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Authors: John Katzenbach

El hombre equivocado (5 page)

BOOK: El hombre equivocado
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Encogido contra la fría brisa, se metió las manos en la cazadora y echó a andar. El aire tenía una cualidad antigua, como si cada escalofrío que provocaba transmitiera exactamente lo mismo, con el mismo frío de octubre, que había transmitido a las sucesivas generaciones que habían recorrido las calles de Boston. Las mejillas empezaban a ruborizársele por el frío, y se apresuró hacia la parada del metro. Cubrió rápidamente la distancia con sus largas zancadas. Ella también era alta, pensó. Casi metro setenta y cinco, supuso, con una figura de modelo que ni siquiera los vaqueros y el jersey ancho de algodón habían logrado ocultar. Mientras esquivaba el tráfico al cruzar la calle con el semáforo en rojo, pensó cómo era que no tenía decenas de pretendientes. Probablemente se debía a alguna relación fallida u otra mala experiencia. Decidió no especular, sólo dar gracias a la buena estrella que lo había puesto en contacto con Ashley. En sus estudios todo trataba de probabilidad y predicción. No estaba seguro de que las estadísticas que registraban el trabajo clínico con las cobayas pudieran ser útiles para conocer a alguien como Ashley.

Sonrió para sí y bajó a saltos las escaleras del metro.

El metro de Boston, como el de muchas ciudades, provoca una extraña sensación, como de otra dimensión, cuando uno atraviesa los torniquetes y baja al mundo del tráfico subterráneo. Las luces se reflejan en muros de azulejos blancos, las sombras encuentran espacio entre columnas de acero. Hay un ruido constante de trenes que vienen y van. El mundo cotidiano es sustituido por una especie de universo desmembrado, donde el viento, la lluvia, la nieve e incluso la cálida luz del sol parecen pertenecer a otro lugar y otro tiempo.

El convoy frenó rechinando agudamente, y Will subió junto con docenas de personas más. Las luces del tren le daban a todo el mundo un aspecto onírico y enfermizo. Especuló sobre los otros pasajeros, todos enfrascados en un periódico, o un libro, o con la mirada perdida. Echó atrás la cabeza y cerró los ojos un momento, dejando que la velocidad y el traqueteo del tren lo mecieran como a un niño en brazos de su madre. La llamaría mañana, decidió. Le pediría salir y trataría de entretenerla un rato al teléfono. Repasó temas de conversación y trató de encontrar alguno original. Se preguntó adónde iba a llevarla. ¿A cenar y al cine? Predecible. Ashley era el tipo de mujer que quiere ver algo especial. ¿Una obra de teatro, tal vez? ¿Un club de comedia? Seguido de una cena tardía en un sitio algo mejor que el habitual garito donde tomar hamburguesas y cerveza. Pero no demasiado esnob, pensó. Y tranquilo. Bien, risas y luego algo romántico. Tal vez no era el mejor de los planes, pero resultaba estimulante.

En su parada, bajó al andén, moviéndose con rapidez pero un poco errante mientras salía a la calle. La luz de Porter Square acuchillaba la oscuridad, dando una sensación de actividad donde había poca. Se encogió para protegerse de una ráfaga glacial y salió de la plaza por una calle lateral. Su apartamento quedaba a cuatro manzanas de distancia. Mientras andaba, trató de decidir el restaurante adecuado adonde llevarla.

Aminoró el paso al oír ladrar un perro con súbita alarma. En la distancia, la sirena de una ambulancia rompía la noche. Algunos apartamentos de la manzana tenían las ventanas iluminadas por el resplandor de los televisores, pero la mayoría estaba a oscuras.

A su derecha, en un callejón entre dos edificios, le pareció oír un roce y se volvió. De repente vio una figura negra abalanzarse hacia él. Sorprendido, retrocedió un paso y alzó el brazo para protegerse. Alcanzó a pensar que debía gritar pidiendo ayuda, pero las cosas sucedieron muy rápido. Sólo tuvo un instante de lucidez y miedo, porque intuyó que algo se le venía encima inexorablemente. Era una tubería de plomo que, cortando el aire con un siseo de espada, cayó de lleno sobre su frente.

Tardé casi siete horas de un día largo y agotador en encontrar el nombre de Will Goodwin en el
Boston Globe.
Venía en una reseña titulada «La policía busca al asaltante de un posgraduado», en la sección local, casi al pie de la página. Sólo ocupaba cuatro párrafos, e incluía escasa información sobre lo sucedido, sólo que las heridas sufridas por el estudiante de veinticuatro años eran graves y se hallaba en estado crítico en el Hospital General de Massachusetts. Reseñaba que un peatón lo había encontrado por la mañana, tirado y ensangrentado detrás de los contenedores de basura de un callejón. La policía pedía ayuda a toda persona del barrio de Somerville que pudiera haber visto u oído algo sospechoso.

Eso era todo.

Ningún otro artículo al día siguiente, ni en semanas posteriores. Sólo otro episodio de violencia urbana, adecuadamente anotado y registrado y luego ignorado, engullido por la constante aparición de nuevas noticias.

