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Authors: Angus Donald

Tags: #Aventuras, #Histórico

El hombre del rey (20 page)

BOOK: El hombre del rey
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Después de varias horas de regateo con los mercaderes de Frankfurt, Adam consiguió finalmente colocar su mercancía de paños flamencos y recibió a cambio una carga de troncos aserrados, de una clase de madera poco común y muy apreciada por su densidad, y zarpamos cargados hasta las bordas a la mañana siguiente, rumbo al este bajo una lluvia insistente, con el objetivo de socorrer a nuestro rey cautivo.

Dos días después, la humedad de nuestras ropas y de los bosques que nos rodeaban nos tenía a todos cansados, empapados e irritables. Con la excepción de Hanno, encantado por estar de vuelta en su patria y con una amplia sonrisa partiendo en dos su cabeza rapada y dejando a la vista su mancillada dentadura. La tarde estaba ya muy avanzada cuando superamos el último meandro del río y acostamos el barco a un ancho muelle de madera en la orilla sur, que pertenecía al monasterio (o, para ser más exactos, a la colegiata) premonstratense de Tuckelhausen. Ochsenfurt quedaba a poco más de un kilómetro río arriba, pero esperábamos que, al declarar que nuestro destino era Tuckelhausen, esquivaríamos por algún tiempo las sospechas sobre nuestros verdaderos propósitos.

Nuestra historia, que había discutido extensamente con Boxley y Robertsbridge, era que los abades visitaban Tuckelhausen porque deseaban ver su famoso
scriptorium
y examinar una rara copia de las Escrituras guardada en aquel lugar. Lo cierto es que el volumen en cuestión no tenía ningún mérito relevante, pero pocas personas se atreverían a discutir los deseos de dos abades tan augustos, que habían viajado desde tan lejos para verlo. Contarían a sus anfitriones que habían tomado pasajes en el barco de Adam y Perkin, dos compatriotas que transportaban una carga de madera de construcción río arriba hasta Sweinfurt, donde el margrave local estaba reforzando las fortificaciones de su ciudad. Acordamos que yo sería presentado en Tuckelhausen no como un miembro destacado del grupo, sino como un hombre de armas común, contratado para proteger a los clérigos. La historia no se apartaba mucho de la verdad, y me convenía: para mis planes, era preferible no recibir las pocas atenciones debidas a mi rango de señor de unas tierras no muy extensas.

Después de anunciar los nombres de los abades y el propósito de nuestra visita al malhumorado canónigo de hábitos blancos que estaba a cargo del muelle, éste nos prestó a regañadientes una mula escuálida para cargar nuestro equipaje, armas y pertenencias. Y mientras Adam y Perkin simulaban trabajar en algunas reparaciones en el barco, Boxley, Robertsbridge, los cuatro monjes, Hanno y yo mismo emprendimos, a la luz del crepúsculo, el recorrido de tres kilómetros por un sendero estrecho a través del bosque hacia el monasterio de Tuckelhausen. La mula era particularmente terca: no sentía el menor deseo de dejar la comodidad de su establo junto al río para enfrentarse a un diluvio como aquél, y menos cuando era evidente que se acercaba la hora del pienso de su cena. Sólo conseguimos mover a aquella bestia tirando con todas nuestras fuerzas de las riendas y azotando sus cuartos traseros salvajemente con una vara de avellano.

Mientras seguíamos el sendero embarrado, a mi izquierda pude echar una ojeada a Ochsenfurt, a kilómetro y medio de distancia, por entre las ramas desnudas de los árboles de ribera. Era una fortaleza, una ciudad apiñada rodeada de murallas por los cuatro costados, de perímetro cuadrangular, con cada lado amurallado de no más de setecientos metros de largo, y con cuatro robustas torres redondas en las esquinas. En algún lugar del interior de aquella fortaleza, pensé, y muy probablemente en una de las cuatro grandes torres, estaba cautivo mi rey. Mi soberano, un hombre al que respetaba tanto como al que más, un guerrero al que había seguido lealmente y junto al cual había combatido en Ultramar, y con quien había disfrutado componiendo música; un hombre que me había honrado con su compañía y me atrevo a decir con su amistad, y que se encontraba aquí prisionero como si fuera un villano. Sus enemigos se habían apoderado de él, de un peregrino que regresaba de Tierra Santa, obviando las leyes divinas y humanas, e intentaban enriquecerse con la venta de esa persona como si se tratara de un esclavo.

