El hombre del baobab (24 page)

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BOOK: El hombre del baobab
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—No, no, no...

—Tal vez sería mejor bajar e ir a dormir, ¿no crees?

—¡No, por favor! —me suplicó abrazándose a mi cintura.

—Te aseguro que Mokalu me asusta, y no hablo en broma. No quiero meterme en líos ni molestar a nadie en esta casa.

—¿Cuándo te marcharás? —me preguntó sin haberme escuchado.

—Mañana, claro. Mi padre no está bien. Ya ha sido una locura tener que pasar aquí la noche. Necesita bañarse y descansar bien...

—En un hotel, claro...

—Claro...

—¡Llévame contigo! —me imploró medio en serio, medio en broma.

—Te haré un hueco en la maleta —bromeé, y ella quedó callada.

—¿Tienes mujeres allí?, ¿una esposa?...

—Tenía...

—¿Ha muerto?

—Más o menos...

—¿Cómo que más o menos? ¿Está muerta o está viva? ¿No será un zombi?... —preguntó un tanto asustada.

—Nos hemos separado y no creo que vuelva a verla nunca más...

—¿La añoras?

—Sí. Mucho.

—¿Es hermosa tu blanca?

—Bellísima, muy distinta a ti —dije sabiendo que decía algo inoportuno.

—Ya sé que no soy muy guapa, no hace falta que nadie me lo recuerde y menos tú —respondió enfurruñada, indignada.

—Sabes que no quería decir eso... Tú... Véronique, tú eres también bellísima, preciosísima, más que ella incluso. Sólo es que sois completamente diferentes, ¿entiendes? —Guardó un largo silencio, tal vez, sopesando la sinceridad de mi respuesta.

—Tienes sólo una mujer, ¿no hay más?

—No, no hay más.

—Aquí el que menos tiene, tiene tres...

—Allá es distinto. Eso no está bien visto. No se puede tener más de una esposa... No se debe...

—Sois muy raros... —Guardó otra vez silencio y pensó un rato antes de seguir hablando—. Si ahora tuvieras otras mujeres podrías consolarte en ellas...

—Me consuela estar ahora mismo aquí contigo. Me ha consolado bailar hoy contigo...

—¿De verdad? ¿Lo dices en serio?

—Por supuesto... —le respondí ofreciéndole un cigarrillo. Tomó uno de la cajetilla y lo puso entre sus labios como quien no lo hace con demasiada frecuencia.

—Si mi padre o mis cuñados me vieran... —musitó mientras lo encendía con desmaña.

—Fumando al lado de un malintencionado blanco en la oscuridad... —ironicé.

—¿Tienes malas intenciones?...

—Oh no, no, de verdad que no —respondí un tanto atolondrado.

—¡Vaya!, yo esperaba que sí las tuvieras —bromeó ella, maliciosa.

—Las tendría si pudiera, ¡créeme!, pero...

—Al fin y al cabo eres una especie de pariente, ¿no?, una especie de primo lejano —recordó satisfecha—. La tía Collette se alegraría de vernos así...

—¿Cuántos años tienes?...

—¿Importa mucho eso?, a vosotros los blancos sí, ¿verdad?

—No quisiera ir a la cárcel si intentara seducirte...

—No irías, tengo ya diecinueve años. Me hago vieja...

—Eres apenas una chiquilla...

—Mi hermana Fatoumata acaba de cumplir dieciséis, está casada y ya tiene un hijo de dos años. Aquí las cosas son así, ¿sabes? Si no me caso pronto con Mokalu, si lo pierdo, me quedaré sin marido. Todos empezarían a murmurar...

—Cualquier hombre se rendiría a tus preciosos pies, ;lo sabes? Cualquiera moriría por acariciarlos... —Pasé uno de mis dedos por el empeine que me rozaba.

—¿Y tú?, ¿cuántos años tienes tú?...

—Treinta y seis...

—Qué estúpida costumbre la de contar el tiempo, ¿verdad?...

—¿A qué se dedica Mokalu? —Cambié de tema tras un denso silencio. Me pareció que Véronique temblaba. Busqué arroparla en mi abrazo.

