Read El hombre equivocado Online
Authors: John Katzenbach
Ya no tocaba el violoncelo. No lograba que sonara tan puro y sutil como antes, y prefería no escuchar sus errores. Sally no soportaba ser torpe.
La canción llegaba a su fin, y Sally se vio los ojos en el retrovisor. Lo ajustó para echarse un vistazo. Estaba a punto de cumplir los cincuenta; algunos la consideraban una fecha clave, pero ella la temía. Aborrecía los cambios en su cuerpo, desde los sofocos hasta el dolor en las articulaciones. Detestaba las arrugas que se formaban en las comisuras de los ojos. Y la piel floja de la barbilla y los glúteos. Sin decírselo a Hope, se había apuntado a un gimnasio local, y corría en la cinta sinfín y en las máquinas de marcha cuantas veces podía.
Había empezado a leer publicidad sobre cirugía plástica, e incluso había pensado en escapar a un
spa
de moda, aduciendo un viaje de trabajo. No sabía por qué escondía estas cosas a su compañera, pero reconocía lo que en sí mismo significaba.
Inspiró hondo y apagó la radio.
Por un momento pensó que le habían robado la juventud. Sintió un sabor amargo en la lengua, como si todo en su vida fuera predecible, establecido y fijado. Incluso su relación sentimental, que en algunas partes del país habría provocado habladurías y reprobación, en el oeste de Massachusetts era una rutina tan habitual como la llegada de las estaciones. Sally ni siquiera era una proscrita por sus preferencias sexuales.
Aferró el volante y dejó escapar un grito breve y furioso. No un grito, sino más bien un aullido de dolor. Luego miró alrededor, para asegurarse de que ningún peatón la había oído.
Puso el coche en marcha.
«¿Y ahora qué me espera? —se preguntó mientras se incorporaba al tráfico, consciente de que una vez más llegaba tarde para cenar—. ¿Alguna enfermedad horrible? ¿Tal vez cáncer de mama, osteoporosis, anemia?» Fuera lo que fuese, no sería peor que la furia sin control, la frustración y la locura que sentía latir en su interior y que no era capaz de dominar.
—Entonces, ¿las dos mujeres tenían problemas?
—Sí, supongo que puede decirse así. Pero eso no abarca todo lo que significó la entrada de O'Connell en sus vidas, y cómo su mera presencia redefinió gran parte de lo que estaba sucediendo.
—Comprendo.
—¿De verdad? No lo parece.
Estábamos en un pequeño restaurante, cerca del ventanal, y ella contemplaba la calle principal de la pequeña ciudad universitaria donde vivíamos. Sonrió y se volvió hacia mí.
—Lo damos todo por hecho en nuestras bonitas y seguras vidas de ciudadanos de clase media, ¿verdad? —Y añadió—: Los problemas a veces ocurren no sólo cuando menos los esperamos, sino cuando estamos menos preparados para hacerles frente, —Había una pizca de nerviosismo en su voz que parecía fuera de lugar en aquella hermosa y casi perezosa tarde.
—De acuerdo —suspiré—. Así que la vida de Scott no era lo que se dice perfecta, aunque, en conjunto, no estaba tan mal. Tenía un buen trabajo, cierto prestigio y un sueldo más que aceptable, que debería haber compensado por al menos parte de su soledad. Y Sally y Hope estaban pasando por un momento difícil, pero aun así tenían recursos. Recursos significativos. Y Ashley, a pesar de ser educada y atractiva, afrontaba también una etapa escabrosa. Así es la vida, ¿no? ¿Cómo…?
Ella me interrumpió, alzando la mano como un guardia de tráfico, mientras con la otra cogía su vaso de té. Bebió antes de responder.
—Necesitas perspectiva. De lo contrario, la historia no tendrá sentido.
No respondí.
—Morir es algo muy simple —prosiguió—. Pero hay que aprender que todos los minutos que llevan a ese desenlace, y todos los minutos posteriores, son terriblemente complicados.
A Sally le extrañó que la puerta estuviera abierta.
Anónimo
estaba tendido junto a la entrada, medio dormido medio montando guardia. Alzó la cabeza, y agitó la cola al verla. Sally lo rascó entre las orejas, que era más o menos hasta donde llegaba su relación con el perro. Sospechaba que si Jack el Destripador hubiera aparecido con una galleta en una mano y un cuchillo ensangrentado en la otra,
Anónimo
se habría abalanzado hacia la galleta.
Alcanzó a oír el final de una conversación mientras dejaba el maletín en el pequeño vestíbulo.
—Sí… sí. De acuerdo, comprendo. Volveremos a llamarte esta noche. No te preocupes, todo saldrá bien. Sí. Hasta luego.
Sally oyó el auricular volver a su horquilla, y luego a Hope resoplar y añadir:
—Dios mío…
—¿Qué ocurre? —preguntó Sally.
Hope se volvió.
—No te he oído entrar…
—La puerta estaba abierta. —Sally observó su atuendo deportivo y añadió—: ¿Salías o entrabas?
Hope ignoró la pregunta y el tono.
