Read El hombre equivocado Online
Authors: John Katzenbach
Susan no sabía si algo de lo sucedido estaba relacionado de algún modo con Ashley. Todo lo que sabía era que había ido a verla y que desde entonces le ocurrían cosas espantosas. Tenía suerte de seguir con vida.
—¿Crees que ese tal Michael tuvo que ver con todo lo que te ha pasado? —preguntó Scott, sin querer creerlo así, pero imbuido de malos presentimientos.
—No lo sé. De verdad que no. Probablemente es sólo coincidencia. Pero creo… —parecía a punto de llorar— creo que no volveré a llamar a Ashley. No hasta que me recupere. Lo siento.
Scott colgó y se puso a pensar qué opciones tenía. Ninguna. Imaginó lo peor.
«Estamos hechos el uno para el otro.»
Tragó saliva con la boca reseca.
Ashley caminaba con rapidez, como sí su avance por la acera pudiera equipararse a los pensamientos que bullían en su cabeza. Aún no había llegado a pensar en serio que la estaban siguiendo, pero tenía una sensación perturbadora. Llevaba una pequeña bolsa de la compra y su mochila llena de libros de arte, así que se sentía un poco incómoda cada vez que se detenía para escrutar la calle, tratando de discernir qué la inquietaba tanto. Nada parecía fuera de lugar.
«La ciudad es así», pensó. En su casa del oeste de Massachusetts, las cosas eran menos abigarradas, y por eso, cuando algo no estaba en orden, se notaba más. Pero Boston, con su constante flujo y energía, desafiaba su capacidad de captar si algo había cambiado. Sintió una vaharada de calor, como si la temperatura hubiera aumentado, aunque en realidad ocurría lo contrario.
Escudriñó la calle. Coches, autobuses, peatones. La misma visión de siempre. Aguzó el oído. El mismo rumor continuo y el habitual latido de la vida diaria. No había motivo para la indefinida ansiedad que sentía.
Así pues, reanudó la marcha con paso firme y se desvió por la calleja donde estaba su apartamento, a mitad de la manzana.
En Boston se distingue claramente entre los apartamentos para estudiantes y los apartamentos para la gente que trabaja. Ashley seguía en el mundo estudiantil. En la calle había un descuido aceptable, un poco de suciedad de más que a sus jóvenes ojos parecía infundirle carácter, pero que quienes habían dejado atrás esa etapa consideraban mera provisionalidad. Los árboles plantados en pequeños parterres circulares parecían un poco torcidos, como si no recibieran suficiente sol. Era una calle indecisa, como mucha de la gente que vivía allí.
Ashley subió hasta su casa, sostuvo la bolsa de la compra con la rodilla y abrió la puerta. Sintió un súbito agotamiento al cerrar la puerta y echar la llave.
Miró alrededor, agradecida de no haber encontrado una nueva remesa de flores muertas.
Tardó menos de cinco minutos en guardar los cereales, el yogur, el agua mineral y la lechuga en el pequeño frigorífico. Abrió una lata de cerveza y bebió un largo sorbo. Luego se dirigió al salón, y sintió alivio al ver que no había ningún mensaje en el contestador. Dio otro sorbo y se dijo que se estaba comportando como una tonta, porque había varias personas de las que quería recibir noticias. Desde luego, esperaba que Susan volviera a llamarla para cenar. Y que Will la llamara para una segunda cita. De hecho, mientras hacía una lista mental, pensó que no permitiría que aquel cabrón de Michael la aislara. Había sido muy clara con él el otro día, tal vez aquello habría puesto punto final. Cuanto más repasaba la conversación, más adquiría una eficacia probablemente exagerada.
Se quitó los zapatos, se sentó al escritorio, encendió el ordenador y tarareó mientras conectaba. Para su sorpresa, había más de cincuenta nuevos mensajes en el correo electrónico. Vio que procedían de prácticamente todos las direcciones que tenía en la agenda del ordenador. Abrió el primero, enviado por una colaboradora del museo, una chica llamada Anne Armstrong. Ashley se inclinó hacia delante para leerlo. Pero el mensaje no era de Anne Armstrong.
Hola, Ashley. Te he echado de menos más de lo que puedas imaginar. Pero pronto estaremos juntos para siempre y eso será magnífico. Como ves, hay 55 e-mails después de éste. No los borres. Contienen un mensaje importante que te será muy útil.
Hoy te amo más que ayer. Y mañana te amaré más que hoy.
Tuyo para siempre,
Michael
Ashley quiso gritar, pero de su garganta no salió ningún sonido.
Al principio, el dueño del taller no pareció muy dispuesto a colaborar.
—Ya —dijo, frotándose las manos manchadas de grasa en un trapo igualmente sucio—. Quiere saber algo sobre Michael O'Connell. Bien, pero antes ha de decirme por qué.
—Soy escritor —respondí—. O'Connell aparece en un libro en el que estoy trabajando.
—¿O'Connell? ¿En un libro? —La pregunta fue seguida por una risita de escepticismo—. Debe de ser una chapuza de libro.
