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Authors: Miguel Delibes

Tags: #Histórico

El hereje (10 page)

BOOK: El hereje
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A las doce del mediodía, don Bernardo marchaba del almacén. Eran semanas de calor y las calles hedían a basuras y desperdicios. Los niños, con las caritas llenas de bubas y landres, le salían al paso pordioseando, pero él los desatendía. Ya tienen a mi hermano, pensaba, ¿hay alguien en Valladolid que haga más por sus prójimos que mi hermano Ignacio? Caminaba despacio, evitando las alcantarillas, atento al «¡agua va!» de las ventanas, hasta abocar a la taberna de Garabito, en la calle Orates, con su inevitable ramita verde junto al rótulo, donde solían reunirse tres o cuatro amigos a degustar los blancos de Rueda. El primer día que llegó, después de su larga ausencia, todos le manifestaron que le habían echado de menos porque eran de esa clase de amigos circunstanciales, de apeadero, tímidos, que habían asistido al sepelio de doña Catalina, como Dios manda, pero no osaron poner pie en su casa. Para doña Catalina eran l
os amigotes
y no encontraba expresión más ajustada para designarlos. Pero los amigotes celebraron con unos vasos la reincorporación de don Bernardo a las tertulias mañaneras. Él les habló de su
acceso de melancolía
y, aunque ninguno de ellos sabía a ciencia cierta en qué consistía este mal, le preguntaron, con la reiteración propia de los borrachos, cómo se las había arreglado para pelarlo. Don Bernardo, dado al ingenio verbal, miró uno a uno a los amigotes del grupo e hizo la revelación que había preparado en casa dos semanas antes: A mí me curó un correo urgente de Burgos. Los amigotes rieron, le propinaron palmadas en la espalda y se lo comunicaron a otros amigotes y todos coincidieron en que con el pellejo de vino de La Seca que acababa de abrir Dámaso Garabito terminaría de restablecerse.

Allí, en la taberna, don Bernardo se salía de la norma y la hipocresía: juraba, soltaba palabrotas, reía los cuentos obscenos y estos excesos le aligeraban y le disponían a afrontar con mejor ánimo la jornada vespertina de la villa. En ocasiones también buscaba consejo en la taberna de Garabito, como aconteció con Teófilo Roldan, labrador de Tudela, que cada semana atravesaba dos veces el Duero en la barcaza de Herrera, junto a su caballo, para atender su labranza. Teófilo Roldan bebía en tazón pues para él el blanco tras un cristal transparente perdía buena parte de sus propiedades. Escuchó a don Bernardo la historia de su rentero y cuando aquél le preguntó qué le parecía más conveniente tener el rentero a la parte o a sueldo fijo, don Teófilo, inspirado por el vino, con una lógica apabullante, le respondía que dependía de la parte. Don Bernardo se mostró franco por una vez: digamos un tercio de la cosecha, dijo. Don Teófilo fue rápido: en Tudela damos más —sugirió antes de que don Bernardo terminara de hablar. Salcedo se ruborizó ligeramente; tenía un cutis suave, apto para ello: no vayamos a comparar, Tudela es un pueblo próspero mientras Pedrosa, malvive. Luego apuntó que con un tercio una familia en su pueblo podía redimirse, e incluso hacer fortuna, pero era difícil que lo consiguiera si el rentero era analfabeto, no sabía sumar y ventoseaba todo el tiempo delante de su señor. Es lo mismo —dijo— que hacerle desechar una idea una vez que ha arraigado en su pobre cerebro. Teófilo Roldan empinaba el codo sin cesar. Había llegado a ese punto soñado en que se pierde la gravidez del cuerpo y se siente uno flotar. ¿Qué idea? —dijo—. ¿A qué idea se refiere, Salcedo? —preguntó tambaleándose. Concretamente —replicó don Bernardo— a persuadirle, sin necesidad de hacer números, de que el buey en el campo es un animal más rentable que la muía. Roldan se inclinó hacia él hasta casi topar con su cabeza: ¿De veras lo cree usted así? Don Bernardo se desconcertó: ¿Usted no? Según —dijo don Teófilo—. Según la labor y el terreno. Don Bernardo, sin razón alguna, salvo que iban aumentando sus libaciones, empezó a sentirse optimista. De repente habían dejado de importarle el buey y la muía y la rentabilidad del uno y de la otra; únicamente le importaba oír su voz, sentirse vivo y paladear el buen vino de La Seca: labores de arada — dijo—. Me refiero a labores de arada. La muía no ara, araña, y deja que se coman la simiente las palomas y los cuervos. Todos los pájaros se comen la simiente, tartajeó Roldan poniéndole una mano en el hombro. Don Bernardo sonreía denegando con la cabeza: pero no siempre, amigo mío, el buey ahonda y defiende la semilla. Los ojos de don Teófilo se ponían turbios: pe... pe... pero ¿usted tiene tanta autoridad como para dar órdenes a su rentero? Me concede esa licencia —aclaró el señor Salcedo—: me cede el poder espontáneamente porque él no entiende de papeles.

