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Authors: Alexandre Dumas

Tags: #Aventuras, Clásico

El hombre de la máscara de hierro (48 page)

BOOK: El hombre de la máscara de hierro
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Raúl se llevó un dedo a los labios indicándole que se callase, y retrocedió lentamente sin que Athos viera que moviese las piernas. El conde, más pálido y más tembloroso que Raúl, siguió penosamente a su hijo al través de brezos y zarzales, piedras y zanjas. Raúl parecía no tocar el suelo, y ningún obstáculo se oponía a la ligereza de su marcha.

Athos, fatigado por la fragosidad del terreno, se detuvo jadeante, mientras Raúl le hacía siempre seña de que le siguiese. El tierno padre, a quien el amor daba nuevas fuerzas, hizo todo lo posible para subir la montaña en pos de su hijo, que le atraía con su ademán y con su sonrisa, y al llegar a la cúspide, vio resaltar como una figura negra y sobre el horizonte blanqueado por la luna, las formas aéreas de Raúl.

Athos tendió la mano para reunirse en la meseta, a su amado hijo, que también le tendía la suya; pero de pronto, y cual si lo arrastrara una fuerza incontrastable, Raúl abandonó la tierra, y Athos vio brillar el cielo entre la colina y los pies de su hijo, que ascendió por los aires hacia el cielo sin dejar de sonreírse y de llamar con el además a su padre.

El ángel de la muerte

En esto estaba Athos de su maravillosa visión cuando el abrir y cerrar de las puertas exteriores de la casa rompió su encanto. El conde oyó el galopar de un caballo por la endurecida arena de la alameda grande, y el rumor de animadas conversaciones; pero sólo volvió la cabeza hacia la puerta de su dormitorio para percibir mejor los rumores que hasta él llegaban. Alguien subió con paso tardo la escalinata, y el caballo, que poco antes galopaba con rapidez, partió lentamente hacia la caballeriza. Algunos estremecimientos acompañaban aquellos pasos que poco a poco iban acercándose al cuarto de Athos; que al abrirse la puerta, preguntó con voz desfallecida:

—Carta de Africa, ¿no es verdad?

—No, señor conde —respondió una voz que hizo estremecer en su lecho al padre de Raúl.

—¡Grimaud! —murmuró Athos, cuyas sumidas mejillas se cubrieron de sudor.

Grimaud apareció en el umbral, pero no el Grimaud que vimos, joven aún por el valor y la devoción, cuando saltó primero que todos en el bote destinado a conducir a Raúl a bordo, sino un anciano pálido y grave, con el traje polvoriento y ralos cabellos plateados por la edad. Grimaud temblaba al apoyarse en la puerta, y cuando de lejos y a la luz de la lámpara vio el rostro de su amo, estuvo a punto de caerse. Grimaud levaba impresa en el rostro la huella de un dolor ya envejecido por un hábito lúgubre. Así como antes se acostumbrara a no hablar, ahora se acostumbraba a no sonreírse. Athos tuvo bastante con una mirada para notar aquella mutación en el rostro de su fiel servidor, y con el mismo tono con que hubiera hablado con Raúl en su sueño, dijo:

—Raúl está muerto, ¿no es verdad, Grimaud?

Los otros criados del conde, con los ojos clavados en el lecho del doliente, escuchaban palpitantes detrás de Grimaud.

—Sí —respondió el anciano, arrancando de su pecho y con un ronco suspiro aquel monosílabo.

Al oír la respuesta de Grimaud, los criados prorrumpieron en gemidos y lamentos, suspiros y deprecaciones que llenaron la estancia de aquel padre agonizante. Esto fue como la transición que condujo a Athos a su sueño. Sin proferir una palabra, sin derramar una lágrima, paciente, dulce y resignado como los mártires, fijó en el cielo los ojos para ver de nuevo en él y remontándose de la montaña de Djidgeli, la amada aparición que se alejaba de él en el instante de llegar Grimaud. E indudablemente al mirar hacia el cielo y al reanudar su maravilloso sueño, Athos volvió a pasar por los mismos caminos por los cuales le condujera aquella visión a la vez grata y terrible; porque después de haber cerrado suavemente los ojos, los abrió de nuevo y se sonrió respondiendo a la sonrisa que le dirigía Raúl. Indudablemente Dios quiso abrir a aquel elegido los tesoros de la bienaventuranza eterna en la hora en que los demás hombres tiemblan ante la severa justicia del Señor y se aferran a la vida terrenal de ellos conocida, dominados por el terror que les inspira la otra vida, que entreven a la luz tétrica y severa de las antorchas de la muerte. Tras una hora de éxtasis, Athos levantó pausadamente sus blancas manos, imprimió a sus labios una sonrisa y murmuró en voz tan tenue, que apenas fue oída, estas dos palabras dirigidas a Dios o a Raúl: «Aquí estoy». Luego sus manos volvieron a caer lentamente como si él mismo las hubiese descansado en el lecho.

