Read El hombre equivocado Online

Authors: John Katzenbach

El hombre equivocado (6 page)

BOOK: El hombre equivocado
11.47Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

—¿Sí, quién es? —preguntó ella.

Él recordó el teléfono blanco que había junto a su cama. No tenía identificador de llamada, aunque tampoco habría importado.

—Sabes quién soy —susurró.

Ella no respondió.

—Ya te lo he dicho. Te quiero, Ashley. Estamos hechos el uno para el otro. Nadie puede interponerse entre nosotros.

—Michael, deja de llamarme —repuso ella—. Quiero que me dejes en paz.

—No necesito llamarte. Siempre estoy contigo.

Y colgó sin darle oportunidad de replicar. La amenaza más efectiva no se decía, se hacía imaginar, pensó.

Ya amanecía cuando llegó por fin a su apartamento.

Una media docena de gatos de la vecina rondaba la puerta, maullando y haciendo otros sonidos molestos. Uno de ellos siseó al verlo acercarse. La vieja que vivía frente a su puerta tenía más de una docena de gatos, quizás hasta veinte, los llamaba por diversos nombres y dejaba fuera platos para el ocasional gato callejero que pasara por allí. Los gatos parecían ir y venir a su antojo. Ella incluso había puesto una caja de arena extra en un rincón del pasillo para sus necesidades, llenando el pasillo de un horrible olor acre. Los gatos conocían a Michael O'Connell y él conocía a los gatos, y no se llevaba con ellos mejor que con su dueña. Los consideraba bichos callejeros, apenas un peldaño por encima de las alimañas. Le hacían estornudar, llorar los ojos, y siempre lo observaban con su cautela felina cuando entraba en el edificio. Y a Michael no le gustaba que nada ni nadie prestara atención a sus idas y venidas.

Soltó una patada a un gato a rayas que estaba a su alcance, pero falló. «Me vuelvo torpe», se dijo. El resultado de una noche larga pero excitante.

El gato a rayas y los demás se dispersaron mientras abría la puerta de su apartamento. Vio que uno, un gato blanco y negro con una veta anaranjada, se entretenía junto al plato de comida. Debía de ser nuevo, pensó, o estúpido, para no alejarse con los demás, que mantenían sus distancias con él. La vieja no se levantaría hasta dentro de una hora, quizá más, y sabía que estaba medio sorda. Estudió el pasillo un instante. Ningún inquilino parecía estar despierto. Él no entendía por qué los otros inquilinos no se quejaban de los gatos, y los odiaba por ello. Había una pareja de ancianos, de Costa Rica, que hablaba muy mal inglés. Y un puertorriqueño que, según sospechaba O'Connell, complementaba su trabajo de operario con algún robo ocasional. Arriba había un par de estudiantes graduados que de vez en cuando llenaban el pasillo con el punzante olor de la marihuana, y un vendedor canoso y de rostro chupado que pasaba sus horas libres lloriqueando e inmerso en una botella. Aparte de quejarse de los gatos al casero (un hombre mayor con uñas cubiertas por años de suciedad, que hablaba con acento indescifrable y detestaba que lo molestaran con pamplinas), O'Connell tenía poco que hacer. Se preguntó si algún inquilino sabía siquiera su nombre. Era tan sólo un sitio apartado, cutre, poco llamativo y frío, bien un final o una parada intermedia, y tenía un aire de provisionalidad que le gustaba. Miró hacia abajo mientras abría la puerta, y se preguntó si la vieja llevaría la cuenta de sus gatos. Dudaba que fuera exacta.

O que echara de menos a uno.

Se agachó rápidamente y agarró al gato blanco y negro bruscamente por el lomo. El gato maulló y lo arañó.

O'Connell contempló el súbito arañazo rojo en el dorso de su mano. Aquel hilo de sangre le facilitaría hacer lo que tenía en mente.

Ashley Freeman permaneció acostada en la cama.

—Tengo problemas —susurró para sí.

