El hombre de la máscara de hierro (27 page)

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Authors: Alexandre Dumas

Tags: #Aventuras, Clásico

BOOK: El hombre de la máscara de hierro
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Athos, que no era comerciante, y veía que despedían a muchos parroquianos, se preguntó si él, que nada tenía que comprar, sería allí importuno. Así pues, se acercó a uno de los sir vientes y le dijo con toda finura si podía hablar con el señor Planchet.

—Está dando la última mano a sus maletas —respondió el interpelado.

—¡Cómo! ¿Se va el señor Planchet?

—Sí, señor, dentro de poco.

—Pues hacedme la merced de decirle que el señor conde de La Fere desea hablar con él.

Uno de los empleados, sin duda acostumbrado a oír pronunciar con el mayor respeto el nombre del conde de La Fere, fue a avisar inmediatamente a Planchet.

Planchet, dejó su ocupación y acudió apresuradamente, diciendo con verdadera alegría:

—¡Ah! señor conde, ¿qué buena estrella os trae?

—Mi querido Planchet —repuso Athos—, me trae el deseo de saber de vos… ¡Pero en qué tráfago os encuentro! Estáis blanco como un molinero ¿Dónde os habéis metido?

—¡Ah! ¡diantre! cuidado, señor conde, cuidado, no os acerquéis a mí hasta que me haya sacudido bien.

—¿Por qué? Harina o polvo no hacen más que blanquear.

—No, no, eso que veis en mis brazos es arsénico.

—¿Arsénico?

—Sí, señor estoy haciendo mis provisiones para los ratones.

—Es verdad, en una tienda como esta los ratones abundan.

—No me ocupé de esta tienda, señor; conde: los ratones se han comido en ella más que me comerán.

—¿Qué queréis decir?

—Podéis haberlo visto, señor conde: hacen mi inventario.

—¿Os retiráis?

—Sí, señor conde, traspaso mi tienda a uno de mis empleados,.

—¿Conque ya estáis bastante rico?

—Le he tomado aversión a la ciudad, no sé si porque envejezco, y porque, al envejecer, como me dijo una vez el señor de D'Artagnan, uno piensa con más frecuencia en la juventud; pero hace algún tiempo que el campo y la huerta me atraen. —Y acompañando de una sonrisa un tanto presuntuosa, añadió—: En mis mocedades fui campesino.

—¿Vais a comprar algunas tierras? —preguntó Athos.

—Una casita en Fontainebleau y unas veinte fanegas en los alrededores de ella.

—Os doy mi enhorabuena. Planchet.

—Pero estamos muy mal aquí, señor conde; ese maldito polvo os hace toser, y no quiero envenenar al más cumplido caballero del reino.

—Sí, hablemos aparte —dijo Athos—: en vuestra habitación, por ejemplo, porque tendréis un cuarto particular…

—Es verdad, señor conde.

—¿Arriba tal vez? —repuso Athos fingiendo subir al ver turbado a Planchet.

—Es que… —objetó el droguero vacilando.

Athos interpretó mal la vacilación de Planchet, y atribuyéndola al temor de éste de ofrecer una hospitalidad poco digna al huésped, prosiguió adelante, diciendo:

—No importa, ya sabemos que la habitación de un tendero, en este barrio, no puede ser un palacio. Vaya, subamos.

Raúl precedió a su padre y entró, pero al mismo punto resonaron dos exclamaciones, y aun podemos decir tres, y una de ellas más aguda que las demás, como lanzada por una mujer. La otra exclamación, de sorpresa, salió de boca de Raúl, que, no bien la hubo proferido, cerró la puerta. La tercera fue de espanto, y la exhaló Planchet, pues dio un paso para descender de nuevo.

—¿La señora?… —repuso Athos—. Perdonad, mi amigo, ignoraba que aquí arriba tuvieseis…

—Es Truchen —añadió Planchet un poco sonrojado.

—Quienquiera que sea, mi buen Planchet, perdonad nuestra indiscreción.

—No, no, ahora ya podéis subir, señores.

—¿Para qué? —repuso Athos.

—La señora ya está avisada, y habrá tenido tiempo…

—No Planchet. Adiós.

—No me deis el disgusto de quedaron en la escalera, señores, ni de salir de mi casa sin haberos sentado.

—De haber sabido nosotros que ahí arriba había una dama —dijo Athos con su habitual serenidad— os habríamos pedido permiso para saludarla.

Planchet quedó tan cortado por aquella exquisita impertinencia, que forzó el paso y abrió por sí mismo la puerta para hacer entrar al conde y a su hijo. Truchen, ya completamente vestida con traje de tendera rica y coqueta, y mirando con sus ojos alemanes con mezcla de francés a los recién llegados, hizo a cada uno de éstos una reverencia y se bajó a la tienda, aunque no sin antes haber pegado el oído a la puerta para saber qué dirían de ella a Planchet los hidalgos visitadores; pero como Athos se lo figuró, no dijo una palabra respecto del particular. En cambio no tuvo otro remedio que escuchar a Planchet, que le contó sus idilios de felicidad, traducidos en un lenguaje más casto que el de Lòngo, y acabó diciendo que Truchen había hecho el encanto de su edad madura, y traído la bendición a sus negocios, como Ruth a Booz.

