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Authors: Angus Donald

Tags: #Aventuras, #Histórico

El hombre del rey (4 page)

BOOK: El hombre del rey
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Me alejé a toda prisa de la gran tienda sin ser visto, dejando a mi pesar la figura intacta de mi enemigo al lado del fuego, y de nuevo dirigí mis pasos hacia la masa oscura del castillo que se recortaba en el horizonte al sur. Había un centinela en el extremo más alejado del campamento, alerta y patrullando la sección que le habían asignado con una diligencia poco natural a unas horas tan tardías. Dejé atrás el campamento, y recorrí los veinte metros escasos de campo abierto que nos separaban mientras reunía todo mi valor para una pantomima final. Marché directamente hacia aquel hombre, con la mano derecha oculta detrás de la espalda, y lo abordé imitando el tono brusco y autoritario de un oficial:

—¡Eh, tú! ¿Cuál es la contraseña? ¡Vamos, vamos, no me digas que se te ha olvidado!

Me miró extrañado al advertir las manchas de barro y de sangre en la sobreveste negra y la improbable combinación de juventud y arrogancia de mi persona. Luego, confiado quizá por la dirección de la que venía, contestó:

—No se me ha olvidado, señor: es Magdalena. Pero ¿puedo preguntaros, señor, quién sois
vos
?

—Me han ordenado relevarte. Eso es todo lo que has de saber —dije con brusquedad—. Órdenes de sir Ralph.

Asintió, pero parecía algo dubitativo. La mano que tenía yo a la espalda sujetaba con firmeza la empuñadura de la misericordia; en unos instantes, aquel muchacho iba a sentir su punta en el corazón si se negaba a admitir mi explicación. Le miré desafiante, directamente a los ojos. Al final pareció convencido de mi autoridad, se encogió de hombros y pasó a mi lado en dirección al campamento. Le seguí con la vista hasta que desapareció entre la multitud de tiendas, y por fin me relajé, aspiré una gran bocanada de aire y volví a enfundar la delgada hoja de acero en mi bota.

Había puesto a prueba demasiadas veces mi temple aquella noche, y me di cuenta de que mis manos temblaban ligeramente, pero aún me quedaba un obstáculo que salvar: las murallas del castillo de Kirkton.

Sin embargo, entrar en el castillo fue más sencillo de lo que había esperado. Tan sólo tuve que alejarme de la masa de tiendas de campaña y cruzar un amplio espacio de pastos para el ganado en dirección a la mole sombría de Kirkton. Cuando me encontraba a cincuenta metros, una antorcha encendida asomó en lo alto de las almenas, y en respuesta grité:

—¡Eh, los de Kirkton! Soy un amigo. ¡Hola! No disparéis. Vengo de parte de Robin. De parte de lord Locksley.

Una flecha pasó volando junto a mi oreja, y fue a enterrarse en el suelo una docena de metros a mi espalda; alcé los dos brazos en el aire y volví a gritar:

—¡Hola, Kirkton! Vengo de parte del conde de Locksley, ¡dejadme entrar por el amor de Dios!

Oí el silbido de otra flecha, y una voz con un fuerte acento galés que yo conocía muy bien pero no había oído desde hacía más de dos años, gritó:

—¡Deja de disparar,
ynfytyn
, no desperdicies más flechas! —Y luego, en un tono mucho más fuerte, preguntó—: ¿Quién está ahí fuera? ¡Adelántate y di tu nombre!

—Tuck, soy yo… Alan. Dile a ese idiota que deje de intentar ensartarme como si fuera un maldito capón. ¿No me reconoces, tonel de sebo de puerco? Soy Alan Dale. Soy yo.

—¡Dios bendiga mi alma! —dijo la voz galesa—. Alan Dale de vuelta de Tierra Santa, de vuelta de entre los muertos. ¡Aún existen los milagros y las maravillas!

Y los ecos de una estruendosa carcajada llegaron a mis oídos en la oscuridad.