—Es pescador y también lleva gente de una orilla a otra del río. Suele trabajar en Soyo, en la desembocadura. Trabaja duro. Dice que está ahorrando para nuestra boda, pero yo no lo creo. Estoy segura de que se lo guarda para huir de aquí. Os detesta pero sueña con vivir como vosotros, en vuestra tierra. Un día de éstos se marchará lejos. Muy lejos. Y yo me quedaré sola...

—¿Tienes frío? —le pregunté acariciando el hombro desnudo.

—No, pero no puedo dejar de tiritar... Y creo que si me abrazas así aún temblaré más —me aseguró mirándome, insinuándose con dulzura.

—No imaginas cuánto te deseo —le confesé.

—Tú sí que no puedes imaginar la furia de mis deseos... —me susurró girándose y besándome en la boca, incendiándome, marcándome a fuego con el rescoldo que ardía en su entrepierna.

Montó sobre mí a horcajadas, abrazando mi cintura con sus piernas, haciéndome reclinar. Quedé tumbado debajo de ella en el suelo templado de la terracilla. Me besó largamente y después se puso de pie. Oteó el entorno poniéndose de puntillas y miró abajo, hacia la oscuridad del patio, cerciorándose de que no había peligro. Yo quedé absorto en la negrura que se adivinaba entre sus piernas abiertas. No llevaba bragas. Con un rápido gesto alzó su vestido y lo sacó por la cabeza, quedando completamente desnuda. Miré cómo sus maravillosos pechos se elevaban hacia las estrellas, cómo sus pezones competían con ellas en el brillo. Así volvió a sentarse sobre mí, encima de la fuerza henchida que latía bajo el pantalón. Me encorvé impaciente, empujando como un ariete, separando aún más las ardientes puertas de sus entrañas. Comenzó a desnudarme sin prisa, pidiéndome en silencio que no me moviera, que la dejara hacer. Primero me abrió la camisa por completo y me despojó de ella. Luego avanzó deslizando su sexo por mi pecho hasta llegar a rozar mi barbilla. Así abrió las piernas cuanto pudo entregándose a la codicia de mi boca. Entrelazó sus dedos detrás de mi nuca y, sujetándome la cabeza, atrajo mi boca hacia sus labios. Jamás lamí con tal deleite entre los muslos de una hembra. Después bajó de nuevo resbalando por mi cuerpo, acariciándolo, humedeciéndolo, besándolo, relamiéndose hasta llegar a mi vientre, y más allá, hasta la cinturilla de mis vaqueros. Desabrochó el botón y descerrajó la cremallera con las dos manos, tirando hacia abajo, como si estuviera separando las agallas de un enorme pescado. Tampoco yo llevaba ropa interior. Mi pene saltó como un resorte escapando de su prisión, brincándole en la cara, dejándose atrapar en la mórbida opresión de sus jugosos labios. A pesar del riesgo que corríamos, quedé completamente enajenado, dejándola hacer, haciéndole cuanto deseaba. El tiempo quedó suspendido. La vida se disipó en otra dimensión. Casi agonicé de placer. Tal vez llegué a perder el sentido.

Podían habernos descubierto, haber subido a separarnos como a dos perros enganchados, habernos dado una buena paliza a cada uno, habernos cortado el cuello a los dos de dos certeros machetazos, nada hubiera importado. Lo juro. Pero por fortuna no fue así. Nuestra desbocada pasión se meció en el silencio, inflamándose en la clandestinidad, una y otra vez, hasta derrotarnos por completo, hasta que dolieron las quemaduras de aquel fuego. Las bocas mordieron y chuparon sigilosas, acuosas y fragantes, pujantes, casi mudas. Velando los jadeos, acallando los gemidos, aplacando en las gargantas las dulces palabras que luchaban por nacer. Sudamos amándonos sin medida sobre la arenisca del torreón, encharcándola, bajo el cielo nocturno de Brazza, iluminándolo, como dos completos locos, como si estuviéramos solos y condenados al placer y al silencio, como si nadie más existiera en el mundo.

