Grimaud, lleno de ardor, hacía transportar a la capitana el equipaje de Raúl.
Athos, apoyado en el brazo de su hijo a quien iba a perder, se absorbía en la más dolorosa meditación, y se aturdía con el ruido y el movimiento, cuando de repente vio llegar un oficial de Beaufort, que de parte de éste llamó a Raúl.
—Hacedme la merced de decir al señor príncipe —contestó Bragelonne—, que se sirva concederme una hora más para gozar de la presencia del señor conde.
—No —repuso Athos—, un edecán no puede estar separado de esta suerte de su general. Caballero, decid al príncipe que el vizconde irá en seguida.
El oficial se alejó al galope.
—Separarnos aquí o separarnos a bordo, al fin y al cabo resulta lo mismo —dijo Athos desempolvando cuidadosamente el traje de su hijo y pasándole la mano por los cabellos mientras iban andando—. Necesitáis dinero, Raúl; el señor de Beaufort es hombre gustoso, y estoy seguro de que allá tendréis gusto en comprar armas y caballos, que en aquella tierra son preciosos. Ahora bien, como no servís al rey ni al señor de Beaufort, y sólo dependéis de vuestro ilustre albedrío, no debéis contar con sueldo ni larguezas. Quiero, que nada os falte en Djidgeli. Tomad, ahí van doscientas pistolas para que las gastéis dispuesto al darme gusto.
Raúl estrechó la mano a su padre, y, al doblar la esquina de una calle, vieron al príncipe montado en magnífico caballo blanco que correspondía con graciosas corvetas a los aplausos de las damas de la ciudad.
El duque llamó a Raúl y tendió la mano al conde, a quien dijo tantas y tales cosas y con tan cariñosa expresión, que el corazón del infortunado padre se sintió un poco fortalecido.
En medio de aquel bullicio llegó un momento terrible, y fue el momento en que al abandonar la arena de la playa, soldados y marineros cruzaron con sus familias y sus amigos los últimos besos: momento supremo en que a pesar de la pureza del cielo, el calor del sol, los perfumes del aire y la agradable vida que circula por las venas, todo parece negro y amargo, y no obstante hablar por la boca de Dios, todo hace dudar de Dios.
Siendo el uso que el almirante y su estado mayor se embarcasen los últimos, el cañón aguardaba. Para lanzar su formidable voz, a que el generalísimo hubiese sentado los pies en la plancha que conducía a la capitana.
Athos, olvidando almirante, flota y su propia vanidad de hombre fuerte, abrazó a su hijo y lo estrechó convulsivamente contra su pecho.
—Acompañadnos a bordo y ganaréis media hora —dijo el duque conmovido.
—No —repuso Athos—, ya me he despedido, y no quiero hacerlo por segunda vez.
—Entonces embarcaos pronto, vizconde —dijo el príncipe queriendo evitar lágrimas a aquellos dos hombres cuyos corazones estaban a punto de quebrantarse.
Y con ternura paternal, y fuerte como lo hubieras sido Porthos, el príncipe levantó a Raúl en brazos y lo colocó en el esquife, que al punto y a una seña del almirante se apartó de la orilla a impulsos de sus remos.
El mismo duque, prescindiendo de todo ceremonial, saltó al esquife, y con el pie, lo empujó mar adentro.
—¡Adiós! —gritó Raúl.
Athos solo pudo contestar con una seña; pero sintió algo ardiente en su mano: era el beso respetuoso de Grimaud, el último adiós del perro leal.
Athos se sentó en el muelle, desconsolado, sordo, abandonado. Cada segundo que transcurría le borraba una de las facciones, uno de los matices de la pálida tez de su hijo. Con los brazos caídos, fija la mirada y abierta la boca, el infeliz padre quedó confundido con Raúl en una misma mirada, en un mismo pensamiento, en un mismo estupor.
Poco a poco, chalupas y figura llegaron a una distancia en que los hombres solamente son puntos y el amor recuerdos. Athos vio como su hijo subía la escalera de la capitana, y se asomaba al empalletado, colocándose de manera que su padre no pudiese perderlo de vista. En vano tronó el cañón, en vano de las naves partió un prolongado rumor contestado desde tierra por inmensas aclamaciones, en vano se esforzó el ruido en aturdir los oídos del padre, y el humo en borrar el objeto amado de todas sus aspiraciones: Athos vio a su hijo hasta el último momento; el imperceptible átomo pasó del negro al pálido, del pálido al blanco, y del blanco a nada, y desapareció a los ojos de Athos mucho después que para los de los presentes habían desaparecido las poderosas naves y sus hinchadas velas.
A mediodía, cuando ya el sol devoraba el espacio y apenas si los topes de los palos sobresalían de la abrasada línea del mar, Athos vio remontarse por el espacio una nubecilla tan pronto desvanecida como vista: era el humo de un cañonazo mandado disparar por Beaufort para saludar por última vez la costa de Francia.
