Read El hombre de la máscara de hierro Online

Authors: Alexandre Dumas

Tags: #Aventuras, Clásico

El hombre de la máscara de hierro (35 page)

BOOK: El hombre de la máscara de hierro
5.51Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

D'Artagnan, que había abrazado con una mirada todo el panorama, siguiendo la línea de la calle de las Hierbas, fue a parar con la vista al punto de partida de uno de los caminos: y ya se disponía a salir de la azotea para entrar en el torreón y bajar a buscar la enrejada carroza para irse a casa del señor Fouquet, cuando le llamó la atención algo que avanzaba por aquel camino.

—¿Qué es aquello que se mueve allá abajo? —dijo entre sí el mosquetero—. Un caballo, un caballo desbocado sin duda.

El objeto movedizo se separó del camino y se metió por los sembrados.

—¡Un caballo blanco! —continuó el gascón, que acababa de ver resaltar el color del animal sobre la oscura alfalfa—; ¡y lo monta alguno! De fijo que el jinete es un muchacho, y que el caballo, sediento, lo lleva al diagonalmente hacia un abrevadero.

El caballo blanco corría, corría siempre hacia el Loira a cuyo extremo se veía una pequeña embarcación.

—¡Oh! ¡Oh! —murmuró el mosquetero—, sólo un hombre que huye corre de tal suerte al través de tierras de labor; sólo un Fouquet, un hacendista puede correr así en pleno día y montan do un caballo blanco: sólo un señor de Belle-Isle puede huir hacia el mar, cuando en tierra hay bosques tan cerrados; y sólo hay un D'Artagnan en el mundo capaz de alcanzar a Fouquet, que lleva media hora de delantera, y antes de una hora habrá llegado a la embarcación que le espera.

Dicho esto, el gascón mandó que la carroza del enrejado saliese a escape hacia un bosquecillo situado fuera de Nantes, y, escogiendo su mejor caballo, subió sobre él, echó por la calle de las Hierbas, y tomó, no el camino que llevaba Fouquet, sino la orilla del Loira, seguro de que así ganaría diez minutos sobre el total del trayecto, y, en la intersección de las dos líneas, alcanzaría al fugitivo, que no podía presumir que por aquel lado le persiguiesen.

En la rapidez de su carrera, con la impaciencia del perseguidor, animándose como en la caza y en la guerra, D'Artagnan, tan amable y tan bueno con Fouquet, se volvió feroz y caso sanguinario.

Mientras corrió por largo tiempo sin ver al caballo blanco, su furor tomó todos los caracteres de la rabia. Dudando de sí mismo, supuso que Fouquet se había abismado en un camino subterráneo, o cambiado el caballo blanco por uno de aquellos famosos caballos negros, veloces como el viento, que D'Artagnan admiraba y envidiara tantas veces en San Mandé. En aquellos momentos, cuando el viento escocía los ojos y le arrancaba lágrimas, y la silla quemaba, y el caballo, abiertas sus carnes por las espuelas, rugía de dolor y hacía volar con sus pies la arena y los guijarros, D'Artagnan levantábase sobre sus estribos, y al no ver nada en el agua ni bajo la arboleda, buscaba en el aire como un insensato, y devorado por el temor del ridículo, decía sin cesar:

—¡Yo! ¡yo burlado por un Gourville! Se dirá que envejezco, o que he recibido un millón para dejar huir a Fouquet.

Y hundía sus espuelas en los ijares de su caballo, que en dos minutos había recorrido una legua.

De repente y al extremo de una dehesa, allende la valla, D'Artagnan vio aparecer y desaparecer para aparecer de nuevo y permanecer visible en un terreno más elevado, una forma blanca que le hizo estremecerse de alegría y serenarse en seguida.

Se enjugó la frente, abrió las rodillas, y, recogiendo las riendas, moderó el paso del vigoroso animal, su cómplice en aquella caza del hombre.

Entonces pudo estudiar la forma del camino, y su situación respecto de Fouquet.

Este había fatigado a su caballo al atravesar las tierras, y conociendo cuán necesario le era llegar a un suelo más duro, buscaba el camino por la secante más corta.