Cuando desperté, desnudo y helado, ya clareaba. Véronique había desaparecido. Todo el cuerpo me escocía y temblaba. Me sentí sucio y desamparado, sediento y estúpido. Pensé en el sida, en que seguro estaría infestado, en la insensatez de haberme entregado así a una desconocida en un país emponzoñado en el VIH. No daría tiempo al virus de matarme, lo haría yo antes, me tranquilicé. Por un instante vino a mi mente la imagen de Mokalu buscándome cuchillo en mano, era otra posibilidad. Luego pensé en papá, en si seguiría respirando allí abajo, en el catre de Ranim. Por la semipenumbra de la calle ya deambulaba bastante gente. Me vestí tumbado en el suelo con cautela. Luego, intentando que nadie pudiera verme, repté hasta la escalerilla de mano y, tras comprobar que no había nadie en el patio, bajé por ella. Por fortuna seguía en su sitio, el salto era de unos cuatro metros de altura. Corrí descalzo hasta la habitación en la que esperaba encontrar a mi padre durmiendo serenamente. Entré en las tinieblas del cuarto con aprensión, con incertidumbre, las velas casi se habían consumido y apenas alumbraban. Con paso medroso fui acercándome al camastro. De improviso tropecé con un cuerpo inerte, tirado en el suelo. El sobresalto fue tremendo, creí que el corazón se me iba a salir por la boca. Era Ranim al que, para mi espanto, encontré dormitando en la esterilla en la que yo debería haber pasado la noche al lado de mi padre. La patada despertó al viejo que se incorporó con parsimonia, seguramente mirándome a los ojos. Encendió un candil e iluminó con él mi rostro, luego el de papá, como mostrándomelo. Estaba pálido, semiinconsciente, parecía ya un cadáver. Supe qué aspecto tendría cuando llegara la muerte.

—Tu padre ha pasado muy mala noche —apuntó severo y sereno, hablando muy bajito.

—No imagina cuánto siento no... —intenté justificarme desolado, buscando con urgencia el neceser con los medicamentos de papá. Preguntándome, ¿cómo no me he enterado de nada?

—Ha vomitado varias veces y aún tiene algo de fiebre —añadió Ranim—. Mi hija Diomi ha calmado la calentura con cataplasmas de «pan de mono» y le ha dado jarabe rojo de amapola para aplacar náuseas y espasmos. Ahora no siente dolor, no siente su cuerpo, y podrá descansar. Es buena sanando, no temas. Ahora está mucho mejor. Déjale dormir —me ordenó haciéndome gestos para que me olvidara de inyecciones y pastillas. Le hice caso aunque no tenía buen aspecto. Pero respiraba sereno y parecía reposar en paz, gracias a los cuidados de la piadosa hechicera.

—Salí a fumar y me quedé dormido, estaba agotado —intenté justificarme—, arriba en la terraza —mentí a medias—. No imagina, Ranim, cuánto les agradezco, a usted y a su hija, que hayan cuidado de mi padre...

—No tienes que agradecer nada a nadie —respondió con mirada y voz punzantes—, y no quiero saber dónde has pasado la noche...

—Siento que nuestra visita les esté ocasionando tantas molestias...

—Alfonso es mi amigo y merece toda mi hospitalidad. Ésta es su casa y ésa es su cama. No es una molestia. Además —añadió casi enojado—, debo mucho a tu padre, y nunca tuve ocasión de agradecérselo. Podéis estar aquí todo el tiempo que sea necesario, cuanto queráis...

—El chofer pasará a recogernos en un par de horas, eso será suficiente...

—Tal vez sería bueno llevarlo al dispensario, no muy lejos hay un buen doctor —sugirió mirando a mi padre y tomando el pulso en su muñeca, como sopesando la gravedad de su estado, sintiendo que quedaba poco para el fatal desenlace.

—Está muy enfermo, tiene un cáncer —le aclaré—. Teníamos pensado viajar mañana o pasado hasta el parque de Lefini, pero ya no llegará a verlo. Lo mejor será, como usted dice, pasar por un hospital y regresar a casa.

