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Authors: Alexandre Dumas

Tags: #Aventuras, Clásico

El hombre de la máscara de hierro (44 page)

BOOK: El hombre de la máscara de hierro
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—¿Habéis oído, monseñor? —dijeron los bretones.

—Sí.

—¿Qué ordenáis?

—Aceptad.

—Pero ¿y vos, monseñor?

—Aceptad —repitió Aramis inclinándose hasta la borda y mojando las yemas de sus blancos y puntiagudos dedos en la verdosa agua del mar, a la cual miraba sonriéndose como a una amiga.

—Aceptamos —respondieron los bretones—; pero ¿qué garantías se nos da?

—La palabra de un caballero —dijo el oficial—. Por el nombre y por el uniforme que visto juro que se os respetará la vida a todos, menos al señor caballero de Herblay. Soy teniente de la fragata del rey “Pomona”, y me llamo Luis Constant de Pressigny.

Con un gesto rápido, Aramis, ya inclinado hacia el agua y con la mitad del cuerpo fuera de la borda, irguió la frente, se levantó, y con las pupilas inflamadas, la sonrisa en los labios, y como si le hubiese pertenecido a él el mundo, ordenó que echasen la escala; así lo hicieron los del buque de guerra. Aramis subió a bordo seguido de los bretones, que quedaron mudos de asombro al ver que Herblay, en lugar de abatirse, se encaminó resueltamente y con la mirada fija en él al encuentro del capitán y le hizo con la mano una seña misteriosa, ante la cual el oficial palideció, tembló y bajó la cabeza. Luego y sin proferir palabra, Herblay levantó la mano izquierda hasta la altura de los ojos de Pressigny, y le mostró el engaste de un anillo que le ceñía el anular.

En aquella actitud majestuosa, fría, silenciosa y altiva, Aramis parecía un emperador dando a besar su mano.

El capitán levantó de nuevo la cabeza y volvió a bajarla con muestras del más profundo respeto; luego tendió una mano hacia popa, es decir, hacia la cámara, y se hizo a un lado para ceder el paso a Aramis.

Los tres bretones se miraban unos a otros con indecible estupefacción en medio del silencio de los tripulantes.

Cinco minutos después el capitán llamó a su segundo, que subió inmediatamente y le ordenó que hiciera rumbo a la Coruña.

Mientras se estaba ejecutando la orden dada por Pressigny, Herblay reapareció en la cubierta, se sentó junto al empalletado, y a pesar de lo obscuro de la noche, pues aun no había salido la luna, clavó obstinadamente la mirada en dirección a Belle-Isle.

—¿Qué ruta seguimos, capitán? —preguntó en voz baja Ibo a Pressigny, que se había vuelto a popa.

—La que le place a monseñor —respondió el interpelado. Aramis pasó la noche sobre el empalletado.

Ibo, al acercarse a él a la mañana siguiente, notó que la noche debió haber sido muy húmeda, pues la madera sobre la cual el obispo apoyaba la cabeza, estaba mojada como por el rocío.

¡Quién sabe si fue el rocío, o si fueron las primeras lágrimas que derramaran los ojos de Aramis!

¡Oh buen Porthos! ¿qué epitafio hubiera valido lo que aquél?

El rey Luis XIV

D'Artagnan, que no estaba acostumbrado a resistencias como la que acababan de oponerle, regresó sumamente irritado a Nantes, y ya sabemos que en él, hombre de fibra, la irritación se manifestaba por una impetuosa embestida a la que hasta entonces pocos resistieron, aunque fuesen reyes.

D'Artagnan, todo exaltado fue derecho a palacio para hablar al rey. Este madrugaba desde que estaba en Nantes; serían las siete de la mañana cuando llegó D'Artagnan.

—Voy a anunciaros —dijo M. de Gesvres, con un aire que nada bueno presagiaba.

