Pero ya empezaba el trajín de las visitas, las llamadas a la puerta, las flores, y ella acudía sin demora. La gente venía en pequeños grupos y pasaban a la sala donde don Bernardo y su hermano los recibían. Una de las veces que cruzó ante la puerta abierta del despacho, miró de soslayo y divisó a la señora sobre una mesa, los ojos y la boca cerrados, exangüe, indiferente y tranquila. Durante toda la tarde no cesaron las visitas. Llegaban cabizbajos y salían aliviados, descargados de una obligación penosa. Aparecían ramos de flores que la Modesta llevaba hasta el despacho con los ojos entrecerrados. Le aterrorizaba volver a ver a la señora. Junto al cadáver, doña Gabriela, la cuñada de la difunta, dirigía las oraciones de grupo. Ya avanzada la noche, cuando los amigos se despidieron y quedaron solos, don Bernardo y su hermano, el albacea, se sentaron juntos a los pies de la difunta, como era vieja costumbre familiar, para leer sus disposiciones testamentarias. Por primera providencia, doña Catalina deseaba ser enterrada en el atrio del Convento de San Pablo, no en el interior de la iglesia, ya que, a causa de los enterramientos, dentro había unos desagradables efluvios «que le quitaban la devoción». Doce mujeres jóvenes y pobres la acompañarían a su última morada, vestidas de azul y blanco y con un cirio encendido en la mano. Don Bernardo abonaría a cada una de ellas un real de vellón por su compañía. El entierro debería efectuarse tras una misa de réquiem en la misma iglesia, a la que seguirían, en fechas sucesivas, un novenario de misas cantadas con diáconos y subdiáconos y otras en cada templo de la villa en la octava de su fallecimiento. Don Bernardo leía estas disposiciones con voz entrecortada, no tanto por su aflicción, como porque conocía la liberalidad de doña Catalina, que temía se manifestara a cada paso. Y su voz temblorosa se quebró del todo cuando, con su característica letra picuda, la difunta ordenaba, sin lugar a otras interpretaciones, que se constituyese un juro en favor del Convento de San Pablo que rentase, cuando menos, dos mil seiscientos cincuenta maravedíes al año. Cuando al fin pudo leer esto, don Bernardo hizo una pausa, miró a su hermano por encima del papel y dijo con acento alambicado:
—Catalina había nacido para princesa.
Pensó en el almacén de la Judería, en sus fincas de Pedrosa y en Benjamín, el rentero:
—Un juro así no bajará de treinta aranzadas —añadió.
Su hermano Ignacio, oidor de la Cnancillería, rubio, con el pelo corto, y barbilampiño, se sintió molesto, arrugó la nariz como ante un mal olor:
—Es de ley —dijo—. Tú puedes pagar sobradamente ese juro.
Siempre hubo una relación muy estrecha entre ambos hermanos, tan diferentes, empero, en la estimación del dinero. Discutieron a los pies del cadáver, entre el aroma mareante de las flores, y don Bernardo tildó a su esposa de manirrota, pero don Ignacio, discretamente, cortó la conversación haciendo ver a su hermano que no era el momento apropiado para emitir tales juicios.
A la mañana siguiente, con el cadáver sentado en el coche, sujeto con cuerdas, y conducido por Juan Dueñas, Bernardo e Ignacio Salcedo presidieron los sufragios por la difunta. Doce muchachas, casi niñas, con rostros seráficos, vestidas de azul y blanco, flanqueaban el coche, entonando con voces nasales cánticos religiosos. Alineadas luego, en la nave central del templo, escoltando el cadáver, sus rostros juveniles restaban severidad a la ceremonia. A continuación, los restos de doña Catalina Bustamante recibieron tierra en el atrio y el acompañamiento desfiló ante los hermanos, estrechando sus manos, dándoles paz en el rostro o prodigándoles palabras de consuelo. Concluidos los pésames, ante la emoción de los amigos, el joven viudo distribuyó entre las jóvenes penitentes los doce reales de vellón acordados en las disposiciones.
De regreso a casa, doña Gabriela, acompañada por los dos hombres, pasó por el cuarto de plancha para ver al pequeño Cipriano y, ante él, aparentemente dormido, soltó dos lágrimas inoportunas. Don Bernardo, en cambio, a su lado, contemplaba a la criatura con rostro impasible. A la cabecera de la cunita, la joven Minervina había colocado un lazo negro de tafetán. Los ojos de don Bernardo se endurecieron.
