Read El hombre equivocado Online
Authors: John Katzenbach
Él se sintió en las nubes, pero sacudió la cabeza.
—Te lo mereces todo —dijo.
Ella se apeó, y Scott le señaló el edificio.
—Ahora descansa bien y llámanos mañana para informarnos.
Ashley asintió. Él tuvo un pensamiento curioso que pareció surgir de algún punto oscuro de su mente, y preguntó:
—Hija, hay una cosa que me preocupa.
Ella estaba a punto de cerrar la puerta, pero se detuvo y se asomó.
—¿Qué es?
—¿Le dijiste algo de mí a O'Connell? ¿O de tu madre?
—No… —contestó ella, vacilante.
—En aquella primera y única cita, ¿hablaste de nosotros?
Ella negó con la cabeza.
—¿Por qué lo preguntas?
Él sonrió.
—Por nada. Venga, sube. Y llama mañana.
Ashley se apartó el pelo de los ojos y asintió. Su padre volvió a sonreírle.
—Sólo tardaré cinco minutos en llegar a casa a esta hora de la noche —bromeó Scott—. Todos los polis tienen la noche libre…
—No crezcas nunca, papá. Me decepcionarías —sonrió Ashley.
Entonces cerró la puerta y subió los escalones de su edificio. Sólo tardó unos segundos en abrir el portal, entrar en el zaguán y luego abrir la segunda puerta. Se dio la vuelta y saludó a Scott, quien siguió esperando hasta que la vio subir las escaleras. Luego inició el camino de regreso, preguntándose cómo O'Connell había sabido que él era profesor.
—Entonces, ¿se sintieron a salvo?
—Sí. No del todo, pero bastante bien. Todavía tenían dudas y preocupaciones. Algo de ansiedad residual. Pero, en general, se sentían seguros.
—Pero se equivocaban, ¿verdad?
—Claro. De lo contrario no te lo estaría contando. Los cinco mil dólares no fueron el final de nada.
—Ya.
—Ya te lo dije. Esta historia no tiene final feliz.
Como yo no respondí, ella alzó la cabeza y miró por la ventana. La luz del sol pareció prender en su rostro, iluminando su perfil.
—¿No te preguntas a veces cómo las cosas pueden torcerse tan fácilmente? —dijo—. Quiero decir, ¿qué nos protege? Supongo que los fundamentalistas religiosos dirían que la fe. Los académicos, que el conocimiento. Los médicos, que la ciencia. El policía, que una pistola de nueve milímetros. El político, que la ley. Pero en realidad, ¿qué nos protege?
—No esperarás que yo responda a semejante pregunta, ¿verdad?
Ella echó la cabeza atrás y soltó una carcajada.
—No —dijo—. En absoluto. Al menos todavía no. Ashley tampoco podía hacerlo.
Cada uno a su manera, los tres se sintieron intranquilos los días siguientes, como si una densa niebla gris se hubiera aposentado sobre sus vidas. Cuando Scott repasaba una y otra vez el encuentro con O'Connell, había momentos en que le parecía curiosamente inconcluso, y extrañamente definitivo al siguiente.
Le dijo a Ashley que quería tener noticias suyas a diario, sólo para asegurarse de que las cosas iban bien, y por eso se telefoneaban cada noche. Ella, pese a su carácter independiente, no puso objeciones. Scott no sabía que su ex mujer también la llamaba cada día.
Por su parte, Sally descubrió de repente que nada en su vida parecía en orden. Era como si se hubiera soltado de todos los anclajes de su existencia, salvo de Ashley, e incluso éste era tenue. Llegó a comprender que con sus llamadas diarias a su hija intentaba recuperar parte de su asidero, además de comprobar que Ashley se encontraba bien. Después de todo, se dijo, el incidente con O'Connell pertenecía a la clase de incordio que todos los jóvenes experimentan en un momento u otro.
Más preocupante resultaba su bajo rendimiento en el bufete, y la tensión creciente entre ella y Hope. Estaba claro que algo iba mal, pero no podía concentrarse en ello. En cambio, se lanzaba a sus diversos casos de modo errático y distraído, dedicando demasiado tiempo a detalles nimios de algún caso, ignorando problemas gordos que demandaban su atención en otros.
Hope siguió soportando cada día, sin saber qué estaba pasando. Sally no la informaba realmente, no podía llamar a Scott, y por primera vez en todos aquellos años le parecía inadecuado llamar a Ashley. Se volcó en el equipo, que se disputaba las eliminatorias, y en su trabajo de tutoría con los estudiantes. Pero le parecía andar sobre añicos de cristales.
Cuando Hope recibió un mensaje urgente del decano del colegio, la pilló por sorpresa. La orden era críptica: «En mi oficina a las dos en punto.»
