve de la noche, Salcedo recibió un correo del manicomio anunciándole que «la señora había escapado en un descuido de sus guardadoras». Cipriano avisó de nuevo a su tío que, en un santiamén, puso en movimiento a las fuerzas de seguridad de la villa. Por su parte, Cipriano, acompañado de Vicente, recorrió la ciudad de norte a sur y de este a oeste, sin encontrar rastro de la enferma ni referencia alguna de ella. Se había evaporado. A la mañana siguiente reiniciaron la búsqueda sin resultado. Al caer la tarde, el barquero Aquilino Benito, que hacía el servicio entre el embarcadero del Espolón Viejo y el pequeño muelle del Paseo del Prado, comunicó a la Cnancillería que había hallado a la fugada entre los carrizos de la orilla, inconsciente y en muy mal estado, como una pordiosera. Durante la travesía hacia el Espolón el citado Aquilino había conseguido volver en sí a la enferma que se encontraba extenuada.
Mientras tanto, don Ignacio había realizado las indagaciones pertinentes y, una vez repuesta, Teodomira fue trasladada a Medina del Campo, en el coche de su marido, sin abrir la boca. Allí, en Medina, fue alojada en el Hospital de Santa María del Castillo, dependiente de la Cofradía de Nuestra Señora de la Merced, a un paso del Monasterio de San Bartolomé. Era un caserón destartalado y noble, sin mucho movimiento de enfermos, donde se avinieron a acoger a doña Teodomira y poner a su disposición dos loqueros en servicio permanente y una comadre para las atenciones propias de la mujer. El presupuesto ascendía a cuarenta y cinco reales diarios pero contaban con la benevolencia de la organización para visitar a la enferma a cualquier hora durante los siete días de la semana.
Una vez hospitalizada su esposa, Cipriano Salcedo se sintió aliviado pero el regreso a casa le produjo un hondo decaimiento. Habituado a la presencia de Teo, y aunque ella no representara ya para él nada fundamental, la echaba en falta. Reinició su vieja actividad. Muy de mañana visitaba el taller y el almacén donde departía con el sastre Fermín Gutiérrez y Gerardo Manrique sobre las novedades del día. Había dos problemas importantes: el abandono del conejo en la confección de zamarros y la progresiva escasez de alimañas a causa de la sañuda persecución en montes y serranías. Resuelto el primero, un correo inesperado de Burgos le comunicó que Gonzalo Maluenda, todavía joven, había fallecido de un tabardete fulminante y su medio hermano Ciríaco, hijo de don Néstor y su tercera mujer, se había hecho cargo del negocio. Al decir del nuevo empresario, una galera armada acompañaba ahora a las flotillas en conserva con lo que la carga volvía a gozar de una relativa seguridad. El porte lógicamente encarecía pero aumentaban las garantías, con lo que ningún ganadero puso reparos a la medida. Por su parte Cipriano Salcedo, cuyo comercio con los Maluenda había descendido de las diez carretas anuales, en los mejores tiempos de don Bernardo, a las tres que habían sobrevivido al auge del negocio de los zamarros, pensó que había llegado el momento de aumentarlas a cinco. Para tratar de estos pormenores y conocer al nuevo diputado, Cipriano realizó un viaje a Burgos. De nuevo un correo urgente venía a sacar a un Salcedo de su postración. La vida se repetía. Montó a su nuevo caballo
Pispas
, adquirido por su amigo Seso en Andalucía, pero la competencia de don Carlos en tales menesteres no podía evitar que Cipriano añorase a su viejo caballo y extrañara las reacciones del nuevo, sus vicios de origen, su nerviosidad, sus dimensiones. Vicente había sacrificado finalmente a
Relámpago
, en el monte de Hiera, en Villanubla, de un balazo en la frente. Estacio del Valle le había facilitado la pistola y un par de muías poderosas para el enterramiento. En lo alto del túmulo, su criado había colocado una gran lancha para identificar el lugar.
Aunque el nuevo Maluenda no le llegara a don Néstor ni a la suela del zapato, no le causó mala impresión a Cipriano. La diligencia y probidad de Ciríaco Maluenda estaban a cien codos de las del difunto don Gonzalo. Aceptó de buen grado el incremento de pieles que Salcedo le anunciaba, pues aunque la cifra descendía a la mitad de los fletes de antaño, casi doblaba la de los últimos envíos. La relación con los Maluenda volvía a ser amistosa.
Entre quehacer y quehacer, Cipriano visitaba a Teo en el Hospital de Medina. Sedada con filonio romano vivía tranquila, sin ganas de pelea. Vegetaba más bien, se dejaba consumir. A Cipriano le entristecían aquéllos ojos de mirada vacía, antaño tan bellos. Nunca llegó a saber si le reconocía, si sus visitas le producían algún efecto, ya que cada vez que se presentaba le dirigía una mirada inexpresiva, la misma que dirigía a sus enfermeros cuando se movían por la habitación. Día a día iba encogiéndose, dejaba de ser la mujer fuerte que conoció en La Manga. Su cuerpo se reducía al tiempo que se agrandaban sus facciones que iban ocupando cada vez mayor espacio en su rostro enteco, antaño ancho y floreciente.
