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Authors: Angus Donald

Tags: #Aventuras, #Histórico

El hombre del rey (8 page)

BOOK: El hombre del rey
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Con la rapidez de una serpiente al atacar, Robin proyectó al frente su espada y hundió la hoja unos treinta centímetros en el vientre desnudo del prisionero más próximo, que gritó de dolor y cayó al suelo sangrando y gimiendo, apretándose la herida con las manos. Aunque yo estaba convencido de que Robin tenía intención de matarlos a todos, me sorprendió tanto como a todos los presentes en el patio lo repentino y despiadado del golpe.

Robin alzó la espada hacia el cielo, y la sangre del infortunado prisionero relució al resbalar por el canal central de la hoja hacia la empuñadura.

—Quiero una respuesta —dijo mi señor con calma, pero con una dureza helada en la voz—. De modo que vuelvo a preguntaros: ¿alguno de los que estáis aquí apoya la afirmación de sir Ralph de que éste no es mi hijo?

Hubo un coro inmediato de «¡No, mi señor!», y «¡Por mi fe que el hijo es vuestro, mi señor!» y frases parecidas, por parte de los prisioneros. El hombre herido dio un gran grito inarticulado, se estremeció y quedó inmóvil, misericordiosamente al margen de todo dolor.

Uno de los prisioneros dio un paso al frente. Era un hombre guapo, alto y orgulloso.

—No mentiré —dijo, con los ojos puestos en Robin y sosteniendo su mirada—. No voy a presentarme ante Dios con una mentira en los labios. No es vuestro hijo, no tenéis más que mirarlo para verlo. Es evidente que su verdadero padre…

La espada de Robin relampagueó en el aire y cortó de un tajo la garganta del hombre, que cayó de rodillas con la sangre manando entre sus manos apretadas, en un gesto inútil de retener el precioso fluido vital que caía a chorros sobre su pecho blanco.

—¿Alguien más? —preguntó Robin, tan inmóvil y frío como la losa de una tumba.

De nuevo hubo un coro de «¡No, mi señor! ¡Es sin duda hijo vuestro!».

—Todos merecéis la muerte por vuestros actos de las últimas semanas…, pero yo soy un hombre misericordioso —dijo Robin. Y a su espalda, vi que Little John no podía contener la risa y simulaba un acceso de tos, se estremecía, se tapaba la boca con una mano enorme mientras su cara se teñía de un color rojo encendido, y por fin se esforzaba en recuperar la compostura. Mi señor dirigió a John una severa mirada de reojo, torció apenas la boca un instante para expresar su disgusto, y continuó—: Soy un hombre misericordioso a menos que se me provoque, y puedo,
puedo
sentirme ahora inclinado a la clemencia. Si algún hombre aquí jura ante Dios y la Virgen, por todo lo que le es querido, que nos servirá a mí y a mi hijo Hugh con lealtad, durante todos los días de su vida, con todas sus fuerzas y su voluntad, le perdonaré su miserable vida. ¿Alguno de vosotros está dispuesto a prestar ese juramento solemne?

Un bosque de manos se alzó en el aire; muchos levantaron las de otros hombres, y uno particularmente bajo fue aupado en el aire por las manos alzadas de los dos hombres altos que tenía a uno y otro lado. Inmediatamente, hubo un clamor de voces que declaraban: «Yo quiero, mi señor, sí, yo quiero». De hecho, y tal vez aquello no fuera demasiado sorprendente, al parecer todo el grupo de prisioneros estaba dispuesto a aceptar la oferta de dedicar su vida entera al leal servicio de Robin.

Mientras los arqueros desataban a los prisioneros y éstos se arrodillaban por turno para jurar lealtad a Robin, colocando sus manos entre las de él, pensé en lo listo que había sido mi señor. Había reclutado de golpe a una veintena de hombres de armas expertos y bien entrenados, que él necesitaba con urgencia y que ahora encontrarían difícil, si no imposible, volver a formar bajo los estandartes de Murdac, dado que habían reconocido en público que Hugh era el hijo de Robin. Él había sabido descubrir, y eliminar con toda rapidez, al único hombre que jamás le habría servido, y había desplegado de forma sucesiva una dureza implacable y una clemencia llena de generosidad que, era de desear, contribuirían a atraer a aquellos hombres hacia él con lazos más fuertes. Pero ¿mantendrían su lealtad aquellos hombres, los hombres de sir Ralph Murdac, cuando cesara la amenaza de una muerte inminente? Estudié sus rostros, y me prometí que en el futuro les vigilaría con atención, a todos y cada uno de ellos.

Capítulo IV

D
urante las semanas siguientes, el castillo de Kirkton disfrutó de un período de paz y tranquilidad que fue balsámico para nuestras almas, después de nuestros largos vagabundeos. El tiempo en el comienzo del otoño era soleado y cálido, y era evidente para todos que a mi señor Robin le complacía estar de nuevo en casa junto a su esposa Marian. El pequeño Hugh correteaba por el patio; era un niño alegre, mofletudo, que se parecía más a sir Ralph Murdac cada día que pasaba, aunque nadie era tan temerario como para comentarlo; y sin embargo, al parecer Robin había decidido, por lo menos en su mente, que el niño era suyo, y dispensaba una ternura paternal algo reservada al chiquillo en cada ocasión en que sus caminos se cruzaban.