Gesvres volvió después de cinco minutos; cedió el paso a D'Artagnan, le condujo directamente al gabinete de Su Majestad, y se colocó a espaldas de su compañero en la antesala, desde la cual se oía hablar claramente al rey con su ministro Colbert, en el mismo gabinete en que Colbert, algunos días antes, oyó hablar en alta voz al rey con D'Artagnan.

Los guardias estaban formados a caballo ante la puerta principal y poco a poco cundió por la ciudad el rumor de que el capitán de mosqueteros acababa de ser arrestado por orden del rey. Entonces y como en los buenos tiempos de Luis XIV y de Treville, los mosqueteros se agitaron, ora formando grupos, ora llenando las escaleras, ya congregándose en los patios, de los que partían vagos rumores que subían hasta los pisos altos cual los roncos lamentos de las olas durante el flujo.

Gesvres estaba inquieto y miraba a sus guardias, que interrogados por los mosqueteros empezaban a apartarse de ellos manifestando también alguna inquietud.

D'Artagnan, mucho más sereno que el capitán de guardias, al entrar se sentó en el alféizar de una ventana, y con su mirada de águila y sin pestañear, presenciaba lo que ocurría sin que le pasara inadvertido ninguno de los progresos de la fermentación que se iniciara al rumor de su arresto, y previendo el instante de la explosión.

—¡Bueno estaría que esta noche mis pretorianos me proclamaran rey de Francia! —dijo entre sí D'Artagnan—. ¡Y que no me reiría poco!

Pero a lo mejor todo se calmó. Guardias, mosqueteros, oficiales, soldados, murmullos y zozobras, se dispersaron, desaparecieron, se evaporaron; Una sola frase apaciguó aquel revuelto mar.

—Señores, silencio —dijo Brienne por encargo de Su Majestad—, estáis molestando al rey.

—Vaya, se acabó —murmuró D'Artagnan suspirando—, los mosqueteros de hoy no son los de Luis XIII.

—¡Que entre el señor D'Artagnan! —gritó el ujier.

El rey estaba sentado en su gabinete, de espaldas a la puerta y de cara a un espejo al cual y mientras removía sus papeles le bastaba lanzar una mirada para ver a los que entraban.

Al entrar D'Artagnan, Luis XIV, sin volverse, echó sobre sus cartas y sus planos el gran paño de seda verde que le servía para esconder sus secretos a los ojos de los importunos.

D'Artagnan comprendió la intención del rey y se quedó atrás; de manera que pasado un momento, el monarca, que nada oía y sólo veía con el rabillo del ojo, se vio obligado a preguntar en alta voz:

—¿No está ahí el señor de D'Artagnan?

—Presente —respondió el mosquetero adelantándose.

—¿Qué tenéis que decirme, caballero? —dijo Luis fijando su límpida mirada en D'Artagnan.

—¿Yo, Sire? —repuso el gascón, que espiaba la primera esto cada del adversario para dar un buen quite—. Solo tengo que deciros que me habéis hecho arrestar y que estoy aquí.

El rey iba a replicar que no había mandado arrestar a D'Artagnan; pero como esto hubiera sido una excusa, se calló, en lo cual le imitó obstinadamente el gascón.

—¿Para qué os envié a Belle-Isle? —prosiguió Luis XIV mirando de hito en hito a su capitán.

—Paréceme —respondió D'Artagnan al ver que el rey se colocaba en un terreno para él tan favorable— que Vuestra majestad se digna preguntarme qué fui a hacer en Belle-Isle. Pues bien, no lo sé; no es a mí a quien debéis dirigir semejante pregunta, Sire, sino al infinito número de oficiales de toda especie a quienes se dio un número infinito de órdenes de toda clase, mientras que a mí, generalísimo de la expedición, no se me precisó absolutamente nada.

—Caballero —repuso el rey, herido en su orgullo—, sólo se dieron órdenes a los jefes y oficiales que inspiraban confianza.

—Por eso no me admiro, Sire —replicó D'Artagnan—, que un capitán como yo, que tiene la categoría de mariscal de Francia, se halla a las órdenes de cinco o seis tenientes mayores, buenos para espías, no lo niego, pero no para dirigir operación alguna de guerra. Sobre el particular he venido a pedir explicaciones a Vuestra Majestad.