Jirones de finas nubes cruzaban un cielo pizarra cuando Hope cruzó el campo a toda prisa para llegar a tiempo a la reunión. Sintió un súbito aviso del frío del inminente invierno en el aire. El despacho del decano estaba situado en el edificio de administración, una blanca casa victoriana remodelada, con amplias puertas de madera y una chimenea con un tronco ardiendo en la zona de recepción. Ninguno de los estudiantes entraba nunca allí, a menos que tuvieran problemas graves.
Saludó a algunos empleados y subió a la primera planta, donde el decano tenía su despacho. Era un veterano del colegio y seguía dando clases de latín y griego, aferrándose a unos clásicos que cada vez eran menos populares.
—¿Decano Mitchell? —llamó Hope, asomando la cabeza por la puerta—. ¿Quería verme?
En el tiempo que llevaba en el colegio, había hablado con Stephen Mitchell una docena de veces, tal vez menos. En años anteriores habían trabajado juntos en una o dos comisiones, y Hope sabía que él había asistido a un partido del equipo femenino que ella entrenaba, aunque sus preferencias se decantaban por el equipo de fútbol masculino. Siempre lo había considerado simpático, una especie de Mr. Chips algo gruñón, y no le consideraba demasiado prejuicioso. Si la gente podía aceptar quién era ella, entonces ella estaba dispuesta a aceptarlos. Su relación con Sally era considerada «un estilo de vida alternativo», la odiosa expresión con que se designaban las relaciones fuera de lo corriente, y que ella despreciaba porque sonaba como algo frío y carente de amor.
—Ah, Hope, sí, por favor, pase.
Mitchell hablaba con un precioso sentido de las palabras, casi de anticuario. No usaba giros modernos ni atajos verbales. Se sabía que escribía comentarios como «a menudo desespero ante el futuro intelectual de la raza humana» en los trabajos de los estudiantes. Indicó el sillón de cuero rojo que había delante de su escritorio. Era el tipo de asiento que te tragaba, por lo que Hope se sintió ridículamente pequeña.
—Recibí su mensaje —dijo—. ¿En qué puedo ayudarle, Stephen?
El decano se entretuvo un momento, se dio la vuelta y miró por la ventana, como preparándose para decir algo embarazoso. Ella no tuvo que esperar mucho.
—Hope, creo que tenemos un problema.
—¿Un problema?
—Así es. Alguien ha presentado una denuncia extremadamente seria contra usted.
—¿Una denuncia? ¿Qué tipo de denuncia?
Mitchell vaciló, como si le incomodara mucho lo que tenía que decir. Se atusó el pelo escaso y gris y se ajustó las gafas. Luego habló con tono sentido, como cuando se comunica a alguien una muerte en la familia.
—Encajaría en el desagradable apartado del acoso sexual.
Casi al mismo tiempo que Hope se sentaba frente al decano Mitchell y escuchaba las palabras que había temido casi toda su vida adulta, Scott estaba terminando una sesión con un estudiante de último curso de su seminario sobre «Lecturas de la guerra de la Independencia». El estudiante se esforzaba.
—¿No ves cautela en las palabras del general Washington? —preguntó—. ¿Y al mismo tiempo una sensación de férrea determinación?
El estudiante asintió.
—Aun así me sigue pareciendo demasiado abstracto —dijo.
Scott sonrió.
—¿Sabes? Esta noche la temperatura va a bajar. Se espera helada, y tal vez incluso una leve nevada. ¿Por qué no te llevas al patio algunas cartas de Washington y las lees a la luz de una linterna o una vela a eso de medianoche? Tal vez así te resulten menos abstractas…
El estudiante sonrió.
—¿En serio? —preguntó—. ¿Ahí fuera en la oscuridad?
—Por supuesto. Y suponiendo que no pilles una neumonía, porque sólo has de llevar una manta para mantenerte en calor y zapatos con las suelas agujereadas, podemos continuar esta discusión, digamos, a mediados de semana. ¿De acuerdo?
El teléfono de su mesa sonó y lo atendió cuando el estudiante desaparecía por la puerta.
—¿Sí? —dijo—. Al habla Scott Freeman.
—Scott, soy William Burris, de Yale.
—Hola, profesor. Qué sorpresa.
Scott se envaró en su asiento. En el ámbito docente de la historia norteamericana, recibir una llamada de William Burris era algo parecido a recibir una llamada del cielo. Ganador del premio Pulitzer, autor superventas, catedrático de una de las principales instituciones del país y consejero, en ocasiones, de presidentes y otros jefes de Estado, Burris era un hombre de credenciales impecables que solía vestir trajes de dos mil dólares de Harley Street que encargaba a medida cuando dictaba conferencias en Oxford o Cambridge, o en cualquier sitio que pudiera permitirse sus honorarios de seis cifras.
—Sí, Scott, ha pasado mucho tiempo. ¿Cuándo nos vimos por última vez? ¿En una reunión de la Sociedad Histórica o algo por el estilo?
Burris se refería a una de las muchas sociedades históricas de las que Scott era miembro, todas las cuales matarían por tener el nombre de Burris en sus filas.
—Hace un par de años, supongo. ¿Cómo está, profesor?
