Por su parte Cipriano y los expósitos se multiplicaban por ayudar a sus conciudadanos. A veces, a falta de tareas más urgentes, prendían hogueras de cantueso, romero y tomillo para contrarrestar las emanaciones nocivas y continuaban abasteciendo a los emparedados por los agujeros de los tejados. En ocasiones moría algún enfermo en las casas clausuradas y era preciso desclavar los maderos de las puertas para sacarlos a enterrar.
Fue por aquellos días, en la última fase de la epidemia, cuando su tío Ignacio Salcedo se presentó en el colegio. Venía a despedirse, antes de desplazarse a Olmedo con la Chancillería. A media conversación le comunicó que don Bernardo, su padre, estaba gravemente enfermo. Hacía días que se había contagiado de la peste aunque él siempre pensó que este mal era enfermedad de pobres. Y él, que desde niño había aborrecido las enfermedades asquerosas, la padecía ahora en su forma más activa, el cuerpo cubierto de landres abiertas, purulentas, como en la peste del año seis. No tenía más remedio que dejarle al cuidado de las criadas y del doctor Benito Huidobro. No iba a pedirle que lo visitara, por su seguridad y para no humillar a su hermano, pero sí que figurase en el acompañamiento de los expósitos, si el óbito llegara a producirse. Vaciló, como en el encuentro anterior, a la hora de despedirse y terminó estrechándole la mano, dándole golpecitos en el hombro, y diciéndole que más adelante hablarían de su formación si el deceso de su hermano tenía lugar.
A Cipriano no le entristeció la noticia. No sentía una brizna de amor por su padre. Y, al propio tiempo, su ritmo de vida era tan exigente que apenas tuvo tiempo de pensarlo. La sequía continuaba —prácticamente llevaba un año sin llover— y últimamente estaban quemando las casas más afectadas después de trasladar a los hospitales extramuros a los inquilinos enfermos. Nueve meses después de entrar en acción, los expósitos tuvieron dos bajas:
Tito Alba
y
Gallofa
. El propio Cipriano los condujo, en el carrito del colegio, al Hospital de la Misericordia. A Cipriano le caían las lágrimas mientras apaleaba al borrico que tiraba del carro.
Tito Alba
falleció una semana después y, al comenzar el mes siguiente,
Gallofa
.
Entre uno y otro entregó su alma don Bernardo Salcedo. Cipriano se vistió el sayo y el capotillo menos ajados y se concentró con sus compañeros en el portal de la Corredera de San Pablo 5.
Él mismo ayudó a Juan Dueñas a meter el cadáver en el coche y a atarle y, luego, le acompañó en silencio, con la antorcha encendida, escuchando las salmodias del coro. Acto seguido, ya en la iglesia, asistió al funeral, y los sacristanes iniciaron el último responso:
—
Libera me, Domine, de morte aeterna...
Entonces divisó a Minervina arrodillada en un banco y trató de acercarse a ella pero
el Escriba
les instaba a buscar la salida para situarse alrededor de la fosa, donde debían entonar la letanía de los Santos. Al concluir, Minervina ya se había marchado y
el Escriba
se acercó ceremoniosamente a él, estrechó su mano y le dijo:
—En mi nombre y en el de sus compañeros le expreso nuestro más profundo sentimiento.
La agitación y los quehaceres no permitieron a Cipriano reflexionar sobre su orfandad. De regreso al colegio, recibió la orden de acudir a Herrera de Duero a buscar a un grupo de refugiados. Hablaban de muertos en las huertas y las cunetas del camino, de la falta de médicos en los pueblos, donde los enfermos eran atendidos por sanadores y barberos cuando no por los mismos convecinos. Era el pan de cada día.
