Read El hombre equivocado Online
Authors: John Katzenbach
—Ah, ya basta de hablar de esa ruta. Conocí a otro tipo que parecía prometer. Espero que vuelva a llamarme.
Susan sonrió.
—Ah, cuando vivía contigo lo primero que aprendí fue que los chicos siempre vuelven a llamar.
No preguntó más, ni siquiera por el nombre de aquel acosador en ciernes. En cierto modo, pensó, ya había oído suficiente. O casi. Flores muertas.
En la acera, delante del Yunque y Martillo, tras mucho comer y beber y un buen repaso a las anécdotas comunes, Ashley dio a su amiga un largo abrazo.
—Ha sido magnífico, Susie. Deberíamos vernos más a menudo.
—Cuando termines con la graduación, llámame. Tal vez un encuentro regular, una vez por semana, para que tú puedas hablarme de tus sensibilidades artísticas y yo quejarme de jefes estúpidos y negocios aburridos.
—Me gustaría —dijo Ashley, y por un momento contempló la noche de Nueva Inglaterra. El cielo estaba despejado y un dosel de estrellas pespunteaba la oscuridad.
—Una cosa —dijo Susan, mientras rebuscaba las llaves en su bolso—. Me preocupa un poco ese imbécil de las flores…
—¿Michael? Michael O'Rata… —bromeó Ashley, fingiendo despreocupación—. Me desharé de él sin problema, Susie. Esa clase de tipos necesitan un no grande y tajante. Luego se quejan y lloriquean un par de días, hasta que se ponen morados de cerveza con los amigotes y todos coinciden en que las mujeres son unas zorras irrecuperables y que no hay más que hablar.
—Espero que tengas razón. De todas maneras, puedes llamarme en cualquier momento, de día o de noche, si ese tipejo no desaparece.
—Gracias, Susie. Pero no te preocupes.
—Preocuparme ha sido siempre mi mejor cualidad, chica-libre.
Las dos rieron y volvieron a abrazarse. Luego, Ashley se encaminó calle abajo, iluminada por los rótulos de neón de las tiendas y restaurantes. Susan la observó un momento, antes de volverse. Nunca estaba segura de qué pensar sobre Ashley. Mezclaba ingenuidad con sofisticación de un modo misterioso. No era extraño que los chicos se sintieran atraídos hacia ella, pero, en realidad, siempre se mostraba aislada y elusiva. Incluso la forma en que se movía, deslizándose entre las sombras, parecía casi evanescente. Susan inspiró hondo el frío aire nocturno y saboreó la escarcha en sus labios. Se sentía un poco incómoda por no haberle contado la verdad a su amiga, que aquel reencuentro no era fruto de la casualidad. Apretó los labios y lamentó no haber sido completamente sincera. Tampoco había averiguado mucho para el señor Freeman. «Sólo Michael O'Rata», pensó. Y flores muertas.
O no era nada o era algo aterrador, y Susan no supo qué carta quedarse. Tampoco supo de cuál de esos polos opuestos debía informar a Scott Freeman.
Contrariada, resopló y echó a andar hacia el aparcamiento, a manzana y media de distancia. Llevaba las llaves en la mano, el dedo índice en el pequeño espray incluido en el llavero. Susan no era asustadiza, pero un poco de prevención nunca estaba de más. Deseó haberse puesto zapatos más cómodos. Sus pasos resonaban en la acera, mezclándose con los ruidos de la calle. Sin embargo, se sintió abrumada por una sensación de soledad, como si fuera la última persona que quedaba en la calle, en el centro de la ciudad, quizás en la ciudad misma. Vaciló y miró en derredor. Las aceras estaban vacías. Se detuvo para mirar en un restaurante, pero la ventana tenía cortinas. Respiró hondo y se volvió.
Nadie. La calle estaba vacía.
