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Authors: Angus Donald

Tags: #Aventuras, #Histórico

El hombre del rey (27 page)

BOOK: El hombre del rey
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Hanno y yo nos quedamos observando al grupo, que continuó su ruta hacia el sur en dirección a Westminster. Estaba a punto de hacer alguna observación intrascendente a Hanno, cuando el caballo colocado a la derecha se separó de pronto del grupo y una figura pequeña vino al galope hacia nosotros, con la falda volando al viento. Cuando llegó a nuestra altura, Goody tiró de las riendas e hizo detenerse a su montura, que alzó las patas delanteras delante de nosotros. Pude darme cuenta de que se había convertido en una magnífica amazona. ¿Desde cuándo no la veía?, me pregunté a mí mismo. ¿La conocía en realidad? Dos manchas rojas de ira coloreaban la tez suave y cremosa de sus mejillas cuando detuvo a su caballo. Y no me fue difícil comprender que sus ojos de un azul violeta echaban chispas en ese momento.

—No puedo creer que tengas la desfachatez de dejar ver tu cara dura en este país —empezó a decir, en voz baja y quebrada por la ira—, después de lo que le hiciste a Robin, a pesar de todo lo que él había hecho por ti… —Tragó saliva—. ¡Eres un hombre decepcionante, desagradecido y odioso!

—Goody —imploré—, si me dejas explicarte…

—Puedes guardarte tus explicaciones. No quiero oír tus mentiras…, no quiero volver a verte nunca más. Y pensar que alguna vez sentí…

Estaba magnífica: hermosa como una ninfa, arrebatadora. Acalorada, soltando chispas, con una ira que parecía una joya rara y preciosa. De no haber sido yo el objeto de su ira, creo que habría saboreado aquel momento durante largos años. Tal como estaban las cosas, sentí que mis mejillas se tornaban de un rojo intenso, a juego con las suyas; y un hilo de sangre fresca resbaló desde el corte de mi cara.

—Goody —volví a intentarlo—. No lo entiendes; no puedes entender…, cuando me hicieron aquellas preguntas en la iglesia…

—¡No te atrevas a hablarme! ¡No vuelvas a hablarme nunca más! ¡Te odio, te odio!

Y para mi asombro, rompió a llorar, hizo dar media vuelta a su caballo y, picando espuelas de un modo salvaje, regresó al galope junto al grupo de la condesa, que se encontraba ya a más de cien metros de distancia.

Hanno parecía haber encontrado algo fascinante en la uña de su dedo índice, y le dedicaba ahora toda su atención. Por mi parte, no estaba de humor para discutir después de haber sido despreciado e insultado por un par de mujeres ofendidas, de modo que volvimos en silencio las cabezas de nuestras monturas hacia la gran calzada romana, y pusimos tanta distancia como nos fue posible entre nosotros y la escena de mi humillación.

Capítulo XII

D
os días más tarde, en una tarde dorada de primavera, mientras la luz del sol se filtraba por las estrechas ventanas e iluminaba las volutas de humo que flotaban en el aire, trazando alegres y caprichosos dibujos en el suelo, yo estaba en posición de firmes delante del mismísimo príncipe Juan, en el gran salón que se abría al recinto medio del castillo de Nottingham. El príncipe estaba de un humor excelente, banqueteando en un extremo de una larga mesa cargada de pollos asados y otros platos, y reía y bromeaba con un compañero menudo sentado a su derecha. Aunque en el amplio espacio de la gran sala estaban presentes además varias docenas de personas, caballeros, hombres de armas, clérigos y sirvientes de distintas clases, ellos dos eran los únicos comensales. Yo había sido admitido al interior de la sala por el chambelán del príncipe, y anunciado con voz sonora, pero me dejaron allí de pie, con Hanno a mi lado, esperando en un extremo del largo tablero de madera de la mesa a que reparara en mí el hombre más poderoso del país, el hombre que sir Nicholas aseguraba que iba a ser sin duda el próximo rey de Inglaterra. Pero no era el príncipe Juan quien atraía mis miradas mientras esperaba pacientemente; mi atención estaba fija en su compañero menudo y moreno. Parecía disfrutar del favor particular del príncipe aquella tarde, y charlaba en tono confidencial con su señor, haciendo chistes en voz baja y compartiendo la gran bandeja de plata cargada de suculentas aves asadas. Era el anterior alguacil real del Nottinghamshire en persona: sir Ralph Murdac.

