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Authors: Miguel Delibes

Tags: #Histórico

El hereje (18 page)

BOOK: El hereje
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Corcel
, ve a cambiarte el sayo antes de que te vea
el Escriba
.

Le acompañó al dormitorio, mientras Cipriano componía su figura. Vio alejarse a
el Corcel
, auxiliado por
Tito Alba
, y, entonces, sí, entonces los compañeros le rodearon preguntándole por su fuerza, le tocaban la bola, y él se levantaba la pernera del pantaloncillo de lona, estiraba la pierna y les mostraba los músculos de los muslos tensos y alargados como cables.

Al sábado siguiente,
Mediarroba
se acusó de su pecado:

—He golpeado a un compañero hasta hacerle sangrar, padre —dijo.

—¿Es posible, hijo? ¿No sabes que incluso el más despreciable de los hombres es templo vivo del Espíritu Santo?

—Ofendía a los demás, padre; es un matón.

—Y ¿quién es ese compañero tuyo? ¿Es del colegio?

—No puedo decirle más.

En la siguiente clase de doctrina, el padre Arnaldo se refirió a su labor de enseñante y a la obligación de los alumnos de aprender sus enseñanzas para poder auxiliar el día de mañana a algún semejante descarriado. Eran, poco más o menos, las mismas palabras que había empleado Minervina cuando le enseñaba a rezar. Si tú te condenas por no saber, tesoro, yo me condenaré por no haberte enseñado. Eran, veinte años más tarde, las mismas palabras de don Nicasio Celemín en Santovenia. Y Cipriano, al oír la admonición del padre Arnaldo, pensó en
el Corcel
, se olvidó del odio hacia su padre y su mente la ocupó la soledad tremenda de su compañero. Nadie le quería. Se propuso buscar el momento apropiado, aproximarse cordialmente a él, ayudarle. Y un día, en el paseo de la tarde, rogó a
el Rústico
que se pusiera junto a
Tito Alba
y le dejara a
el Corcel
por compañero.

—¿Qué quieres ahora? —le dijo éste al verle a su lado.

—Hablar contigo,
Corcel
. Pedirte disculpas por lo del otro día. No quise lastimarte.

—Y ¿a ti qué te importo yo? ¡Ya te puedes largar!

—Me importan todos los mortales,
Corcel
. Debemos ayudarnos los unos a los otros.

Dos mujeres jóvenes, con sendos capachos, se cruzaron con las filas de estudiantes.
El Corcel
se fijó en ellas y giró el rostro descaradamente para contemplarlas por detrás, sus traseros ondulantes. Después se volvió hacia Cipriano:

—¿Sabes qué te digo,
Mediarroba
?

—¿Qué? —dijo Cipriano, esperanzado.

—Que te vayas a tomar por el culo; quiero hacerme una paja.

Cipriano aminoró el paso, fue rezagándose pero aún dijo tímidamente:

—Volveré a buscarte,
Corcel
. Si algún día me necesitas, llámame.

A la semana siguiente la villa se llenó de curas, seculares, regulares, canónigos y obispos. El primer día llegaron cuarenta o cincuenta, ciento sesenta el segundo y, en esta proporción, llegaron a alcanzar el millar y medio. El primer encuentro de los expósitos con los clérigos durante un paseo fue sonado. Los colegiales conservaban la piadosa costumbre de besar las manos que consagraban en señal de respeto, pero en esta ocasión fueron tantas las por besar y tantos los labios que aspiraban a hacerlo, que se produjo un atasco en la calle de Santiago que tardó largo rato en despejarse. Una vez en el colegio,
el Escriba
elogió su actitud, pero les rogó encarecidamente que omitieran estas demostraciones de respeto en tanto durase la Conferencia. Era la centésima vez que oían mentar la Conferencia. La Conferencia era la consigna. Ante los nutridos grupos de clérigos, que mariposeaban por todas partes, los transeúntes decían: van a la Conferencia o vienen de la Conferencia. No salían de ahí. Y en verdad las reuniones eran tantas, tan numerosas las comisiones, que las bandadas de clérigos que discurrían por las calles a todas horas indefectiblemente procedían de la Conferencia o iban a ella. Durante meses la Conferencia lo llenó todo. En los conventos de frailes y los monasterios de la villa y su alfoz no cabía un cura más.

