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Authors: Angus Donald

Tags: #Aventuras, #Histórico

El hombre del rey (7 page)

BOOK: El hombre del rey
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—¡Bu! —me gritó, como si jugara al escondite con un chiquillo.

Conseguí componer una sonrisa nerviosa dirigida a mi viejo camarada. Y Little John me gritó:

—¡Por las pelotas colgantes de Dios, Alan, no me digas que tú también te has cagado en los pantalones con esta mascarada!

Negué con la cabeza y mentí entre dientes:

—¡Claro que no, pero parece que el truco ha funcionado con los hombres de Murdac! Los bastardos se han dado a la fuga.

—No todos, Alan —dijo Little John. Y señaló hacia el este, donde un sargento veterano dirigía a un grupo de una docena de mesnaderos de a pie para que formaran un muro de escudos de aspecto débil y vacilante—. Esta pequeña escaramuza no ha acabado aún, Alan. ¡Vamos! Todavía podemos divertirnos un poco.

Se puso de nuevo la terrorífica careta de caballo sobre la cara, y los dos hicimos girar a un tiempo nuestras monturas y picamos espuelas, rodilla contra rodilla, hacha y espada revoleando en el aire, yo al grito de «¡Westbury! ¡Westbury!», y Little John dando unos fingidos relinchos estridentes desde lo más hondo de su garganta. Cargamos como locos, o como criaturas surgidas de una pesadilla infernal, directamente contra la delgada línea formada por una docena de soldados asustados que se cubrían únicamente con sus escudos en forma de cometa. Una formación que, al vernos, se quebró como una taza de arcilla al caer sobre un suelo de piedra, y unos segundos después todos corrían para salvar sus vidas y se dispersaban entre las sombras. Yo únicamente conseguí dar un golpe de refilón al casco de un fugitivo, antes de que el hombre se escurriera debajo de un carro volcado, a salvo de mi espada. Lo dejé con vida, y tiré de las riendas, jadeante, mientras escrutaba la noche y recuperaba el aliento.

Little John se había equivocado. La batalla estaba acabada a todos los efectos, y cuando me volví hacia él para decírselo, vi que también había desaparecido en la noche. Estaba solo, y delante de mí se alzaba la tienda listada de negro y rojo de sir Ralph Murdac, iluminada ahora por un círculo de antorchas de resina de pino. Dirigí a mi caballo hacia aquel círculo de luz, y recé con fervor a san Miguel para que me concediera la suerte de encontrar aún a la pequeña rata normanda en su apestosa madriguera.

Murdac, sin embargo, ya no estaba allí, aunque sí encontré a Robin. Mi señor había descabalgado; la careta de piel de cordero colgaba de una cuerda pasada alrededor de su cuello, y tenía un gran arco en las manos, con una flecha montada y la cuerda tensada hasta la comisura de los labios. Apuntaba hacia un lado del lugar de donde venía yo, a un punto apartado de la luz y sumido en la oscuridad; giré la cabeza y seguí con la vista la dirección de su puntería. Una pequeña figura oscura se alejaba del campamento al galope sobre un caballo negro como la medianoche, a rienda suelta, haciendo saltar los vientos de las tiendas del campamento, que se abatían a su paso y caían una tras otra al suelo. Supe en el tuétano de mis huesos que el fugitivo era Murdac. Apenas un segundo después, mi señor soltó la cuerda y una vara de fresno de un metro de largo, con la punta aguzada como una aguja, relució al volar hacia la oscuridad. La flecha alcanzó a Murdac. Vi el impacto, en la parte alta de la espalda, hacia el lado izquierdo; fue un tiro magnífico, que sólo Robin y un puñado de hombres más en todo el mundo podrían haber conseguido. El blanco móvil se encontraba en ese momento a más de cien metros, y la distancia crecía a cada instante, mientras hombre y caballo corrían hacia la salvación. La sobreveste negra y roja de Murdac sólo era visible de forma intermitente en la oscuridad de la noche, cuando caballo y jinete pasaban un tramo levemente iluminado; era una hazaña casi imposible dar en el blanco, y sin embargo Robin lo hizo. Pero no fue un golpe mortal; vi que Murdac se tambaleaba en la silla por la fuerza del golpe en su espalda. Pero no cayó, y unos instantes después se irguió de nuevo, desafiante, y se perdió de vista definitivamente en dirección al vado del río Locksley, mientras el telón oscuro de la noche se cerraba a su espalda.