Sacudió la cabeza. Se dijo que hablar y pensar acerca de aquel tipo raro la habían inquietado. Inhaló lentamente, dejando que sus pulmones se llenaran de aire frío. «Flores muertas.» Algo en esa lúgubre expresión le resultaba disonante. Su vacilación aumentaba a cada paso. Se detuvo otra vez, sobresaltada. Sintiendo el frío que calaba, se arrebujó en el abrigo y volvió a andar, esta vez con más rapidez.
Miraba a uno y otro lado sin ver a nadie, pero de pronto tuvo la sensación de que la seguían. Se dijo que eran imaginaciones suyas, pero eso no la tranquilizó, así que apretó el paso.
Unos metros más allá sintió la certeza intuitiva de que la estaban observando. Vaciló de nuevo y escrutó las ventanas de los edificios de oficinas, buscando los ojos que la espiaban, pero no vio nada que justificara el ominoso nerviosismo que se estaba apoderando de ella.
«Sé razonable», se ordenó. Y de nuevo echó a andar, ahora casi corriendo. Había hecho algo mal, seguro, había desatendido sus reglas personales de seguridad, se había permitido distraerse, y ahora estaba en una situación vulnerable. Sólo que no podía reconocer ninguna amenaza inmediata, lo cual no hacía sino acrecentar su desasosiego.
De pronto trastabilló y resbaló. Se recuperó, pero dejó caer el bolso. Recogió el pintalabios, un bolígrafo, una agenda y su cartera, desperdigados por la acera. Lo metió todo en el bolso y se lo echó al hombro.
La entrada del aparcamiento ya estaba a pocos metros. Casi echó a correr hacia la puerta de cristal, resoplando con fuerza. Al otro lado de la gruesa pared de hormigón estaba la cabina donde el encargado cobraba el tique de salida. ¿La oiría si ella lo llamaba? Lo dudaba. Y dudaba que, en caso de ocurrir algo, el hombre hiciera nada por ayudarla.
Se reprendió a sí misma: «Domínate. Busca tu coche. Sigue adelante. Deja de comportarte como una niña.»
Contempló la escalera llena de sombras. Nada fiable, desde luego.
Pulsó el botón del ascensor y esperó. Mantuvo los ojos en las lucecitas que indicaban el descenso del ascensor. Tercera planta. Segunda. Primera. Planta baja. Las puertas se abrieron con una sacudida.
Ella fue a entrar, pero se quedó clavada.
Un hombre con chaquetón y gorro de lana, hurtando la cara a su mirada, bajó y casi la derribó de un empellón con el hombro. Susan jadeó y se recompuso.
Alzó la mano, como para protegerse de una agresión, pero el hombre ya subía las escaleras y desapareció tan rápidamente que ella apenas tuvo tiempo de observarlo. Llevaba vaqueros, el gorro de lana era negro y el chaquetón azul marino. Eso fue todo lo que retuvo. No alcanzó a fijarse en si era alto o bajo, fornido o delgado, joven o viejo, blanco o negro.
—Por Dios —murmuró—. Menudo susto.
Aguzó el oído, pero no oyó nada. Aquel bruto se había marchado, y ella, incongruentemente, se sintió aún más sola e indefensa.
—Por Dios —repitió, y sintió la adrenalina bombeando en sus sienes. El miedo pareció anularle la capacidad de raciocinio y el control sobre su cuerpo. Respiró hondo y trató de dominarse. Ordenó responder a cada uno de sus miembros. Piernas. Brazos. Manos. Inspiró despacio para sosegar las palpitaciones del corazón y guardó silencio.
Las puertas del ascensor empezaron a cerrarse, y Susan extendió el brazo bruscamente para impedirlo. Entró en el ascensor y pulsó el 3. Experimentó un leve alivio cuando las puertas se cerraron.
El ascensor chirrió y pasó la primera planta. Luego, tras la segunda, redujo velocidad y se detuvo. Las puertas se abrieron con un leve estremecimiento de la cabina.
Susan dio un respingo y quiso gritar, pero no logró articular sonido alguno.
