El sastre Fermín Gutiérrez fue el primero en aprobar la iniciativa de Salcedo. Y tanta maña se dio Cipriano para exaltar las virtudes de la nueva prenda que Gutiérrez quedó entusiasmado con el proyecto. De inmediato fue contratado para trabajar a domicilio por un tanto alzado susceptible de ser modificado: setenta y dos reales al mes. Por su parte, Salcedo se comprometía a suministrarle a tiempo todos los vellones necesarios.
La revolución de los canesúes
, como Cipriano Salcedo la llamaba, despertó el primer año en la villa una cierta curiosidad. Pero fue el segundo cuando se desató un entusiasmo inesperado que obligó a Salcedo a enviar a las ferias de Segovia y Medina del Campo dos expediciones de zamarros en su nueva interpretación. El chaquetón había conquistado el mercado y la demanda fue de tal monta que indujo a Salcedo a instalar en los bajos de su casa, en la Corredera de San Pablo, un establecimiento cuyo nombre evocaba la novedad y a su autor en un rótulo ambiguo:
El zamarro de Cipriano
. El primer paso hacia la fama estaba dado. Sin embargo, su inventor observó que, aunque bien acogido el zamarro por la clase media, no penetraba en los más altos sectores sociales. Entonces ideó dos complementos para su invento: sustituir el forro de borrego por pieles finas de alimañas y volver los puños. Tales añadidos, triplicando el precio de la prenda, constituirían para la nobleza alicientes de seguro efecto. No se trataba de adquirir pieles exóticas, sino de aprovechar pieles de animales serranos, generalmente desconocidos para la alta sociedad, como marta, garduño, nutria, gato cerval y jineta. Y acertó. Lo que no había conseguido el canesú lo pudo el nuevo forro con los puños vueltos. Atrajo especialmente a la nobleza la variedad de pieles: había donde elegir. A partir de esta última innovación,
el zamarro de Cipriano
entró en todos los hogares, se impuso en la Corte vallisoletana y se fue extendiendo por todas las capitales del reino.
Una vez convencido de que estaba en el buen camino, Cipriano Salcedo se hizo con los servicios de un avisado hombre de campo, don Tiburcio Guillen, quien organizó una red de acopladores pellejeros, que a su vez crearon otras de tramperos y un equipo de curtidores expertos que trataban las pieles con aceite de abedul. De este modo, el sastre don Fermín y su taller provisional tenían asegurado el abastecimiento todo el año. Al mismo tiempo, don Fermín Gutiérrez fue autorizado para contratar personal, cortadores y costureras, «principalmente —como exigió don Cipriano— entre las jóvenes viudas de la villa que en general pasaban más necesidad que otras mujeres».
En la reorganización del negocio, decidió pagar a Gutiérrez por prenda terminada en lugar de a tanto alzado, lo que, de paso, le iba familiarizando con el mundo de los números: la confección de un zamarro se elevaba a tres reales, a medio su transporte, tratar con aceite de abedul una docena de pieles, ciento veinte maravedíes, y así sucesivamente. Partiendo de esta base, pudo determinar con precisión los márgenes comerciales que iban engrosando su fortuna día a día. Meses más tarde, bajo la dirección de Dionisio Manrique, deslumbrado por el éxito del patrón, impuso un plazo último a los curtidores: las pieles deberían estar listas el primero de mayo, de manera que el negocio pudiera funcionar en todas las estaciones a un ritmo regular. Las pieles que don Tiburcio Guillen entregaba a don Dionisio Manrique y éste a don Fermín Gutiérrez, el sastre, lo eran en fechas determinadas, después de pelechar los animales, y, por tanto, previsibles con antelación. Se aumentó asimismo el número de pellejeros y, ante la avalancha de pieles, Salcedo decidió no limitar éstas a forrar zamarros, sino extenderlo a las ropas de invierno de hombres y mujeres.
Ropillas aforradas en piel clara y oscura
, fue el subtítulo que se añadió a la cartela de la tienda de la Corredera de San Pablo. Pero los tramperos que, por vez primera, veían valoradas sus presas, abrumaban con sus entregas a los arrieros, con lo que Salcedo hubo de tomar una de las decisiones más importantes de su vida: abrirse al extranjero, en principio con los acreditados mercaderes de Anvers, con el mundialmente famoso Bonterfoesen, que dieron a los zamarros y a las
ropillas aforradas
proyección universal. El conocido comerciante David de Ñique hizo un comentario que colmó la vanidad de Salcedo: «nunca un simple canesú armó una revolución semejante en la moda. Eso es el ingenio». A estas alturas, el zamarro de borrego iba perdiendo prestigio, a pesar del canesú, y las gentes urbanas, especialmente los ricos de España y del extranjero, preferían los forros de alimañas españolas, no sólo más bellos sino de menos bulto y más abrigados.