—Bien, bien —respondió él. Scott se lo imaginó canoso e imperioso, sentado en un despacho similar al suyo, aunque bastante más grande, con una secretaria que recibía los mensajes de agentes, productores, editores, políticos, reyes y primeros ministros, y espantaba a los estudiantes—. Aunque al borde de la desesperación por los resultados del equipo de fútbol ante los imperios del mal de Princeton y Harvard y el horrible horizonte que se presenta este año.
—¿Tal vez el departamento de admisiones pueda encontrar un buen defensa para el año que viene?
—Es de esperar. Bien, Scott, ése no es el motivo de mi llamada.
—Ya lo imaginaba. ¿Qué puedo hacer por usted, profesor?
—¿Recuerda un artículo que nos escribió para la
Revista de Historia Norteamericana
hace unos tres años? ¿Uno sobre los movimientos militares en los días posteriores a las batallas de Trenton y Princeton, cuando Washington tomó tantas decisiones clave y, me atrevo a decir, prescientes?
—Por supuesto, profesor —Scott no publicaba mucho, y este ensayo había sido particularmente valioso a la hora de influir a su propio departamento para que no recortara los cursos de historia norteamericana.
—Un buen trabajo, Scott —comentó Burris—. Evocador y provocador.
—Gracias. Pero no comprendo qué…
—¿Tuvo usted alguna ayuda externa al redactar el texto y sacar sus conclusiones?
—No estoy seguro de comprenderlo, profesor.
—¿La redacción fue toda suya? ¿Y la investigación también?
—Sí. Un par de estudiantes del último curso me ayudaron a recopilar las citas. Pero la redacción y las conclusiones fueron mías propias…
—Ha habido una desafortunada denuncia referida a ese artículo.
—¿Una denuncia?
—Sí. Una acusación de fraude académico.
—¿Qué?
—Plagio, Scott. Lamento decirlo.
—¡Pero eso es absurdo!
—La alegación presentada cita preocupantes similitudes entre su artículo y un estudio escrito en un seminario de graduación en otra institución.
Scott tomó aire y la visión se le nubló. Se agarró al borde de la mesa para no perder el equilibrio.
—¿Quién la ha presentado? —preguntó.
—Ahí está el problema. Me llegó por Internet. Es una denuncia anónima.
—¿Anónima?
—Aun así, no podemos ignorarla. No en el actual ambiente académico. Y desde luego no ante la opinión pública. Los periódicos son voraces cuando se trata de tropezones o errores académicos. Tienden a llegar a conclusiones erróneas, de modo embarazoso y muy perjudicial. Me parece que lo mejor es cortar por lo sano. Suponiendo, naturalmente, que usted pueda encontrar sus notas y repasar cada línea, capítulo y cita, para que la revista se convenza de que la denuncia es infundada.
—Por supuesto, pero… —Scott vaciló. Estaba azorado.
—Me temo que, en estos tiempos de rampantes deducciones y temibles análisis microscópicos, debemos parecer más puros que la esposa de Lot.
—Lo sé, pero…
—Le enviaré la denuncia y todo lo demás por mensajero. Y luego deberíamos volver a hablar.
—Sí, sí, por supuesto.
—Y por cierto, Scott —la voz del profesor sonó átona, súbitamente fría y casi carente de inflexión—, espero que podamos resolver esto en privado. Pero no subestime su amenaza implícita. Se lo digo como amigo y colega historiador. He visto carreras prometedoras destruidas por menos. Mucho menos.
Scott asintió. «Amigo» no era la palabra que él habría empleado, porque, cuando la noticia se extendiera entre los círculos académicos, era probable que no le quedara ninguno.
Sally estaba contemplando por la ventana la tenue luz del atardecer. Se hallaba en ese extraño estado en que tenía muchas cosas en mente y, sin embargo, no pensaba específicamente en nada. Llamaron a la puerta abierta y se giró. Era una secretaria, con un gran sobre blanco en la mano.
—Acaban de enviar esto por mensajero —dijo—. Me preguntaba si sería importante…
Sally no recordó ninguna alegación ni ningún otro documento que esperara de modo urgente, pero asintió y preguntó:
—¿De quién es?
—Del Colegio de Abogados del Estado.
Sally cogió el sobre y lo miró con extrañeza, volviéndolo. No recordaba haber recibido nunca nada del Colegio, aparte de las solicitudes rutinarias e invitaciones a cenas, seminarios y discursos a los que nunca asistía. Nada de aquello llegaba por mensajería urgente, con acuse de recibo.
Abrió el sobre y sacó una carta del interior. Iba dirigida a ella y era del presidente del Colegio de Abogados, un hombre al que sólo conocía por su reputación, miembro destacado de un gran bufete de Boston, activo en los círculos del Partido Demócrata y frecuente invitado en los debates de televisión y las páginas de ecos sociales de los periódicos.
Leyó con cuidado la breve misiva. Con cada segundo, la habitación parecía oscurecerse a su alrededor.