Habían sido tantos y tan largos los meses pasados desde que se inició la epidemia que los vallisoletanos llegaron a pensar en la posibilidad de una peste permanente. No veían salida. Los meses transcurrían sin que los partes de los comisionados dieran una sola noticia alentadora mientras se repetían las cifras de las bajas con reiteración. Inesperadamente, iniciado el nuevo otoño, tras una pésima cosecha y un tiempo áspero, la Junta de Comisionados anunció que en el último mes únicamente habían muerto veinte personas de las dos mil hospitalizadas. En noviembre las bajas por la peste habían sido doce y cuatrocientas noventa y tres las altas dadas en los hospitales. Era como escapar de una nube tenebrosa, después de un año y medio sin ver el sol. La gente volvía a salir a la calle a respirar los aromas del tomillo y el cantueso para ventilar sus pulmones, se acercaba al Espolón Nuevo, tornaba a conversar y a reír. ¡El milagro se había producido! Y cuando en enero las altas en los hospitales se elevaron a ochocientas cuarenta y tres y las muertes por peste se redujeron a dos, la villa estalló de júbilo, se organizaron procesiones de acción de gracias a la ermita de San Roque y el Concejo anunció para la primavera juegos de cañas y corridas de toros. La peste había terminado.
Un día de fiesta, llegada la primavera, apareció el tío Ignacio en el colegio. Su tez, debido a la vida en el pueblo, era aún más rojiza que de ordinario. Las primeras palabras de su tío fueron para felicitarle por su comportamiento durante la peste. Entre las medallas que programaba el Ayuntamiento había una para los colegiales del Hospital de Niños Expósitos. Fue la única alusión al pasado. Acto seguido, el tío le habló de su porvenir. Cipriano aceptó la idea de doctorarse en Leyes y también la de vivir en casa de sus tíos hasta alcanzar la mayoría de edad y entrar en posesión de sus bienes. No aceptó, en cambio, la idea de su tío Ignacio de prohijarle. El desapego de Cipriano hacia el género humano, su triste experiencia filial, le llevó a inclinarse por la idea de la tutela y a aceptar a su tío como tutor. Seguidamente, el tío Ignacio le dijo que tan pronto la Chancillería retornase a la villa, le recogería en el colegio puesto que, dado su alto cargo en él, había resuelto de antemano el enojoso asunto del papeleo.
La casa de su tío, la tía Gabriela, las criadas, la vida en familia, supuso para Cipriano una innovación poco confortadora. Echaba de menos a los condiscípulos, los paseos, las clases colectivas, los juegos, las charlas, las costumbres adquiridas. El anuncio de un preceptor, don Gabriel de Salas, no mejoró la situación. El recuerdo del anterior en casa de su padre, «el temor al tabique», se reprodujo en él de manera automática. Doña Gabriela se desvivía por atenderle, por hacerle la vida más agradable. Con un instinto femenino muy aguzado, un día le preguntó si no echaba en falta a Minervina. Cipriano asintió. La ausencia de Minervina, la única persona a la que había querido, en la que siempre se había refugiado, le hacía especialmente vacía la vuelta al hogar. Por otro lado el descubrimiento de la casa de su tío alentaba a Cipriano. No era, como cabía pensar, la casa pretenciosa de un gran burgués sino el refugio atractivo y sereno de un intelectual. Cipriano pasaba horas en la biblioteca donde se alineaban más de quinientos volúmenes, algunos de ellos editados en Valladolid, traducciones en romance de Juvenal, Salustio y la
Iliada
. Los poetas latinos estaban casi todos y, paso a paso, Cipriano fue descubriendo el placer de la lectura, el acto íntimo y silencioso de desflorar un libro. Por otro lado, en la casa había buena pintura, copias de cierta solvencia de obras acreditadas, y algunos esbozos de escultura. La reciente instalación en la ciudad de Alonso de Berruguete dio ocasión a don Ignacio de encargarle un panel de madera en relieve, lo que el artista llamaba
una tabla de bulto
, representando a su mujer, doña Gabriela. Era una pieza de noble calidad más por la factura que por el parecido. La tabla se hallaba en la pequeña habitación que daba acceso a la biblioteca y don Ignacio, hombre muy religioso y respetuoso con el arte, se descubría al pasar ante ella como si fuera el Sagrario. Esta nueva asignatura del arte y el buen gusto estimulaba a Cipriano. Había encajado con don Gabriel de Salas y sus progresos en latín, gramática y leyes, eran notables.