Las controversias teológicas que se producían en San Pablo, San Benito o San Gregorio se prolongaban hasta altas horas de la noche, o, como decía el pueblo, no tenían fin. Las discusiones de la Plaza del Mercado entre rústicos y artesanos subían fácilmente de tono. Y en el centro de tanta polémica y discusión, de tanta palabrería y alboroto, estaba la controvertida figura de Erasmo de Rotterdam, un ángel para algunos, un demonio para los demás. La pluma de Erasmo había dividido al mundo cristiano y, por tanto, con ocasión de la Conferencia, en la villa se formaron dos bandos: los erasmistas y los antierasmistas. Pero esta división no se dejaba sentir únicamente en los colegios y conventos, sino en todas las instituciones, industrias, negocios y familias de la ciudad donde se reunieran más de dos personas. Tampoco el Hospital de Niños Expósitos se libró de la escisión y no sólo entre los profesores sino también entre los alumnos. Aunque ponían exquisito cuidado en no mostrar sus predilecciones, era del dominio público que el padre Arnaldo era antierasmista y el padre Toval erasmista. El primero decía: Lutero se ha criado a los pechos de Erasmo. Sin él nunca se hubiera llegado a esta situación, mientras el padre Toval sostenía que Erasmo de Rotterdam era exactamente el reformador que la Iglesia precisaba. Pero nunca se produjo entre ellos la menor fricción. Atendían con el mismo celo de siempre sus respectivos deberes pero jamás se enfrentaban entre sí. Esta distinta apreciación de las ideas erasmistas, que era la que dividía a los adultos, acabó imponiéndose igualmente entre los alumnos que una semana antes ignoraban incluso la existencia de Erasmo. Pero durante el tiempo que duró la Conferencia, los padres Arnaldo y Toval parecían los encargados de llevar al colegio las últimas noticias sobre la misma, arrimando discretamente el ascua a su sardina.

—Los antierasmistas han puesto espías en las librerías para acusar de herejes a los lectores.

—Virués ha dicho en la Conferencia que el inquisidor Manrique y el Emperador son partidarios de Erasmo.

La villa, cuna de la Conferencia, se dividía, discutía, se acaloraba y, en la Plaza del Mercado, junto a los puestos de hortalizas, al lado de la gran tertulia popular, se improvisaban otras de intelectuales gesticulantes y excitados. La Corte, provisionalmente instalada en la ciudad, hacía sentirse protegidos a los erasmistas. Las tardes de paseo, los expósitos se cruzaban con grupos de curas, grandes grupos que comentaban las incidencias de la Conferencia a voz en cuello, prolongaban la controversia de los templos a la calle. Una mañana el padre Arnaldo cometió la imprudencia de solicitar un padrenuestro a los colegiales por la conversión de Erasmo. Los erasmistas protestaron y el padre Arnaldo cambió el objetivo de la oración: «para que Nuestro Señor ilumine a cuantos participan en la Conferencia», dijo.

Cipriano, con una instintiva simpatía hacia Erasmo, intervino activamente en su defensa. A la salida de la capilla, Claudio,
el Obeso
, le preguntó:

—¿Quién es ese tal Erasmo?

—Un teólogo, un escritor, que piensa que la Iglesia debe ser reformada.

En el otro extremo del patio,
el Rústico
vociferaba: «¡Erasmo a la hoguera!». En general, las tesis antierasmistas se orientaban en el sentido de que Lutero no hubiera existido si no hubiera existido Erasmo.

