Cipriano Salcedo desistió de terminar su gira. Deprimido por las escenas que había presenciado y preocupado por la enfermedad de "Relámpago", cuyos desfallecimientos volvieron a producirse al subir una pequeña colina, regresó a Valladolid dejando para mejor ocasión sus visitas a Toro y Pedrosa. Le corría prisa informar al Doctor del resultado de su viaje. Cristóbal de Padilla, al fin y al cabo un criado, no podía a su juicio actuar por propia iniciativa, ni ellos admitir su alianza explosiva con Pedro Sotelo. Los sucesos de Aldea del Palo constituían una seria advertencia. Sin la discreción de los jesuítas, la Inquisición estaría a estas horas tras sus pasos. Habían corrido, pues, un riesgo innecesario. Por otra parte el Doctor debería conectar con don Juan de Acuña sin demora y frenar su boca caliente que dejaba a la organización a la intemperie. Su imprudente verbo en Aldea del Palo justificaba sobradamente la intervención del Santo Oficio. Otros muchos, más discretos y mesurados que él, esperaban juicio en las cárceles secretas. Don Pedro Sotelo, demasiado ingenuo, debería terminar sin más con esas reuniones insensatas. Los miembros de la Compañía de Jesús se movían por el mundo de dos en dos, y los mandos de la orden solían compensar la intransigencia de uno con la tolerancia del compañero. La actitud de la pareja en Aldea del Palo había sido, no obstante, extrañamente unánime y comprensiva dado que la Compañía, con su carácter militar, había sido fundada precisamente para defender el catolicismo. Había que contar también, como factor favorable, con la militancia del hermano de don Juan en la orden. Sin esa circunstancia era más que probable que la pareja de jesuítas no se hubiera mostrado tan condescendiente. La misma violencia con que se produjo Acuña, unida a su juventud y al historial de su hermano, indujeron a la pareja a no tomar demasiado en serio sus palabras y, finalmente, aceptar sus explicaciones. En todo caso, la escena había sido tan imprudente que Salcedo, tan pronto se disolvió la reunión, montó su caballo y, desdeñando la invitación de Pedro Sotelo para almorzar juntos, siguió a Valladolid sin despedirse de Acuña ni de Cristóbal de Padilla. Las descarnadas frases cruzadas en el coloquio le quemaban el estómago. No veía el momento de poder departir con el Doctor y, al divisar el castillo de Simancas desde lo alto de un cerro, suspiró con alivio. Pero, en ese mismo momento, el caballo tropezó o, debido a su misma flaqueza, flexionó inesperadamente sus remos delanteros, dobló las patas traseras y quedó allí, tendido entre los tomillos, los ojos tristes, el belfo lleno de babas, resollando. Cipriano Salcedo se apeó alarmado y propinó a "Relámpago" unas palmadas amistosas en el lomo. Sudaba y jadeaba, miraba con indiferencia, no reaccionaba. Unos ásperos ruidos guturales salían ahora de su boca con la baba. Cipriano se sentó a su lado, junto a una aulaga, a esperar que se repusiera. Tenía la impresión de que el caballo estaba muy enfermo. Pensó en "Valiente", tendido y ensangrentado entre las cepas en Cigales, según el relato del tío Ignacio. "Relámpago" inclinó la cabeza y emitió una serie de relinchos largos y apagados. Son los estertores, pensó Cipriano. Pero, instantes después, sujetándole del vientre y mediante un esfuerzo, el animal se incorporó y Salcedo lo llevó de la brida, al paso, hasta Simancas. Le dio de beber y, en el viejo puente, volvió a montarlo y el caballo aceptó la liviana carga hasta Valladolid. Vicente limpiaba la cuadra a su llegada y, nada más verle, se dio cuenta de que el caballo estaba enfermo. Lleva tres días débil, asmático y sin comer, le aclaró Cipriano. Y añadió:
—Mañana, una vez que el animal descanse, súbeselo a Aniano Domingo, en Rioseco. Infórmate bien de si el mal tiene remedio. Haz noche en La Mudarra, cuidando que no se agote. No quiero que el caballo sufra.