Tardé dos días al teléfono en encontrar la dirección de Will. El registro de la Universidad de Boston dijo que nunca había terminado el programa en que estaba matriculado y dio una dirección en el barrio de Concord. El número de teléfono no estaba incluido.

Concord es un lugar bonito de las afueras, lleno de casas que rezuman historia. Tiene un parque central con una biblioteca pública impresionante, y un centro coqueto lleno de tiendas de moda. Cuando yo era más joven, llevaba a mis hijos a pasear por los escenarios de batallas cercanos y recitaba el famoso poema de Longfellow. Por desgracia, la ciudad ha dejado, como tantas otras partes de Massachusetts, que la historia sea menos importante que el desarrollo urbanístico. Pero la casa del joven que yo había llegado a conocer como Will Goodwin era un edificio de arquitectura colonial, menos ostentoso que las casas más nuevas, apartado unos cincuenta metros tras un camino de grava. En la parte delantera, alguien se dedicaba a plantar flores en el jardín. Vi una placa pequeña, fechada en 1789, en la impoluta pared blanca. Había una puerta lateral con una rampa de madera para sillas de ruedas. Me acerqué y pude oler los hibiscos. Llamé torpemente.

Una mujer delgada y canosa abrió la puerta.

—Sí, ¿en qué puedo ayudarle? —preguntó.

Me presenté y pedí disculpas por aparecer sin anunciarme previamente, ya que el número no aparecía en la guía. Le dije que era escritor y estaba investigando algunos crímenes cometidos hacía unos años en las zonas de Cambridge, Newton y Somerville, y pregunté si podría hablar un momento con Will.

Ella se sorprendió, pero no me cerró la puerta en la cara.

—No creo que sea posible —dijo amablemente.

—Lamento molestarlos, pero sólo serán unas pocas preguntas.

Ella negó con la cabeza.

—Él no… —empezó, pero se detuvo y me miró. Pude ver que su labio inferior empezaba a temblar, y un atisbo de lágrimas asomó a sus ojos—. Ha sido… —Entonces una voz desde atrás la interrumpió.

—¿Mamá? ¿Quién es?

La mujer vaciló, como si no supiera qué decir. Detrás de ella, un joven en una silla de ruedas salió de una habitación lateral. Tenía un aspecto pálido y abotargado, y su cabello castaño era una masa descuidada que le caía hasta los hombros. Tenía una cicatriz rojiza en forma de Z en un lado de la frente; le llegaba casi hasta la ceja. Sus brazos parecían musculosos, pero su pecho estaba hundido, casi consumido. Sus manos grandes y elegantes permitían percibir reminiscencias de quien había sido una vez. Avanzó con la silla de ruedas.

La madre me miró.

—Ha sido muy duro —dijo en voz baja, con repentina intimidad.

La silla chirrió al detenerse.

—Hola —saludó con gesto amable.

Le dije mi nombre y expliqué concisamente que estaba investigando el crimen que lo había dejado lisiado.

—¿Mi crimen? —repuso él, y añadió—: Nada del otro mundo. Un asalto corriente. De todos modos, no puedo contarle gran cosa. Pasé dos meses en coma. Y luego esto… —Señaló la silla de ruedas.

—¿Hizo la policía alguna detención?

—No. Cuando desperté, me temo que no fui de mucha ayuda. No recuerdo nada de aquella noche. Absolutamente nada. Es como pulsar una tecla de tu ordenador y ver cómo todas las palabras de un trabajo escrito desaparecen. Sabes que probablemente están en algún lugar del disco duro, pero no puedes encontrarlas. Las han borrado.

—¿Regresabas a casa después de una cita?

—Sí. Nunca volvimos a contactar. No me extraña. Estaba hecho una piltrafa. Todavía lo estoy. —Soltó una risita y sonrió amargamente.

Asentí.

—La policía nunca encontró nada, ¿verdad?

—Bueno, un par de cosas curiosas.

—¿Cuáles?

—Encontraron a unos chicos de Roxbury tratando de usar mi tarjeta Visa. Pensaron que eran mis agresores, pero resultó que no. Al parecer los chicos encontraron la tarjeta en un cubo de basura.

—De acuerdo, pero ¿por qué…?

—Pues porque al final encontraron mis demás documentos intactos en Dorchester… ya sabe, carnet de conducir, carnet del comedor de la facultad, seguridad social, seguro médico, todas esas cosas. A kilómetros de distancia del vertedero donde los chicos encontraron la tarjeta de crédito. Y las demás tarjetas fueron encontradas por todo Boston.

—¿Qué estás haciendo ahora? —pregunté.

—¿Ahora? —Will miró a su madre—. Ahora estoy esperando.

—Esperando qué.

—No lo sé. Sesiones de rehabilitación en el Centro de Traumatismos Craneales. El día que pueda levantarme de esta silla. No puedo hacer mucho más.

Me despedí, y su madre empezó a cerrar la puerta.

—¡Eh! —dijo Will—. ¿Cree que encontrarán alguna vez al tipo que me hizo esto?