Hasta en el sueño eterno, Athos conservó la plácida y sincera sonrisa que debía acompañarle a la tumba. La quietud de sus facciones y la calma de su fin, hicieron dudar por largo tiempo a sus servidores de si realmente estaba muerto.

Los criados del conde se empeñaron en llevarse de la cámara mortuoria a Grimaud, que desde lejos devoraba aquel pálido rostro y no se atrevía a acercarse a él movido del piadoso temor de llevarle el soplo de la muerte; pero a pesar de su fatiga, Grimaud se negó a retirarse, y se sentó en el suelo, guardando a su amo con la vigilancia de un centinela, y anheloso de recoger su primera mirada al despertar y su último suspiro a la muerte.

En la casa fueron apagándose los rumores; respetando el sueño del señor; pero Grimaud prestó oído atento y advirtió que el conde había dejado de respirar. Entonces incorporándose miró desde el sitio en que estaba para ver si sorprendería un estremecimiento en el cuerpo de su amo; pero ¡nada! Tuvo miedo y se puso en pie a tiempo que en la escalera se oyó ruido de espuelas golpeadas por una espada, sonido belicoso, familiar a sus oídos, que le detuvo en el instante en que se encaminaba al lecho mortuorio.

—¡Athos! ¡Athos! ¡amigo mío! —exclamó una voz conmovida hasta las lágrimas y todavía más vibrante que el cobre y el acero.

—¡Señor caballero de D'Artagnan! —murmuró Grimaud.

—¿Dónde está? —preguntó el mosquetero.

Grimaud le asió del brazo con sus huesudos dedos y le mostró el lecho, sobre cuyas sábanas resaltaba ya el lívido color del cadáver.

D'Artagnan, con la respiración jadeante, se adelantó de puntillas, tembloroso, asustado del ruido que producía su andar, y con el corazón desgarrado por mortal angustia, acercó su oído al pecho de Athos, y al ver que éste estaba muerto, se hizo atrás.

Grimaud, que no perdía de vista al mosquetero y para quien cada uno de los ademanes de aquél era una revelación, se llegó tímidamente al lecho y, sentándose a los pies de él, pegó los labios a la sábana, levantada por los de su amo y se abrieron las fuentes de sus lágrimas.

Aquel anciano, desesperado, que encorvado y sin proferir palabra lloraba, ofrecía el espectáculo más conmovedor que D'Artagnan, en su vida llena de emociones, hubiese presenciado nunca.

El capitán permaneció en pie y en contemplación ante aquel risueño cadáver, que parecía haber conservado su postrer pensamiento para hacer a su mejor amigo, al hombre a quien había amado más después de Raúl, un recibimiento amable, aún más allá de la vida, y como para responder a aquella postrera caricia de hospitalidad, D'Artagnan dio un beso en la frente de Athos y con sus temblorosos dedos le cerró los ojos. De improviso, la amarga oleada que punto por punto iba subiendo, invadióle el corazón y le quebrantó el pecho. Incapaz de dominar su emoción, se levantó, y saliendo violentamente de la fúnebre estancia en la que acababa de encontrar muerto a aquel a quien él venía a traer la nueva de la muerte de Porthos, rompió en sollozos tan desgarradores, que los criados, que parecían no aguardar más que una explosión de dolor, contestaron a ellos con lúgubres clamores, y los perros del señor con sus lamentables aullidos. Sólo Grimaud no levantó la voz; que aun en el paroxismo de su dolor no se hubiera atrevido a profanar la muerte, ni por primera vez turbar el sueño de su amo. Al alba, D'Artagnan, que había pasado la noche paseándose por el comedor, mordiéndose los puños para ahogar los suspiros, subió otra vez la escalera, y atisbando el instante en que Grimaud volvería la cabeza hacia él, le hizo seña de que se le acercara, lo que ejecutó el fiel servidor sin hacer más ruido que un espectro.