A través del tragaluz, el albor del día fue disipando la lóbrega habitación, haciendo visibles los detalles de la realidad. Véronique y Diomi entraron con una palangana llena de líquido humeante y unos paños. Se pusieron una a cada lado de la cama en la que parecía extinguirse mi padre. Mi fugaz amante desabrochó todos los bolones del camisón de papá, desnudándolo con habilidad, como unas horas antes había hecho conmigo. Su hermana fue metiendo los trapos en el brebaje rojizo, espeso y caliente, empapándolos bien. Después de escurrirlos, los colocó uno tras otro sobre el cuerpo blanco hasta cubrirlo por completo, tiñéndolo poco a poco. Luego, una comenzó a refregar sus pies con la pócima y la otra a frotar el cuero cabelludo, a mesar sus cabellos. De tanto en tanto, sacudían sus manos al aire, ruidosamente, chasqueando los dedos, como desprendiéndose de la destemplanza, de todo el mal que se aferraba a mi padre intentando consumirlo. Papá fue cambiando de color, recuperando la esencia. Véronique me miró un largo instante, candorosa y compasiva, tal vez enamorada. Me sentí agotado y confuso y lloré en silencio. Deseé escapar de allí cuanto antes, regresar a Madrid. Todo sucedía como en algunas absurdas y angustiosas pesadillas. Temí desmoronarme, caer en un ataque de ansiedad terrorífico y paralizante. Tomé un ansiolítico. Ranim me hizo gesto de seguirle, y salí de la alcoba detrás de él. La luz cegó mis ojos. Tardaron unos segundos en acostumbrarse al fulgor del día. Cuando pude ver, plantado en el centro del patio, encontré a Mokalu esperando. Saludaba al anciano con respeto, inclinándose una y otra vez en una mecánica reverencia, sin mirarme o dirigirse a mí en ningún momento. Cogiéndolo del brazo lo llevó aparte hablándole en su lengua. Salieron de la casa. Al poco, Véronique surgió de la penumbra de la habitación.

—Mokalu ha ido a buscar al doctor —me dijo—. Le he pedido que lo hiciera. Ahora papá le estará explicando que el paciente no es un negro. Que es un viajero blanco y muy anciano.

—No servirá de mucho. Pero os lo agradezco... Ahora lo que debo hacer es llevármelo cuanto antes de aquí, llevarlo a un hospital —le respondí, mirándola con extrañeza, pareciéndome imposible haber pasado parte de la noche entre sus brazos.

—Tendréis que cruzar el río, pasar a Kinshasa, allí hay buenas camas, buenos médicos, todo muy limpio. El hospital de aquí es un sucio matadero —me advirtió.

Al poco, por la puerta reaparecieron Ranim y Mokalu, tras ellos un tipo gordo y sudoroso que me miró con indiferencia, tras unas gafas redondas y sucias, embutido en un traje ridículo, de tela clara, lleno de lamparones y tres tallas más pequeño. Tenía las manos pequeñas y regordetas, de una de ellas colgaba inerte un maletín de cuero muy ajado. Era el doctor N'Bolu, me aclaró Véronique mientras abría la cortina de la habitación al séquito. Entraron caminando deprisa, casi sin mirarme, casi ignorando mi presencia. Mokalu, al pasar junto a mí, me lanzó una ojeada desafiante. Iba a entrar tras él cuando Véronique nos empujó a los dos para que nos quedáramos afuera, sacó también a su padre y corrió con fuerza el telón impidiéndonos la entrada. Sólo N'Bolu, sentenció con voz seca. Mokalu blasfemó algo en su lengua, escupió al suelo y fue a sentarse a la sombra de uno de los muros de la casa. Allí se puso a jugar con un palito en la arena. De tanto en tanto me miraba y volvía a escupir. Jamás debería haberme llevado a mi padre hasta allí, pensé, jamás deberíamos haber emprendido ese viaje. Encendí un pitillo. Véronique salió de la silenciosa estancia y se acercó a mí despacio.

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