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Authors: Angus Donald

Tags: #Aventuras, #Histórico

El hombre del rey (5 page)

BOOK: El hombre del rey
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Luego me sacó la lengua, dio media vuelta y desapareció. Salvo por el gesto burlón de sacar la lengua, su aspecto era el de una gran dama de alta cuna, y me di cuenta de que había cambiado en más cosas que en el aspecto exterior.

Recogí en la cocina mi desayuno, y pasé media hora vagando por el patio del castillo mientras masticaba el mendrugo seco y miraba a mi alrededor, bajo el sol de septiembre, como un palurdo en la feria del condado. Al ver el aire plácido aunque atareado del lugar, era difícil creer que fuera de la empalizada de troncos había cientos de enemigos empeñados en destruirnos. Pero el recinto del castillo estaba bastante lleno, según pude ver; supuse que todos los habitantes de las aldeas y pequeñas posesiones vecinas se habían refugiado en el interior del recinto para ponerse a salvo del pillaje de los hombres de armas de Murdac. Me estaba preguntando si alguno de los campesinos presentes sería útil en lo más mínimo para luchar, cuando vi reñir a dos niños en un círculo formado por sus compañeros, que los jaleaban. Uno era bajo y moreno, de unos diez u once años, y el otro alto y ya adolescente, casi un hombre. La pelea parecía tan desigual que tuve la certeza de que el chico pequeño y moreno iba a resultar seriamente herido. Y se me pasó por la cabeza intervenir, dar al chico mayor un capón o dos y apartarlo de allí. En cambio, para mi sorpresa, después de esquivar un par de embestidas del alto, el chico moreno agarró el brazo de su rival cuando pasaba por encima de su cabeza, colocó el hombro derecho bajo la axila del muchacho más alto, tiró hacia abajo, se dobló sobre sí mismo y proyectó al otro contra el suelo embarrado del patio. El adolescente alto se quedó tan sorprendido como yo mismo. Y mientras el chico pequeño y moreno le ayudaba a ponerse de nuevo en pie (me di cuenta entonces de que no era una pelea seria, sólo un ejercicio tomado como distracción), vi que Tuck se abría paso por entre el grupo de chicos que jaleaban y los mandaba a todos en dirección a unos establos que habían sido acondicionados como escuela. Cuando el rebaño de chicos pasó a mi lado, llamé a Tuck y le hice una seña para que se acercara.

—¿Quién es ese chico bajo y moreno? —pregunté a mi amigo—. ¿Y por qué arte de magia ha aprendido a hacer morder el polvo a tipos que le sacan dos palmos?

Tuck resplandeció casi de orgullo paternal y gritó al muchacho:

—¡Thomas, Thomas, ven aquí! ¡Quiero presentarte a un amigo! —Y cuando el chico moreno vino obediente al trote, Tuck le dijo—: Muchacho, éste es Alan de Westbury,
trouvère
del conde de Locksley, que acaba de regresar de combatir a los sarracenos en Tierra Santa.

El chico clavó en mí sus ojos de azabache, a tono con su cabello oscuro. Tenía un aire de tremenda confianza en sí mismo; no de arrogancia, sino sólo la mirada de alguien que ha encontrado su lugar en el mundo y no está dispuesto a dejar que nadie se lo quite. Parecía sólido de una forma desacostumbrada: era moreno y fuerte, como el tronco de un roble crecido, y aquella cualidad resultaba inquietante en una persona tan joven.

—Me siento honrado de conoceros —dijo en tono grave—. ¿Puedo preguntaros, señor, si sois Alan Dale, el espadachín?

Asentí, impresionado por la total seguridad en sí mismo de que daba muestra. ¡Me estaba interrogando a mí!

—A veces me han llamado así —admití.

—Entonces, ¿puedo pediros un gran favor? —prosiguió aquel chico extraordinario—. ¿Os dignaréis a cruzar algún día vuestra espada con la mía, y tal vez a enseñarme alguno de vuestros secretos? Quiero aprender a luchar, y me han dicho que vos sois uno de los mejores hombres de Inglaterra en el manejo de la espada.