—Era Ashley —dijo—. Está muy preocupada. Resulta que es verdad que tuvo relación con un tipo de Boston, y ahora se siente asustada.
Sally vaciló un instante.
—¿Qué significa «tuvo relación»?
—Tendrías que preguntárselo a ella. Yo he entendido que tuvo un rollo de una noche y ahora el tipo no la deja en paz.
—¿El mismo que escribió la famosa carta?
—Así parece. No deja de insistir en «estamos hechos el uno para el otro», pero será mejor que Ashley te lo explique. Parecerá, no sé, más real, si se lo oyes a ella.
—Bueno, supongo que la niña está haciendo una montaña de un grano de arena, pero…
Hope la interrumpió.
—No me lo pareció. Desde luego que puede ser melodramática cuando se lo propone, pero la oí asustada de verdad. Creo que deberías llamarla ahora mismo. Le hará bien hablar con su madre. Para tranquilizarse, ya sabes.
—¿Ese tipo le ha pegado? ¿O amenazado?
—No exactamente. Sí y no. Es difícil de decir.
—¿Qué quieres decir con «no exactamente»? —repuso Sally con rudeza.
Hope sacudió la cabeza.
—Quiero decir que «voy a matarte» es una amenaza clara, pero «siempre estaremos juntos» también podría serlo, aunque más sutil. Es difícil de decir hasta que oigas las palabras por ti misma. —Sally se mostró irritantemente tranquila al respecto. Esto sorprendió a Hope—. Llama a Ashley —repitió.
—De acuerdo —cedió Sally, y se dirigió al teléfono.
Scott intentó llamar a Ashley al teléfono fijo, pero la línea comunicaba y por tercera vez esa tarde le saltó el contestador automático. Ya lo había intentado en el móvil, pero también le había contestado el buzón de voz. Se sintió más que frustrado. Se preguntó para qué sirven exactamente todas estas modernas formas de comunicación, si no se llega a ninguna parte con mayor eficacia. En el siglo XVIII, pensó, cuando alguien recibía una carta de un lugar lejano, significaba algo. Actualmente, al estar conectados de manera permanente, pensó, todo parecía mucho más lejos y carente de significado.
Antes de que su frustración aumentara, sonó el teléfono.
—¿Ashley? —preguntó con precipitación.
—No, Scott, soy yo —dijo Sally.
—Sally… ¿Algo va mal?
Ella vaciló, creando el suficiente espacio oscuro para que su estómago se tensara.
—La última vez que hablamos —dijo ella con su tono de abogada ecuánime—, expresaste cierta preocupación por una carta recibida por Ashley. Pues bien, puede que tu reacción estuviera justificada.
Scott hizo una pausa para evitar gritarle a aquel tono razonable y profesional.
—¿Por qué? ¿Qué ha ocurrido? ¿Dónde está Ashley?
—Está bien. Pero puede que en efecto tenga un problema.
Michael O'Connell entró en una pequeña tienda de artículos de arte antes de volver a casa. Se estaba quedando sin carboncillos, y se guardó una caja en el bolsillo del chaquetón. Escogió una libreta de bocetos de tamaño medio y la llevó al mostrador. Una joven de aspecto aburrido que lucía
piercings
faciales y el pelo veteado de negro y rojo, leía tras la caja registradora una novela de vampiros de Anne Rice. Vestía una camiseta negra con la leyenda «Libertad para los tres de West Memphis» en grandes letras góticas. O'Connell se reprochó no haber arramblado con más artículos, dada la nula atención que la chica prestaba a las idas y venidas de los clientes. Anotó mentalmente regresar al cabo de unos días y tendió un par de dólares gastados por la libreta. A aquella dependienta nunca se le ocurriría examinar los bolsillos de alguien dispuesto a pagar por algo.
«Maniobras de diversión», pensó. Recordó cuando jugaba al fútbol americano en el instituto. Sus jugadas favoritas eran aquellas basadas en el engaño. Hacer que el rival creyera una cosa cuando en realidad estaba sucediendo otra. El pase de pantalla, el doble giro atrás. Era la clave de gran parte de su vida, y la aprovechaba a cada oportunidad. Hacer creer que sucedía una cosa, cuando en realidad estaba en juego otra muy distinta.
Era el juego lo que hacía que todo mereciera la pena.
La chica le entregó unas monedas de vuelta.
—¿Quiénes son los tres de West Memphis? —preguntó él.
Ella lo miró como si el simple acto de comunicarse fuera doloroso. Suspiró.
—Tres chicos condenados por haber asesinado a otro chico, pero no lo hicieron. Los condenaron por su aspecto. A los meapilas de allí no les gustó la forma en que vestían y hablaban de cosas góticas y de Satanás. Ahora están condenados a muerte y eso es una gran injusticia. Ser diferente no te hace culpable.
Michael O'Connell asintió.
—Cierto —dijo—. Pero facilita que los polis te busquen. Cuando eres diferente, no puedes librarte de todo. Pero, si eres igual, puedes hacer lo que quieras.