Capítulo II

M
e izaron sobre la empalizada de madera con una soga en menos tiempo del que se tarda en desollar un conejo: mi viejo amigo Tuck y el arquero membrudo y de rostro algo compungido que estaba de centinela, un hombre llamado Gwen al que yo apenas conocía. La puerta principal estaba atrancada, me dijo Tuck en voz baja, y despertar a la guardia para explicar la razón por la que era necesario abrirla exigiría demasiado tiempo y causaría demasiado alboroto. Tan contento estaba yo de ver a mi gordo amigo que casi no me importó haber pisado un cadáver que llevaba un mes pudriéndose en la zanja abierta junto a la empalizada (mi pie se hundió en sus tripas en descomposición casi hasta el borde de la bota), mientras esperaba que me echaran la soga desde arriba.

Tuck casi no había cambiado en todo el tiempo pasado desde que nos despedimos; tenía la misma carota redonda y alegre surcada por media vida de sonrisas, la misma nariz bulbosa, el pelo castaño rojizo ahora espolvoreado de algunos cabellos grises, y aún con la tonsura bien marcada. Aunque ya no era un fraile, como lo era la primera vez que nos encontramos, seguía perteneciendo al clero: ahora era el capellán personal de Marian, la condesa de Locksley. Su nuevo rango no había traído cambios en su aspecto. Tal vez su hábito pardo de monje estaba más raído y manchado, y parecía haber perdido algo de volumen, pero aparte de eso era exactamente el mismo hombre fuerte, ancho y fiable que había dejado atrás en Kirkton cuando Robin y yo cruzamos a caballo sus puertas para dirigirnos a Tierra Santa, más de dos años atrás.

También el castillo me resultó maravillosamente familiar, incluso en la oscuridad. Y cuando Tuck y yo dejamos a un Gwen que aún balbuceaba disculpas seguir con sus deberes de centinela, y bajamos desde el camino de ronda que daba toda la vuelta a la empalizada hasta el patio del recinto interior del castillo, para dirigirnos al gran torreón, él parloteó sin parar tan animadamente como si nos hubiéramos separado la semana anterior. Yo sólo le escuchaba a medias, porque mi cabeza seguía abarrotada de las emociones de mis sangrientas aventuras de aquella noche; y me sentí aún más confuso porque la sensación alegre de volver a encontrarme en casa casi me abrumó, al mirar a mi alrededor la fortaleza en penumbra de mi señor.

—… Y casi hemos agotado el último barril de harina —continuó Tuck—. El agua y la cerveza aún aguantan, desde luego, pero las he estado racionando desde el principio del asedio…

Los hombres de Murdac, por lo que deduje del feliz parloteo de Tuck, se habían presentado hacía un mes, sin previo aviso, y de inmediato habían lanzado un asalto al castillo. Pero la guarnición de cuarenta hombres que Robin dejó para proteger a su esposa y su hijo había sido reforzada por una hueste de un número similar de mesnaderos de William de Edwinstowe, el hermano mayor de Robin.

La fuerza conjunta que defendía Kirkton había conseguido rechazar dos furibundos asaltos, y entonces los hombres de Murdac, diezmados pero no vencidos, habían instalado su campamento en los campos que rodeaban el castillo, y parecían decididos a rendir por hambre a los defensores de Kirkton.

—¿Lord Edwinstowe está aquí? —pregunté a Tuck.

—Puedes oírle roncar como una tronada en verano detrás de esa puerta —contestó mi amigo, señalando la entrada a los apartamentos privados de Robin y Marian, en un extremo de la gran sala del torreón.

—¿Y Marian? —pregunté a Tuck, incrédulo ante la posibilidad de que ambos…

Tuck detuvo mis pensamientos:

—Se ha instalado en la atalaya. Es el lugar más seguro para ella si el enemigo consigue entrar en el castillo. Su salud es buena y está bastante cómoda, por lo que me dice, y eso le permite supervisar los víveres que tenemos almacenados allí. También el pequeño Hugh está en buena forma.