Oí a Robin maldecir en voz baja en el momento en que saltaba de mi montura para saludarlo y felicitarle por su asombrosa victoria.

—Quería matarlo, Alan —dijo mi señor después de que nos aferráramos recíprocamente los brazos derechos, como saludo—. Quería matarlo sin falta esta vez, y de verdad creí que lo tenía, pero parece que he vuelto a fallar.

—Puede que muera de esa herida —le dije, sonriéndole con afecto—. Tal vez Dios le reserva una muerte lenta y horriblemente dolorosa, cuando la herida se ponga negra y supure un pus espeso y empiece a oler como un carnero rancio de un mes…

—Intentas alegrarme la noche —dijo Robin con una risa amarga—. O quizá despertarme el apetito. De todas formas, gracias, Alan. No, he errado el tiro con Murdac, y habremos de enfrentarnos a él de nuevo en alguna otra ocasión. Ahora tenemos otros asuntos que atender; vamos, es mejor que nos aseguremos de que todos esos bastardos están muertos, presos o a millas de distancia de aquí.

Robin dio media vuelta, y estaba llamando a su caballo cuando William, lord Edwinstowe, precediendo a una veintena de hombres de armas montados, se acercó al trote al círculo de antorchas que rodeaba el pabellón de Murdac. Yo sabía que los hombres de Edwinstowe no habían cargado con nosotros cuando salimos del castillo para apoyar el ataque de Robin, y ninguno de ellos presentaba ninguna huella de haber entrado en batalla: ni un rasguño, ni una salpicadura de sangre en uno siquiera de ellos. Pero el cauteloso barón debió de darse cuenta del giro que tomaba la batalla, de que los hombres de Murdac huían, y llegó a la conclusión de que tenía que aparecer aunque sólo fuera por no manchar su reputación de caballero. Me di cuenta en ese momento de que, por mucho que fuera el hermano de Robin, sólo sentía desprecio por él.

—Robert —saludó escuetamente Edwinstowe, con una ligera inclinación de cabeza a mi señor.

—William —fue la respuesta, en el mismo tono frío. Luego Robin, ya montado, acercó su caballo al de su hermano. Le sonrió sin calor, y dijo—: Te doy las gracias por el gran servicio que me has prestado en estas semanas de asedio. Estoy en deuda contigo.

—Bueno, hermano, cuando me enteré de los planes de Murdac de atacar Kirkton, ¿qué otra cosa podía hacer sino venir aquí? Me he limitado a cumplir un deber de familia —dijo Edwinstowe—. Ni más, ni menos. Los deberes con la propia familia son sagrados, y están por encima de cualquier otra… consideración.

—Y yo te estoy muy agradecido —dijo Robin—. No olvidaré lo que has hecho por mí aquí.

Edwinstowe sonrió a medias; parecía complacido por el agradecimiento de Robin.

—Al parecer, he subestimado tus planes de batalla. Debo felicitarte por tu plan, por esa… estratagema, y por tu notable victoria.

Su mano enguantada describió un arco que abarcaba el conjunto del campamento enemigo convertido en rescoldos humeantes, y vacío ahora de hombres de Murdac. Robin le dirigió una sonrisa alegre, resplandeciente. Y durante un largo momento pareció que el barón iba a decir algo más, pero por fin se limitó a un gesto de asentimiento e hizo dar la vuelta a su caballo para, al frente de su fuerza de choque formada por hombres de armas sin huellas de haber entrado en combate, trotar de regreso al castillo de Kirkton.