—No lo sé —respondí—. Pero si descubro algo, te lo haré saber.

—No me importaría tener un nombre y una dirección —dijo—. Preferiría encargarme yo mismo de ciertas cosas, ya me entiende.

4 - Una conversación que significó más que palabras

Michael O'Connell pensaba que el crimen trata de conexiones.

«Si uno no quiere que lo capturen —razonaba—, debe eliminar todas las conexiones obvias. O al menos oscurecerlas para que no resulten rápidamente visibles para un detective tozudo.»

Sonrió para sí y cerró los ojos para dejarse arrullar por el traqueteo del metro. Todavía sentía un arrebato de energía recorrerle el cuerpo. Golpear a un hombre le producía una sensación estimulante, desde que sentía tensarse sus músculos. Se preguntó si la violencia física iba a resultarle siempre tan seductora.

A sus pies había una mochila de lona azul, la correa rodeando su brazo. Contenía unos guantes de cuero y otros de cirujano, un trozo de tubo de fontanero de medio metro y la cartera de Will Goodwin, aunque todavía no había tenido tiempo de descubrir el nombre.

Cinco cosas, pensó O'Connell, significaban cinco paradas del metro.

Sabía que estaba exagerando su cautela, pero en realidad no estaba de más. Sin duda el tubo estaría manchado con la sangre del tipo al que había atizado. Igual que los guantes de cuero. Sus ropas también tendrían restos, así como sus zapatillas de deporte, pero a media mañana lo habría pasado todo por varios ciclos de lavado caliente en la lavandería automática. Así se acabarían las conexiones microscópicas entre aquel hombre y él. La mochila estaba destinada a un vertedero en Brockton, la tubería a una obra en el centro. La cartera, después de quitarle el dinero, sería abandonada en un contenedor de basura ante una parada de metro en Dorchester, y las tarjetas de crédito serían esparcidas por varias calles en Roxbury, donde esperaba que algunos chicos negros las encontraran y utilizaran. Sabía que Boston seguía dividida por las razas, e imaginaba que culparían a aquellos chicos de lo que él había hecho.

Los guantes de cirujano, que se había puesto debajo de los de cuero, podría tirarlos en alguna papelera no lejos del Hospital General de Massachusetts, o el de Brigham y el Femenino, donde, si los encontraban, no atraerían ninguna atención especial.

Se preguntó si habría matado al hombre que había besado a Ashley. Era muy posible, pensó. El primer golpe lo alcanzó en la sien, y había oído el hueso romperse. Se había desplomado como un saco, chocando contra un árbol, lo cual fue una suerte, porque eso apagó el sonido. Aunque alguien se hubiera asomado a la ventana, tanto él como el hombre que había besado a Ashley quedaban ocultos por el tronco del árbol y varios coches aparcados. Arrastrarlo a las sombras del callejón fue cosa fácil. Las patadas y puñetazos sólo llevaron unos segundos. Un estallido de furia, casi como un climax sexual, implacable, explosivo, y después se acabó. Luego, mientras arrojaba el cuerpo inconsciente tras los contenedores de metal, le quitó la cartera, guardó su arma improvisada en la mochila y, moviéndose con rapidez, se dirigió de regreso a la estación de metro de Porter Square.

O'Connell pensaba que había sido increíblemente fácil. Repentino. Anónimo. Con ensañamiento.

Se preguntó quién sería aquel hombre y se encogió de hombros. En realidad no le importaba. Ni siquiera necesitaba saber su nombre. En una hora o dos, lo único que podría relacionarlo con aquel tipo, Ashley, estaría dormida en su apartamento, ajena a lo sucedido esa noche. Cuando ella se enterara de lo ocurrido, tal vez acudiera a la policía. Lo dudaba, pero la posibilidad, aunque leve, existía. Mas ¿qué podría decirles? O'Connell conservaba el resguardo de una entrada de cine. No era una gran coartada, pero cubría el tiempo transcurrido desde el beso hasta la agresión en el callejón. Supuso que eso sería suficiente para que ningún policía la creyese, sobre todo teniendo en cuenta que la cartera y las tarjetas del hombre aparecerían por toda la ciudad.

Echó atrás la cabeza, escuchando el sonido del metro, una curiosa música oculta en el brutal ruido de metal contra metal.

Eran algo menos de las cinco de la madrugada cuando Michael hizo su penúltima parada. Escogió una estación más o menos al azar y cuando faltaba poco para el amanecer salió cerca de Chinatown, no muy lejos del céntrico distrito financiero. Las tiendas estaban cerradas y las aceras vacías. No tardó mucho en encontrar una cabina que funcionara. Se puso la capucha de su sudadera, lo cual le dio aspecto de monje. No quería que un coche patrulla que hiciera la última ronda por las estrechas calles lo detuviera para hacerle preguntas.

O'Connell depositó cincuenta centavos y marcó el número de Ashley.

El teléfono sonó cinco veces antes de que ella contestara con voz adormilada.

—¿Sí?

Él le dio un par de segundos para despertarse del todo.

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