Una mañana al salir de clase, se encontró en el salón con Minervina. Conservaba la elasticidad de cuatro años antes, la misma viva cintura, el mismo cuello largo y delgado y la misma boca, de labios gruesos. Doña Gabriela la escoltaba sonriente y Cipriano no supo qué hacer, ni qué decir. Fue Minervina la que tomó la palabra para decirle que había crecido, que se estaba haciendo un hombre y que este hecho le apenaba.
Pasaban los días y entre Minervina y Cipriano no se reanudaba la vieja y confiada relación. Se alzaba entre ellos como una paralizadora barrera de pudor. Hasta que una tarde de jueves, en que sus tíos salían y vacaban las compañeras de Minervina, Cipriano al verla sentada, erguida, en el sofá del gran salón, los pequeños pechitos apenas insinuados en la saya de cuello cuadrado, experimentó la misma atracción imperiosa e ingenua que sentía de niño, se fue hacia ella y la abrazó y la besó, diciéndola «h... hola, Mina» y «te quiero mucho, ¿sabes?». Minervina desfallecía al notar los pechos en los cuencos de sus manos, el recorrido apasionado de sus labios ardientes por su escote:
—¡Oh, tesoro, no seas loco!
—Te quiero, te quiero; eres la única persona a la que he querido en mi vida.
Minervina sonreía aturdida, se entregaba.
—Me picas con tus barbas; ya eres un hombre, Cipriano.
Retozaban como cuando Cipriano era niño, se abrazaban y se besaban, pero el muchacho advertía que un nuevo elemento había entrado en su relación y, cuando rodaron por la gruesa alfombra y le arrancó los botones de la saya, Minervina trató aún de resistirse. Pero todo fue en vano.
Al día siguiente, Cipriano buscó al padre Toval:
—H... he yacido con mi nodriza, padre, con la mujer que me amamantó.
El padre Toval le reprendió:
—Eso es casi como yacer con tu propia madre, Cipriano. No te dio la vida pero te dio parte de la suya cuando no podías valerte.
Cipriano vagaba ahora por la casa como sonámbulo. Apenas osaba mirar a la cara a Minervina en presencia de sus tíos. En su cabeza daba vueltas a su confesión. No había sido del todo sincero con el padre Toval. Por otra parte le desagradaba darle cuenta de unos sentimientos tan íntimos. ¿Cómo podría llegar a entender el padre Toval su relación con la muchacha? Y si no la entendía, ¿cómo podía juzgarla?
El jueves siguiente, al verse solos, Minervina y él se refugiaron el uno en el otro como la cosa más natural del mundo. Sin confesárselo habían estado esperando impacientes este momento. E instintivamente ella volvía a darse a él, le nutría, y él se aferraba a ella como a una tabla de salvación. Yacían desnudos en la estrecha cama de ella y las tímidas reservas de Minervina revalorizaban la consumación del acto. La tomó hasta tres veces y, al concluir, experimentó como un hastío de sí mismo, pensando que estaba prostituyendo a la muchacha. Le constaba su amor, la pureza de su inclinación hacia ella, pero, detrás de todo, no dejaba de ver la sórdida aventura del joven amo que se aprovecha de la criada. Buscó en San Gregorio otro confesor desconocido:
—M... me acuso, padre, de poseer a mi nodriza, pero no puedo arrepentirme de ello. Mi amor es más fuerte que mi voluntad.
—¿La quieres o la deseas?
—Si la deseo, padre, es porque la quiero. Nunca quise a nadie en la vida como a ella.
—Pero eres aún un chiquillo. No vas a casarte, claro.
—Tengo catorce años, padre. Mi tutor no lo comprendería.
El cura vaciló. Dijo finalmente:
—Pero si no hay arrepentimiento, hijo, yo no puedo absolverte.