Por primera vez desde que tuve noticia de la captura de Ricardo, sentí brotar la rabia de mis entrañas. Si alguna vez tenía oportunidad, juré, castigaría a los responsables de aquella fechoría. Y la llama de mi furia silenciosa me calentó mientras chapoteábamos por los baches del sendero, tirando de la mula tozuda, hacia los muros sombríos de Tuckelhausen.

♦ ♦ ♦

El abad Joachim se atribuló bastante al verse a sí mismo como anfitrión de un grupo empapado de forasteros, cuando fuimos introducidos en su confortable cámara calentada por un brasero. Cuando se recuperó del susto, saludó a sus colegas abades con un beso de paz y ordenó a sus sirvientes que nos trajeran vino y prepararan comida y camas para nosotros. Nos habíamos presentado a las puertas de Tuckelhausen a la caída de la noche, cuando las campanas de la iglesia tocaban las vísperas. Las puertas del monasterio estaban cerradas, pero Hanno, que hablaba el dialecto bávaro local, explicó a los porteros que éramos un grupo distinguido de clérigos nobles ingleses, y que debían abrir las puertas a pesar de lo tardío de la hora.

—Pero ¿cómo, mis nobles señores, no habéis escrito para avisar que pensabais hacer una visita a nuestro humilde monasterio? —preguntó el abad Joachim—. Habríamos preparado de manera adecuada vuestra visita. Me temo que está todo un poco patas arriba, porque nos disponemos a celebrar la fiesta de San Jorge, el mes próximo. Es un santo muy popular en estas comarcas…, esta casa está dedicada a él, como a buen seguro ya sabéis, y en este momento albergamos a muchos peregrinos bajo nuestro techo. De hecho, el dormitorio está lleno, y todo está sumido en el mayor desorden.

Joachim era un hombrecillo nervioso, bajo, rechoncho y de mirada triste, con sólo algunas hebras de cabello blanco alrededor del círculo calvo y rugoso de su tonsura. Nos hablaba en un rudimentario latín, con un acento tan extraño que era difícil comprender lo que quería decirnos. En más de una ocasión, tuvimos que pedir a Hanno que hiciera repetir al abad sus palabras en alemán para que mi compañero de fatigas nos las tradujera.

—Si al menos nos hubierais dado aviso —seguía diciendo Joachim—, aunque fuera sólo con unos días de anticipación…

—Únicamente el Señor Todopoderoso puede decir lo que le ha ocurrido al mensajero que llevaba la carta que os enviamos —explicó Robertsbridge en tono grave, y me di cuenta de que, para ser un buen cristiano, mentía como un bribón redomado—. ¿Tenéis problemas en esta zona con los bandidos?

—Oh sí, decididamente sí —dijo Joachim. Pareció aliviarle haber encontrado una respuesta plausible a la cuestión de nuestra llegada inesperada. De hecho, la idea de que nuestro mensajero podía haber sido asesinado por bandoleros cuando intentaba dar la noticia de nuestra llegada, pareció llevar al abad Joachim a un éxtasis de gozo. Sirvió a los abades más vino, ahora radiante.

—Oh sí —espetó entusiasmado—, docenas de bandidos, ¡bribones de todo tipo! No sé por qué el duque Leopoldo no los expulsa de estas tierras, dada la forma en que acosan a las personas temerosas de Dios, a los peregrinos devotos como vos mismo. En este lugar, tenemos fama por nuestro vino, nuestras salchichas, nuestras mujeres…, y nuestros bandoleros. ¡Ja, ja!