Salió. Mientras caminaba por la calle, hizo una modesta reflexión basada en lo que acababa de oír. «Hay un pequeño margen en la sociedad —se dijo— donde uno puede moverse con relativa impunidad. Apártate de los grandes almacenes con guardias de seguridad. Evita robar en un Dairy Mart o un 7—Eleven, porque en esos sitios roban continuamente y puede que haya un poli vigilando con una escopeta del 12 detrás de un espejo falso. Haz siempre lo inesperado, ya que de ese modo mantienes a la gente confundida pero no alerta. Y nunca confíes en los demás.»
Para él todo eso era natural.
Recorrió la calle hasta su edificio y subió las escaleras. Como de costumbre, el pasillo estaba lleno de maullidos de gato. Como siempre, su vecina les había puesto cuencos con agua y comida. Varios mininos se apartaron de su camino. Eran los listos, pensó, porque reconocían una amenaza, aunque no supieran identificarla. Los otros permanecieron cerca. Abrió la puerta con sigilo y aguzó el oído para escuchar a alguien en los otros apartamentos, sobre todo a la vieja. Luego se arrodilló y extendió la mano, hasta que uno de los gatos menos recelosos se acercó lo suficiente para acariciarle la cabeza. Entonces, con un rápido y hábil movimiento lo agarró por el pescuezo y lo metió en su apartamento.
El gato se debatió un instante, pero O'Connell lo sostuvo con firmeza. Fue a la cocina y cogió una bolsa hermética grande. Éste se reuniría con los demás en el congelador. Cuando llegara a la media docena, se dijo, los arrojaría a algún vertedero lejano. Y luego empezaría otra vez. Dudaba que la vieja llevase la cuenta de sus bichos. Después de todo, él le había pedido amablemente un par de veces que limitara su número. No haber seguido su sugerencia, sobre todo cuando la había expresado con cortesía, era en realidad lo que estaba matando a los gatos. Él no era más que el agente de la muerte.
Scott escuchó hablar a su ex esposa, más furioso a cada segundo que pasaba.
No era que ella hubiera ignorado su corazonada, ni que él no hubiera tenido razón todo el tiempo. Era aquel tono calmado lo que lo enfurecía. Pero discutir con Sally no iba a mejorar las cosas.
—Bien —dijo—, yo creo, y Ashley también, que lo mejor sería que fueras a Boston y la trajeras a casa por el fin de semana, para que pueda calibrar qué clase de problemas puede causarle ese joven.
—De acuerdo. Iré mañana.
—Un poco de distancia suele dar perspectiva.
—Bien lo sabes tú —replicó Scott—. ¿Cuál es tu perspectiva?
Sally quiso responder con igual sarcasmo, pero se abstuvo.
—Bien, Scott, ¿tú recogerás a Ashley? Yo iría, pero…
—No; iré yo. Probablemente tendrás una vista en los tribunales o algo impostergable.
—La verdad es que sí.
—Durante el trayecto podré sondearla —dijo Scott—. Luego podremos trazar un plan o lo que sea. O al menos tomar alguna medida más efectiva que traerla a casa por el fin de semana. Tal vez sea necesario que yo tenga una charla con ese tipo.
—Antes de entrometernos deberíamos darle a Ashley una oportunidad de resolverlo sola. Es parte de la maduración de la persona, ya sabes…
—Ésa es la clase de enfoque razonable y sensato que odio con toda mi alma —replicó Scott.
Ella no respondió. No quería que la conversación siguiera deteriorándose. Desde luego Scott tenía motivos para estar enfadado. Pero ya debería saber cómo funcionaba su mente, la de ella, haciendo que cada palabra pareciera luz reflejada a través de un prisma donde un rayo concreto era importante. Esto la convertía en una abogada excelente y en ocasiones en una persona difícil.
—Tal vez debería ir esta noche —dijo Scott.
—No. Eso sugeriría una alarma desmedida. Actuemos con calma.
Hubo un breve silencio.
—Oye —preguntó Scott bruscamente—, ¿tienes alguna experiencia con esta clase de cosas? —Se refería a experiencia legal, pero ella lo interpretó de un modo distinto.
—Pues no. El único hombre que dijo que me amaría eternamente fuiste tú.
En el periódico local había aparecido un artículo que había sobrecogido a los habitantes del valle donde yo vivía. Un niño de trece años, dejado en custodia en el décimo de una serie de hogares adoptivos, había muerto en extrañas circunstancias. La policía y la oficina del fiscal de distrito local estaban investigando, igual que todos los periodistas de kilómetros a la redonda. El niño había muerto de un disparo de escopeta a bocajarro. Los padres adoptivos decían que el chico había encontrado la escopeta del padre, y estaba jugando con ella cuando se disparó accidentalmente. O tal vez no estaba jugando, sino que se suicidó. O tal vez los moratones recientes en brazos y torso revelados por la autopsia sugerían que le habían propinado una tremenda paliza, o lo habían sujetado mientras algo más terrible tenía lugar. O tal vez niño y adulto forcejearon por la escopeta, y ésta se disparó por accidente. O, aún peor, se trataba de un asesinato. Un asesinato provocado por la furia, por la frustración, por el deseo o simplemente por los malos naipes que la vida reparte a veces a aquellos peor preparados para ir de farol y no meterse en problemas.