No hablaba, no comía, no llegaba a abrir la boca más que para beber; su vida carecía de alicientes, le decían, pero no sufre. Esto le aliviaba. La ventana enrejada de la habitación se abría al campo y desde ella divisaba el castillo que parecía hipnotizarla. Cipriano se esforzaba en inventar algo que pudiera animarla pero sus obsequios, pequeñas joyas, flores, dulces, no le producían la menor reacción. Cada vez que la visitaba regresaba a casa más deprimido que la anterior: no le había reconocido; le daría lo mismo que no volviese. A veces, los propios guardadores se animaban entre sí: había comido un poco, había dado un corto paseo por la habitación, pero en su cara no se reflejaban tales progresos. Con su liberalidad habitual, Salcedo daba a aquellos generosas propinas que nunca consideraba suficientes. A estas alturas, pensaba, era ya lo único que podía hacer por su esposa enferma: sobornar a los que la cuidaban para que lo hicieran de grado, para que le regalaran una pizca de afecto, para que algún día la hicieran sonreír.
Las tardes las dedicaba a los Cazalla, al Doctor y su madre. Doña Leonor de Vivero no perdía su alegría ni su don de gentes. Pasaba ratos con ella en su pequeño gabinete, callado, mirando a la pared, sin nada divertido que contarle, pero ella le recibía con su sonrisa dentona, su facundia, con el buen humor de siempre. Los primeros días se esforzaba en consolarle:
—Le encuentro triste, Salcedo. ¿La quiere mucho?
La respuesta de Cipriano era escueta y contundente:
—Era una costumbre en mi vida, doña Leonor.
—No se mortifique vuesa merced. Ante los muertos y los locos nos sentimos responsables muchas veces sin motivo.
Pero la noticia del enfrentamiento verbal en Aldea del Palo produjo tanto en ella como en el Doctor un profundo abatimiento. Vivían jornadas agónicas. Se sentían incapaces de controlar el grupo. Consideraban imprescindible frenar a Padilla, despojarle de la autoridad que se atribuía, impedir aquellos conventículos pueblerinos, abiertos e improvisados. El Doctor le envió un correo sin demora llamándole al orden, advirtiéndole que lo acaecido en Aldea del Palo no podía volver a repetirse. Escribió asimismo a don Juan de Acuña encareciéndole prudencia, haciéndole ver el riesgo de los excesos verbales ante la asechanza permanente del Santo Oficio. Pese a su rápida reacción, no logró controlar su progresivo decaimiento. Habló a Salcedo con el corazón, le nombró su hombre de confianza. Admitía que, pese a ser el miembro de más reciente incorporación, actuaba sin reservas, con entusiasmo y resolución.
Motu proprio
había alcanzado importantes objetivos y el Doctor esperaba que siguiera en su labor organizadora, tarea que circunstancialmente había interrumpido con motivo de la enfermedad de su esposa. A Salcedo le emocionaba el valimiento del Doctor, el hecho manifiesto de que le considerase el discípulo amado. Una tarde neblinosa, de crepúsculo prematuro, Cazalla le confesó que nunca habían pasado por el aislamiento que ahora sufrían, sin libros, apoyos, ni noticias de Alemania. Al morir Lutero, Melanchton se había encontrado con un difícil panorama. El Doctor ladeaba la cabeza como si fuese incapaz de soportar su peso; estaban solos. Cipriano se esforzaba por animarlo: eran horas infortunadas, de tribulación; algún día pasarían. Pero el Doctor, lejos de serenarse, mezclaba los problemas, los amontonaba. Olvidaba por un momento la soledad del grupo y volvía al caso Padilla. Era un correveidile, no contestaba a su carta, era como si no existiera o no reconociera la autoridad del Doctor. Un día, sugirió a Cipriano visitar a doña Ana Enríquez en La Confluencia, la casa de placer de su padre, en la conjunción del Duero y el Pisuerga, en un frondoso soto de olmos, tilos y castaños de Indias. Una hermosa casa, dijo el Doctor, de las muchas que había levantado la aristocracia a orillas de los ríos al advenimiento de la Corte. Sería oportuno que doña Ana que, pese a su juventud, era una mujer con carácter, instara a su criado Cristóbal de Padilla a entrar en vereda, a tomar todo aquel asunto de las reuniones de grupo con la debida seriedad. A Cipriano le agradó el encargo. La belleza de doña Ana, su perfil atrayente, le había quitado la devoción en el último conventículo, el de los sacramentos. Un perfil perfecto, sugerente, regular y voluntarioso, subrayado por la elegante sencillez de su indumento que dejaba al descubierto un largo cuello ornado con un collar de perlas. Pero lo más notable en el perfil de doña Ana era la toca de camino, larga y estrecha, que ella enrollaba hábilmente como un turbante en la parte alta de la cabeza. En el momento de su atenta contemplación no hubiese podido asegurar que ella se sintiera observada, aunque tampoco lo contrario, pero prefería pensar que no, que ella era así, espontánea y natural, tanto cuando escuchaba las homilías del Doctor, como cuando se recogía devotamente en el salmo inicial, o alzaba tímidamente una mano por encima de su cabeza para pedir la palabra durante los coloquios. La asistencia a los conventículos de doña Ana Enríquez era absolutamente relajada, con afán participativo. Cuando el Doctor le encomendó visitarla con objeto de aclarar el silencio de Padilla, no lo demoró. Ella respondió a su nota urgente aprovechando el mismo correo: le esperaba dos días más tarde a las once de la mañana. En el camino de Medina, Salcedo recordó a su esposa, mas enseguida se concentró en el motivo de su viaje: Ana Enríquez, su voz cálida y empastada, de mucho volumen, su disponibilidad, su bien definida personalidad tratándose de una muchacha de apenas veinte años.