Me encantó advertir que su hombro izquierdo seguía torcido, como si lo levantara en una postura forzada, pero por lo demás Murdac parecía gozar de buena salud, algo más grueso que la última vez que lo vi y claramente en una situación boyante al servicio del príncipe. A su habitual túnica de seda negra, se añadía ahora una rica capa con ribete de piel; teniendo en cuenta que el tiempo era lo bastante caluroso, estaba claro que aquella prenda le servía sólo de mera ostentación. Sus dedos rechonchos, sucios de grasa de pollo, exhibían media docena de gruesos anillos de oro rematados por abultadas y relucientes piedras preciosas talladas.

Al cabalgar por la ciudad de Nottingham camino del castillo, había revivido malos recuerdos de mis años de adolescente, cuando ejercía allí de cortabolsas muerto de hambre, y la sensación de incomodidad me acompañaba ahora que me encontraba en el corazón mismo de la fortaleza más formidable de Inglaterra. Me sentía nervioso y acobardado: aquel castillo me traía recuerdos poco agradables. Cuando yo era niño, se alzaba sobre la ciudad de Nottingham como un símbolo brutal del poder normando. De sus puertas salían hombres vestidos con malla de acero que aterrorizaban a la población, recaudaban tributos, violaban doncellas y ahorcaban sumariamente a cualquiera que se enfrentara a ellos. En esta misma sala, hacía tan sólo tres años, los mismos dos hombres que ahora tenía delante me habían humillado, obligándome a cantar para ellos cuando estaba empapado, cansado y muerto de frío, y luego me arrojaron unos peniques como si yo fuera un titiritero muerto de hambre.

Sentí un estremecimiento de ira en mis entrañas, y lo reprimí de inmediato. Durante las semanas y los meses próximos, yo iba a tener que ser lo que Tuck habría llamado un hombre alambicado: frío y caliente; es decir, un hombre que oculta su rabia en lo más profundo de su interior y sólo muestra al mundo una indiferencia gélida. Robin era un hombre así, recuerdo que Tuck me lo dijo poco después de que me uniera a la banda de proscritos de Sherwood, en lo que me parecía ahora una era distinta. Pero como el ladrón tembloroso que había sido en tiempos, yo ahora tenía hambre, y mientras miraba los anillos dorados de Murdac con una codicia rateril que no había sentido en muchos años, mi estómago gruñía con un sonido largo y ronco como el de un mastín al avisar que está a punto de atacar. El ruido fue lo bastante fuerte como para llamar la atención de Ralph Murdac y su real príncipe, que por un instante dejaron sus pollos dorados y crujientes y me miraron al mismo tiempo.

—Os suplico que me perdonéis, sire —dije, y mis labios dibujaron una sonrisa servil.

El príncipe tenía que saber que Hanno y yo estábamos allí de pie, porque desde hacía un buen rato nos separaban sólo diez pasos de distancia, pero a su alteza real le había divertido ignorarnos. Fue mi incorrecto estómago lo que, al parecer, le obligó a tomar en cuenta nuestra presencia.

—Ah, estáis aquí —dijo el príncipe, de repente todo sonrisas y afabilidad—. El joven Alan de Westbury, si no me equivoco; el famoso
trouvère
y reputado espadachín. Y mis servidores me han contado que sois el hombre al que tenemos que agradecer el haber encontrado a mi noble hermano, el rey Ricardo, en su pestilente prisión alemana… ¿Sabéis? Llegué a temer que hubiese muerto…

Al decir aquello, un relámpago cruzó su rostro durante un instante, una mirada de… ¿tal vez miedo? ¿Rabia? Desapareció de pronto, y todo fueron de nuevo sonrisas melosas.