Aquel hombre estaba ante la puerta. Los mismos vaqueros, el mismo chaquetón, pero ahora el gorro de lana le cubría el rostro como una máscara. Susan sólo pudo verle los ojos, clavados en ella. Retrocedió hacia el fondo del ascensor, encogiéndose, a punto de caer doblegada ante las ondas de energía que irradiaba aquel hombre. Era como una corriente de miedo que amenazaba con ahogarla. Quiso golpearlo, defenderse, pero su sensación de indefensión era absoluta. Era como si aquellos ojos lanzaran un rayo paralizante. Balbuceó palabras incongruentes y quiso gritar pidiendo ayuda, pero no pudo.
El hombre no se movió. Simplemente se la quedó mirando.
Susan se acurrucó en el rincón, extendió débilmente una mano ante su rostro y supo que le había llegado el fin.
Pero él siguió sin hacer nada. Tan sólo la miraba, como memorizando su cara, su ropa, el pánico de sus ojos. Entonces susurró:
—Ahora te conozco.
Y entonces, con la misma brusquedad, las puertas del ascensor se cerraron.
Esta vez, cuando la llamé, no hubo ninguna urgencia. Ella parecía curiosamente distendida, como si ya hubiera repasado mentalmente mis preguntas y sus respuestas y yo me ciñera a un guión.
—Me cuesta entender la conducta de O'Connell. Cuando creo que empiezo a pillarle el truco, entonces…
—¿Hace algo que no esperabas?
—Sí. Las flores muertas es un mensaje obvio, pero…
—A veces lo que más asusta no es lo desconocido, sino lo previsible y comprensible.
Eso era cierto. Ella hizo una pausa y agregó:
—Pero Michael no seguía las pautas más previsibles. Dosificaba el modo en que instilaba miedo.
—Bueno, sí, pero…
—Susan se sintió completamente indefensa y aterrorizada en un instante, y al siguiente vio desaparecer toda amenaza…
—¿Cómo puedo estar seguro de que era Michael O'Connell? —pregunté.
—No puedes. Pero si el hombre del aparcamiento hubiera querido violar o robar, ¿qué se lo habría impedido? Las circunstancias eran perfectas para esos dos crímenes. Pero alguien con un plan diferente se comporta de manera impredecible.
Como tardé en contestar, ella vaciló, como si considerara sus propias palabras.
—Tal vez deberías examinar no sólo lo que sucedió, sino el impacto que tuvo.
—De acuerdo. Pero guíame en la dirección adecuada.
—Susan Fletcher era una joven capaz y decidida. Lista, cautelosa y experta en muchas cosas. Pero quedó profundamente herida por su miedo. El residuo del pánico es igual de lacerante que el propio pánico. Ese momento en el ascensor la hizo sentirse vulnerable e indefensa como nunca antes. Y por eso, toda ayuda que pudiera haberle prestado a Ashley en los días siguientes quedó anulada.
—Ya.
—Una persona con habilidad y decisión que podría haber ayudado a Ashley resultó anulada instantáneamente por una especie de inyección paralizante. Sencillo. Eficaz. Aterrador.
—Sí…
—Pero, piensa, ¿qué era lo realmente peligroso que estaba ocurriendo en aquel momento? ¿Qué podía ser más aterrador que todo lo que Michael hubiera hecho hasta entonces?
Pensé un instante y aventuré:
—¿Que él estaba aprendiendo?
Ella me miró. Pude imaginarla cogiendo el auricular con una mano, extendiendo la otra para conservar el equilibrio, mientras se enfrentaba a algo que yo aún no comprendía. Cuando finalmente respondió, fue casi un susurro, como si las palabras le supusieran un gran esfuerzo.
—Sí, así es. Estaba aprendiendo. Pero todavía no sabes lo que le sucedió a Susan.
Scott Freeman no tuvo noticias de Susan Fletcher durante dos días, pero, cuando las recibió, casi deseó no haberlas tenido.