D'Artagnan volvió a bajar seguido de Grimaud, y una vez en el vestíbulo, tomó las manos del anciano y le dijo:

—He visto cómo ha muerto el padre, Grimaud; dime ahora cómo ha muerto el hijo.

Grimaud sacó de su pechera una abultada carta dirigida a Athos, D'Artagnan, que en la del sobre conoció la letra de Beaufort; rompió el sello, y a la azulada luz del alba y paseándose a la sombra de los añosos tilos de la alameda que todavía conservaba la huella del que acababa de morir, leyó lo siguiente:

Mi querido conde —decía el príncipe en su descomunal escritura de escolar torpe—, en medio de un gran triunfo nos llena de aflicción una gran desventura. El rey pierde uno de sus más valientes soldados, yo un amigo, vos el señor Bragelonne, muerto tan gloriosamente, que no me siento con fuerza para llorarle como yo quería. Recibid mi triste enhorabuena, mi querido conde, y no olvidéis que Dios nos envía a cada cual las pruebas según la grandeza de nuestro corazón. La que en este momento os abruma es inmensa, pero no superior a vuestro ánimo.

Vuestro buen amigo.

El duque de Beaufort.

Esta carta incluía una relación escrita por uno de los secretarios del príncipe. D'Artagnan, acostumbrado a las emociones de la batalla, y escudado contra los entorpecimientos del corazón, no pudo menos de estremecerse al leer esta relación:

Por la mañana, monseñor el duque dio la orden de ataque. Los regimientos de Normandía y Picardía habían tomado posiciones en las grises peñas dominadas por el declive de la montaña en la vertiente donde se alzan los baluartes de Djidgeli. Empeñada la acción por la artillería, los regimientos avanzaron resueltamente, con la pica alta los piqueros, y arma al brazo los mosqueteros, seguidos en su marcha y atentamente por la mirada del príncipe, dispuesto a sostenerlos con una fuerte reserva. Junto a monseñor estaban los capitanes más antiguos y sus ayudantes de campo, entre ellos el señor vizconde de Bragelonne, que había recibido la orden de no separarse de su Alteza.

Entretanto, la artillería enemiga, que al principio disparaba a bulto contra el grueso del ejército, afinó su puntería y sus balas mataron a algunos hombres en torno del príncipe. Los regimientos que avanzaban en columna contra las murallas, fueron algo maltratados, y empezaron a vacilar al verse mal secundados por nuestra artillería.

En efecto, las baterías emplazadas la víspera hacían un tiro incierto a causa de su posición, que era la de abajo a arriba, lo cual hacía que no pudiese darse precisión a los disparos. Comprendiendo monseñor el mal efecto de la posición de artillería de sitio, ordenó a las fragatas acoderadas en la pequeña rada que rompiesen un fuego regular contra la plaza, y para llevar la orden, el primero que se ofreció fue el señor de Bragelonne, que no pudo ver satisfechos sus deseos por haberse negado a consentir a su petición el príncipe. El cual tenía razón, pues quería de veras al vizconde, y los acontecimientos se encargaron de justificar la previsión y la negativa de monseñor, pues apenas hubo llegado a la orilla del mar el sargento a quien Su alteza confió el parte solicitado por el señor de Bragelonne, cuando cayó muerto por dos descargas de espingarda que le dirigió el enemigo.

El señor de Bragelonne, al ver esto, se volvió sonriéndose hacia su Alteza, que le dijo: «Ya lo veis, vizconde, os he salvado la vida. Escribídselo así al señor conde de La Fere, para que sabiéndolo por vos, me lo agradezca a mí».

El señor vizconde se sonrió con tristeza y replicó: «Monseñor, es verdad que sin vuestra benevolencia estaría yo tendido allá abajo, donde el sargento, y en gran reposo».

El señor vizconde dio esta respuesta con voz tan singular, que monseñor replicó con viveza: «¡Vive Dios! no parece sino que os hace agua la boca, pero ¡por el alma de Enrique IV! prometí a vuestro padre que os devolvería vivo a él, y si quiere Dios cumpliré mi palabra».

