El hombre de la máscara de hierro (16 page)

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Authors: Alexandre Dumas

Tags: #Aventuras, Clásico

BOOK: El hombre de la máscara de hierro
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Lesa Majestad

El exaltado furor que se posesionó del rey al ver y leer la carta de Fouquet a La Valiére, poco al poco se resolvió en una fatiga dolorosa.

Allí donde el hombre maduro en su virilidad, o el anciano en su endeblez, hallan continuo alimento a su dolor, el joven, sorprendido por la súbita revelación del mal, se enerva gritando, luchando cuerpo a cuerpo, y se deja vencer más pronto por el inflexible enemigo.

Luis quedó vencido en un cuarto de hora; dejó de acusar con violentas palabras a Fouquet y a La Valiére, y después de haber pasado del furor al despecho, cayó en la postración; tendió los brazos a lo largo del cuerpo, apoyó lánguidamente la cabeza en la almohada de encajes, sus fatigados miembros se estremecieron a impulsos de ligeras contracciones musculares, y de su pecho no partieron ya sino raros suspiros.

El dios Morfeo, que imperaba en aquel aposento besó al rey que cerró suavemente los ojos y se durmió.

Como suele suceder durante el primer sueño, tan ligero que levanta de la cama el cuerpo y remonta el alma hacia las regiones superiores, al Luis le pareció que el dios Morfeo pintado en la bóveda le miraba con ojos humanos, que en el techo brillaba y se agitaba algo; que los sueños siniestros, por un instante alejados de su sitio dejaban al descubierto su rostro de hombre con actitud contemplativa. Y lo más extraño era que aquel hombre se parecía por manera tan extraordinaria al rey, que Luis tuvo por seguro que veía su propia imagen reflejada en un espejo. Luego le pareció que poco a poco la bóveda iba subiendo, que las figuras y los atributos pintados por Le Brun se obscurecían a causa de un alejamiento progresivo, y que a la inmovilidad de la cama había seguido un movimiento suave, cadencioso como el del duque que se sumerge. El rey creyó que estaba soñando, mientras, la corona de oro que sujetaba las colgaduras de la cama iba alejándose como la cúpula de la cual estaba aquélla suspendida.

La cama seguía hundiéndose más y más Luis, con los ojos abiertos, se dejaba engañar por aquella terrible alucinación. Por fin la luz de la cámara real casi se obscureció del todo, y algo frío, sombrío, inexplicable invadió el ambiente. Pinturas, oro, colgaduras de terciopelo, todo desapareció, en su lugar no se veían sino paredes de un color gris apagado y cada vez más obscuro. Y sin embargo, la cama iba descendiendo, descendiendo, y tras un minuto, que al rey le pareció un siglo, llegó a una capa de aire negro y helado, y se detuvo.

Luis XIV, que ya solamente veía la luz de su dormitorio como desde lo profundo de un pozo se ve la luz del día, dijo entre sí.

—Horrible, horrible sueño. Ya es hora de que me despierte. Vaya, despertémonos.

Pero no bien lo hubo dicho, cuando advirtió que no solamente estaba despierto, sino que también tenía abiertos los ojos.

Miró el rey al todas partes, y uno a cada lado de él vio a dos hombres armados, embozados en sendas y largas capas y con el rostro tapado con un antifaz. Uno de ellos llevaba en la mano una lamparilla cuya rojiza luz iluminaba el cuadro más triste que pueden ver ojos de rey.

Luis creyó que seguí soñando, y que para despertar del todo le bastaba mover los brazos o dar una voz; y saltó de la cama, y al encontrarse de pie en un suelo húmedo, se volvió hacia el de la lamparilla y le dijo:

—¿Qué chanza es esta, caballero?

—No es ninguna chanza —respondió con voz sorda el interpelado.

—¿Sois agente del señor Fouquet? —preguntó el rey un tanto turbado.