—Sólo os faltan herederos de vuestra prosperidad —repuso Athos.

—Si tuviese uno, no le tocarían menos de trescientas mil libras —replicó Planchet.

—Pues es menester que lo tengáis —dijo sosegadamente Athos—, para que no se pierda vuestra fortunita.

La palabra “fortunita” puso a Planchet en su fila, como en otro tiempo la voz del sargento cuando aquél era piquero del regimiento del Piamonte, donde lo colocó Rochefort.

Athos comprendió que el droguero se casaría con Truchen, y que formaría un árbol genealógico. Y esto le pareció tanto más evidente, cuando supo que el sirviente a quien Planchet vendía su tienda era primo de Truchen, encarnado como un alelí, de encrespados cabellos y cargado de hombros.

El conde de La Fere sabía cuánto puede y debe saberse sobre la suerte de un droguero. Porque la verdad es que Athos comprendió, y dijo sin transición:

—¿Dónde está el señor de D'Artagnan, que no le han encontrado en el Louvre?

—Ha desaparecido, señor conde.

—¡Desaparecido! —exclamó Athos con sorpresa.

—Ya sabemos lo que esto significa, señor conde.

—No yo.

—Cuando el señor de D'Artagnan desaparece, es siempre por alguna comisión o algún negocio.

—¿Os ha dicho algo?

—Nunca me dice nada.

—Sin embargo, tiempo atrás supisteis su viaje a Inglaterra.

—A causa de la especulación —replicó atolondradamente Planchet.

—¿Qué especulación?

—Quiero decir… —protestó Planchet.

—Bien, bien, vuestros asuntos, así como los de vuestro amigo, nada tienen que ver; sólo me ha llevado a interrogaros el interés que el señor de D'Artagnan nos inspira. Ahora bien, como el capitán de mosqueteros no está aquí, y no podéis decirnos dónde está, nos vamos. Hasta la vista Planchet.

—Señor conde —dijo el droguero—, querría poder deciros…

—De ningún modo, no soy yo quien recrimine la discreción a un servidor.

Esta palabra “servidor hirió al semi-millonario Planchet; pero el respeto y su natural bondad se sobrepusieron al orgullo.

—No es indiscreto deciros que el señor de D'Artagnan estuvo aquí el otro día —repuso el droguero—, y que pasó largas horas consultando un mapa.

—Tenéis razón, amigo mío; no digáis más.

—Y como prueba aquí está el mapa —añadió Planchet.

Y presentó, en efecto, al conde de La Fere, un mapa de Francia, en el cual la mirada experta de aquél descubrió un itinerario punteado con pequeños alfileres.

Athos siguió con la mirada los alfileres y los agujeros, y vio que D'Artagnan debía haber tomado la dirección del Mediodía, hacia el Mediterráneo, del lado de Tolón, hasta las inmediaciones de Cannes.

El conde se devanaba los sesos para adivinar qué iba a hacer D'Artagnan en Cannes, y qué motivos podía tener para ir a observar las márgenes del Var; pero nada sacó en claro.

—No importa —dijo Raúl, que tampoco atinó en el porqué del viaje del mosquetero, y dirigiéndose a su padre, que silenciosamente y con el dedo le hacía comprender la marcha de D'Artagnan—; no importa, se puede confesar que hay una providencia siempre ocupada en acercar nuestro destino al del señor de D'Artagnan. El va hacia Cannes y vos, señor, me acompañáis, a lo menos, hasta Tolón. Estad seguro de que más fácilmente lo encontraremos en nuestro camino que en este mapa.

Despidiéndose de Planchet, que estaba reprendiendo a sus dependientes, y con ellos al primo de Truchen, su sucesor, los dos hidalgos salieron para encaminarse a casa del duque de Beaufort, y a la puerta de la droguería vieron un coche, depositario futuro de los encantos de Truchen y de las talegas del droguero.

El inventario de M. de Beaufort

No le faltaba más a Athos que visitar al duque de Beaufort y ponerse de acuerdo con él para la partida.

El duque estaba espléndidamente instalado en París; tenía el soberbio boato de las colosales fortunas que algunos ancianos recordaban haber visto florecer en tiempo de las liberalidades de Enrique III. En aquel reinado hubo señores que verdaderamente estaban más ricos que el monarca, y sabiendo ellos esto, usaban de sus riquezas, y se daban el gusto de humillar un poco a su real majestad.

Aquella fue la egoísta aristocracia a la cual Richelieu obligó a contribuir con su sangre, su bolsa y sus reverencias a lo que desde entonces se llamó “el servicio del rey”.

Desde Luis XI, el terrible segador de grandes, hasta Richelieu, ¡cuántas familias habían vuelto a levantar la cabeza! Pero también ¡cuántas la doblaron para no volver a levantarla jamás, desde Richelieu a Luis XIV! Pero Beaufort había nacido príncipe, y de una sangre que no derrama en los patíbulos, si no es por sentencia de los pueblos.