—Muy bien, prescindamos de ceremonias, muchacho, venid y uníos a nosotros. ¿Os apetece un bocado de pollo? —El príncipe dio unas palmadas y apareció de pronto un criado, como conjurado por la varita de un mago—. Una copa de vino y un taburete para mi joven amigo, y daos prisa —ordenó con su voz bronca y quebrada.

De modo que me senté a la mesa con el príncipe Juan y sir Ralph Murdac. Era una situación que no habría sido capaz de imaginar cinco años antes. Apenas podía creerlo ni siquiera entonces. Vi que uno de los criados se llevaba a Hanno; sin duda a las cocinas o a algún otro lugar para darle de cenar alguna cosa más adecuada a su bajo rango. Yo me serví un pedazo pequeño de pechuga de pollo, y una rebanada de pan blanco de harina finamente molida.

—Conocéis a sir Ralph Murdac, por supuesto —dijo el príncipe Juan, señalando a mi enemigo mortal, el hombre al que más deseaba matar en el mundo, sentado frente a mí en el otro lado de la mesa y masticando un bocado mientras me miraba con sus helados ojos azules desde detrás de su nariz arrugada, en un mohín de desdén.

—Sir Ralph —dije, y le dediqué una sonrisa condescendiente y una cortés inclinación de cabeza, como si fuese cosa de todos los días para mí sentarme a compartir la cena con despreciables comadrejas de mierda.

Y entonces lo estropeé todo. Me llegó una vaharada del perfume de Murdac, alguna asquerosa poción basada en la lavanda, y como me ocurría siempre que aquel olor me cosquilleaba las narices, solté un fuerte estornudo acompañado de un poderoso trompeteo nasal, y luego otro. Un pedazo de pollo a medio masticar salió proyectado de mi boca, y fue a caer en el inmaculado mantel blanco.

—Veo que sus modales de villano no han mejorado —se burló Murdac—. Pero en fin, la cabra tira al monte, según dicen…

—Buen Dios —graznó el príncipe, interrumpiendo a su amigo—. ¡Espero que no hayáis atrapado alguna peste oriental, después de vuestra larga estadía en Tierra Santa! ¿O unas fiebres alemanas? Ja, ja, ja —lanzó una sonora carcajada. Parecía encontrar aquello muy divertido, e hizo unos cuantos visajes durante unos minutos, mientras los rizos rojos de su melena larga hasta los hombros bailaban de un lado a otro con sus sacudidas. «No le des un puñetazo en la cara, Alan, no lo hagas. Ten calma, o todo estará perdido».

—Estoy bien, sire. Tal vez un ligero resfriado, eso es todo. Os agradezco vuestra regia solicitud.

—Bueno, no os entretendré mucho rato, si estáis resfriado…, o enfermo de fiebres —añadió de nuevo entre risas, que tuvo la delicadeza de sofocar. Tengo entendido que deseáis servirme… ¿Es eso cierto?

Me limité a asentir con la cabeza; no me fie de mí mismo lo bastante para hablar.

—Bueno, pues tenéis suerte. Sir Nicholas de Scras, uno de mis mejores caballeros, os ha recomendado personalmente. Y en lo que a mí respecta, eso es suficiente. Sabemos a quién habéis servido antes, y también
por qué
andáis buscando un nuevo señor, pero en mi opinión, cuanto menos hablemos del asunto del día de San Policarpo y de la Santa Inquisición, tanto mejor para todos. ¿No os parece?

—No me fío de él —dijo Murdac sin miramientos—. Estoy convencido de que es un espía enviado por Locksley, y de que se propone traicionaros.

Yo miré con dureza a sir Ralph, buscando sus fríos ojos azules con furia. Pero mantuve la boca cerrada. El hombre alambicado, ese era yo, en persona.