Don Bernardo se dejaba envolver con gusto en la vieja rutina. Acudía diariamente a la taberna de la calle Orates, junto a la casa de locos, o a cualquier otra donde apareciera una rama verde en el rótulo del establecimiento. Era significativo porque, sin ponerse de acuerdo, los amigotes siempre coincidían en la cantina que abría cuba o pellejo ese día. De ordinario eran vinos que habían entrado en la villa por la puerta del Puente Mayor o la de Santiesteban, antes de cumplirse los cinco meses de la vendimia como era preceptivo, e inscritos en el registro de entradas para saber a cuánto ascendía el consumo. Los tintos solían ser flacos, a medio hacer y poco cotizados, pero el buen catador siempre esperaba la sorpresa. Tras probarlo, como buenos degustadores, comentaban las virtudes y defectos del nuevo mosto. Y, de cuando en cuando, reaparecía otro amigóte, menos asiduo que los demás, que había oído algo de la enfermedad de don Bernardo y le preguntaba por su restablecimiento. Y Salcedo, que consideraba su respuesta una de las más ingeniosas de los últimos tiempos, se echaba a reír y respondía: un correo urgente de Burgos me sanó, aunque vuesa merced no lo crea. Y el amigóte reía con él, y le palmeaba fervorosamente la espalda porque el nuevo vino tenía una graduación más alta de la esperada y con cuatro vasos se nublaba la inteligencia.

A las dos, don Bernardo se retiraba a casa con el buen humor que le proporcionaba la taberna de Garabito. Modesta, mientras le servía la comida, solía hacerse lenguas sobre las nuevas gracias del niño. Ella no entendía que un padre pudiera mostrarse indiferente ante los progresos de su propio hijo, pero lo cierto es que Salcedo apenas la escuchaba y se preguntaba mil veces qué era lo que, en el fondo de sí mismo, sentía por aquella criatura. De regreso de Pedrosa, don Bernardo imaginó que sus sentimientos hacia el pequeño oscilaban entre la atracción y el rechazo. Algunas tardes, sin embargo, subía a las buhardillas y, al ver a su hijo, reconocía que nunca sintió amor por él, a lo sumo mera curiosidad de zoólogo. Entonces podía pasarse siete días sin volver por el piso alto. Al cabo de una semana tornaba a sentir esa vaga atracción, que únicamente existía en su imaginación, y se presentaba en las buhardillas por sorpresa. Minervina planchaba o cambiaba los pañales al niño, acompañando su acción de canciones a media voz o palabras cariñosas. Don Bernardo miraba a la muchacha sin dejarlo: tenía el convencimiento de que la legumbre y el cerdo, el alimento invariable del pueblo, generaba seres anchos y retacos. Por eso le sorprendía aquella chica de Santovenia, alta y fina, en la que cada día descubría un nuevo encanto: el largo y frágil cuello, los pechitos picudos sobre la burda saya, el trasero pequeño y prominente cada vez que se inclinaba sobre la tabla de planchar. Toda ella era belleza y armonía, una especie de aparición. Un mes más tarde se dio cuenta de otra cosa: que el niño no le provocaba atracción o rechazo, sino simplemente rechazo y que la atracción provenía de Minervina. Entonces rectificó su confidencia a don Néstor Maluenda en el sentido de que él no era hombre de una sola mujer sino de una sola esposa. Conforme pasaba el tiempo, las más elementales exigencias lascivas crecían cada vez que veía a la muchacha. Pero ella se mostraba tan ajena, tan indiferente a sus miradas, tan recriminadora a veces, que no se atrevía a pasar de la mera contemplación. Sin embargo, un día ardiente de verano, sugirió a la chica que bajara a dormir al piso primero donde el bochorno se hacía más soportable.