—Me parece que ya has aprendido a luchar —le dije, señalando con la cabeza al chico alto al que acababa de derrotar, y que ahora se dirigía cojeando a la escuela improvisada.

Se encogió de hombros.

—Eso era sólo un juego de chicos, un tipo de lucha que estoy intentando perfeccionar; quiero aprender a luchar como un soldado de verdad.

Hablaba con una frialdad y una madurez que resultaban casi ridículas en aquel pequeño retaco. Tenía delante de mí a un chico que no podía contar más de once años, pero que hablaba como un hombre en la plenitud de su fuerza. La verdad, me pareció que podría resultar un tipo difícil de manejar si me reía de él; su actitud, su mirada, toda su persona exigían que se le tomara en serio.

—Si sobrevivimos a la próxima batalla contra los hombres de sir Ralph Murdac, me encantará intercambiar algunos golpes contigo, si todavía deseas hacerlo…, pero con una condición —dije, con la misma seriedad que él había mostrado.

—¿Señor? —preguntó.

—Que tú me enseñes a mí el movimiento con el que derribaste a ese chico más alto —le sonreí—. Nosotros los guerreros hemos de contarnos nuestros trucos, ¿no te parece? De ese modo todos aprenderemos a ser mejores.

Pude ver que mis palabras le sorprendían, pero para hacerle justicia lo disimuló muy bien; fue casi como si estuviera acostumbrado a que guerreros de más edad lo trataran de igual a igual.

—Gracias, señor —dijo en tono grave—. Esperaré con impaciencia ese día.

Me hizo una profunda reverencia, dio media vuelta y corrió hacia la escuela. Yo me volví a Tuck:

—¡Qué chico tan extraordinario! ¿Dónde lo has encontrado?

—Ese, amigo mío, es Thomas Lloyd —dijo Tuck—. ¿No te resulta familiar el nombre?

Me lo quedé mirando, desconcertado.

—Es el hijo de Lloyd ap Gruffyd. Sin duda te acuerdas de él.

No conseguí recordar a nadie con ese nombre. Tuck soltó una carcajada, pero su risa estaba teñida de una extraña tristeza.

—¿Tantos hombres has matado, Alan, que sus nombres ya no significan nada para ti? —dijo—. Oh, Alan, habremos de preocuparnos de tu alma antes de que pase mucho más tiempo. Temo que la sangre de tantos hombres muertos con violencia te haya dejado manchado sin remedio.

Y se alejó meneando suavemente la cabeza en dirección a la escuela, ahora abarrotada de jóvenes y niños de ambos sexos.

Entonces recordé quién era el padre de aquel niño: el arquero galés que intentó matar a Robin antes de que partiéramos hacia Ultramar. Con la esperanza de reclamar la recompensa ofrecida por Murdac, se introdujo una noche en el dormitorio de Robin, y allí me encontró dormido a mí, que había ido a entregar un mensaje a mi señor. El arquero me atacó, confundiéndome con Robin. Después de una lucha corta y terrible en la oscuridad, maté a aquel individuo. El chico, recordé ahora, el Thomas Lloyd con el que acababa de hablar, fue adoptado después en el castillo para atender su propia protección. Había una extraña lógica en aquel acto de caridad cristiana, que revelaba la influencia de Tuck: «Los pecados de los padres no han de recaer sobre la cabeza de los hijos», me había amonestado el monje en una ocasión, y me di cuenta de que había puesto en práctica aquel principio.

Pero me asaltó una idea escalofriante, consecuente con la anterior: ¿sentiría algún día el hijo la necesidad de vengar la muerte de su padre? Si así ocurría, yo me vería obligado, contra mi voluntad, a matarlo también. Sabía en mi corazón que, por joven que fuera Thomas, yo podría cometer aquel crimen, y que lo cometería si…, tal como lo habría expresado Robin, fuera necesario.