D'Artagnan no pudo ocultar su emoción a sus amigos como hubiera deseado. El soldado estoico, el impasible guerrero, vencido por el temor y los presentimientos, cedió a la flaqueza humana; y cuando hubo acallado su corazón y calmado el temblor de sus músculos, se volvió hacia su lacayo, silencioso servidor siempre oído atento para obedecer con más presteza, y le dijo:
—Rabaud, sabe que debo hacer treinta leguas por día.
—Está bien, mi capitán —respondió Rabaud.
Desde aquel instante, D'Artagnan, acostumbrado a montar, verdadero centauro, no le ocupó en nada.
El hombre inteligente nunca se aburre cuando ejercita el cuerpo, como el sano nunca deja de parecerle leve carga la vida si algo le cautiva el espíritu.
D'Artagnan, siempre corriendo, siempre pensando, llegó a París elástico de músculos, como atleta preparado para la gimnasia, y como no encontró al rey, que acababa de partir hacia Meudón para una cacería, en vez de correr tras el monarca, como hubiera hecho en otro tiempo, se desnudó, tomó un baño, y esperó a que regresase Su Majestad bien fatigado y polvoriento.
Durante las cinco horas que tardó Luis XIV en llegar, el mosquetero tomó, como suele decirse, el aire de la casa, y se pertrechó contra toda eventualidad.
D'Artagnan supo que el rey hacía quince días que estaba taciturno; que la reina madre estaba enferma y abatida; que el duque de Orleáns se volvía devoto; que la princesa padecía accesos histéricos, y que Guiche había partido para sus tierras, que Colbert estaba radiante de gozo, y que Fouquet cambiaba todos los días de médico, que no le curaba, y que su principal enfermedad no era de las que curan los médicos.
También contaron al gascón que el rey trataba con grandes miramientos al superintendente, del que no le apartaba: pero que Fouquet, herido en el corazón como árbol frondoso carcomido por un gusano, desmejoraba a pesar de las sonrisas del rey, sol de los árboles de la corte; que el rey no podía prescindir de La Valiére, y que si no la llevaba consigo a las cacerías, le escribía cartas y más cartas, no ya en verso, sino, lo que era peor, en prosa y mucho.
En efecto, se veía al “rey más grande del mundo”, como decían los poetas de aquel tiempo, apearse del caballo “con ardor sin igual”, y trazar sobre la copa de su sombrero y en estilo culterano frases que su ayudante de campo perpetuo, Saint-Aignán, llevaba a La Valiére a escape y a riesgo de reventar sus caballos.
Entonces D'Artagnan pensó en las recomendaciones del pobre Raúl, en la carta de desesperación que éste le diera para una mujer que se pasaba la vida esperando; y como D'Artagnan se complacía en filosofar, resolvió aprovechar la ausencia del rey para conversar un instante con La Valiére.
Esto era fácil, Luisa durante la cacería real, se paseaba con algunas damas por una de las galerías del Palacio Real, donde precisamente el capitán de mosqueteros debía pasar revista de inspección a algunos guardias.
D'Artagnan no dudaba de que si la conversación recaía sobre Raúl, ella al menos le daría pie para escribir una carta de consuelo al pobre desterrado.
Ahora bien, la esperanza, o a lo menos el consuelo para Bragelonne, atendida la disposición de ánimo en que hemos visto a aquél, era el sol, la vida de dos hombres a quienes el capitán quería entrañablemente.
D'Artagnan se encaminó, pues, adonde sabía que estaba La Valiére, y la encontró en medio de un numeroso corro. En su aparente soledad. La favorita de Luis XIV, recibía, tanto y más que una reina decente, un homenaje de que la princesa Enriqueta se hubiera enorgullecido cuando el monarca sólo tenía ojos para ella y sus miradas servían de norma a las de sus cortesanos.
Aunque no era el capitán de mosqueteros un mozalbete, tratábanle las damas con mucho mimo; y es que D'Artagnan era tan cortés como valiente, y su terrible fama le había conciliado la amistad de los hombres y la admiración de las mujeres.
Por eso, al ver entrar al gascón, todas las señoritas le dirigieron la palabra, le hicieron mil preguntas sobre dónde había estado, qué había sido de él, por qué en tanto tiempo y montado en su brioso corcel no había evolucionado el patio llenando de admiración a cuantos lo contemplaban desde el balcón del rey. A lo cual replicó D'Àrtagnan que llegaba de la tierra de las naranjas, arrancando con su respuesta la risa de sus interlocutoras.
En aquel tiempo todo el mundo viajaba, y, no obstante, un viaje de cien leguas era un problema resuelto con frecuencia por la muerte.
—¿De la tierra de las naranjas? —exclamó la Tonnay-Charente—. Ya, de España.
—¡Je! ¡je! —rió D'Artagnan.
—¿De Malta? —dijo la Montalais.
—Por mi fe que os quemáis, señoritas —repuso el gascón.
—¿Es una isla? —preguntó La Valiére.
—No quiero que os devanéis los sesos buscando, señorita; vengo de la tierra donde en este momento se está embarcando el señor de Beaufort para pasar a Argel.
—¿Habéis visto al ejército? —preguntaron algunas camareras belicosas.