—Poco os importa de quién somos agentes —replicó el fantasma—. Sabed que somos dueños de vos.

El rey, más impaciente que intimidado, se volvió hacia el otro personaje, y repuso:

—Si es una comedia, decid de mi parte al señor Fouquet que la encuentro de muy mal género, y que ordeno que cese inmediatamente.

El enmascarado al quien ahora el rey dirigió la palabra era hombre alto y grueso, y parecía una estatua.

—¡Cómo! ¿no me respondéis? —exclamó Luis dando una patada en el suelo.

—Si no os respondemos, caballerito —dijo con estentórea voz el coloso—, es porque no tenemos que deciros sino que sois el primer “importuno”, y que el señor Moliére se ha olvidado de inscribiros en la lista de los suyos.

—Pero en fin, ¿qué quieren de mí? —exclamó Luis cruzando los brazos con ademán de cólera.

—Luego lo sabréis —repuso el de la lamparilla.

—Pero entretanto, ¿dónde estoy?

—Mirad.

En efecto, Luis XIV miró; pero a la luz de la lámpara que el enmascarado levantó, solamente vio paredes húmedas en las cuales y acá y acullá brillaba el plateado rastro de las babosas.

—¿Es un calabozo? —preguntó el rey.

—No, sino un subterráneo.

—¿Adónde conduce?

—Seguidnos.

—Yo no me muevo de aquí —exclamó el soberano.

—Como os amotinéis, amiguito —repuso el coloso—; os levanto en peso, os envuelvo en mi capa, y, si perdéis el resuello, peor para vos.

Luis se horrorizó a la idea de una violencia: porque comprendió que aquellos dos hombres, atropellarían por todo.

—Por lo que se ve —dijo— he caído en manos de dos asesinos. ¡Vamos!

Ninguno de los dos enmascarados despegó los labios. El de la lamparilla tomó la delantera, seguido del rey, que a su vez precedía al coloso, y así atravesaron una galería larga y sinuosa. Todas aquellas vueltas y revueltas, afluyeron por fin a un largo corredor cerrado por una puerta de hierro, que el de la lámpara abrió con una de tantas llaves que tenía al cinto.

Al abrirse aquella puerta, Luis aspiró el balsámico olor que exhalaban los árboles en las calurosas noches de verano, y se detuvo: pero el robusto guardián que le seguía le empujó fuera del subterráneo.

—Otras vez os pregunto, ¿qué intentáis contra el rey de Francia? —exclamó el soberano volviéndose hacia el que había tenido el atrevimiento de ponerle la mano encima.

—Haced por olvidar ese calificativo —repuso el de la lámpara con tono que, cual los famosos fallos de Minos, no admitía réplica.

—Mereceríais que os enredaran por las palabras que acabáis de verter —añadió el coloso apagando la luz que le entregó su compañero—; pero el rey es demasiado humano.

Hizo el rey un movimiento tan súbito al oír aquella amenaza, que no pareció sino que intentaba fugarse; pero el gigante le sentó la mano en el hombro y lo clavó en el sitio.

—Pero en fin, ¿adónde vamos? —preguntó Luis XIV.

Venid —respondió el de la lámpara. Y conduciendo al rey hacia una carroza que estaba entre los árboles, junto a dos caballos trabados y atados por el cabestro al las ramas bajas de corpulenta encima, abrió la portezuela, bajó el estribo, y añadió—: Subid.

El rey obedeció y se sentó en la carroza, cuya puerta, almohadillada y con cerradura, se cerró inmediatamente que hubieron entrado aquél y su conductor. El otro cortó a los caballos trabas y cabestros, los enganchó y se encaramó en el pescante, en el que no había persona alguna. Al punto la carroza partió al trote camino de París, y al llegar al bosque de Senart relevó el tiro con otros dos caballos que esperaban atados al un árbol. La carroza entró en París a eso de las tres de la madrugada, echó por el barrio San Antonio, y después de haber invocado el nombre del rey para que el centinela no se opusiera a su paso, entró en el recinto circular de la Bastilla, que conducía al patio del gobierno, donde al pie de la escalinata se detuvieron los humeantes caballos.