—Así es. Más o menos. Agradecería su colaboración…
—Aquí cobramos cincuenta pavos la hora por arreglarle el coche. ¿Cuánto tiempo va a necesitar?
—Eso depende de cuánto pueda decirme.
Hizo una mueca.
—Bueno, eso depende de lo que quiera saber. Trabajé codo con codo con O'Connell todo el tiempo que estuvo empleado aquí. Eso fue hace un par de años, y desde entonces no lo he visto. Menos mal. Pero, demonios, yo fui quien le dio el trabajo, así que podría contarle algunas cosas. Pero, claro, también podría arreglarle la transmisión del Chevy, si entiende lo que quiero decir.
Pensé que de seguir así no llegaría a ninguna parte. Así pues, saqué la cartera y dejé cien dólares encima del mostrador.
—Sólo la verdad —dije—. Y nada que no sea de primera mano.
El mecánico observó el dinero y fue a cogerlo, pero, como uno de esos personajes duros que aparecen en las películas de serie B, coloqué la mía sobre el dinero. El mecánico sonrió, mostrando una dentadura bastante estropeada.
—Quiero su conformidad —le dije.
—Primero una pregunta —repuso—. ¿Sabe dónde está ahora ese bastardo?
—No. Pero lo encontraré. ¿Por qué?
—No es el tipo de individuo que uno quisiera enfadar. No me gustaría que luego venga a echarme en cara haber hablado con usted. ¿Entiende?
—Esta conversación será confidencial —dije.
—Esas palabras son muy bonitas. Pero ¿cómo sé, señor escritor, que hará lo que dice?
—Me temo que es un riesgo que tendrá que correr.
Él sacudió la cabeza, pero al mismo tiempo miró el dinero.
—Mal asunto —dijo—. No es aconsejable enemistarse con ese cabrón. Y menos por cien pavos piojosos. —Esperó un momento y yo agregué otros cincuenta dólares—. Qué demonios —masculló, y se encogió de hombros—. Michael O'Connell. Trabajó aquí durante cosa de un año, y desde el primer día me aseguré de no perderlo nunca de vista. No quería que me robara a mis espaldas. Es el hijoputa más listo que ha cambiado bujías aquí, eso seguro. Y muy seguro, también, a la hora de robar dinero. Duro y simpático al mismo tiempo. Ni te dabas cuenta de cuándo te la pegaba. Aquí suelo emplear a universitarios que necesitan un poco de dinero extra, o tipos que no aprueban los cursos de mecánica que exigen en los grandes talleres. Suelen ser demasiado jóvenes o son demasiado tontos para robar. ¿Entiende?
Asentí. Probablemente era más o menos de mi edad, pero ya se le habían formado arrugas alrededor de los ojos y la comisura de la boca. Encendió un cigarrillo, ignorando su propio cartel de «Prohibido fumar» que ocupaba un lugar destacado en la pared del fondo. Tenía una curiosa forma de hablar mirando a los ojos pero volviendo ligeramente la cabeza, lo que le daba aspecto de conspirador.
—Así que empezó a trabajar aquí…
—Sí. Trabajó aquí, pero en realidad su trabajo no estaba aquí, si entiende a lo que me refiero.
—No, no lo entiendo.
El dueño del taller puso los ojos en blanco.
—O.C. cumplía un horario, pero arreglar coches viejos y hacer revisiones no era lo suyo. Su futuro no era exactamente esto.
—¿Qué era?
—Bueno, por ejemplo, sustituir una bomba de gasolina perfectamente buena por otra reparada, para luego vender la buena y quedarse con la diferencia. O cobrarle veinte pavos de más a alguien para que su viejo cacharro pasara la ITV. O cargarse algunas piezas a martillazos para luego decirle al propietario que el coche necesitaba un nuevo juego de frenos y una nueva alineación.
—¿Quiere decir que era un timador?
El mecánico sonrió.
—Lo era. Pero no sólo eso.
—Muy bien, ¿qué más?
—Iba a clases de informática por la noche, y era capaz de hacer cualquier cosa con un chisme de ésos. El cabroncete era todo un experto. Fraude con tarjetas de crédito, falsa identidad, facturas dobles, estafas telefónicas… Y en su tiempo libre revisaba páginas web, periódicos, revistas, lo que fuera, buscando nuevas formas de estafar. Llevaba unos archivadores con recortes, para mantenerse al día. ¿Sabe qué solía decir?
—¿Qué?
—No hay que matar a alguien para matarlo. Pero si quieres hacerlo de verdad, puedes. Y si realmente sabes lo que estás haciendo, nadie va a pillarte. Nunca.
Anoté eso.
Cuando el dueño del taller me vio escribir en la libreta sonrió y retiró el dinero del mostrador.
—¿Sabe qué era lo más gracioso?
—¿Qué?
—Se podría pensar que un tipo así busca un golpe grande. Un modo de hacerse rico. Pero no era el caso de O'Connell.
—¿Qué era, entonces?
—Quería ser perfecto. Era como si quisiera ser grande, pero también anónimo.
—¿Poca ambición?