—Como os veo a vosotras —replicó D'Artagnan.
—¿Hay algunos amigos nuestros por allá? —dijo con frialdad la Tonnay-Charente, pero con la intención visible de llamar la atención sobre sus calculadas palabras.
—Sí —respondió D'Artagnan—, vi a los señores de La Guillotiere, de Mouchy y de Bragelonne.
La Valiére palideció.
—¿El señor de Bragelonne? ¡Cómo! ¿el vizconde ha partido para la guerra? —exclamó la pérfida Atanasia sin hacer caso de los pisotones que le daba la Montalais. Y dirigiéndose a D'Artagnan, prosiguió despiadadamente—: Yo tengo la idea de que todos los que van a esa guerra son desesperados a quienes ha maltratado el amor, y van a buscar negras, menos crueles que las blancas.
Algunas damas se rieron, La Valiére perdió su serenidad, y la Montalais tosió fuertemente.
—En cuanto a las mujeres de Djidgeli —replicó D'Artagnan—, no estáis en lo cierto, señorita; no son negras, pero tampoco blancas, sino amarillas.
—¡Amarillas!
—No digáis mal de ellas: en mi vida nunca he visto un color que case más admirablemente con unos ojos negros y unos labios de coral.
—Mejor para el señor de Bragelonne —repuso Atanasia con insistencia—; así se desquitará el pobre.
A estas palabras siguió el más profundo silencio, silencio durante el cual el gascón tuvo tiempo de reflexionar que las palomas sin hiel a que llamamos mujeres, se tratan entre sí más sañudamente que los tigres y los osos.
Para Atanasia no era bastante haber hecho palidecer a Luisa; quiso también sacarla los colores al rostro. Así pues, dijo:
—¿Sabéis que pesa un gran pecado sobre vuestra conciencia, Luisa?
—¿Qué pecado? —balbuceó la infortunada, mientras buscaba en vano en torno de sí un apoyo.
—¡Qué caramba! el vizconde no dejaba de ser vuestro prometido. El pobre os amaba y vos le disteis calabazas.
—Es un derecho que tiene toda mujer honrada —replicó Aura con además de arrogancia—. Cuando una sabe que no puede labrar la ventura de un hombre, lo mejor es repelerlo.
Luisa no supo comprender si debía quedar agraviada o agradecida a la que tomó su defensa.
—¡Repeler! ¡repeler! está bien —arguyó Atanasia—, pero no es este el pecado que La Valiére tendría que echarse en cara. El verdadero pecado está en haber enviado al pobre Bragelonne a la guerra; a la guerra donde uno encuentra la muerte.
Luisa se pasó la mano por su helada frente.
—Y si muere —continuó la implacable Atanasia—, vos le habréis dado la muerte; ahí el pecado.
La Valiére, medio muerta, se acercó tambaleándose a D'Artagnan, en cuyo rostro se veía una emoción inusitada, y apoyándose en su brazo, le dijo con voz turbada por la cólera y el dolor:
—¿Qué tenéis que decirme?
—Lo que tenía que deciros —respondió el mosquetero luego que hubo conducido a Luisa a bastante distancia de los demás—, acaba de manifestárselo por entero, aunque brutalmente, la señorita Atanasia.
Luisa lanzó un mal reprimido ay, y lastimada por aquella nueva herida, echó a correr como los pajarillos heridos de muerte, que buscan la sombra para exhalar el postrer aliento, y desapareció por una puerta en el instante en que el rey entraba por otra.
Luis dirigió su primera mirada al sitio vacío de su amante, y al no verla frunció el ceño; pero al punto advirtió la presencia de D'Artagnan, que le hacía una profunda reverencia.
—Diligente habéis sido, y estoy satisfecho de vos —dijo el monarca al mosquetero.
Esta era la expresión superlativa de satisfacción real, y para ser objeto de ella muchos debían hacerse matar.
Camaradas y cortesanos, que habían formado un respetuoso círculo alrededor del rey a su entrada, al ver que aquél deseaba hablar en particular con D'Artagnan, se apartaron.
Luis XIV siguió adelante y condujo al capitán de mosqueteros fuera de la sala, después de haber buscado otra vez con la mirada a La Valiére, de quien no se explicaba la ausencia.
—¿Y el preso? —preguntó el monarca a D'Artagnan cuando se encontraron fuera de tiro de las orejas indiscretas.
—Está en prisión, Sire.
—¿Qué dijo durante el camino?
—Nada, Sire.
—¿Qué hizo?
—Sire, el pescador a bordo de cuya barca me trasladaba a Santa Margarita, se sublevó y me amenazó de muerte, y el preso, en vez de intentar fugarse, me defendió.
—Basta —dijo el rey y empezando a pasearse de uno a otro lado del gabinete. Os he mandado a buscar, señor capitán, para deciros que salgáis para Nantes y preparéis allí mi alojamiento.
—¿Para Nantes? —exclamó D'Artagnan.
—Está en la Bretaña.
—Ya sé, Sire. ¿Y Vuestra Majestad emprende un viaje tan largo?