Lo cierto es que mi señor fue un hombre muy atareado en las semanas que siguieron a su regreso. Después de dos años y medio de ausencia, había muchas cuestiones de la administración de sus posesiones que necesitaban una puesta al día. Tributos y rentas que recaudar, muros, vallas para el ganado y puentes que reparar, pleitos que arbitrar, haciendas lejanas que visitar, a veces por vez primera. Yo también tenía obligaciones propias, y me despedí de mi señor para regresar por breve tiempo a Westbury.

Robin había encontrado un administrador que dirigía la propiedad para mí, un hombre mayor, flaco, con cabellos grises y un humor ácido, llamado Baldwin. Me gustó desde el principio, y cuando lo visité descubrí que mantenía el lugar en orden y que, en mi ausencia, había dirigido los asuntos de la casa de forma cortés pero firme, y conseguido que después de pagar los diezmos a la Iglesia y los tributos a la Corona, aún quedaran para mí una pequeña renta en plata y un excedente de grano. Después de inspeccionar sus cuentas, descubrí que no tenía nada más que hacer allí, excepto cabalgar por mis tierras procurando adoptar un aire señorial, gastar el dinero que él había reunido para mí, y de vez en cuando sentarme a ejercer de juez de los pleitos de los aldeanos, en la corte instalada en la mansión. Baldwin me trataba con cortesía y una pizca, pequeña pero satisfactoria, de deferencia, a pesar de que él era de origen normando y tenía que saber que yo no era un noble de nacimiento. Me complacía contar con un hombre tan bien dispuesto y competente para administrar mis tierras.

Había algunas casas vacías y en mal estado en la aldea de Westbury, y las regalé a un puñado de veteranos de Robin que, bien por sus heridas o por su edad avanzada, deseaban abandonar la peligrosa vida de la milicia para arar mis campos y esparcir algunas semillas aquí y allá. Me pareció que podría resultar ventajoso disponer de media docena de soldados veteranos a mano a modo de prevención de alguna futura emergencia, un incendio o un ataque de gente enemiga.

No pude quedarme mucho tiempo en Westbury, sin embargo, porque muy pronto Robin me mandó a recorrer el país para entregar mensajes a sus amigos y aliados, con la idea de tantear su buena o mala disposición. De modo que pasé la mayor parte de los días de otoño e inicios del invierno de aquel año (Tuck me dijo que era el 1192 desde el nacimiento de Nuestro Señor) en la silla de montar, y las noches en castillos o en monasterios de los cuatro puntos cardinales del país. Fue un trabajo fatigoso pero no solitario, porque me llevé a Hanno como guardaespaldas y compañero. Tenía un repertorio inmenso de historias de sus viajes, y me contaba cuentos sobre osos negros que habían vivido en los bosques de su Baviera natal, y de las brujas locales, los malvados ogros y los elfos que robaban los niños de sus cunas…

Hanno se había unido a nuestra hueste después del sitio de Acre. El rey Ricardo capturó el puerto fortificado tan sólo un mes después de su llegada a Tierra Santa, una hazaña que causó admiración incluso entre sus enemigos. Acre había estado sitiada durante casi dos años hasta ese momento, y era considerada inconquistable, pero la llegada de Ricardo con máquinas de asedio y refuerzos masivos selló su destino. Yo enfermé después de la caída de la ciudadela; fui herido y sufrí una enfermedad misteriosa que me dejó débil y mareado durante semanas. También Hanno había sido herido, y a los dos nos tocó pasar la convalecencia en el mismo cuartel de Acre, en la parte controlada por los caballeros hospitalarios, los monjes curanderos que combinaban un profundo amor a Cristo con una reputación temible de guerreros implacables.

Hanno había formado parte del contingente alemán en Ultramar, mandado por el duque Leopoldo de Austria, pero fue dejado atrás cuando su señor feudal se retiró de la cruzada después de una grave disputa con el rey Ricardo, cabeza de la expedición. Nuestro impetuoso monarca inglés arrojó la bandera del duque desde lo alto de las murallas de Acre en las que había sido izada al lado de la inglesa y del estandarte del rey Felipe Augusto de Francia. Ricardo dijo que no era correcto que la bandera de un simple duque ondeara junto a las de los reyes. De hecho, todo se reducía a una cuestión de dinero, como ocurre a menudo en la guerra…, y también en la paz, como Robin se complacía en decir. O más bien, una cuestión de botín. Al exhibir su bandera junto a las de Ricardo y Felipe, lo que Leopoldo quería era reclamar la misma parte que ellos (un tercio) de las riquezas procedentes del saqueo de Acre. Y Ricardo no estaba dispuesto a permitirlo. Desde su punto de vista, Leopoldo fracasó en su intento de tomar Acre después de muchos meses de asedio, mientras que Ricardo lo había conseguido en pocas semanas. El resultado fue que, poco tiempo después, Leopoldo abandonó la gran peregrinación y se volvió a Austria furioso con el rey Ricardo y jurando que se vengaría.