—¿Y el niño? —dijo Minervina a la defensiva.

—Con el niño, naturalmente. Si le aconsejo eso es pensando en la salud del pequeño.

Minervina le midió de arriba abajo con sus transparentes ojos lilas sombreados por espesas pestañas, luego miró al niño y denegó con la cabeza, subrayando después su negativa:

—Estamos bien aquí, señor —dijo.

A partir de este tropezón pueril la imagen de la nodriza no se apartaba de su cabeza. Y, hechizado por sus encantos, la espiaba día y noche. Sabedor de que el niño mamaba cada tres horas, procuraba informarse de la última toma para sorprenderla en la siguiente con el pecho descubierto. Y, cada vez que lo intentaba, subía las escaleras de puntillas, las manos temblorosas y el corazón acelerado. Mas, si antes de abrir la puerta de la escalera, les oía reír y retozar en la habitación inmediata, regresaba a la sala sin asomarse. Ocurría que Minervina tomaba sus precauciones ante la frecuencia de sus visitas, pero una tarde, cuando menos lo esperaba, la sorprendió por el resquicio de la puerta con el niño en el enfaldo, el brazo derecho fuera de la saya y el pequeño pecho firme y puntiagudo, de pezón sonrosado, en espera de que la criatura lo tomase. Dios mío, murmuró don Bernardo, deslumhrado por tanta belleza, pegando su ojo a la rendija.

—¿Es que no lo quieres hoy, mi tesoro? —dijo la chica.

Y sonreía con sus labios jóvenes y gordezuelos. En vista del desinterés del niño tomó su pecho con dos dedos y dibujó con la punta del pezón la boca del bebé, quien, tan directamente estimulado, agarró ávidamente el pecho como la trucha la lombriz que el pescador le ofrece de improviso en el hilero. Entonces don Bernardo, incapaz de reprimir el jadeo, se apartó de la puerta y bajó las escaleras temeroso de delatarse. Repitió la excursión en las tardes siguientes. El recuerdo de aquel pechito inocentemente ofrecido le volvía loco. En el almacén no era capaz de concentrarse, rendía poco, delegaba la mayor parte de las tareas en manos de Manrique. Luego en la taberna de Garabito se emborrachaba en las catas y, al llegar a casa, se encamaba pretextando dolor de cabeza. Los vapores del alcohol se iban disipando pero, a cambio, la imagen de aquel pechito desnudo volvía a subírsele a la cabeza. Hacía el cálculo de las mamadas y subía al piso alto sobre las seis, la cuarta toma del día. Pero una tarde bochornosa de finales de septiembre, con las puertas del piso alto abiertas de par en par, una ráfaga de viento caliente cerró violentamente la puerta de Minervina y la señora Blasa apareció, sin avisar, en la última del pasillo.

—¿Necesita vuesa merced alguna cosa?

Don Bernardo se sintió abochornado:

—Subía a ver al niño. Hace días que no le veo —dijo.

La señora Blasa entró en la habitación de Minervina y volvió a salir con la misma diligencia. Tenía más marcadas las arrugas horizontales de la frente, fenómeno que acontecía cada vez que en su cabeza surgía una idea. Al mismo tiempo en las comisuras de la boca se insinuaba un mohín burlón:

—Está mamando, señor. La Miner lo bajará en cuanto termine.

Descendió las escaleras lentamente, avergonzado, como un ladrón sensible sorprendido con las manos en la masa. Pero a la noche, en su visita diaria a su hermano Ignacio, le confesó:

—Ahora pienso si a don Néstor Maluenda no le diría la verdad, Ignacio. ¿No crees tú que se puede ser hombre de una sola esposa pero de varias mujeres? El cuerpo me pide, Ignacio, me apremia; hay días que no pienso en otra cosa. Me parece que echo en falta una mujer a mi lado.