Vicente miraba los ojos de "Relámpago", le palmeaba el cuello sin parar. Vio que su amo vacilaba, abrió la boca y volvió a cerrarla. No se decidía. Finalmente le oyó decir:
—Si Aniano no diera esperanzas, sacrifícalo. Un tiro, sí, en la mancha blanca, entre los ojos. Y el de gracia en el corazón. Antes de enterrarlo asegúrate que está muerto.
Le sorprendió el recibimiento de Teo, sus mejillas tensas, el griterío, las lágrimas, la brusquedad de sus ademanes. Las cosas se desarrollaron en un proceso opresivo, un increscendo que pasó por varias fases, de acuerdo con el grado de excitación de su esposa. Al principio no acababa de entenderla, farfullaba parrafadas inconexas, palabras mezcladas, frases incoherentes. No la entendía, o mejor dicho, Teo no ponía interés en que la entendiera. Se habían refugiado en el dormitorio, pero ella permanecía de pie, iba y venía, articulaba palabras indescifrables y, entre ellas, alguna que tenía algún sentido para Cipriano: escorias, olvido, última oportunidad. Le estaba echando en cara algo pero no acababa de definirlo. Paso a paso, como en una lenta labor de aprendizaje, Teo empezó a unir una palabra con otra, concretando un poco su discurso. Sus ojos eran duros, como el vidrio, aún humanos, aunque su mirada no encerrara ni chispa de lucidez. Pero las palabras, al juntarse, se hacían expresivas, hablaban del olvido de las escorias de plata y acero, de su indiferencia hacia el tratamiento del doctor, de la flacidez de
la cosita
, de sus esfuerzos inútiles ante su pasividad. Todavía lo hacía sin violencia, como intentando razonar y Cipriano iba uniendo una frase con otra, reconstruyendo su pensamiento como en un rompecabezas. Hasta que llegó un momento en que todo se presentó claro ante sus ojos: Teo había omitido incluir la bolsita con escorias de plata y acero en su equipaje, tal vez por olvido involuntario, tal vez, lo que parecía más probable, para someterlo a prueba. A su regreso le faltó tiempo para registrar el fardillo y comprobar que no había comprado otras. Cipriano, pues, llevaba cuatro días sin medicinarse. Había interrumpido deliberadamente el régimen del doctor Galache. Sus palabras se iban convirtiendo ahora en una especie de lamento, de maullidos apesadumbrados, pero todavía comprensibles. Había dejado sin efecto cuatro años de medicación y ella no tenía ya ni edad ni humor para comenzar de nuevo. Cipriano se esforzó por evitar el desbordamiento, por mantener el desencanto de su esposa dentro de unos límites razonables: nada de lo ocurrido era esencial, una pausa de cuatro días no era significativa en un tratamiento tan prolongado. Lo reanudarían con más fe, con mayor rigor, dos tomas diarias en lugar de una, lo que Teo quisiera, pero ella cubría sus razonamientos con sus voces. No había vivido para otra cosa que para tener un hijo pero ya no lo conseguiría por su culpa. Se había entretenido unos años pelando borregos hasta que se sintió nubil, madura. Mas si se casó fue únicamente para ser madre pero él, de pronto, lo había echado todo a rodar. Durante su vida todas las cosas le habían hablado de la maternidad: los muñecos de la infancia, las parideras en el monte, los nidos de la urraca en la gran encina, frente a la casa,
la cosita
. Reproducirse había sido su única razón de ser pero él no lo quiso, lo había desbaratado todo cuando apenas quedaban unos meses para que se cumpliese el plazo fijado por el doctor.