Abandonado por su señor porque se encontraba demasiado débil para viajar, Hanno fue recuperándose poco a poco, y acabé convenciéndole para que se enrolara en la hueste de Robin, formada por proscritos de Sherwood reconvertidos en soldados. A pesar de la barrera de la lengua, que Hanno pronto superó aunque con algunos giros peculiares (tenía la curiosa costumbre de hablar siempre como si lo que contaba estuviera ocurriendo en ese mismo momento), encajó bien como explorador y como guerrero en la banda de antiguos cazadores furtivos y bandidos que seguía a Robin. Y, como ya he dicho, pareció adoptarme, y responsabilizarse de enseñarme todo lo que sabía sobre la caza al acecho, tanto de animales como de personas.

En los castillos y las grandes mansiones en los que me hospedé durante mis viajes por Inglaterra para los asuntos de Robin aquel invierno, normalmente era solicitado para entretener a mi audiencia por las noches con música, la mayor parte de composición propia, pero también en algunas ocasiones compuesta por otros, y me complació darme cuenta de que mi reputación como
trouvère
iba en aumento. En el castillo de Pembroke, en Gales del Sur, después de escuchar «Mi alegría me invita» (una
cansó
que había compuesto a medias con el mismísimo rey Ricardo Corazón de León en Sicilia, de camino hacia Tierra Santa), el famoso caballero William Marshal, ahora un gran magnate y, en ausencia de Ricardo, uno de los justicias mayores y mariscal de Inglaterra, llegó incluso a hacerme el cumplido de invitarme a abandonar el servicio de Robin y unirme a su corte.

Aunque Marshal me prometió mucho oro y las rentas de varias propiedades, le informé desolado de que no me era posible dejar a mi señor después de haber sufrido tanto a su lado en nuestros viajes a Oriente. Por supuesto que no le gustó mi negativa, pues, por decirlo con toda claridad, no estaba acostumbrado a ellas, y le costó bastante disimular su considerable irritación.

—Desde luego, entiendo vuestra lealtad a Locksley, e incluso la aplaudo —refunfuñó Marshal. Era un hombre gigantesco, tosco, de cabellos castaños que ya griseaban, en los años postreros de la edad mediana, con grandes manos llenas de cicatrices, y en aquella época tal vez el guerrero de mayor renombre en el país. Nos encontrábamos los dos en las almenas de la torre de piedra de Pembroke, recién acabada de construir, y observábamos desde allí a una multitud de peones y albañiles que trabajaban como hormigas atareadas para construir un lienzo de muralla debajo de nosotros—. Pero deberíais saber que vuestro precioso conde va a caer en desgracia. Es bien sabido que es el favorito del rey, pero el rey Ricardo se encuentra muy lejos en Ultramar, y quién sabe cuándo volverá. O si volverá siquiera algún día.

Marshal hizo una pausa en ese momento, y me dirigió una mirada significativa antes de continuar.

—Locksley tiene enemigos aquí en Inglaterra, y no me refiero únicamente a esa comadreja de Murdac. Nuestro noble príncipe Juan mira con recelo a cualquier partidario del rey Ricardo…, es tan evidente como la nariz que tiene en medio de la cara que quiere el trono para sí mismo, y me han llegado rumores de que determinados elementos muy poderosos de la Iglesia también desean ver muerto a vuestro señor. Un montón de gente ansía la caída de Robert de Locksley, joven Alan. Deberíais abandonarle mientras tengáis la oportunidad de hacerlo. Venid a probar suerte a mi lado, nadie os criticará por abandonar a Locksley para uniros al más gran y temible caballero de la cristiandad. —Me sonrió para hacerme ver que bromeaba sobre su propia fama y prestigio, pero lo cierto es que estaba muy orgulloso de su reputación como guerrero—. En serio, Alan, mis informadores me dicen que Locksley está condenado. Son demasiados los poderosos que desean verlo humillado. Uníos a mí, vuestra exquisita música tendrá la recompensa que merece, y además podré contar con otro espadachín de primera categoría en mi corte.

Sir William Marshal no era un mal hombre; si uno se paraba a rebuscar debajo de su aspecto hosco de soldado y de su enorme orgullo, encontraba nobleza…, y quería lo mejor para mí. Aun así, rechacé su oferta. Sin embargo, me preocupó lo que me había contado. Yo sabía, desde luego, que el príncipe Juan codiciaba el trono de Inglaterra; parte de las órdenes secretas que el rey Ricardo había dado a mi señor cuando éste marchó de Tierra Santa se referían a mantener vigilado a su hermano Juan y entorpecer cualquier maniobra que intentara para acrecentar su poder, de ser esto posible. Pero también me preocupaba la mención de Marshal a determinados elementos muy poderosos de la Iglesia que querían su sangre. Robin se había burlado en muchas ocasiones del clero (en sus días de proscrito, se empeñó especialmente en robar a los clérigos ricos que atravesaban sus dominios del bosque), y ahora, al parecer, aquellas cañas se tornaban lanzas.

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