Esperaba que su hermano, ocho años más joven que él, pero probo y justo, le diese un sabio consejo o, siquiera, la oportunidad de contarle su naciente pasión por Minervina, pero Ignacio Salcedo cortó en flor sus ilusiones:

—¿Quién te dijo que seas hombre de una sola esposa, Bernardo? Tú necesitas otra mujer. Eso es todo. ¿Por qué no le dices a fray Hernando que te ayude a buscarla?

Le dejó desconcertado. No se trataba de hablar con fray Hernando, sino de convencer a Minervina de que, entre mamada y mamada del pequeño Cipriano, se entretuviera un rato con él en el lecho de la buhardilla. El problema no consistía, pues, en arreglar una boda sino en facilitarle el acceso a los dominios de la chica, de poder desahogar con ella sus apremios carnales. Esto no lo aprobaría nunca fray Hernando y, menos aún, su hermano Ignacio, tan recto, tan íntegro. ¿A quién acudir entonces?

Una tarde, Modesta le sobresaltó gritando que el niño andaba. Acababa de cumplir nueve meses y apenas pesaba quince libras, aunque había dado abundantes pruebas de agilidad. A veces se ponía cabeza abajo en la cama de Minervina para que la chica riera. Otras saltaba la barandilla de la cunita con notable ligereza y permanecía un rato de pie sin moverse, sin sujetarse a nada, observando, como solía hacer al abrir los ojos, los objetos que le rodeaban. Ahora, don Bernardo, sorprendido en plena cabezada, no desaprovechó la oportunidad de volver a ver a la muchacha y ascendió pesadamente las escaleras del piso alto. En el pasillo tropezó con su hijo caminando a solas hacia las escaleras, mientras Minervina, sonriente, le seguía agachada, los brazos abiertos tras él, protegiéndole. Detrás de ella marchaban, como unas mialmas, Modesta y la señora Blasa:

—Se da cuenta vuesa merced, el niño ya se anda —decía con voz explosiva la cocinera.

Mas don Bernardo, fingiendo una ira que no sentía, aprovechó la circunstancia para censurar a Minervina su descuido, para fustigarla. A un niño de nueve meses no se le podía poner en pie si no quería arquearle las piernas para el resto de su vida. Las piernas de un niñito a esta edad eran como de gelatina, incapaces de soportar su propio peso sin resentirse. Iba alzando la voz y, cuando advirtió que los ojos lilas de Minervina se inundaban de lágrimas, experimentó un raro placer, como si fustigara con un látigo la espalda desnuda de la muchacha. Mas, pese a su aparente indignación, a partir de esa tarde fue imposible recluir a Cipriano en su cunita. Se bajaba de ella con facilidad pasmosa y correteaba por el pasillo como un niño de dos o tres años. Es decir, Cipriano no sólo andaba sino que corría como si llevase una vida ensayando y, si alguien trataba de impedirlo, se zafaba de sus brazos y reemprendía la carrera. Diríase que al pequeño le habían dejado huella las gélidas miradas de su padre, cuando, de niño, la sensación de frío le despertaba y sentía la necesidad de escapar.

Algunas tardes, los tíos Gabriela e Ignacio subían a visitarlo. Los primeros días las habilidades del niño fueron como un espectáculo de feria. Pero Gabriela no ocultó su temor: ¿No era demasiado tierna la criatura? No se refería a la edad sino al tamaño, pero Minervina, que miraba extasiada los alamares y puñetes de lechuguilla del vestido de doña Gabriela, salió acalorada en su defensa: no lo crea vuesa merced, aunque menudo, no es un niño débil Cipriano; le sobra nervio. Pero, una vez pasada la novedad, doña Gabriela y don Ignacio empezaron a espaciar sus visitas y don Bernardo reanudó las suyas a la calle de Santiago. Enfrascado en la rutina atendía sus obligaciones, pero no olvidaba a Minervina. La aparición de la cocinera cuando él acechaba la habitación de la chica había rebajado, sin embargo, sus ímpetus iniciales.

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