D'Artagnan seguí en línea recta por la pendiente del acantilado que le ocultaba a la vista de su enemigo, para cortarle el paso al llegar al camino, donde iba a principiar la verdadera carrera, a entablarse la lucha.

D'Artagnan dejó respirar a su caballo, notó que el superintendente hacía lo mismo con el suyo. Pero como ambos llevaban demasiada prisa para continuar mucho tiempo a aquel paso, el caballo blanco partió como una flecha en cuanto pisó en terreno más resistente. D'Artagnan aflojó las riendas, y su caballo negro tomó el galope.

Ambos seguían el mismo camino; los cuádruples ecos de la carrera se confundían; Fouquet aun no había advertido la presencia de D'Artagnan. Pero al la salida de la pendiente, sólo un eco hirió los aires, el de los pasos de la cabalgadura del mosquetero, que producía el efecto del trueno.

Fouquet se volvió, y al ver a un centenar de pasos a su espalda a su enemigo inclinado hasta el cuello de su corcel, ya no dudó que le perseguía un mosquetero, al que conoció por su bruñido tahalí y su roja casaca. Fouquet, pues, aflojó también las riendas a su caballo, que puso entre él y su adversario veinte pies más de distancia.

—¡Ah! —dijo entre sí D'Artagnan con inquietud—, el caballo que monta Fouquet no es de los ordinarios.

Y examinó las particularidades de aquel corcel; vio que tenía redonda la grupa, larga y enjuta la cola, patas delgadas y secas como alambres y cascos más duros que el mármol.

D'Artagnan picó a su caballo, perola distancia continuó siendo igual.

El mosquetero prestó oído atento pero no oyó ni un resoplido del caballo blanco, no obstante dejar atrás los vientos.

El caballo negro, por el contrario, empezaba a roncar como si le hubiese dado un ataque de tos.

—Aunque reviente mi caballo —pensó D'Artagnan—, debo darle alcance.

Y rasgando la boca del pobre animal y lacerándole las carnes vivas con sus espuelas, logró ganar sobre Fouquet unas veinte toesas, es decir a tiro de pistola.

—¡Animo! ¡Animo! —murmuró el mosquetero—; el caballo blanco quizá se debilite también, y si no cae el caballo, caerá su amo. Pero caballo y caballero, continuaron derechos unidos, y poco a poco ganaron terreno.

D'Artagnan lanzó un grito salvaje que hizo volver el rostro al Fouquet, cuya montura conservaba bastantes fuerzas.

—¡Famoso caballo! —dijo con ronca voz D'Artagnan—. ¡Voto al diablo! señor Fouquet, en nombre del rey, daos preso. —Y al ver que Fouquet no respondía, aulló—: ¿Me habéis oído, señor Fouquet?

El caballo de D'Artagnan dio un paso en falso.

—Sí, contestó lacónicamente el ministro.

D'Artagnan estuvo para volverse loco, la sangre afluyó a las sienes y a los ojos.

—¡En nombre del rey, deteneros, u os derribo de un pistoletazo! —gritó el mosquetero.

—Derribadme —exclamó Fouquet corriendo siempre. D'Artagnan tomó una de sus pistolas y la amartilló, esperando que el ruido al amartillarla detendría a su enemigo.

—También vos lleváis pistolas, defendeos —le dijo.

Fouquet volvió el rostro, y mirando al gascón cara a cara, se desbrochó con la mano derecha el jubón; pero no tocó a las pistoleras.

Entre ellos apenas había veinte pasos.

—¡Voto al diablo! —exclamó D'Artagnan—, no os asesinaré; si no queréis disparar contra mí, rendíos. ¿Qué es la prisión?

—Prefiero morir —respondió Fouquet—; así sufriré menos.

—Bueno, os prenderé vivo —repuso D'Artagnan loco de desesperación y arrojando su pistola.

Y haciendo un prodigio de que sólo era él capaz, puso su caballo a diez pasos del caballo blanco; ya estiraba la mano para agarrar su presa, cuando Fouquet exclamó:

—Matadme; es más humano.

—No, vivo, vivo.