—¿Qué pensará mientras duerme el pequeño parricida? —murmuró.
Don Ignacio le tomó por el hombro.
—Por favor; no disparates así, Bernardo. Nuestro Señor te puede castigar.
Don Bernardo movió la cabeza de un lado a otro:
—¿Es que cabe aún mayor castigo que el que vengo padeciendo? —sollozó.
La casa de la Corredera de San Pablo asumió a la muerte de doña Catalina una nueva disposición. El niño Cipriano se incorporó a la vida del servicio, en las buhardillas de madera del piso alto, en tanto don Bernardo quedó como dueño y señor del primer piso, sin otra novedad que la de haber cambiado de sitio el santuario conyugal, instalado, ahora que había dejado de ser santuario, en su despacho de toda la vida.
Como era previsible, dada su corta edad, el niño vivía pegado a su nodriza; de ella mamaba cada tres horas, con ella pasaba el día gorjeando en el cuarto de plancha y con ella dormía en uno de los cuchitriles de arriba, junto a la escalera. Los bajos, en cambio, no sufrieron la menor alteración.
Juan Dueñas, el criado, siguió viviendo allí, en el pequeño chiscón junto a la cuadra, con los dos caballos y las dos muías y la pequeña cochera al lado.
Ninguna de estas novedades implicó un cambio sustancial en la vida de don Bernardo Salcedo aunque externamente entró en una fase de derrotada pasividad. Dejó de ir al almacén de lanas, en la vieja Judería, y se olvidó por completo de Benjamín Martín, su rentero de Pedrosa. En su inactividad, don Bernardo dejó incluso de visitar a mediodía, con sus amigos, la taberna de Dámaso Garabito y de entonarse con sus blancos selectos. En rigor, el señor Salcedo pasó unos días sentado en un sillón de la sala, frente a los visillos de la ventana, viendo cómo venía la luz y cómo marchaba. Apenas se movía hasta que Modesta le avisaba para comer y él, entonces, se levantaba del sillón de mala gana y se sentaba a la mesa. Pero no comía, se limitaba a manchar el plato para engañarse a sí mismo y, de paso, inquietar al servicio. Interiormente se había señalado una semana de luto pero, en siete días, llegó a un punto de simulación tan perfecto que empezó a gozar de las mieles de la compasión. Desde niño, don Bernardo Salcedo había impuesto a sus padres su voluntad. Era un muñeco autoritario que no aceptaba imposiciones de ningún tipo. Así creció y, una vez casado, a su esposa doña Catalina la tuvo siempre sometida a una dura disciplina marital. Tal vez por eso sufría ahora, porque le faltaba alguien a quien mandar, con quien ejercitar el poder. Y Modesta, la doncella, al servirle las comidas, mostraba su aflicción con dos lagrimitas. Un día no se pudo contener y le llamó al orden: no se deje vuesa merced —le dijo—. No le vaya a dar que sentir. Estas sencillas palabras hicieron ver a don Bernardo que había otros placeres sutiles en el mundo además del que proporcionaba la autoridad: ser compadecido, provocar lástima. Atribuirse un sentimiento de dolor tan fuerte como nadie había sentido en el mundo era otra manera de parecer importante. Así llegó a ser maestro en el oficio, maestro de la afectación. Se pasaba el día estudiando ante el espejo gestos y actitudes que evidenciaran su pena. La ostentación del dolor llegó a ser su meta y lo mismo que fingía no comer ante Modesta, afirmaba que había renunciado a dormir y se lamentaba de sus largas noches en vela, de no pegar ojo, de su insomnio irremediable. Pero, en realidad, don Bernardo, cuando la casa quedaba a oscuras y en silencio, encendía una mariposa y buscaba en la alacena y la despensa