♦ ♦ ♦

Los prisioneros estaban cansados y muy asustados. Dos docenas de hombres pálidos, con las muñecas y el cuello sujetos por gruesas sogas, algunos de ellos con heridas leves (los muy mal heridos habían sido piadosamente enviados a su Hacedor inmediatamente después de concluida la batalla), estaban sentados desconsolados, recostados en la empalizada de madera, despojados de sus ropas hasta quedar casi desnudos, y custodiados por un pelotón de arqueros jubilosos por la victoria, que compartían jarras de hidromiel y sobados chistes marciales. El alba había llegado poco tiempo antes al patio del recinto interior del castillo de Kirkton, y Hanno me estaba felicitando por la muerte de la noche anterior.

—Estoy muy satisfecho, Alan —me dijo mi amigo bávaro, y en su cabeza redonda y afeitada apareció una sonrisa que exhibió una hilera mellada de dientes grises y rotos—. Fue una muerte hermosa, ya lo creo. Elegante, muy silenciosa, casi perfecta.

El dedo mordido me dolía por la falta de cura, aunque lo había vendado ligeramente antes de la batalla de la noche pasada. Miré a mi amigo con algo de amargura, maravillado por oírle utilizar la palabra «hermosa» para calificar un asesinato sórdido.

—¿Qué quieres decir, con ese
casi
perfecta? —dije—. Lo eliminé sin el menor ruido.

Mi humor era algo melancólico, como me sucede siempre después de un derramamiento de sangre, cuando el mundo parece plano y gris, y en mi alma pesa el remordimiento por los hombres que había matado. Además, el dedo me dolía más que un poco.

—Oh, Alan, no me interpretes mal —dijo Hanno, ahora muy serio—. Me siento muy orgulloso de ti…, pero la próxima vez tienes que golpear mientras está de pie, mano izquierda y daga al mismo tiempo —hizo el gesto de tapar la boca de una víctima invisible y hundir simultáneamente el acero en la base de su cráneo—, y no utilizar tu peso para derribarlo al suelo y luego matarlo mientras los dos rodáis de un lado para otro como dos puercos felices revolcándose en el barro.

—Muy bien, la
próxima vez
intentaré hacerlo mejor —dije con una mueca. Me sentía ligeramente mareado al recordar aquel asesinato sangriento en la oscuridad. Hanno era un defensor apasionado de la perfección, capaz de discutir interminablemente sobre ella: la cerveza perfecta, la mujer perfecta, la estocada perfecta. En cambio, no se dio cuenta en absoluto de que yo estaba hablando con sarcasmo.

—Ésa es la actitud correcta, Alan —dijo Hanno, con gestos de aprobación—. Cada vez que lleves a cabo un trabajo, has de procurar hacerlo mejor que la vez anterior…, hasta que resulte perfecto. Recuerdo mi primera muerte silenciosa…, oh, hace ya muchos años, en Baviera. Yo estoy al servicio de Leopoldo, duque de Austria, un hombre grande y poderoso, y me llegan órdenes suyas a través del renombrado y nobilísimo caballero Fulk von Rittenburg…

En ese momento, me ahorré volver a escuchar una historia que ya había oído una docena de veces gracias a la llegada de Robin, que todavía vestía el largo manto negro que formaba parte de su disfraz de caballo-demonio la noche pasada; le acompañaban Little John, Marian y una nodriza que llevaba en brazos a un niño pequeño, de mirada solemne, un poco rechoncho; debía de tener dos años y medio de edad, si mis cálculos eran correctos.

Robin se detuvo delante de los prisioneros y alzó en silencio su espada. Su rostro estaba tan pálido como el de un hombre obligado a pasar la noche a la intemperie en pleno invierno. Detrás de él, Marian parecía extrañamente asustada y confusa. John, en cambio, tenía una actitud despreocupada y me dirigió un guiño alegre.