Robertsbridge y Boxley, de pie el uno al lado del otro, le sonrieron simultáneamente con amabilidad, y cada uno de ellos dio un sorbo al vino al mismo tiempo, mirando al abad por encima de la copa.

—Perdonad que os lo pregunte —el abad alemán miraba atentamente a los dos prelados—, ¿sois hermanos, por casualidad? ¿Gemelos, tal vez?

—Somos hermanos en Nuestro Señor Jesucristo —dijo Boxley con una sonrisa piadosa—. Pero no, no pertenecemos a la misma familia terrenal.

—Ah sí, ya veo, hermanos en Cristo… Desde luego, todos lo somos, ya lo creo que sí.

Al parecer, habíamos desconcertado de nuevo a aquel buen hombre.

Se destinó a Boxley y Robertsbridge una buena habitación para pasar la noche, y en cambio a Hanno y a mí se nos comunicó de una forma bastante brusca que tendríamos que buscar acomodo en el establo. Pero eso era perfecto para mis planes.

El monasterio se extendía con sus dependencias formando un gran cuadrado en un prado herboso. La iglesia, de considerables dimensiones, estaba en el extremo este, y el establo al oeste, junto a la tapia exterior del recinto. Era un edificio alargado y cálido, con un techo de tejas rojas y espacio para una docena de animales. Llegó hasta mis narices el olor familiar a sudor de caballo, heno y cuero aceitado, y de haber tenido intención de dormir en aquel lugar, me habría agenciado un rincón muy cómodo en el que reposar mi cabeza.

Sin embargo, después de haber cenado en el refectorio con los canónigos y los demás peregrinos, y asistido al oficio de completas en la gran iglesia de la abadía, Hanno y yo cruzamos el prado y, tras desear cortésmente buenas noches a varios canónigos de hábitos blancos con los que nos cruzamos, nos retiramos al establo. Atrancamos la puerta de madera y, después de comprobar que nuestra única compañía era la media docena de caballos y la vieja mula tozuda, empezamos a examinar el interior del edificio a la luz de un cabo de vela. En el extremo más alejado del establo, Hanno encontró la mancha de humedad en el suelo que andábamos buscando, y al mirar por entre las vigas asentadas sobre nuestras cabezas, comprobó que faltaban una o dos tejas del techo, lo que había permitido que se filtrara la lluvia y mojara la paja del suelo.

—¡Perfecto! —murmuró mientras buscaba la forma de trepar por la tapia trasera. En un abrir y cerrar de ojos, estaba ya subido en precario equilibrio sobre un pesebre fijado a la pared del establo a la altura aproximada de los hombros, y se esforzaba en ensanchar el agujero del techo, apartando las tejas sueltas y maldiciendo el ruido que hacían al ser arrastradas en el silencio de la noche.

Yo, mientras tanto, hacía mis propios preparativos para la misión proyectada. Me vestí con ropas oscuras (dos túnicas, porque la noche era fría), un manto grueso, botas y una capa oscura con capucha, y me embadurné la cara y las manos con una mixtura hecha de hollín y grasa de oca. Aquello me recordó los preparativos del ataque a Kirkton: ¿podían haber pasado tan sólo seis meses desde entonces? Me pareció que había sido una vida entera. Aunque esperaba no tener que matar a nadie esta noche, oculté la misericordia en mi bota…, y murmuré también una breve plegaria a san Miguel.

Hanno había querido acompañarme en mi paseo nocturno, pero tuve que decirle que no. Me habría sido útil, porque era un maestro en el arte de moverse furtivamente de noche, pero me pareció que lo que tenía intención de hacer lo haría mejor solo. No quería tener que preocuparme por él, ni que él se preocupara por mí, si nos separábamos en la oscuridad. Y más importante aún, necesitaba que alguien quedara atrás para excusar mi ausencia si algún monje se presentaba en el establo, o si el abad Joachim nos llamaba por alguna razón inesperada. Después de pasar un par de semanas encerrado en la barcaza de Adam, la perspectiva de sumergirme a solas en la fría pureza de la noche, sin depender de nadie, sin ser responsable de nadie más que de mí mismo, me resultaba extraña y especialmente atractiva.