—No, no es eso. Sabía que iba a ser grande y la ambición lo cegaba. Estaba enganchado a ella, como si fuera una especie de droga. ¿Sabe lo que es tener cerca a un tipo que es como un adicto, pero no se mete cocaína por la nariz ni la heroína recorre sus venas? Estaba colocado todo el tiempo con sus proyectos. Siempre se estaba preparando para lo grande. Como si el éxito lo estuviera esperando ahí fuera. Trabajar aquí era sólo una forma de pasar el tiempo, de llenar los huecos por el camino. Pero no estaba interesado exactamente en el dinero ni en la fama. Era otra cosa.
—¿Acabaron mal?
—Sí. No me daba buena espina. Algún día iba a meterse en un lío gordo. Ya sabe eso de que el fin justifica los medios… Así era O'Connell. Como le decía, el muy malnacido se emborrachaba con sus grandes proyectos.
—Pero usted sabe si…
—No sé nada. Pero lo que vi me bastó para asustarme.
Miré al mecánico. Estar asustado no parecía tener cabida en su carácter.
—No lo entiendo —dije—. ¿Él lo asustaba?
Dio una larga calada al cigarrillo y dejó que el humo se elevara alrededor de su cabeza.
—¿Ha conocido alguna vez a alguien que esté haciendo siempre algo diferente de lo que aparenta estar haciendo? No sé, tal vez suena absurdo, pero así era O'Connell. Y cuando le llamabas la atención por algo, te miraba como si estuviera anotando algo sobre ti para algún día cobrarse revancha.
—¿Contra usted?
—Sí. Es preferible no cruzarse en el camino de esa clase de hombres, ya me entiende.
—¿Era violento?
—Era lo que hiciera falta. Tal vez eso era lo que daba más miedo. —Dio otra larga calada y luego añadió—: Mire, señor escritor, voy a contarle una historia. Hace unos diez años, yo estaba trabajando a altas horas, las dos o las tres de la madrugada, y entran dos chicos y cuando me doy cuenta tengo una pistola de nueve milímetros delante de la cara. Y uno de ellos no para de gritarme «cabrón» e «hijoputa» y «voy a pegarte un tiro en la cara, viejo», ese tipo de cosas. Pensé que me había llegado la hora mientras veía cómo el otro limpiaba la caja. No soy demasiado religioso, pero me puse a murmurar padrenuestros y avemarías, ya sabe, porque era el fin. Pero, mire usted, los dos chicos se largaron sin decir ni una palabra más. Me dejaron tirado en el suelo detrás del mostrador y necesitado de una muda de calzoncillos. ¿Ve la situación?
Asentí.
—Nada agradable.
—No, señor, nada agradable. —Sonrió y sacudió la cabeza.
—¿Pero qué relación tiene O'Connell con ese episodio?
El hombre meneó lentamente la cabeza y resopló.
—Nada —dijo—. Absolutamente nada. Excepto esto: cada vez que le hablaba a O'Connell y él no me contestaba y se quedaba mirándome de aquella manera, me recordaba a cuando tuve delante de la cara el agujero negro de la pistola de aquel chico. La misma sensación. Siempre que hablaba con él me preguntaba si eso me valdría una muerte violenta.
Ashley se inclinó hacia la pantalla del ordenador, estudiando cada palabra que parpadeaba ante ella. Llevaba en esa postura más de una hora y la espalda empezaba a dolerle. Los músculos de las pantorrillas le temblaban un poco, como si hubiera corrido más de lo habitual un día de ejercicio.
Los mensajes eran un batiburrillo de notas de amor, corazones y globos generados electrónicamente, poemas malos escritos por O'Connell y poemas buenos birlados a Shakespeare, Andrew Marvell y Rod McKuen. Todo resultaba empalagosamente trillado e infantil, y sin embargo daba miedo.
Ella iba anotando diferentes combinaciones de palabras y frases extraídas de los distintos e-mails para deducir cuál era el misterioso mensaje. No había nada en cursiva o negrita que le facilitara la tarea. Después de casi dos horas de concentración, finalmente arrojó el bolígrafo, frustrada. Se sentía estúpida, como si le pasara por alto algo que hubiera resultado obvio para cualquier aficionado a los acrósticos y crucigramas. Odiaba los juegos.
—¿Qué es, cabrón? —le espetó a la pantalla—. ¿Qué intentas decirme? ¡Maldito loco!
Volvió atrás y empezó por el principio, pasando rápidamente todos los mensajes.
—¿Qué? ¿Qué? —gritaba mientras desfilaban ante sus ojos.
Y de pronto lo comprendió.
El mensaje de Michael O'Connell no estaba contenido en los e-mails que había enviado. El mensaje era que había podido enviarlos.
Cada uno de ellos procedía de un nombre incluido en su lista de direcciones. Todos eran suyos. El hecho de que contuviesen poemas almibarados e infantiles declaraciones de amor eterno era irrelevante. Lo único importante era que aquel chalado hubiese podido introducirse en su ordenador. Y luego, gracias a un astuto texto inicial, había conseguido que ella leyera todos los mensajes. Además, era probable que al abrirlos hubiera dado entrada también a Michael O'Connell. Aquel tipo era como un virus, y ahora estaba tan cerca de ella que bien podía haber estado sentado a su lado.