«Monseñor», contestó el señor de Bragelonne sonrojándose y en voz más baja, «dignaos perdonarme; es que siempre he anhelado acudir al peligro, y para un oficial nada es más grato que distinguirse ante su general; sobre todo cuando su general es el señor de Beaufort».

Los granaderos de los regimientos llegaron lo bastante cerca de los fosos y de las trincheras para lanzar a ellos sus granadas, que produjeron poco efecto. Entretanto, el señor de Estrees, jefe de la escuadra, al ver la tentativa del sargento, comprendió y abrió el fuego.

Entonces, los árabes, al verse acribillados por las balas de la escuadra y por las ruinas y los tasquiles de sus malas murallas, prorrumpieron en gritos espantosos. Sus jinetes descendieron la montaña al galope, encorvados sobre sus sillas, y se lanzaron a escape contra las columnas de infantería, que detuvieron aquel ímpetu furioso cruzando sus picas. Rechazados por el batallón, los árabes se volvieron con inusitada furia contra el estado mayor, que en aquel instante no podía contar más que con sus propias fuerzas.

El peligro era inminente, monseñor desenvainó, imitáronle sus secretarios y sus criados, y los oficiales de su comitiva empeñaron un combate con aquellos furiosos. Entonces, el señor de Bragelonne, dando satisfacción a los deseos que no cesó de manifestar desde el principio de la acción, combatió junto al príncipe como un romano de la antigüedad, y quitó la vida a tres árabes con su corta espada: pero su arrojo no era hijo del orgullo natural en todos los que combaten sino impetuoso, afectado y aun puede decirse forzado, sin más fin que el de emborracharse con el ruido y la matanza; y se enardeció de tal suerte, que monseñor le gritó que se detuviera.

El señor de Bragelonne debió oír la voz de su Alteza, pues nosotros que estábamos junto a él la oímos. Con todo, no se detuvo, y continuó corriendo hacia las trincheras. Semejante desobediencia a las órdenes de monseñor nos sorprendió a todos, tanto más cuanto el señor de Bragelonne era un oficial obedientísimo. «¡Deteneos, Bragelonne!», gritó Su Alteza redoblando sus instancias. «¡Deteneos! ¡os lo ordeno!». Nosotros, que imitando el ademán del señor duque habíamos levantado la mano, esperábamos que el jinete volviese grupas; pero no, el jinete seguía corriendo hacia las empalizadas. «¡Deteneos, Bragelonne!» gritó con voz potentísima el príncipe; «¡En nombre de vuestro padre, deteneos!». El señor vizconde volvió el rostro, en el que se veía impreso el más profundo dolor, pero no se detuvo.

Entonces comprendimos que su caballo se había desbocado. Adivinando el duque que el señor de Bragelonne no era dueño de su caballo, y al verle traspasar la primera línea de granaderos, gritó: «¡Mosqueteros! ¡matadle su caballo! ¡Cien pistolas al que mate el caballo!». Pero ¿cómo disparar contra la bestia sin herir al jinete? Nadie se atrevía.

Por fin un tirador del regimiento de Picardía, llamado Luzerne, hizo fuego contra el caballo y lo hirió en la grupa, pues vimos cómo la sangre teñía el blanco pelaje de aquél, pero el maldito bruto siguió todavía más desenfrenadamente su carrera. Los soldados del regimiento de Picardía, que veían cómo aquel desventurado joven, tan querido por todo el ejército, corría a la muerte, gritaban a voz en cuello: «¡Arrojaos al suelo, señor vizconde! ¡al suelo! ¡arrojaos al suelo!», pero ya el señor de Bragelonne había llegado a tiro de pistola de la muralla, y contra él hicieron los árabes una descarga que lo envolvió en una nube de fuego y de humo.

Disipada la humareda, le vimos a pie; acababan de matadle el caballo. Los árabes intimaron la rendición al vizconde; pero éste hizo una señal negativa con la cabeza, y continuó avanzando hacia la empalizada. Era una imprudencia mortal; sin embargo todo el ejército le agradeció que no retrocediese, ya que la desgracia le llevó tan cerca del enemigo. El señor de Bragelonne se adelantó todavía algunos pasos más en medio de los aplausos de los dos regimientos.