—Lo comprendo, padre. Más adelante volveré a verle.
Los jueves se convirtieron en la cita obligada de los amantes. Era un encuentro inevitable y, con el sexo añadido, la viva reproducción de las expansiones de antaño entre el niño y su nodriza. Y, en las pausas, conversaban. Él le hablaba de sus años de colegio, de la desviación de
el Corcel
, de la pérdida de su inocencia. Y ella de su primer amor hacia un muchacho del pueblo, la caída, el embarazo, el alumbramiento. Y, al hablar de esto, lloraba y le decía, tú eres como el hijo que perdí, tesoro mío. Pero, enseguida, volvían impacientes a ellos mismos, a descubrirse mutuamente, a amarse. Las relaciones de los jueves, ahora en la habitación de Cipriano, eran cada vez más demoradas y completas, y se prolongaron durante cerca de cuatro meses. Fue con motivo del regreso inesperado a casa de doña Gabriela y don Ignacio, una noche de invierno, cuando todo se vino abajo. Doña Gabriela los descubrió desnudos en la cama, apareados, y no fue capaz de entender nada:
—Ha abusado usted del niño y de mi confianza, Miner; ha deshonrado esta casa y nos ha deshonrado a todos. ¡Vayase y no vuelva más!
Minervina tomó la galera de Jesús Revilla a Santovenia a la mañana siguiente en la Plaza del Mercado, con los dos fardillos con que se había presentado cinco meses atrás.
Cumplida la mayoría de edad, Cipriano Salcedo se doctoró en Leyes, entró en posesión del almacén de la Judería y de las tierras de Pedrosa y se trasladó a vivir a la vieja casa paterna en la Corredera de San Pablo, cerrada desde la muerte de don Bernardo. Unos años después, conseguidos estos objetivos, se impuso otros tres muy definidos y ambiciosos: encontrar a Minervina, alcanzar un prestigio social y elevar su posición económica hasta ponerse a nivel de los grandes comerciantes del país. El primer objetivo, encontrar a Minervina, que él consideraba el más sencillo, fracasó. En Santovenia apenas encontró a alguien que recordara a la muchacha. Los padres habían muerto y ella —decían— había marchado del lugar. «Casada», dijo uno, pero un segundo rectificó: la Miner no se casó nunca; marchó con su hermana a Mojados donde vivía una vieja tía suya. Cipriano se desplazó a Mojados en su nuevo caballo
Relámpago
. Nadie sabía nada allí de la chica; ni siquiera habían oído nunca un nombre tan raro. Él insistía: Minervina, Minervina Capa. Pero nadie le daba razón. En todo el término no se conocía una muchacha con ese nombre. Cipriano Salcedo, que no comprendía la vida sin la muchacha, la buscó por los pueblos de los alrededores. Inútil. Desconocedor del paradero de Blasa y Modesta, después del fallecimiento de su padre, reinició la búsqueda empezando de nuevo por el principio: Santovenia. Conectó con Olvido Lanuza,
la Alumbrada
, que había perdido un poco la cabeza y le dijo que Minervina había entrado al servicio de don Bernardo Salcedo en la villa. Nadie facilitaba otras pistas sobre la chica, salvo una achacosa centenaria, Leonor Vaquero, quien le informó que se había casado con un manufacturero de Segovia.
Relámpago
llevó a Cipriano hasta Segovia en dos etapas. Pero ¿por dónde empezar la búsqueda? Preguntó, una por una, en todas las industrias de tejidos de la ciudad, pero allí le pedían el nombre del marido ya que el de la mujer no constaba en las nóminas. Salcedo regresó a Valladolid desolado. Se iban desvaneciendo las últimas esperanzas. Encontrar a Minervina, que siempre se le antojó una empresa fácil, le parecía ahora una utopía irrealizable. Decidió frenar, entregarse a la rutina diaria, y ponerse en movimiento únicamente cuando encontrase una información fiable con alguna garantía de éxito.