Pero el caballo de D'Artagnan dio otro paso en falso, y perdió terreno, y Fouquet se adelantó.

Al galope desencadenado había seguido el trote largo, y a éste el simple trote; la carrera parecía tan frenética como al principio a aquellos fatigados atletas.

—¡A vuestro caballo, no a vos! —gritó D'Artagnan fuera de sí, empuñando la segunda pistola y disparando sobre el caballo blanco. El animal, herido en la grupa, dio un brinco terrible y se encabritó; pero el de D'Artagnan caía muerto.

—Estoy deshonrado —dijo entre sí el mosquetero—, soy un miserable. —Y levantando la voz, añadió—: Señor Fouquet, por favor, echadme una de vuestras pistolas para levantarme la tapa de los sesos.

Fouquet siguió su marcha.

—¡Por favor, por favor! —exclamó D'Artagnan—, lo que no queréis en este instante, le haré dentro de una hora. Hacedme este favor, señor Fouquet: dejadme que me mate aquí, en este camino, y así moriré como un valiente estimado.

Fouquet continuó trotando y callado.

D'Artagnan echó a correr tras su enemigo, y sucesivamente fue arrojando al suelo su sombrero y su casaca, que le incomodaban, la vaina de su espada, que se le metía entre las piernas, y por último no pudiendo sostenerla en la mano, su espada.

El caballo blanco agonizaba, y D'Artagnan iba acercándose. Agotadas ya las fuerzas, el animal pasó del trote al paso corto, y poseído del vértigo y echando sangre y espuma por la boca, movía violentamente la cabeza. D'Artagnan hizo un esfuerzo desesperado; de un brinco se echó sobre Fouquet, y asiéndole de una pierna, dijo con voz entrecortada y jadeante:

—Os arresto en nombre del rey. Ahora sacadme los sesos de un pistoletazo, los dos habremos cumplido con nuestro deber. Fouquet arrojó lejos de sí, al río, las dos pistolas de que pudiera haberse apoderado el gascón, y se apeó, diciendo:

—Me entrego. Ahora apoyaos en mi brazo, pues vais a desmayaros.

—Gracias —murmuró D'Artagnan que efectivamente, sintió que le faltaba la tierra y el cielo se le venía encima, y cayó sin fuerzas y sin aliento.

Fouquet bajó al río, recogió agua en su sombrero, y volviendo adonde el mosquetero, le refrescó las sienes y le vertió algunas gotas en los labios.

D'Artagnan se incorporó, mirando alrededor y al ver al ministro con su humedecido sombrero en la mano y sonriendo con inefable dulzura, exclamó:

—¡Cómo! ¿no habéis huido? ¡Ah, monseñor!, en punto a lealtad, corazón y alma, el verdadero rey no es el Luis del Louvre, ni el Felipe de Santa Margarita, sino vos, el proscrito, el condenado.

—Pero ¿cómo vamos a arreglarnos para regresar a Nantes? Estamos muy lejos.

—Es verdad —contestó el mosquetero.

—Quizás el caballo pueda regresar. ¡Era tan buen corcel! subíos sobre él, señor de D'Artagnan; yo iré a pie hasta que hayáis descansado.

—¡Pobre bestia! ¡Herida! —dijo el gascón.

—Todavía podrá caminar, la conozco: pero montemos sobre ella los dos.

—Probemos —repuso el capitán.

Cuando el caballo sintió el doble peso, vaciló: mas se repuso y anduvo por algunos minutos, luego cayó junto al caballo negro.

—El destino quiere que vayamos a pie; magnífico pase —dijo Fouquet apoyándose en el brazo de D'Artagnan.

—Mal día para mí, ¡Voto a mil bombas! —exclamó el mosquetero con la mirada fija, frunciendo el ceño y el corazón triste.

Lentamente hicieron Fouquet y D'Artagnan las cuatro leguas que les separaba del bosque, tras el cual les esperaba la carroza con una escolta. Al ver Fouquet la siniestra máquina, se volvió hacia D'Artagnan, que avergonzado por Luis XIV bajó los ojos, y dijo:

—Poco generoso es el hombre que ha concebido la idea, señor de D'Artagnan, y ese hombre no sois vos. ¿Para qué ese enrejado?