—El hermano de Robin, William, ha expulsado a Marian de su propio lecho, en su propio castillo…

Empecé a temblar de ira ante aquel insulto a la dama de mi señor, forzada ahora a dormir en la robusta e incómoda torre cuadrada de madera que coronaba el recinto. Era el último reducto defensivo del castillo, una poderosa fortificación de dos pisos que se asentaba sobre un montículo, y en la que un puñado de hombres valerosos podía resistir ante un enemigo muy superior si éste había invadido ya el recinto; pero era también una construcción tosca, pensada para cumplir objetivos militares, y en modo alguno un lugar adecuado como residencia de una gentil dama de noble cuna.

—Paz, Alan, paz —dijo Tuck—. Lord Edwinstowe es el señor de este castillo…, por el momento. Sin duda las cosas cambiarán ahora que Robin ha vuelto. Era justo que se quedara con la habitación del señor. Él nos ha salvado, ¿sabes?, sin sus mesnaderos habríamos sido barridos cuando Murdac nos atacó. Es verdad que el asedio está resultando bastante tranquilo últimamente, si olvidamos el intercambio de flechas y de insultos, pero no conviene ofender a Edwinstowe. Son sus hombres los que mantienen al enemigo fuera de nuestros muros.

Comprendí sus argumentos, pero una parte de mí mismo siguió deseando abrir de una patada la puerta de la alcoba de Marian y llevarme de allí a rastras, hasta el patio, al barón dormido. Con todo, callé y me limité a dirigir una mirada asesina a la puerta del dormitorio.

—Pareces haber cambiado, Alan —dijo Tuck—. No eres aquel joven alegre que salió de las puertas de Kirkton en dirección a Tierra Santa; te has hecho más duro, más iracundo. Pero todo eso no tiene importancia. Cuéntame, ¿cómo es Tierra Santa, fue hermoso? ¿Rezasteis en la iglesia del Santo Sepulcro? ¿Sentisteis la presencia viva de Nuestro Señor y Salvador Jesucristo?

Los ojos de Tuck brillaban; había deseado con todas sus fuerzas unirse a nosotros en la gran peregrinación, y sólo su fuerte sentimiento de lealtad a Robin le mantuvo en Kirkton con la misión de proteger a Marian. Me alegré de que se hubiera quedado; a pesar de lo que había dicho de William de Edwinstowe, supe que sólo gracias a Tuck mi señora había podido mantenerse sana y salva en ausencia de Robin.

—Fue… duro. Ha sido una experiencia desoladora, agotadora y sangrienta, y muchos hombres buenos murieron por nada… Pero te lo contaré todo más tarde —dije a Tuck.

—Por supuesto —dijo, e inclinó la cabeza para asentir—. Tenemos asuntos más urgentes que atender. ¿Dónde está Robin ahora? ¿Cuáles son sus planes?

Y así, mientras Tuck se atareaba en servirme una jarra de cerveza y una rebanada de pan con jamón salado, le conté los planes de Robin para obligar a levantar el sitio. Cuando hube acabado de explicarle cómo una hueste pequeña podía derrotar a otra mucho mayor, y qué era exactamente lo que Robin deseaba que hiciéramos para ayudarle a conseguirlo, Tuck se echó atrás con la boca entreabierta y dijo con un terror genuino en la voz:

—Ese hombre tiene el diablo metido en el tuétano de los huesos. Es un plan excelente, Alan, y es muy posible incluso que funcione, pero esa treta no podría haber sido ideada nunca por un buen cristiano. Rezo por su alma, de verdad que lo hago, porque mucho me temo que, en el otro mundo, Robin va a arder para toda la eternidad.

Insistió de nuevo en los detalles, pero sentí que mi cansancio provocaba un mareo que empezaba a abrumarme. Casi había amanecido, y yo apenas conseguía mantener los ojos abiertos, cuando Tuck dijo por fin:

—¿De modo que todo esto ocurrirá hoy mismo a medianoche?