¿En qué monstruo me estaba convirtiendo? ¿Llegaría a ser igual que mi señor, el asesino a sangre fría más despiadado que he conocido? Me estremecí, a pesar de que el día era bastante caluroso.

Mis negros pensamientos quedaron interrumpidos por la voz más suave y dulce que conocía, y que me llamaba:

—¡Alan! ¡Oh, Alan, bienvenido a casa! ¡Es maravilloso verte otra vez!

Era mi amiga y anfitriona, Marian, condesa de Locksley. Doblé la rodilla para hacerle una profunda reverencia acompañada de un floreo de la mano, y mi humor sombrío se disipó al instante delante de su sonrisa radiante e inocente.

Me aferró por los dos antebrazos, me abrazó un breve instante, y enseguida me miró a los ojos:

—¿Cómo está? ¿Está bien? —me preguntó en tono grave.

—Robin se encuentra perfectamente —le aseguré—, y me ha encargado que te ofrezca de su parte un tierno beso, un gran abrazo y todo el amor de su corazón.

Estaba mintiendo, por supuesto. Robin no me había encargado decirle nada semejante, y se indignaría en caso de enterarse de que había puesto esas palabras en su boca, pero yo quería mucho a Marian y me daba cuenta de que necesitaba estar segura de que el afecto de Robin aún subsistía. ¿Quién era yo para negarle algo de consuelo en esa materia? Una sombra oscura se había instalado entre Robin y la hermosa dama que ahora tenía delante de mí; y aunque yo no podía hacerla desaparecer, sí podía en cambio conseguir que ella se sintiera feliz por unas horas.

—Vendrá esta noche —dije—. Y ahuyentará a la chusma de Murdac lejos de tus murallas, a sangre y fuego.

—Sabía que volvería —dijo ella, y una pátina de humedad hizo brillar sus ojos—. Incluso en los días más negros, sabía que iba a volver. ¿Ha cambiado? ¿Ha dicho algo acerca… acerca de… su familia?

Se interrumpió de pronto, y calló. Yo sabía a lo que se refería (a su pequeño Hugh), pero opté por malinterpretar sus palabras.

—Me ha dicho que debo hablar con su hermano lord Edwinstowe cuanto antes, mi señora. ¿Tendréis la bondad de conducirme ante él?

Marian se inclinó hacia mí y arrugó la nariz. Luego dijo en tono severo:

—Desde luego que sí, pero me parece que antes de ser conducido ante la presencia de su alteza deberías cambiarte de ropa, y ponerte algo más adecuado para un noble guerrero de Cristo, de uno que ha tomado parte en la gran peregrinación a Tierra Santa. Y tal vez, antes de eso, podrías tomar un baño…

Y así fue como, un cuarto de hora más tarde, estaba yo sentado en el cuarto de los baños dentro de una cuba de madera humeante, con mis partes pudendas cubiertas con un lienzo mientras las criadas vertían cubos de agua caliente sobre mi torso enrojecido y enjabonado. Fue maravilloso. Marian hizo honor a su palabra, y después de mi baño caliente me envió para vestirme ropa interior limpia, unas calzas verdes nuevas, una camisa fina de lino y una túnica de lana gris. Encima de todo ello me puse una gruesa capa de lana verde de buena calidad, con una orla de brocado de hilo de oro, y colgué de mi cintura una espada nueva procedente de la armería. Debo admitir que me sentí mucho mejor después de bañarme, y que vestir de nuevo como correspondía al señor de Westbury llenó mi corazón de una satisfacción profunda y tranquila.

William, lord Edwinstowe, esperaba sentado en un amplio sitial de madera pintada en colores vivos, situado en la cabecera de la sala de Robin, vestido con una larga túnica de color púrpura y con sus cabellos castaños, largos hasta la altura de los hombros, recogidos por una diadema de oro. Fui conducido a su presencia por un sirviente y, después de inclinarme en una respetuosa reverencia, el barón y yo nos quedamos mirándonos el uno al otro sin hablar durante un rato. Tenía cierto parecido con Robin, según pude observar, aunque su rostro era más delgado, y más duro en las comisuras de la boca. Además, sus ojos eran castaños, en lugar del extraordinario tono gris plateado de Robin, y a pesar de que estaba sentado me di cuenta de que era un poco más alto que mi señor. Cuando finalmente habló, también su voz era distinta: más aguda y no tan musical como en las cadencias del conde, mi señor.