Al llegar a este punto, la protesta de Teo alcanzó una violencia inusitada. Tal vez fue el intento de Cipriano por calmarla, su ademán de apaciguamiento, lo que la sacó de quicio. Sus palabras se hicieron de nuevo indescifrables, su furor aumentó, corrió hacia las ventanas y desgarró visillos y cortinas, lanzó al suelo a manotazos los pequeños utensilios de plata del tocador e inició una retahila de palabras cortadas como ladridos. De pronto, Cipriano comprendió. Le estaba llamando cabrón aunque ella sabía que no lo era. Nunca había pronunciado Teo palabras malsonantes, y a Cipriano se le ocurrió pensar que se trataba de reminiscencias de su pasado de esquiladora, cuando cada rebaño de ovejas debía acoger dos cabras hembras y un macho cabrío según la ley. La palabra cabrón, pensó, no debía de tener connotaciones despectivas en el Páramo. Hizo un nuevo intento por calmarla pero resultó contraproducente. Teo gritaba como una posesa, le empujaba hacia la puerta, le voceaba, mientras él trataba de indagar en sus ojos, de buscar en ellos un atisbo de luz, pero su mirada era turbia y vacante, absolutamente desquiciada. Y cuanto mayor empeño ponía en reducirla, mayor y más grave era el repertorio de denuestos que mezclaba ahora con soeces vocablos escatológicos, echándole en cara su inhabilidad, el pequeño tamaño y la inutilidad de
la cosita
. Cipriano temblaba, trató de taparle la boca con la mano, pero ella le mordió y prosiguió con su andanada de insultos. Se había tumbado en la cama y con sus uñas rapaces rasgaba la delicada colcha y los forros de los almohadones. Luego, inesperadamente, se incorporó, se colgó del dosel y todo se vino abajo. Parecía gozar en su furia destructora, en su procacidad, sin preocuparse de que sus desahogos verbales pudieran traspasar tabiques y muros. En los cristales desnudos de la ventana el decadente resplandor de la calle iba siendo substituido por la luz cenicienta y mate que preludiaba el anochecer. Teo había vuelto a tumbarse en el lecho, jadeando, y Cipriano, en un esfuerzo desesperado, trató de inmovilizarla, de sujetar sus anchas espaldas contra el jergón. Ella volvía los ojos, bizqueaba, mientras él le repetía que estuviera tranquila, que todo tenía remedio, que volvería al medicamento, dos tomas en lugar de una, pero sus ojos bizcos iban hundiéndose más y más tras los pómulos, en una mirada ladeada e inexpresiva. Eran unos ojos ocluidos, incapacitados para ver y comprender. Forcejearon de nuevo y Teo consiguió darse la vuelta. Tenía más fuerza de la que Cipriano hubiera podido sospechar. Esta enfermedad, este tipo de enfermedades vigoriza a los pacientes, se decía. Consiguió ponerla boca arriba y le atenazó las muñecas contra la almohada. Al sentirse inmovilizada, Teo reanudó su rosario de invectivas, cada vez más procaces y, de improviso, mencionó su dote, su herencia, su fortuna. ¿Dónde había metido Cipriano
su
dinero? Este factor añadía nuevos motivos de agravio, buscaba en su mente confusa calificativos más hirientes, continuaba ofendiéndole más, en su desmadejamiento general. Cipriano advertía que, tras dos horas de lucha, la tensión de su esposa iba cediendo. De nuevo intentó acariciarle la frente, pero otra vez su boca se revolvió contra su pequeña mano hecha una furia. Sin embargo, al tercer intento, ella aceptó la caricia, se dejó tocar. Tornó él a halagarla murmurando suaves palabras de afecto y ella quedó inmóvil escuchando atentamente su voz, probablemente sin entender su significado. Teo acezaba, los ojos cerrados como después de un arduo esfuerzo físico, mientras él proseguía acariciándola, se hacía anillos con los rizos de su pelo, pero ella ni lo agradecía ni protestaba. Había alcanzado ese punto neutro, flojo, en que suelen resolverse algunas