—Para impediros que arrojéis por la ventanilla algún escrito.

—Es ingenioso.

—Pero, si no escribir, podéis hablar.

—¿Con vos?

—Si os place.

Fouquet se quedó pensativo, y después dijo, mirando cara a cara al capitán.

—Una sola palabra; ¿la retendréis?

—Sí, monseñor.

—¿La trasmitiréis a quien yo quiero?

—La trasmitiré.

—“San Mandé” —dijo en voz baja Fouquet.

—Está bien. ¿Y a quién tengo que transmitirla?

—A la señora de Belliere o a Pelissón.

—Lo haré.

La carroza atravesó Nantes y tomó el camino de Angers.

En el cual la ardilla cae y la culebra vuela

Eran las dos de la tarde, y el rey, inquieto, iba y venía de su gabinete a la azotea, abriendo de vez en cuando la puerta del corredor para ver lo que hacían sus secretarios.

Colbert, sentado en el mismo sitio en que Saint-Aignán pasó tanto tiempo por la mañana, estaba conversando en voz baja con Brienne. Luis XIV abrió de pronto la puerta y les preguntó:

—¿De qué estáis hablando?

—De la primera sesión de los estados —respondió Brienne levantándose.

—Está bien —repuso el monarca entrando otra vez.

Cinco minutos después la campanilla llamó a rose, por ser ya la hora de despacho.

—¿Habéis acabado vuestras copias? —preguntó el rey.

—Aun no, Sire.

—Ved si ha regresado el señor de D'Artagnan.

—Todavía no.

—¡Es extraño! —murmuró el rey—. Llamad al señor Colbert.

Colbert entró.

—Señor Colbert —dijo el rey con viveza—, sería del caso indagar qué ha sido del señor de D'Artagnan.

—¿Y dónde quiere Vuestra Majestad que se le busque? —repuso con toda calma el intendente.

—¿No sabéis adónde le he enviado? —replicó con aspereza el monarca.

—Vuestra Majestad no me lo ha dicho.

—Hay cosas que se adivinan, y sobre todo vos las adivináis.

—Yo puedo suponer, pero me está vedado adivinar del todo.

Apenas Colbert dijo esto, una voz más ruda que la del rey interrumpió la conversación empezada entre el monarca y el intendente.

—¡D'Artagnan! —exclamó Luis XIV lleno de alegría.

—Sire —preguntó el mosquetero, pálido y de pésimo humor—, ¿ha sido Vuestra Majestad quien ha dado órdenes a mis mosqueteros?

—¿Qué órdenes? —preguntó el rey.

—Respecto de la casa del señor Fouquet.

—No —contestó Luis.

—¡Ah! —repuso D Artagnan royéndose el bigote. Y señalando a Colbert, añadió—: No me engañé, es ese caballero.

—¿Qué orden? Vamos a ver —dijo el monarca.

—La de revolver toda la casa, apalear a los criados y empleados del señor de Fouquet, fracturar los cajones, en una palabra, saquear una morada tranquila. Eso es una salvajada, ¡voto al diablo!

—¡Caballero!… —repuso colbert intensamente pálido.

—Señor Colbert —atajó D'Artagnan—, sólo el rey tiene el derecho de mandar a mis mosqueteros. A vos os lo vedo, y ante Su Majestad os lo digo. ¿Os habéis figurado que un caballero que ciñe espada es un bergante que lleva la pluma a la oreja?

—¡D'Artagnan! ¡D'Artagnan! —exclamó el rey.

—No puede darse mayor humillación —prosiguió el mosquetero—; mis soldados están deshonrados, yo no mando retires o escribientes de la intendencia.

BOOK: El hombre de la máscara de hierro
5.51Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Other books

Blood Brothers by Rick Acker
Faith of My Fathers by John McCain
Raven's Choice by Harper Swan
The Wandering Fire by Guy Gavriel Kay
Exception to the Rule by Doranna Durgin
Arrows of the Queen by Mercedes Lackey