Pero, en conjunto, la demanda no cedía y el padre del invento, tras largas cavilaciones, decidió convertir en taller de confección la mitad del almacén de la Judería. La nave quedó dividida en dos partes y, mientras una seguía cumpliendo las funciones para las que había sido creada, la otra se transformó en un gran taller en el que reinaba Fermín Gutiérrez. Sin advertirlo, Salcedo empezaba a caminar por la senda de un incipiente capitalismo. El gran taller no paraba ni en invierno ni en verano y, para contrarrestar los grandes fríos de la meseta, cubrió la nave con cielo raso e instaló braseros de picón de encina de gran tamaño entre las mesas de los trabajadores disminuidos por los sabañones.
Lógicamente, la relación con don Gonzalo Maluenda y con Burgos se iba debilitando. Las dos expediciones anuales se convirtieron en una y los diez carromatos en cuatro. Maluenda admiraba en secreto la iniciativa de Salcedo pero se sentía mortificado por sus éxitos. Anteponer una prenda tan basta como el zamarro al comercio con Centroeuropa hablaba por sí solo del mal gusto y la baja extracción social de Cipriano Salcedo, por mucho que adornase con el doctor—hidalgo sus tarjetas de visita, decía. En el fondo, Maluenda envidiaba a Salcedo que había sabido prever la decadencia del comercio de la lana y encontrar una salida airosa para la mercancía.
Pero llegó un día, pasados los años, en que la naturaleza impuso su ley. Las alimañas no soportaban la presión cinegética y las presas empezaron a disminuir. Mas Salcedo, que era ya un mercader avezado y rico, constató este hecho al tiempo que las ventas del nuevo zamarro y las
ropillas aforradas
empezaban a decaer. Es decir, cuando la demanda disminuyó, él ya había rebajado la oferta de manera que no tuvo que pasar por el amargo trance de los excedentes. Cinco años después de nacer, la venta del zamarro del canesú se estabilizó de modo que bastaba un turno en el taller de la Judería para mantener abastecido el mercado. Pero para entonces la fortuna de Cipriano Salcedo se calculaba en quince mil ducados, una de las más fuertes y saneadas de Valladolid.
Fue en el tercer año de iniciado el negocio cuando Cipriano Salcedo, desbordado por el feliz resultado de la empresa, envió un correo a Estacio del Valle, a Villanubla, pidiéndole más vellones. Estacio le contestó con un correo urgente, diciéndole que, salvo un nuevo ganadero de Peñaflor, don Segundo Centeno, con más de diez mil ovejas, y algunos pequeños pastores en otras localidades, la lana del Páramo seguía bajo su control. Al llegar el buen tiempo, Salcedo subió a Villanubla por el viejo camino, tan familiar a
Relámpago
. Encontró a Estacio viejo y trasojado, pero lúcido y artero. Don Segundo Centeno, un perulero recién llegado de Indias, con dinero, se había establecido en el monte de La Manga hacía dos años. Oriundo de Sevilla, los ganaderos del Guadalquivir le recomendaron para instalarse la zona del Páramo, en Valladolid. Era un individuo primitivo y tosco que salía al monte con el ganado y vestía como un gañán. Sin embargo era un hombre de posibles aunque nadie sabía hasta dónde alcanzaba su fortuna. Tenía contratada la lana de sus ovejas con los tejedores moriscos de Segovia mediante un procedimiento complicado en el que los propios tejedores facilitaban las reatas para el transporte de los vellones. Era hombre guardoso y poco sociable y apenas se relacionaba con la gente del Páramo, ganaderos o labrantines. Tenía una hija maciza y blanca de tez llamada Teodomira, que, por su maña en el esquileo, era conocida con el sobrenombre de
la Reina del Páramo
. La muchacha no salía de La Manga: alta, sólida y sumamente laboriosa, vestía inevitablemente una saya de paño burdo y un extraño tocadillo que le agrandaba la cabeza. Se movía, entre el barrizal y la basura del patio y las teleras, con galochas para proteger sus pies. Los vecinos de Peñaflor y Wamba aseguraban que la Teodomira, pese a ser considerada por su padre l
a Reina del Páramo
, era, en rigor, para don Segundo, un burro de carga, ya que las dos criadas de servicio, a la hora de esquilar al ganado, escurrían el bulto. Llegado este momento era cuando Teodomira encerraba las ovejas en el aprisco y, sentada a la puerta en un tajuelo, iba esquilándolas una tras otra y encerrándolas desnudas en la telera aneja.
La Reina del Páramo
jamás desgarró un vellón. Los sacaba intactos, de una pieza y calientes. Nadie desafió nunca a Teodomira pero era fama en la comarca que pelar a un centenar de corderos no le llevaba un día. Don Segundo, que la ayudaba desde la tarde a la medianoche, gozaba también de una buena disposición para el oficio, de forma que en siete semanas tenían dispuesta la carga para que los moriscos de Segovia subieran a recogerla. Según Estacio del Valle, podía intentar hacerse con la lana de el Perulero, por más que la educación de don Segundo para el trato dejara mucho que desear. En estos asuntos,
el Perulero
era un patán de la cabeza a los pies al que únicamente se le podía localizar, salvo los jueves, en el campo con las ovejas, ya que en casa no paraba. Estacio le dio la dirección del monte. Don Cipriano debería coger la carrera de Peñaflor y, a cosa de media legua, junto a la atalaya más alta, nacía un camino rojo, de arcilla, medio borrado por los bógales, que llevaba derecho a la casa. En un calvero del monte, redondo como un coso, estaba ésta, una edificación de adobe con tejado de pizarra, amplia y destartalada, de una sola planta, rodeada de rediles, teleras y corralizas con algunas ovejas dentro, balando. Frente a la fachada había un pozo, con el brocal de piedra de toba, una polea y cuatro abrevaderos, de la misma piedra, para el ganado. La chica que le atendió le dio la dirección de don Segundo. Estaba en el campo, en la linde del monte, de la parte de Wamba, con las ovejas.