—Señor de D'Artagnan, continuáis, como siempre, creyendo que vivís en un siglo en que los reyes estaban como vos quejáis que habéis estado, esto es, bajo las órdenes y a la discreción de sus inferiores; olvidáis que un rey sólo debe rendir cuanta de sus acciones a Dios.

—Nada olvido, Sire —dijo el mosquetero, mortificado a su vez por la lección—. Por otra parte, no veo en qué puede ofender a su rey un hombre cabal al preguntarle en qué le ha servido mal.

—Me habéis servido malamente al hacer contra mí causa común con mis enemigos.

—¿Cuáles son vuestros enemigos, Sire?

—Aquellos contra los cuales os envié.

—¡Dos hombres! ¡dos hombres enemigos del ejército de Vuestra Majestad! Es increíble. Sire.

—No sois vos el llamado a juzgar mi voluntad.

—Tan claramente lo he comprendido así, que he ofrecido respetuosamente mi dimisión a vuestra Majestad.

—Y yo la he aceptado —repuso el rey—. Antes de separarme de vos he querido probaros que sabía cumplir mi palabra.

—Vuestra Majestad ha hecho más que cumplir su palabra, pues Vuestra Majestad me ha hecho arrestar y no me lo había prometido —dijo D'Artagnan con acento fríamente zumbón.

—A esto me ha obligado vuestra desobediencia —repuso Luis XIV haciendo caso omiso de la zumba y sosteniéndose serio.

—¡Mi desobediencia! —exclamó D'Artagnan encendido por la cólera.

—Es la palabra más suave que he hallado —prosiguió Luis—. Mi plan era tomar y castigar a los rebeldes, y si los rebeldes eran amigos vuestros, ¿no me había de inquietar?

—También yo debí hacer lo mismo —arguyó el mosquetero—, porque fue una crueldad, Sire, enviarme a tomar a mis amigos para conducirlos a vuestras horcas.

—Quise hacer una prueba con los servidores que comen mi pan y están obligados a defender mi persona; y ya veis, la prueba ha salido mal.

—Por un mal servidor que pierde Vuestra majestad —dijo D'Artagnan con amargura—, hay diez que aquel día hicieron sus pruebas. Escuchadme, Sire: no estoy acostumbrado a un servicio como ese. Para el mal, mi espada es rebelde, y para mí era un mal el perseguir de muerte a dos hombres cuya vida os pidió vuestro salvador, el señor Fouquet; además, aquellos dos hombres eran amigos míos, que no atacaban a Vuestra Majestad sino que sucumbían bajo el peso de una cólera ciega. Por otra parte, ¿por qué no les dejaban huir? ¿Qué crimen cometieron? Admito que me neguéis el derecho de juzgar su conducta; pero ¿por qué sospechar de mí antes de obrar? ¿por qué rodearme de espías? ¿por qué reducirme, a mí, a quien teníais la más absoluta confianza; a mí, que hace treinta años estoy apegado a vuestra persona y os he dado mil pruebas de abnegación, porque es menester que os lo diga hoy que me acusan; por qué reducirme, repito, a mirar ordenados en batalla a tres mil hombres del rey contra dos?

—Cualquiera diría que olvidáis lo que ellos hicieron —dijo con voz sorda el monarca—, y que no dependió de ellos el que yo no quedara para siempre perdido.

—Cualquiera diría también, Sire, que vos olvidáis que yo existía.