Yo asentí con un bostezo.

—Bueno, Dios se apiade de sus almas. Pero veo que necesitas descansar, Alan.

Me tendió una manta vieja, y me condujo hasta un montón de pieles grasientas tiradas en un rincón de la sala; y allí tardé apenas unos instantes en sumergirme en un sueño pesado.

♦ ♦ ♦

Desperté ya avanzada la mañana con una visión encantadora, un ángel rubio inclinado sobre mí. Su comportamiento, con todo, estaba muy lejos de ser angelical. Me estaba dando patadas no muy cariñosas en las costillas con su zapatilla forrada de piel de cabrito, y gritaba:

—¡Alan, Alan, levanta! He estado esperando una eternidad a que te despiertes. No son momentos para hacer el remolón, ¡levanta! Quiero hablar contigo. ¡Tengo muchas cosas que preguntarte!

Después de frotarme los ojos para ahuyentar el sueño, vi que se trataba de Goody, o para decirlo con corrección de Godifa, la dama de compañía de Marian y una buena amiga de mis días de proscrito. Debía de tener ya casi quince años, calculé rápidamente, una edad en la que muchas doncellas del país están ya prometidas o incluso casadas y con hijos, y era de una belleza poco común: el fino cabello dorado, anudado en dos trenzas, enmarcaba un rostro oval con una nariz pequeña y unas mejillas saludables de color rosado. Sus ojos eran del tono azul violeta de la flor del cardo, y su hermosura casi me quitó la respiración. Me di cuenta de que la estaba mirando boquiabierto, intentando dar con palabras adecuadas para saludarla, sin encontrarlas.

—Deja de dar boqueadas delante de mí como un pez recién pescado y ven a desayunar —dijo—. Quiero que me cuentes todo, absolutamente todo sobre tus aventuras en Tierra Santa. ¿Es verdad que los sarracenos son caníbales? Cuentan que se comen crudos a los niños cristianos que capturan…

Silencié sus bobas preguntas y disimulé mi mudez repentina e inexplicable abrazándola. Durante un momento, cuando la rodeé con mis brazos torpes, se pegó a mi cuerpo, pero enseguida forcejeó para librarse y empezó a gritar:

—¡Oh, Alan, hueles… mejor dicho, apestas! Apestas a sangre, a sudor y a algo peor, a… Oh, cómo oléis los hombres. Tienes que bañarte enseguida.

De pronto, me di cuenta de que seguía vestido con las ropas de la noche pasada, rígidas y arrugadas después de empaparse con la llovizna y de haber dormido con ellas puestas; mi cara aún estaba sucia de polvo y barro y, al mirarme las manos, vi mis dedos salpicados de la sangre seca del joven centinela. Cuando me pasé la mano sucia por el pelo, noté que mis habituales rizos rubios estaban en punta sobre el cuero cabelludo.

—He viajado cinco mil agotadores kilómetros para llegar aquí, sufriendo penalidades y peligros sin cuento en tierras extrañas, por no mencionar la muerte de un hombre a sangre fría y la entrada clandestina en el campamento del enemigo la noche pasada… ¡Me parece que sería muy raro que después de todo lo que he pasado oliera a rosas!

Me sentí un poco irritado, aunque no mucho, al ver que aquella muchacha hermosa hasta aturdir mis sentidos se quejaba de mis olores de soldado. Aunque sabía que no presentaba mi aspecto más favorable, deseaba ser tratado como un héroe de regreso a casa, como un guerrero victorioso, y no como un vagabundo maloliente.

—De todas formas, no tengo tiempo para chapotear como una niña boba en una cuba de agua caliente y jabonosa; he de hablar de inmediato con lord Edwinstowe.

Le tocó entonces a Goody el turno de ofenderse.

—¿Así que sólo se lavan las niñas bobas? Muy bien, señor, informaré a su alteza de que un soldadote que apesta a tigre solicita ser recibido de inmediato.

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