Había dedicado el tiempo a sus tareas académicas: repasar el temario para el semestre de primavera, preparar varias clases, ponerse al día en la correspondencia con asociaciones históricas y grupos de investigación… Tampoco esperaba una respuesta rápida por parte de Susan Fletcher. Sabía que le había pedido algo embarazoso, y en parte casi temía una llamada airada de Ashley, del tipo «¿por qué estás metiendo las narices en mi vida privada?»; en realidad no tenía ninguna respuesta clara para esa pregunta.
Así que intentó pasar las horas sin sentirse demasiado ansioso. «No se gana nada con ponerse nervioso», se recordaba cada vez que sus ojos se volvían hacia el teléfono negro que había en una esquina de su escritorio.
Cuando finalmente sonó, se sobresaltó. Al principio no reconoció la voz de Susan Fletcher.
—¿Profesor Freeman?
—¿Sí?
—Soy Susan… Susan Fletcher. Me llamó usted el otro día por lo de Ashley.
—Por supuesto, eres Susan. Vaya, no esperaba que me llamaras tan pronto. —No era cierto, claro.
Ella vaciló y se aclaró la garganta.
—¿Algo va mal? —preguntó él, y su propia voz lo traicionó levemente.
—No lo sé. Tal vez. No estoy segura, pero…
—¿Ashley está bien? —soltó Scott con ansiedad, y de inmediato lamentó su salida de tono.
—Ella está bien —dijo Susan lentamente—. Al menos, parece estarlo, pero tiene un problema con un tipo, como usted se temía. Al menos, eso creo. En realidad ella no quería hablar del tema.
Las palabras sonaban temerosas, como si ella pensara que alguien podía escucharla.
—Pareces insegura —dijo Scott.
—He pasado un par de días difíciles. De hecho desde que vi a Ashley. Esa fue la última cosa buena que me ocurrió. Verla.
—Pero ¿qué ha pasado?
—No lo sé. Nada. Todo. No puedo precisarlo.
—No comprendo. ¿Qué quieres decir?
—Tuve un accidente.
—Oh, Dios mío. ¿Te encuentras bien?
—Sí. Sólo un poco aturdida. Mi coche quedó hecho una birria, pero no tengo ningún hueso roto. Tal vez una pequeña contusión, y un gran cardenal en el pecho. Siento como si tuviera rotas las costillas. Pero, aparte de dolorida y desorientada, estoy bien, supongo.
—Pero ¿qué…?
—El neumático delantero derecho reventó. Iba casi a cien… no, tal vez un poco más, ciento veinte. El coche empezó a dar bandazos y la parte delantera a temblar, así que pisé el freno. Estaba reduciendo velocidad cuando de repente el neumático se soltó. Entonces sí perdí el control del vehículo.
—Dios mío…
—Todo daba vueltas y oía un ruido como si alguien me estuviera gritando. Fue horrible, pero tuve mucha suerte. Choqué contra una de esas vallas amortiguadoras, ya sabe, las que absorben parte del impacto.
—¿Dices que la rueda se soltó?
—Sí. Eso me dijo la policía. La encontraron a medio kilómetro carretera abajo.
—Qué extraño. Nunca había oído de un caso así…
—Sí. La policía tampoco, y menos en un Audi casi nuevo.
Hubo un momento de silencio.
—¿Crees…? —empezó Scott.
—La verdad, no sé qué creer.
Otro silencio, y al cabo ella dijo en voz baja:
—Iba tan rápido porque estaba asustada…
Las alarmas de Scott se dispararon. Escuchó con toda atención mientras ella le contaba el encuentro con Ashley. No hizo ninguna pregunta, ni siquiera cuando oyó el nombre «Michael O'Rata». Las cosas se confundían en la memoria de Susan, y más de una vez él percibió frustración en su voz, cuando se esforzaba por ordenar los detalles. Supuso que era debido a la leve contusión sufrida. Su tono era de disculpa.