algún manjar apetecible que le compensara de su dieta diurna tan escrupulosamente observada. Acto seguido, se desplazaba de un lugar a otro haciendo ruidos deliberadamente para despertar al servicio y confirmar así su vigilia. De este modo la compasión por el viudo doliente se iba extendiendo. Del servicio pasaba a sus hermanos, don Ignacio y doña Gabriela, de don Ignacio a Dionisio Manrique, el jefe del almacén, del jefe del almacén a Estacio del Valle, el corresponsal en el Páramo, y de Estacio del Valle a los demás corresponsales de la meseta y a sus amigos de la taberna de Dámaso Garabito. Don Bernardo no comía, ni dormía, no hacía otra cosa, decían, que dar unas instrucciones cada mañana a Juan Dueñas, su criado, y charlar un par de horas por la tarde con su hermano, el oidor. La única novedad en la primera quincena de viudo fueron sus paseos por la sala, paseos solemnes, sin objeto, una vez que se cansó de reposar en el sillón. Solía ponerse en pie de manera automática, cada media hora, y recorría a grandes zancadas la estancia, los ojos en el suelo, las manos a la espalda, la mente en sus propios progresos como actor. En relación con estos paseos, Minervina advirtió una cosa chocante: tan pronto el señor se ponía en movimiento y empezaban a sonar sus pasos sobre el entarimado, Cipriano, el niño, se despertaba. Y otro tanto ocurría cuando don Bernardo subía al piso alto, antes que para ver al niño para que la chica le viera a él abatido y lloroso. Pero diríase que la criatura notaba en sus párpados el filo de su mirada, una molesta sensación de intromisión, porque se despertaba enseguida, estiraba su arrugado pescuecito de tortuga, abría los ojos y recorría con su mirada la habitación girando lentamente la cabeza, antes de arrancarse a llorar.
A Minervina le desagradaba que el señor subiera a los altos sin avisar, que mirase al niño con aquellos ojos inyectados, fríos, llenos de reproches: al niño no le quiere, señora Blasa, no hay más que ver cómo le mira —decía. Pero cada vez que el señor Salcedo subía a verle dormir, el niño quedaba incómodo para el resto del día, se desazonaba y lloraba a cada rato sin razón alguna. Para Minervina las cosas estaban claras: la criatura lloraba porque su padre le daba miedo, le asustaban sus ojos, su luto, su sombría consternación. Y una vez anochecido, a la hora del baño, Minervina daba cuenta a sus compañeras de las novedades, en tanto el niño jugueteaba en la redonda bañera de latón, chapuzaba con sus manitas, y cada vez que la niñera oprimía la esponja contra sus ojos y los hilillos de agua escurrían por sus mejillas, se sentía sofocado y feliz. Al concluir el baño, le tendía sobre la toalla, en su regazo, le perfumaba concienzudamente y le vestía. Era en esos momentos, ante el cuerpecillo rosado de Cipriano, cuando hablaban entre ellas de su tamaño y la Blasa rezongaba, una y otra vez, que el niño era menudo pero no flaco, porque en lugar de huesos tenía espinas como los peces.
El fingido desconsuelo de don Bernardo y su distanciamiento real hacia el pequeño determinaron la cada día más cálida aproximación de la muchacha. Minervina gozaba viendo la avidez con que el niño tiraba de sus rosados pezones, los juegos de sus manitas, los gorjeos inarticulados, su confiada dependencia. Con el niño en brazos, se le ocurría a veces que su hijo no había muerto, que reposaba allí confiadamente en su enfaldo y que tenía que mirar por él.
—¡Qué boba! —se decía de pronto—. Pues no estaba pensando que el niño era mío.