Y, lo confieso, también sentía el hormigueo familiar y placentero de la acción inminente: una tensión en el estómago y un aumento de la percepción en mi retina. Apreté con calor la mano de Hanno antes de que él me aupara, y luego, apoyando un pie en el pesebre, asomé con cautela la cabeza por el agujero del techo ensanchado por mi amigo bávaro. El alero empinado del tejado me impedía ver nada hacia la parte interior del monasterio, pero agucé el oído y no me moví hasta estar seguro de que nadie andaba cerca. Finalmente, me alcé hasta quedar tendido sobre las tejas en pendiente junto al agujero, y mirando al interior a oscuras susurré «¡Hanno!». El cazador de la cabeza rapada apenas era visible como una sombra más oscura en la penumbra, pero conseguí ver lo bastante a la luz de la luna para agarrar el bulto voluminoso que él me tendía. Era un saco grande, con dos largas tiras de tela acolchada a la altura de los hombros, que colgaban a la espalda si uno se lo ponía. Hanno me había dicho que, en el sur de Baviera, los montañeses solían llevar ese tipo de prenda cuando tenían que cargar grandes pesos arriba y abajo por las laderas de los Alpes. Del fondo de aquel «saco de espalda» como lo llamaban los bávaros, extraje una cuerda en la que Hanno había atado cuidadosamente gruesos nudos cada treinta centímetros, y até con firmeza uno de sus extremos a una de las vigas del interior del techo del establo. Luego arrojé la cuerda por encima de la tapia exterior de la colegiata. Apenas me llegó a los oídos el «Ve con Dios» susurrado por mi amigo desde abajo, y empecé, con mucho cuidado para no hacer ningún ruido, a bajar por la cuerda con el saco de espalda sobre los hombros. Y con los músculos tensos por el peso de mi cuerpo, salvé los cinco metros de tapia hasta el suelo del exterior.

Todo estaba tranquilo cuando me encontré de pie en una parcela fangosa de tierra, una especie de huerto por lo que pude ver. Dejé la cuerda colgando contra la tapia exterior y me encaminé hacia el sur procurando que mis huellas no fueran demasiado visibles, siguiendo el muro hasta llegar a la esquina del monasterio. Desde allí, corrí unos cincuenta metros hasta un bosquecillo que se alargaba en sentido este-oeste al sur de Tuckelhausen. Mientras descansaba jadeante por la carrera, examiné la situación: la lluvia había cesado, pero el cielo seguía cubierto de nubes, entre las que asomaba una luna en tres cuartos que daba luz suficiente para orientarse. Demasiada luz incluso, a decir verdad; yo había esperado un poco más de oscuridad, porque no deseaba poder ser localizado con facilidad en el curso de mi aventura.

Faltaba más o menos una hora para la medianoche, calculé, mientras me ajustaba las tiras de mi saco de espalda para sentirme más cómodo enfundado en él. Comprobé una vez más que la misericordia seguía en mi bota, me eché sobre la cara la capucha de la capa, y emprendí el camino hacia el este, en dirección a Ochsenfurt, la ciudad fortificada en la que mi rey permanecía cautivo.

Capítulo IX

M
e llevó menos de una hora recorrer los aproximadamente cinco kilómetros de sembrados y prados entre Tuckelhausen y los altos muros de Ochsenfurt. Me mantuve a cubierto en las zonas boscosas y de arbustos siempre que me fue posible, o caminé siguiendo las líneas de setos o vallas para disimular la silueta de un hombre en movimiento a la luz de la luna en una noche demasiado clara. Hacia la medianoche, me encontraba agachado al pie de un árbol, en un bosquecillo de alisos no lejos del río Meno, masticando un pedazo de tasajo de carne que Hanno había colocado previsoramente en mi saco de espalda, y mirando hacia las defensas de la esquina noroeste de Ochsenfurt, situadas a menos de treinta metros de distancia de mi posición.

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