—Que despierten al señor gobernador —dijo con voz de trueno el cochero al sargento de guardia, que acudió presuroso. Diez minutos después, Baisemeaux salió en bata a la puerta, y preguntó:

—¿Qué pasa?

El de la lamparilla abrió la portezuela de la carroza y dijo algunas palabras al cochero, que se bajó inmediatamente del pescante, tomó un mosquete que a sus pies tenía, y apuntó con él el pecho del preso.

—Si chista, fuego —añadió el que acababa de salir de la carroza.

—Está bien —replico el otro.

Hecha aquella recomendación, el conductor echó escaleras arriba.

—¡Señor de Herblay! —exclamó Baisemeaux al ver al conductor.

—¡Silencio! —dijo Aramis—. Entremos en vuestra habitación.

—Pero ¿qué os trae a estas horas?

—Un error, señor de Baisemeaux —respondió con tranquilidad el obispo—. El otro día teníais razón.

—¿Sobre? —preguntó el gobernador.

—Sobre aquella orden de libertad, ¿recordáis?

—Explicaos, señor, digo, monseñor —repuso Baisemeaux, tan sofocado por la sorpresa como por el terror.

—Es muy sencillo: ¿no es verdad?

—Es verdad. Con todo acordaos de mis dudas sobre el particular; yo no quería, pero vos me obligasteis.

—¿Qué estáis diciendo, señor de Baisemeaux? Lo que yo hice fue induciros.

—Esto es. Me indujisteis a que os lo entregara, y os le levasteis en vuestra carroza.

—Pues ved lo que son las cosas, padecieron una equivocación al expedir la orden. Así lo han reconocido en el ministerio, y de tal manera, que os traigo una orden del rey para que pongáis en libertad a Seldón; el pobre escocés aquel, ¿sabéis?

—¿Seldón? ¿estáis ahora bien seguro?

—Convenceos por vuestros propios ojos —repuso Herblay entregando la orden al Baisemeaux.

—¡Pero si esta orden es la misma que ya tuve en mis manos el otro día! —dijo el gobernador.

—¿De veras?

—Es la mismísima que la noche de marras os dije haber visto. ¡Voto a sanes! la conozco en el borrón.

—Yo no me meto en si es o no es esta misma, pero os la traigo.

—¿Y la otra, pues?

—¿Cuál?

—La referente a Marchiali.

—Os lo conduzco de nuevo.

—Esto no me basta. Para hacerme otra vez cargo de él necesito una orden nueva.

—¿Y qué barbaridades estáis vomitando, mi buen amigo? —repuso Herblay—. No parece sino que os habéis vuelto niño. ¿Dónde está la orden que recibisteis referente a Marchiali?

Baisemeaux se acercó a un cofre, sacó de ella la orden y la entregó a Aramis, que con la mayor frescura la rasgó en cuatro pedazos que redujo a cenizas en la llama de la lámpara.

—¿Qué hacéis? —exclamó el gobernador en el colmo del espanto.

—Pero hombre, haceos cargo de la situación —dijo Aramis con su imperturbable serenidad—, y veréis cuán sencilla es. Bueno, no tenéis ya en vuestro poder orden alguna que justifique la salida de Marchiali, ¿no es eso?

—No la tengo, y esto va a ser causa de mi perdición.

—Desde el momento que os lo traigo, es como si no hubiese salido.

—¡Ah!

—¿Qué duda cabe? Vais a encerrarlo nuevamente y sin demora.

—¡No, que no!

—Y en cambio y en virtud de la nueva orden, me entregaréis a Seldón. Así estará en regla vuestra contabilidad. ¿Comprendéis ahora?

—Yo…

—Veo que sí; muy bien —dijo Aramis.