Este príncipe conservó, pues, su modo de vivir con esplendidez. ¿Cómo pagaba sus caballos, sus criados y su mesa? Nadie lo sabía, y él menos que los demás. Pero en aquel tiempo los hijos del rey gozaban de un privilegio, y es que persona alguna se negaba a convertirse en acreedor de ellos, ya por respeto, ya por devoción, o bien porque esperaban cobrar algún día.

Athos y Raúl encontraron la casa del príncipe revuelta como la de Planchet.

También el duque hacía inventario, es decir que distribuía a sus amigos, a sus acreedores, todo cuanto de valor había en su casa.

Para encontrar la entonces enorme cantidad de dos millones, que el duque juzgó necesario reunir para encaminarse al Africa, distribuía a sus antiguos acreedores valijas, armas, joyas y mue bles, lo cual era más magnífico que vender, y le reportaba el doble.

En efecto, ¿qué hombre a quien uno debe diez mil libras se niega a llevarse un regalo de seis mil, que tiene el mérito de haber pertenecido al descendiente de Enrique IV, y después de haberse llevado el regalo, no da otras diez mil libras a tan generoso señor?

Y así fue. El duque levantó la casa; la cual no necesita un almirante si la tiene a bordo. Además, se deshizo de sus armas superfluas, pues iba a vivir entre cañones, y de sus joyas, que la mar podía devorar; pero en cambio tenía en sus cofres tres o cuatrocientos mil escudos.

Y en todas partes, en la casa, había personas que creían robar a mansalva. El lo daba todo. La fábula oriental en que un árabe saqueando un palacio se apoderó de una olla en cuyo fondo había un saco de oro, y a quien todos dejaron pasar sin inconveniente, era una verdad en casa del duque. Todos estaban contentos con llevarse algo.

Beaufort acabó por dar sus caballos y vació sus graneros. Además, se creía que si el duque hacía aquello era porque esperaba hallar mayor fortuna entre los árabe.

He aquí la situación, de la que se dio cuenta al instante con su mirada investigadora el conde de La Fere.

Este encontró al almirante de Francia un poco aturdido, pues acababa de levantarse de una mesa de cincuenta cubiertos donde se bebió en abundancia a la prosperidad de la expedición, y al llegar a los postres, se abandonaron los restos a los criados y los platos vacíos a los curiosos.

Beaufort se había embriagado a una con su ruina y con su popularidad.

—He aquí mi edecán —exclamó el duque al ver a Athos y a Raúl—. Por aquí, conde; por aquí, vizconde.

Athos buscó un paso al través de los montones de ropa blanca y de vajilla que cubrían el suelo.

—He aquí vuestra comisión —dijo el príncipe a Raúl—. Yo la había preparado contando con vos. Id por delante hasta Antibes. ¿Conocéis el mar?

—Sí, monseñor, he viajado con el príncipe de Condé.

—Bueno. Haced que todas las garrabas estén dispuestas para escoltarme y conducir mis provisiones. Urge que el ejército pueda embarcarse, a más tardar, dentro de quince días.

—Así se hará, monseñor.

—Esta orden os confiere el derecho de visita y de requisa en todas las islas cercanas a la costa. En ellas haréis las levas y las requisas que en mi nombre os plazca hacer.

—Está bien, señor duque.

—Y como sois activo y trabajáis mucho, necesitáis mucho dinero.

—Yo creo que no, monseñor.

—Pues yo espero lo contrario. Mi mayordomo ha extendido unas libranzas de a mil libras cada una, pagaderas en las ciudades del Mediodía. Veros con él y os dará cien.

—Conservad vuestro dinero —repuso Athos interrumpiendo al príncipe— para hacer la guerra a los árabes, tanto se necesita del oro como del plomo.

—Pues yo quiero ensayar lo puesto —replicó el duque—, además de que ya conocéis mi modo de pensar respecto de la expresión: mucho ruido, mucho fuego, y si es menester, desapareceré entre el humo. A vos os retengo, mi querido conde.

—No, monseñor, me voy con Raúl; la comisión que le habéis encargado es difícil y penosa, y por sí solo le costaría demasiado trabajo llenarla. Vos no notáis, monseñor, en que acabáis de conferirle un mando de primer orden.

—¡Bah!

—¡Y en la marina!

—Es verdad; pero un hombre como él hace cuanto se propone.

—Monseñor, en ningún otro hombre hallaréis más celo, más inteligencia y más valentía que en Raúl; pero si no pudiese efectuarse el embargo del ejército en el día que tenéis dispuesto, nadie más que vos tendría la culpa de semejante contratiempo.

—¡Toma! ¿pues no me está riñendo mi amigo?

—Monseñor, para avituallar una escuadra, para concentrar una cuadrilla, para reclutar a los marineros, un almirante necesitaría tres meses, y Raúl es capitán de caballería, y no le concedéis más que dos semanas.

—Pues yo os digo que él lo hará. También lo creo yo; pero le ayudaré.

—Ya he contado con vos, y aún espero que, una vez en Tolón, no le dejaréis partir solo.

—¡Ah! —exclamó Athos moviendo la cabeza.

—¡Paciencia! ¡Paciencia!

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