—Basta, señor de D'Artagnan, basta de esos intereses avasalladores que perturban los míos. Fundo un Estado en el cual no habrá más que un señor, como ya en otra ocasión os dije, y ha llegado la hora de hacer buena mi palabra. Si obedeciendo a vuestros gustos o a vuestras amistades os empeñáis en contrarrestar mis planes y en salvar a mis enemigos, tengo que anularlos o separarme de vos. Buscad un amo que os valga más. Ya sé que otro rey no se portaría como yo, y que se dejaría dominar por vos, a riesgo de que os enviara a hacer compañía al señor Fouquet y a los demás; pero yo tengo buena memoria, y para mí los servicios son títulos sagrados a la gratitud y la impunidad. No llevaréis más castigo por vuestra indisciplina que esta lección, pues quiero imitar a mis predecesores en su cólera, ya que no les he imitado en facilitar los favores. Además, otras razones me mueven a trataros con blandura, sois hombre de buen sentido y de gran corazón, y seréis un buen servidor de quien os tome; vais a cesar de tener motivos de insubordinación. Yo he destruido o arruinado a vuestros amigos; he hecho desaparecer los dos puntos de apoyo en los cuales descansaba instintivamente vuestro caprichoso carácter. A estas horas mis soldados han matado o hecho prisioneros a los rebeldes.

—¿Los han hecho prisioneros o los han matado? —exclamó D'Artagnan palideciendo—. ¡Ah! Sire, si supierais lo que me decís, si estuvierais seguro de que me decís la verdad, olvidaría cuanto hay de justo y magnánimo en vuestras palabras para llamaros rey bárbaro y hombre desnaturalizado. Pero os perdono esas palabras —añadió D'Artagnan sonriéndose con orgullo—; se las perdono al joven príncipe que no sabe ni puede comprender lo que son hombres de talla de Herblay, Vallón y yo. ¿Prisioneros o muertos? ¡Ah! Sire decidme si la nueva es cierta, cuántos hombres y cuánto dinero os ha costado, y luego veremos si la ganancia corresponde al juego.

—Señor de D'Artagnan —repuso el rey acercándose al mosquetero y con acento colérico—, esa es la respuesta de un rebelde. ¿Me hacéis el favor de decirme quién es el rey de Francia? ¿Sabéis que haya otro?

—Sire —respondió con frialdad el capitán de mosqueteros—, recuerdo que una mañana, en Vaux, hicisteis la misma pregunta a varias personas, sin que ninguna de ellas, excepto yo, os respondiese. Si aquel día, cuando no era fácil, os conocí, es ocioso que me lo preguntéis ahora que estáis a solas conmigo.

Al oír esto, Luis XIV bajó los ojos; le pareció que entre él y D'Artagnan acababa de pasar el espectro del infortunado Felipe para evocar el recuerdo de aquel terrible suceso.

En aquel instante entró un oficial que entregó un pliego al rey, que cambió de color al leerlo, quedándose inmóvil y silencioso al leerlo otra vez.

—Señor de D'Artagnan —dijo el rey tomando una resolución repentina—, como lo que me comunican lo sabríais luego, vale más que lo sepáis por boca del rey. En Belle-Isle se ha librado un combate.

—¡Ah! —exclamó con la mayor tranquilidad el mosquetero, mientras el corazón le latía con violencia—. ¿Y bien, Sire?

—He perdido ciento seis hombres.

—¿Y los rebeldes? —preguntó el gascón por cuyos ojos cruzó un rayo de orgullo y de alegría.

—Se han fugado —respondió Luis XIV. D'Artagnan lanzó una exclamación de triunfo.

—Mientras mi escuadra bloquee estrechamente la isla —prosiguió el soberano— tengo la certeza de que no se escapará una barca.

—De modo que —repuso D'Artagnan poniéndose grave otra vez—, si toman a los dos…

—Los ahorcarán —contestó tranquilamente el rey.

—¿Y ellos lo saben? —replicó el mosquetero refrenando un escalofrío.

—Sí, pues debisteis decírselo y todos allí lo saben.

—Entonces no los toman vivos, yo os respondo de ello.

—¡Ah! —dijo con disciplina el rey, y tomando otra vez la carta—. Bueno, los tomarán muertos, y resultará lo mismo, pues el tomarlos no era más que para colgarlos.

D'Artagnan se enjugó el sudor que le humedecía la frente.

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