—Hacedles ponerse de pie —dijo Robin en tono seco a los arqueros de guardia. Y mientras los prisioneros eran forzados a levantarse a golpes y empujones, Robin los observaba con una mirada metálica tan fría como el acero que empuñaba.

—Habéis venido a este lugar y puesto sitio a mi castillo con vuestro señor, el cobarde que se hace llamar a sí mismo sir Ralph Murdac, con la intención de matar a mis servidores y arrasar mis tierras mientras yo estaba fuera, luchando por la cristiandad en Tierra Santa. ¿Es o no es cierto?

Los hombres atados no contestaron; removieron los pies, incómodos, con la vista clavada en el suelo de tierra apisonada del patio. Uno de ellos empezó a llorar en silencio. Robin continuó:

—Y sin embargo, ¿no había declarado su santidad el papa Celestino que las tierras y las haciendas de un hombre quedarían bajo la protección de la Santa Madre Iglesia mientras él tomara parte en una santa peregrinación? Atacar las propiedades de un hombre en esas condiciones es romper la Tregua de Dios, un pecado grave, tan reprobable como atacar las propiedades de la misma Iglesia, ¿no es así?

Los hombres siguieron en silencio. Robin hizo una pausa de un segundo apenas, y prosiguió:

—Así pues, según la santa ley de Dios y la de su santidad el papa, todos vosotros merecéis la muerte por el crimen que habéis cometido fuera de estos muros. ¿No es así?

Yo me reía en mi interior al oír cómo mi señor, un hombre del que sabía que no sentía el menor respeto por el papa de Roma ni por ningún otro eclesiástico de alto rango si vamos al caso, utilizaba aquella ley como justificación, supuse, para ejecutar a aquellos hombres. «Adelante con ello —pensé para mis adentros—. Si has decidido matarlos, adelante. No los cargues con un largo sermón para que se lo lleven a la tumba».

—Pero hay algo que me indigna más que el cobarde ataque a mis tierras mientras yo combatía por la buena causa en Ultramar —siguió diciendo Robin—, y es que vuestro señor ha ido sembrando sospechas sobre el honor de mi esposa, la condesa de Locksley. —La mirada de Robin fustigó a aquellos hombres encogidos, muchos de los cuales musitaban plegarias entre dientes, convencidos de que sus días sobre la tierra estaban a punto de concluir—. El cobarde Murdac afirma que el pequeño Hugh, aquí presente, mi
hijo
—Robin puso un énfasis especial en la última palabra—, no es en realidad hijo mío, sino suyo.

Durante más de un año, por lo que yo sabía, sir Ralph Murdac había estado difundiendo el rumor de que había yacido con Marian y la había dejado preñada. Ese rumor llegó hasta nosotros en un lugar tan lejano como la isla de Sicilia, llenando a Robin de desazón y de la sensación de ridículo del marido cornudo, algo que Robin no podía soportar. Y lo que era peor, los rumores eran ciertos. Murdac había yacido con Marian cuando ella era su cautiva, en los días de proscrito de Robin, y aunque con toda seguridad se trató de una cópula forzada, no podía negarse a ciencia cierta que el hijo era suyo. Me sorprendió que Robin hablara en público de aquellos temas tan intensamente privados y vergonzosos. Ni siquiera yo, uno de sus amigos más próximos, me había atrevido nunca a hablar con él de aquella cuestión. Pero al parecer ahora había decidido sacar el asunto a la luz.

—¿Alguno de los presentes quiere apoyar, ante la Virgen, la demanda del mentiroso Murdac, y sostener que mi hijo Hugh es en realidad suyo?

Los prisioneros miraron al pequeño acurrucado en silencio en los brazos de su nodriza. El niño les devolvió la mirada con sus grandes ojos de un azul pálido, bajo una mata de pelo azabache. Dios me perdone por decir esto, pero era la imagen misma de Murdac, un sir Ralph en miniatura…, y todos los presentes podían verlo. Pero nadie dijo una palabra.

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