Mediada la Conferencia, los expósitos creyeron entender que en las controversias dominaban las tesis erasmistas y que sus adversarios, el maestro Margalho, fray Francisco del Castillo, fray Antonio de Guevara, se batían en retirada. Pero pocos días más tarde el padre Arnaldo anunciaba que se estaba discutiendo el divorcio, que Erasmo defendía, y que la Conferencia y el pueblo se habían colocado frente a él. Pero entonces saltó a la palestra el maestro Ciruela, que por su posición y su apellido se había hecho popular, y manifestó que admitía que Erasmo de Rotterdam tuviera algunos errores pero que sus libros, en conjunto, habían aportado mucha luz sobre los cuatro evangelios y las epístolas de los Apóstoles. Era un pulso tenso el que se libraba en la Conferencia y la villa parecía una enorme caja de resonancia. Pero los principales adversarios de Erasmo eran las órdenes religiosas que él había puesto en solfa en su libro
Enchiridion
. Su lectura levantaba ampollas entre los frailes y las protestas desde los pulpitos menudeaban, con lo que la agitación era mayor cada día y la masa iletrada pedía que la obra de Erasmo fuera condenada a la hoguera. La disputa creció hasta límites de violencia cuando el maestro Margalho denunció una mañana que Virués estaba en contacto con Erasmo y le informaba por carta, cada día, de los avatares de la Conferencia. Virués defendió su derecho a comunicarse con el holandés objeto de la controversia y con esta paladina declaración los ánimos se encresparon.

Los dos bandos, entre los alumnos del colegio, llegaron a las manos una mañana en el recreo, en que unos y otros daban vivas y mueras y exigían la hoguera para el titular de la posición contraria. La pelea fue muy violenta y de ella salieron tres alumnos descalabrados camino de la enfermería. El padre Arnaldo y
el Escriba
les hablaron al día siguiente del respeto y la comprensión hacia el prójimo y les regañaron. Daba la impresión, sin embargo, que la controversia se iba inclinando del lado de Erasmo y en contra de Lutero y el resultado parecía satisfacer al Papa y al Emperador. Y cuando los erasmistas, y en especial Carranza de Miranda, refutaron brillantemente la proposición de los frailes sobre el libre albedrío y las indulgencias, apoyándose en la propia obra erasmiana, la Biblia y los textos de los Santos Padres, la discusión quedó decidida.

Por aquellos días Valladolid se sintió sobresaltada por una preocupación de otro signo: un criado del mariscal de Frómista que venía de camino, herido de una seca de pestilencia, infeccionó por contagio a tres criadas del mariscal, todas ellas mozas, y los cuatro fallecieron en pocos días. Paralelamente, la sanidad declaró un enfermo de pestilencia en Herrera de Duero y una mujer en Dueñas. En pocas horas, en las esquinas de las calles, florecieron hogueras donde se quemaban tomillo, romero y flor de cantueso con objeto de depurar el ambiente aunque las gentes caminaban desde días tapándose la boca con el pañuelo. El Concejo nombró una Junta de Comisionados para que informaran de la salud de la villa y de los pueblos próximos y echó mano de los dineros de las sisas del vino y del pan para organizar la defensa contra la enfermedad. Publicó después un bando que los pregoneros divulgaron exigiendo limpieza en las calles, prohibiendo comer melones, calabazas y pepinos, «fácilmente impregnados por exhalaciones malignas», y organizando la atención médica, botica y alimentos para los pobres, puesto que el hambre facilitaba el contagio de la enfermedad. En cambio los ricos se apresuraban a recoger sus enseres y objetos preciados y, por las noches, abandonaban furtivamente la villa en sus carruajes para instalarse en el campo, en sus casas de placer, junto a los ríos, en espera de que la epidemia cediera. La peste había llegado de nuevo. La ciudad se organizaba para un largo asedio y un breve del papa Clemente VII ponía fin
sine die
a la famosa Conferencia tras varios meses de debates. Al propio tiempo la Corte se trasladó a Palencia y la Chancillería a Olmedo. Sin embargo, los casos de pestilencia, en principio, eran pocos en la villa: seis muertos, y la Junta de Comisionados, para no sembrar la alarma, hizo saber que seis muertos de peste «era cosa de burla» y que la epidemia debía ser algo distinto puesto que «la peste mataba a muchos». Otros recordaban la abundancia de casos de sarampión en la última quincena y de este hecho sacaban los ciudadanos sus conclusiones: no era peste sino sarampión lo que padecían, aunque el sarampión actuaba siempre como heraldo de la peste.