—De modo que venís a verme de parte de Robert de Locksley —dijo—. ¿Y dónde está ahora, si puedo preguntarlo?

—Está muy cerca, señor —dije—, en las colinas del norte, bien escondido, pero puede observar el castillo mientras hablamos.

—¿De modo que mi hermano pequeño se esconde y observa, mientras yo defiendo
su
castillo de
sus
enemigos?

Su tono iba cargado de algo más que de un matiz de desdén, y sentí la comezón de la rabia en mis mejillas. Sabía, sin embargo, que debía reprimir mi mal humor: no podía permitirme ofender a aquel hombre. El plan de Robin dependía de su buena voluntad, y yo debía instarle a actuar según los deseos de Robin para que el plan tuviera éxito.

—Mi señor atacará el campamento de Murdac esta noche —dije, en tono apaciguador—. Con todos sus hombres, a medianoche.

—¿Eso hará? —dijo William—. ¿Y a cuántos hombres tiene aún a sus órdenes, me pregunto? Me han dicho que hubo grandes matanzas en Ultramar, que la gran peregrinación acabó en fracaso, y que el largo y difícil viaje de regreso… Bueno, una distancia tan enorme sangra a los hombres del mismo modo que se escurre un buen vino en un odre agujereado.

—Cuenta todavía con medio centenar de hombres curtidos —dije, apretando los dientes. Aquel hombre me enfurecía.

—Cincuenta… son demasiado pocos para atacar a sir Ralph Murdac —decidió William—. Ese tipo tiene trescientos, quizá cuatrocientos soldados ahí fuera. De no haber sido por mi ayuda, habrían arrasado el castillo hace ya varias semanas.

—Y Robin os está muy agradecido. También tiene un plan, un truco ingenioso que cree que minará el valor del enemigo y hará que sus piernas tiemblen como jalea y la espina dorsal se les derrita como el agua. Con vuestra ayuda, cree…

—¿Con mi ayuda, decís? Sí, sin duda desea mi ayuda. ¿Cuándo
no
ha necesitado mi ayuda? Ya de niño la necesitaba, y también después, cuando fue proscrito de la sociedad decente y se convirtió en un vagabundo maldito por todos que recorría Sherwood jugando a sus estúpidos juegos. También entonces le ofrecí mi ayuda…

Estaba empezando, a mi pesar, a irritarme con el barón, aquel tarugo lánguido vestido de púrpura que tenía delante. Temí que mi ira se reflejara en mis ojos, y aparté la vista; entonces vi a Tuck parado junto a la pared de la sala. A uno y otro lado, mirándome, estaban los dos mastines gigantes llamados
Gog
y
Magog
por su terrible capacidad destructora en batalla. Una de las dos bestias bostezó, sus enormes mandíbulas se abrieron y mostraron toda su dentadura aguda como puntas de lanza.

Y mi rabia disminuyó un poco. Incluso a los perros aburre este idiota pomposo, pensé, y sonreí para mis adentros.

—… Trucos y planes, planes y trucos, es todo lo que sabe hacer mi hermano pequeño desde que era un crío. Si yo tuviera un chelín por cada vez…

Le interrumpí en ese momento.

—Milord —le dije, en un tono que intentó ser humilde y erró en una buena milla inglesa de distancia—, el conde de Locksley os pide que cuando ataque el campamento esta noche hagáis una salida con toda la fuerza a vuestro mando y le ayudéis a barrer a los enemigos que nos rodean. Confía en que acudiréis en su ayuda una vez más, en este apuro. Vuestra ayuda es vital para el éxito de sus planes cuidadosamente trazados.

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