—Pero en resumidas cuentas, ¿por qué después de haberme llevado a Marchiali me lo devolvéis? —exclamó Baisemeaux juntando las manos en un paroxismo de dolor y de aturdimiento.

—Para un amigo y servidor cual vos, no tengo secretos —contestó Herblay. Y acercando la boca al oído del gobernador, añadió—: Ya recordáis el parecido que hay entre aquel desventurado y…

—Y él; lo sé.

—Pues bien, el primer uso de Marchiali ha hecho de su libertad ha sido para sostener… A ver si adivináis qué.

—¿Cómo queréis que yo adivine?

—Para sostener que él era el rey de Francia.

—¡Infeliz!

—Para vestirse igual que el rey y constituirse en usurpador.

—¡Válgame Dios!

—Por eso os lo traigo otra vez. Está loco, y hace ver su locura a todo el mundo.

—¿Qué hacer, pues?

—No dejéis que comunique con persona alguna, porque ahora que su locura ha llegado a oídos del rey, que se había compadecido de su desventura, y se ha visto pagado con tan negra ingratitud, aquél está hecho una furia. Os encargo, pues, que no olvidéis que ahora lo van a pagar con la vida cuantos dejen comunicar a marchiali con otros que conmigo o con el mismo rey. Os va la vida en ello, ¿oís?

—Sí, lo oigo, ¡voto a…!

—Ahora bajad, y conducid de nuevo a Marchiali al su calabozo, a menos que prefiráis que suba aquí.

—¿Para qué?

—Más vale encerrarlo en seguida, ¿no es verdad?

—¡Ya lo creo!

—Pues andando.

Baisemeaux mandó tocar redoble y sonar la campana para advertir que todo dios se recogiese a su cuarto a fin de evitar su encuentro con un preso misterioso. Libres ya todos los pasillos, el gobernador bajo para hacerse cargo del preso, a quien Porthos, fiel a la consigna, continuaba teniéndole apuntado el mosquete.

—¡Ah! ¿estáis otra vez aquí, desventurado? —exclamó Baisemeaux al ver al rey—. Está bien, está bien.

Y haciendo apear inmediatamente a Luis XIV, en compañía de Porthos, que no se había quitado el antifaz, y de Aramis, que se puso nuevamente el suyo, le condujo a la segunda Bertaudiere, y le abrió la puerta del calabozo en que por espacio de diez años había gemido Felipe.

El rey, pálido y huraño, entró en el calabozo sin despegar los labios.

Baisemeaux cerró por sí mismo la puerta con dos vueltas de llave, y dijo a Aramis:

—Verdaderamente se parece al rey, pero no tanto como vos ponderáis.

—¿De modo que no os dejaríais engañar por la sustitución? —repuso Herblay.

—Si, a mí con esas.

—No tenéis precio, mi buen amigo. Vamos, ahora soltad a Seldón.

—Es verdad, se me había olvidado.

—¡Bah! lo soltaréis mañana.

—¿Mañana? No, monseñor, ahora mismo. Dios me libre de esperar un segundo.

—Pues adonde os llama vuestra obligación, y yo a la mía. ¿Habéis comprendido?

—¿Qué?

—Que sólo puede entrar en el calabozo de Marchiali la persona que venga provista de una orden del rey, y esa orden la traeré yo mismo.

—Corriente, monseñor, Guárdeos Dios.

—Vamos, Porthos —dijo Aramis—, a Vaux, y a escape.

—Nunca se encuentra uno más ágil que cuando ha servido al rey, y, al servirlo, ha salvado al su patria —repuso el gigante—. Además, como la carroza lleva menos peso… Partamos, partamos.

Y la carroza, libre de un peso que, en efecto, podía parecer carga muy pesada a Aramis, atravesó el puente levadizo de la Bastilla, que volvió a levantarse inmediatamente tras aquélla.

Una noche en la Bastilla

El sufrimiento en esta vida está en proporción de las fuerzas humanas.

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