Lo cierto era que el mal avanzaba y la enfermedad se extendía muy deprisa. Los médicos eran insuficientes para atender tantos apestados y los curas para facilitarles atención espiritual. Los muertos, amontonados en carretas, eran conducidos a los atrios de los templos para ser enterrados. El Concejo abrió en la ribera derecha del Pisuerga cuatro nuevos hospitales, dos de ellos, el de San Lázaro y el de los Desamparados, para enfermos graves, y movilizó las fuerzas activas, entre ellas a los colegiales de los Expósitos. Eran casi niños, apenas adolescentes, pero su orfandad les ponía a cubierto de toda reclamación familiar. Fue en los días más duros de la epidemia cuando los colegiales cumplieron sus tareas más abnegadas, enterrando muertos, trasladando enfermos, vigilando el aislamiento de la villa, estableciendo controles en los puentes y clausurando edificios donde los apestados eran muchos. Los propios colegiales clavaban tablas para condenar puertas de las casas infectadas y Cipriano se especializó en la delicada tarea de separar las tejas de los tejados, para dar de comer a los emparedados. Con el carro del colegio, tirado por
Blas
, el borrico rezno, Cipriano se desplazaba de un lugar a otro, repartía bolsas de comida entre los menesterosos o establecía controles en las barcazas de Herrera de Duero por donde llegaban en buen número los inmigrantes del sur. El muchacho les exigía informes sobre su procedencia o sobre el estado sanitario de los pueblos del trayecto y los conducía, acto seguido, a un lazareto allende el río.

Unos meses después aparecieron los primeros fríos y la gente respiró aliviada. Existía el convencimiento de que la peste era consecuencia del calor y, por contra, el frío y la lluvia atenuaban sus efectos. A los pocos días templó y la peste volvió a picar en los pueblos y ciudades castellanos. En esta segunda oleada se empezó a hablar de la peste del año seis, más grave que la del dieciocho. El banquero Domenico Nelli tranquilizaba a sus colegas de Medina diciéndoles que los muertos de peste eran generalmente pobres y, por tanto, carecían de interés. Pero la gente insistía en que la peste producía landres, como la de principios de siglo. Es peor que la del dieciocho, aseguraban. Entonces empezaron a organizarse rogativas a la iglesia de San Roque y a la de la Virgen de San Llórente pidiendo las lluvias de otoño. Pero el número de pobres aumentaba y el Ayuntamiento se vio obligado a tomar dos medidas radicales: primera, separar a los vagos de los pobres de solemnidad y expulsar a aquéllos. Y, segunda, exigir la salida de la villa de las prostitutas que no hubieran nacido en ella. Pero la expulsión de grupos sociales no arregló nada. Al contrario, los inmigrantes empezaban a superar a los emigrados y el Concejo se vio ante la necesidad de facilitarles alojamiento al otro lado del río. Pero la avalancha de menesterosos crecía y con ellos la expansión de la peste, por lo que el corregidor convocó sin demora a los pobres sanos al otro lado del puente. Era su propósito que unos caballeros comisarios los expulsaran después de proveerles de los víveres suficientes para el camino. Pero los pobres se negaron a acudir al puente. En la ciudad recibían botica gratis, media libra de carnero y media de pan por persona y día, y nadie les garantizaba que esa ayuda fuese a producirse en las poblaciones vecinas, ni conocían siquiera la situación sanitaria de éstas. Entonces, lo que hacían era esconderse en los rincones del Paseo del Prado y por la noche, con algunos inquilinos de los lazaretos, atravesaban el Pisuerga en barcas, a nado o por los viejos vados conocidos, orillando la muralla.

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