crisis nerviosas. Empezó a llorar mansamente. Rodaban las lágrimas calientes y silenciosas por sus mejillas y él las restañaba con el embozo de la sábana, con infinita ternura. No amaba a aquel ser pero lo compadecía. Evocaba los días de La Manga, sus paseos por el monte, cogidos de la mano, mientras las bandadas de torcaces se despegaban de las encinas con los buches repletos de bellotas o las becadas volaban en el crepúsculo camino de los calveros. En realidad, Teo había sido para él como esas palomas o esas becadas, un fruto más de la naturaleza, vivo y espontáneo. Apenas había tenido relación con mujeres y la sencillez de
la Reina del Páramo
le desarmó. Incluso le agradó que esquilara ovejas a la intemperie del mismo modo que las señoras burguesas hacían labores de punto en los salones. Él siempre había admirado las tareas prácticas y desdeñado los pasatiempos, los tedios disimulados. Sentado en la cama, la miraba fijamente. Había cerrado los ojos y sus inspiraciones iban haciéndose más profundas y espaciadas. Se incorporó con cuidado y caminó de puntillas procurando posar los pies en los espacios alfombrados. Había encendido un candil y con él en la mano rebuscó entre los medicamentos del botiquín. Escogió varios y con ellos preparó en la cocina un julepe. La tía Gabriela solía decir que el julepe era uno de los remedios que nunca le habían defraudado, no sólo se dormía profundamente después de tomarlo sino que no despertaba hasta bien entrada la mañana. Regresó al cuarto de Teo. Continuaba inmóvil, respirando regularmente. Se sentó a la cabecera de la cama y, por primera vez, reparó desolado en los destrozos de la habitación: el dosel rasgado, los cortinones arrancados, las dos almohadas con la lana fuera. ¿Qué podría decirle a Crisanta? Pero ¿para qué decirle nada si los criados, aún sin aparecer, habrían sido testigos del paroxismo de su esposa? Teo empezó a inquietarse murmurando palabras ininteligibles. Abrió los ojos y los cerró sin llegar a verle. De pronto cambió de postura, dio media vuelta y se colocó del lado derecho, encarándole. Empezó a mover la cabeza. Murmuró palabras confusas. Con mil precauciones, Cipriano cogió el vaso del medicamento con la mano derecha y levantó la cabeza de su esposa tomándola delicadamente por el cuello con la izquierda:
—Bebe —dijo imperativamente.
Y ella bebió. Sentía sed. Bebió sin pausa, ávidamente, y con las últimas gotas se atragantó y sufrió un leve acceso de tos. En la ventana se había hecho de noche y la calle estaba en silencio. De espaldas al candil, Cipriano veía moverse la sombra de su cabeza sobre el blanco rostro de Teo. Aguantó sin moverse hasta las tres. Teo rebulló varias veces y cada vez que se movía cambiaba de postura. A veces farfullaba palabras a media voz, pero eran como cohetes follones, no llegaban a explotar. Seguramente soñaba. Cuando Cipriano se levantó parecía tranquila, su respiración acompasada, pero, a pesar de todo, dejó abierta la puerta del falsete y la del trastero donde dormía. Se desnudó a la luz de la lámpara y, ya en la cama, tomó uno de los ejemplares de
El beneficio de Cristo
, donde solía refugiarse en momentos de tribulación. Sin darse cuenta le fue asaltando el sueño y el libro cayó de sus manos. Fue un instante o se lo pareció. Le despertó el golpe del cajón del armario de Teo al cerrarse bruscamente, una especie de grito inarticulado y la silueta voluminosa de su mujer en el marco de la puerta. Seguía vestida con la saya rota tal como se había quedado dormida y en su mano derecha levantada portaba ahora la tijera grande de esquilar. Cipriano trató de detenerla, quiso decirle algo, pero únicamente se oyó la apremiante amenaza de Teo irrumpiendo en el trastero:
—¡Voy a esquilar tu maldito cuerpo de mono! —chilló.