Salcedo encontró, en efecto, a don Segundo, con un rebaño grande, en la línea del monte. Era un hombre desaseado, de pelo corto y barbas de muchos días. En la cabeza llevaba una carmenóla, una mancha de saín en la frente y caída y derrocada en la parte posterior. Era un tocado anticuado que hacía juego con un coleto sin mangas, corto, las calzas abotonadas y las abarcas para los pies. Los ladridos de dos mastines, con collares de puntas, le pusieron en guardia y el caballo, muy remiso, no se aproximó a ellos hasta que el señor Centeno los aplacó. Pero cuando se apeó, y antes de poder dirigir la palabra a don Segundo, éste levantó una mano, le volvió la espalda bruscamente y le dijo:
—Aguarde un momento.
Portaba un cayado en la mano derecha que enarbolaba al andar y se dirigía sin demora hacia un pequeño hueco que se había abierto en el rebaño. A su paso se espantaba el ganado pero, al llegar al punto preciso, saltó una liebre regateando y, antes de que se alejara, don Segundo le lanzó el cayado describiendo molinetes en el aire. La garrota golpeó las patas traseras del animal que quedó tendido en el prado, moviéndose espasmódicamente. Don Segundo se apresuró a cogerla para que Salcedo la viera:
—¿Se da cuenta? Es grande como un perro —reía.
El ganado había vuelto a pastar pacíficamente, en tanto Salcedo trataba de presentarse, explicando su relación con Burgos y el mercado de la lana, pero don Segundo Centeno le atajó con un deje de ironía:
—¿No será vuesa merced, por un casual, Cipriano el del zamarro?
Mientras hablaba, apretaba el vientre de la liebre para que orinase, tan atento y concentrado, tan ajeno a la presencia de Salcedo, que éste, después de asentir, decidió ganárselo mediante la adulación:
—He oído decir en el pueblo que vuesa merced, con diez mil cabezas, no precisa de manos ajenas para esquilarlas; se basta con la ayuda de una hija.
Un chorrito dorado se desprendió de la entrepierna de la liebre y él le pasó una y otra vez una mano grande y pesada por el vientre inmaculado para ayudarla:
—Está preñada —dijo—. Es un animal muy rijoso éste. Tanto le da abril como enero. No descansa. Desde mi ventana, de madrugada, las veo guarreándose entre las teleras todos los días del año, tanto da con frío como con calor.
Salcedo trató de encauzar la conversación pero, fuera de la emoción del momento, a don Segundo no parecía importarle nada. Sin embargo, era sólo una apariencia, ya que, transcurrido un minuto, recogió el hilo que antes le había lanzado Salcedo y reanudó el coloquio como si nunca se hubiera interrumpido:
—En cuanto a eso de que yo trabaje solo en el monte no es cierto —dijo—. Dispongo de cinco pastores, dos en Wamba, otros dos en Castrodeza y uno en Ciguñuela. Ellos atienden mis rebaños y, llegado el tiempo, nos ayudan a esquilarlos. Eso sí, a mi hija, a la Teodomira, no le echa la pata nadie. En lo que ellos pelan una oveja, ella pela dos. Yo la llamo por eso
la Reina del Páramo
.
La llanura sin fin, apenas amueblada por cuatro carrascos y los majanos alineados como hitos, se extendía ante los ojos sorprendidos de Salcedo.
—El Páramo, por lo general, da poca yerba pero buena, aunque en ciertas zonas es un sequedal. Ve ahí. Para roturar dos hazas ha habido que hacer antes un monumento.
Señalaba con el cayado el majano más próximo con pedruscos de hasta diez libras. Tres ovejas se desmandaron y don Segundo ordenó con un ademán a los mastines, que sesteaban a sus pies, que las reintegraran al rebaño. Don Segundo había guardado la liebre en el zurrón y Salcedo intentó de nuevo cuadrarle, hablándole de los moriscos de Segovia, pero don Segundo se desentendió del tema. Al cabo de un rato, sin embargo, afirmó que los moriscos eran gente laboriosa y sacrificada y él estaba muy satisfecho con ellos, que cobraban menos que otros porteadores y, por si fuera poco, las reatas de acémilas corrían de su cuenta. Así es que su lana estaba comprometida. Los Maluenda de Burgos, que recogían prácticamente toda la de Castilla, tendrían que quedarse sin la de Segundo Centeno. En cambio, sí le ofrecía para sus zamarros pieles de conejo, miles de pieles. Porque vuesa merced, dijo, forrará zamarros con toda clase de bichos pero al conejo lo tiene olvidado.