Fuera de la atención permanente del recién nacido y de los comentarios que despertaba, lo único que rompía la monotonía cotidiana en aquellos días era la visita vespertina de don Ignacio y doña Gabriela. La belleza y elegancia de ésta encandilaban a Modesta y Minervina y el esplendor de sus atuendos las deslumhraba. Jamás repetía modelo, pero, con unos o con otros, había una tendencia clara a marcar la línea de los pechos y la flexibilidad de la cintura. Las sayas francesas, las lobas abiertas de brocado, las mangas abullonadas dejando entrever la tela blanca de la camisa, facilitaban motivos de conversación a las muchachas. Pero, además, estaban los andares de doña Gabriela, muy vivos y atildados, sin lastre, como si su cuerpo tuviera el privilegio de flotar, de eludir la acción de la gravedad. Enternecida por la suerte del pequeño, Modesta y Minervina la acompañaban cada vez que subía a visitarlo a las buhardillas. Doña Gabriela nunca aludía al tamaño del niño, le gustaba así, le conmovía su orfandad y, valiéndose de tretas y ardides, trataba de adivinar los sentimientos de su padre hacia él. Se desazonaba cada vez que Minervina le daba cuenta de su sequedad y estuvo a punto de sufrir un soponcio el día que le comunicó que don Bernardo había llamado
pequeño parricida
a la criatura. Dada la aversión de su cuñado hacia su hijo, y confirmada la infertilidad de su matrimonio, una de aquellas tardes silenciosas y confidenciales que siguieron a la viudez de don Bernardo, doña Gabriela, con voz emocionada, brindó a su cuñado la posibilidad magnánima de hacerse cargo del recién nacido, sin papeles ni compromisos de adopción, simplemente para atenderlo, en tanto no alcanzara una edad razonable que su padre determinaría. Don Bernardo pestañeó dos veces hasta que notó en los ojos el calor de una lágrima y dijo rotundo: el niño es mío; su casa es ésta. Hábilmente doña Gabriela le hizo ver que el niño, lejos de consolarle, revolvía en él
tortuosos recuerdos
, y don Bernardo convino que así ocurría en efecto, pero que ésa no era una razón para desentenderse de sus deberes de padre. Le brillaban los ojos y él parpadeaba para simular el tósigo, pero don Ignacio, siempre atento a las reacciones aflictivas de su hermano, le habló de manera discreta de la conveniencia de dar a la criatura una
madre artificial
, vinculada familiarmente a él, a lo que su hermano replicó que, sin necesidad de vínculos, la joven Minervina, con sus pequeños pechos eficaces y su cariño, cumplía ese papel a satisfacción de todos. No hubo en la discrepancia fraterna tirantez ni palabras incorrectas. Simplemente don Bernardo dio la negativa por respuesta.
Algunas tardes, durante la visita de su hermano, el viudo quedaba en silencio, como hipnotizado, mirando el visillo de la ventana oscurecida. Era una de sus habituales puestas en escena, pero su hermano se inquietaba, le preguntaba cosas, le contaba hablillas para sacarle de su pasividad. A don Bernardo le hacía feliz el desasosiego de don Ignacio, el hermano intelectual, la eminencia de la familia. La felicidad de ser compadecido la experimentaba sobre todo en relación con su hermano, el número uno, el discreto. Ajeno a sus fingimientos, don Ignacio seguía con preocupación el extraño proceso de Bernardo. Debes marcarte una tarea, Bernardo, le decía: algo que te distraiga, que te absorba. No puedes vivir así, mano sobre mano, con esa tristeza encima. Don Bernardo replicaba que las cosas marchaban solas y había que dejarlas; que el secreto de la vida estribaba en poner las cosas a funcionar y dejarlas luego para que avanzasen a su ritmo. Pero Ignacio argumentaba que tenía el almacén abandonado y que a Dionisio Manrique le faltaban luces para sustituirle. Y otro tanto le ocurría con Benjamín Martín, el rentero de Pedrosa, a quien debería visitar al menos para formalizar el juro de doña Catalina. Pero don Bernardo, en principio, no atendía los consejos de su hermano. Únicamente, transcurridos unos meses, cuando empezó a aburrirse en su papel de viudo inconsolable y a echar de menos los vinos en la taberna de Garabito, admitió que el placer de ser compadecido no bastaba para llenar una vida. Entonces empezó a mostrarse más blando y receptivo con su hermano que, por su parte, había llegado a la conclusión de que únicamente un acontecimiento inesperado, una sacudida, podía sacar a Bernardo de su postración. Y la sacudida se produjo, en forma de correo urgente, una tarde en que don Ignacio, como de costumbre, animaba a su hermano a cambiar de vida. El correo venía de Burgos y se trataba de una carta de don Néstor Maluenda, el notable comerciante burgalés que en su día tuvo la atención de regalarle a su señora una silla de partos, de tan amargos recuerdos. Para don Bernardo, que guardaba hacia el comerciante consideración y respeto, aquella carta anunciándole la salida de Bilbao de la flotilla de la lana significó una advertencia liberadora. Los vellones llevaban almacenados en la Judería desde el mes de agosto y la lana de toda Castilla —salvo Burgos y Segovia— se pudría allí sin que él hubiera tomado ninguna determinación. Despachó el correo de vuelta con una carta para don Néstor Maluenda pidiendo disculpas por el retraso y anunciándole que la expedición castellana partiría hacia Burgos el 2 de marzo, que harían el viaje en tres días, quemando etapas, y que él, personalmente, conduciría la caravana.