—Tonterías, Ralphie —dijo el príncipe Juan—. Los dos estábamos en la iglesia del Temple cuando traicionó a su señor hereje. Lo vimos con nuestros propios ojos, todos fuimos testigos. Y ahora que Locksley anda suelto, es seguro que irá en busca de este tipo; nuestro Robert Odo es un hombre muy vengativo. El chico se encuentra en una situación angustiosa; sin señor, y casi sin un penique… No tiene a nadie más a quien recurrir.

El príncipe había abandonado toda pretensión de comportarse como un camarada amistoso y alegre; hablaba de mí como si yo no estuviera presente en la gran sala, a pesar de que ocupaba un asiento a poco más de medio metro de él.

—Lo vigilaremos, desde luego. Tiene una reputación bien merecida de ser un tipo voluble. De baja estofa además, según he oído. Pero si quiere hacernos una jugada, bueno… Si ocurre y cuando ocurra, lo afrontaremos. Necesito guerreros, Ralphie. Además, Nick de Scras lo respalda, y eso me basta.

El príncipe Juan se volvió ahora a mirarme directamente, y su voz cambió y se endureció de nuevo.

—Os hablaré con claridad, Dale. Voy a daros los feudos de Burford, Saintroud y Edington. Están en las tierras del Oeste, a poca distancia entre ellos, y son propiedades dignas de un noble. Espero de vos que, a cambio, me sirváis con lealtad. Si me traicionáis, incluso si me desobedecéis, perderéis esas tierras… y la cabeza. ¿He sido claro? Ahora, ¿aceptáis mi oferta y juraréis servirme lealmente?

—Acepto —dije.

—Bien —dijo el príncipe—. Ordenaré que pongan por escrito los títulos, y celebraremos la ceremonia del homenaje mañana a mediodía en la capilla. Ahora, podéis dejarnos.

Estaba en pie antes de darme cuenta.

—Os doy las gracias, sire, desde el fondo de mi corazón, por esta oportunidad de serviros —dije, con una profunda reverencia—. Estoy muy agradecido a vuestra regia generosidad.

Pero el príncipe había vuelto a su bandeja de pollo grasiento, de modo que me incliné una vez más, ignorando por completo a sir Ralph, y pensé para mí, mientras salía de la gran sala, que tendría que ensayar y mejorar todos aquellos cumplidos y zalemas reales. Después de todo, podía verme obligado a repetir la misma escena todos los días.

Al día siguiente, después de una misa solemne en la gran capilla, durante la cual recé por mi alma con un fervor mayor de lo habitual, hinqué la rodilla delante del príncipe Juan, coloqué mis manos entre las suyas, e hice un juramento solemne ante Dios. Luego intercambiamos el beso de paz, y se me hizo entrega solemne de tres voluminosos rollos de pergamino, sellados con grandes círculos de lacre verde y negro, que me confirmaban como señor de los feudos de Burford, Saintroud y Edington, en las ricas tierras del Oeste. Por lo visto, estaba ascendiendo deprisa en la escala social.

Después de la ceremonia, mi nuevo señor reunió a sus caballeros para presenciar lo que él llamó una «diversión». Un hombre libre de la localidad, llamado Wulfstan de Lenton, había sido acusado de mover de sitio un mojón de los límites de su propiedad, en perjuicio de unas tierras de labor que pertenecían al príncipe Juan. En realidad, según me contó un criado del castillo, un hombre de Nottingham al que había conocido un poco en otras épocas, había sido el administrador del príncipe Juan quien había movido el mojón antes, y Wulfstan se había limitado a volver a colocarlo en su posición original. Lo normal, desde que el buen rey Enrique había reformado la ley, habría sido que el caso fuera juzgado por hombres de la misma condición del acusado, doce hombres buenos y dignos de fe de los alrededores, pero Wulfstan tuvo muy claro que no tendría un juicio justo por parte de un tribunal formado por arrendatarios y amigos del príncipe Juan. De modo que alegó ser descendiente de los Thanes sajones, y por consiguiente con derecho a llevar armas, y reclamó la anticuada ordalía de la batalla a muerte: el juicio por combate.

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