En aquel instante una segunda descarga conmovió de nuevo las murallas, y el vizconde desapareció por segunda vez en el torbellino, pero ahora, al disiparse el humo, ya no le vimos en pie, sino tendido sobre los brezos y con la cabeza más baja que las piernas.

Entonces, los árabes quisieron salir de sus trincheras para cortar la cabeza al señor de Bragelonne o apoderarse de su cuerpo, como es costumbre entre los infieles; pero Su Alteza, que había observado el triste espectáculo, que le arrancó profundos y dolorosos suspiros, al ver correr cual blancos fantasmas a los árabes al través de los lentiscos, gritó con todas sus fuerzas: «¡Granaderos! ¿consentiréis que se apoderen de ese noble cuerpo?», dijo, y blandiendo su espada arremetió el primero contra el enemigo seguido de los dos regimientos, que prorrumpieron en gritos tan terribles cuanto salvajes eran los de los árabes.

Entonces comenzó el combate sobre el cuerpo de Bragelonne, lucha tan encarnizada que en el sitio quedaron ciento sesenta árabes y más de cincuenta de los nuestros. Un teniente de Picardía fue el que cargó el cuerpo del vizconde y lo trajo a nuestras líneas. Entretanto, el ejército iba avanzando, y con el apoyo de la reserva destruyó las empalizadas.

A las tres los árabes cesaron el fuego, y por espacio de dos horas no se hizo uso más que del arma blanca; fue una carnicería. A las cinco éramos victoriosos en toda la línea; el enemigo había abandonado sus posiciones y el duque de Beaufort hizo plantar la bandera blanca en la cumbre de la colina.

Entonces pudieron tributarse todos los cuidados al señor de Bragelonne, que tenía el cuerpo atravesado por ocho balazos y había perdido casi toda su sangre.

Con todo, el vizconde todavía respiraba, lo cual alegró por manera inefable a monseñor, que quiso asistir a la primera cura del herido y a la consulta de los cirujanos, dos de los cuales declararon que el señor de Bragelonne viviría, y a quienes abrazó el señor duque, ofreciendo mil escudos a cada uno si le salvaban. El vizconde oyó los extremos de alegría de monseñor, y ora porque estuviera desesperado, ya porque sus heridas le hiciesen padecer, imprimió a su rostro una expresión de contrariedad, que dio mucho que pensar, sobre todo a uno de los secretarios, cuando hubo oído lo que se dice más adelante. El tercer cirujano que se presentó fue el hermano Silvano de San Cosme, el más sabio de los nuestros, que a su vez sondeó las heridas, pero sin dar su parecer.

El señor de Bragelonne tenía la mirada fija, como si hubiese querido interrogar los movimientos y la mente del cirujano, que a las preguntas de Su Alteza, respondió que de las ocho heridas del vizconde, tres eran mortales, pero que tanta era la robustez del herido, tan fecunda su juventud, y tan misericordiosa la bondad de Dios, que tal vez el señor de Bragelonne sanaría, con la condición, sin embargo, de que no hiciese el más leve movimiento. Y volviéndose hacia sus practicantes, el hermano Silvano añadió: «Sobre todo no lo toquéis con el dedo pues sería quitarle la vida».

Tras estas palabras del cirujano nos salimos todos de la tienda animados de alguna esperanza. El secretario a que más arriba me refiero, al salir le pareció que el vizconde se había sonreído con tristeza al decirle al señor duque con voz cariñosa: «Te salvaremos, Bragelonne, te salvaremos». Mas, al llegar la noche, cuando todos suponíamos que el doliente había descansado, uno de los ayudantes entró en la tienda de aquél, para volver a salir de ella inmediatamente profiriendo lastimeras voces; acudimos todos apresuradamente y en desorden, y el señor duque con nosotros. Entonces, el ayudante nos mostró el cuerpo del señor de Bragelonne, tendido en tierra, al pie de la cama y bañado en el resto de su sangre.

Se pensó que su caída fue debida a una nueva convulsión, a algún movimiento febril, y que la caída precipitó su fin. Tal es el parecer del hermano Silvano.

Levantado el cuerpo del vizconde, frío y sin vida, vióse que en su crispada diestra apoyada sobre su corazón, tenía un rizo de blondos cabellos.

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