Y se quedó sin apenas moverse hasta que el sol asomó a su ventana, perfilando las sombras suaves que daban a su habitación aspecto de cuarto de niña pequeña. Un rayo de luz se movía lentamente por la pared. Algunas de sus propias obras estaban colgadas allí, dibujos a carboncillo hechos en una clase de Anatomía, una del torso de un hombre que le gustaba, otra de la espalda de una mujer que se curvaba sensualmente a lo largo de la página blanca. Había también un original autorretrato: sólo había dibujado con detalle la mitad de su cara, dejando el resto en la penumbra.

—Esto no puede estar sucediendo —dijo.

Naturalmente, pensó, todavía no sabía qué era «esto».

La llamé más tarde ese mismo día. No me molesté con amabilidades ni tonterías, sino que fui directo a la primera pregunta.

—¿De dónde vino exactamente la obsesión de Michael O'Connell?

Ella suspiró.

—Es algo que tienes que descubrir por ti mismo. ¿Ya no recuerdas lo que es ser joven y encontrarte de repente con un arrebatador momento de pasión? La aventura de una sola noche, el encuentro casual. ¿Te has vuelto tan mayor que no te acuerdas de cuando las cosas eran todo posibilidad?

—De acuerdo, sí —dije—. Quizá me he vuelto mayor demasiado aprisa.

—Sólo había un problema. Todas esas experiencias son más o menos benignas, como mucho embarazosas. Errores que te hacen ruborizar, o momentos que guardas para ti mismo y nunca mencionas a nadie. Pero no fue este caso. Ashley, en un momento de debilidad, resbaló una vez y entonces, bruscamente, se encontró inmersa en un camino de barro. Un camino de barro no es necesariamente letal, pero Michael O'Connell lo era.

Hubo una pausa y luego dije:

—Encontré a Will Goodwin. No se llama Goodwin.

Ella vaciló, y en las palabras que llegaron lentamente a través de la línea telefónica se notó una leve sorpresa.

—Bien. Probablemente has descubierto algo importante. Al menos, tu comprensión del… hum… potencial de Michael O'Connell debería haber aumentado. Pero no es ahí donde empezó todo y probablemente tampoco es donde termina. No sé. Eres tú quien ha de averiguarlo.

—De acuerdo, pero…

—Tengo que irme. Ahora te hallas en el mismo punto que Scott Freeman, antes de que las cosas empezaran a volverse… bueno, no estoy segura de la palabra adecuada. ¿Tensas? ¿Difíciles? Él sabía algunas cosas, pero no muchas. Lo que tenía principalmente era carencia de información. Creía que Ashley podía estar en peligro, pero no sabía cómo, ni exactamente dónde o cuándo, ni ninguna de esas cosas que nos preguntamos cuando percibimos una amenaza. Scott Freeman sólo tenía unas pocas cosas de qué preocuparse. Sabía que no era el principio y sabía que no era el final. Era como un científico, lanzado en medio de una ecuación, tratando de averiguar qué camino seguir para encontrar una respuesta…

Ella hizo una pausa, y por primera vez sentí un atisbo del mismo escalofrío.

—Debo irme —dijo—. Volveremos a hablar.

—Pero… —empecé. Ella me interrumpió.

—Indecisión —dijo—. Es una palabra sencilla. Pero conduce a cosas feas, ¿no? Naturalmente, lo mismo puede pasar siendo alocado a la hora de decidir. Ése es más o menos el dilema. Actuar o no actuar. Una cuestión intrigante, ¿no crees?

5 - Anónimo

Cuando Hope entró por la puerta de su casa, por instinto batió dos veces las palmas. Oyó a su perro correr a su encuentro desde el salón, donde pasaba la mayor parte del tiempo asomado al ventanal, esperando su regreso. Los sonidos le resultaron familiares; primero el golpe, cuando saltaba del sofá donde le permitían encaramarse, luego el repiqueteo de las uñas contra el parquet, el resbalón sobre la alfombra oriental, y finalmente el galope urgente cuando se abalanzaba hacia el vestíbulo. Ella sabía que tenía que soltar la compra o los periódicos y prepararse para el recibimiento.

«No hay nada que supere emocionalmente al recibimiento de un perro», pensó. Se arrodilló y dejó que le lameteara el rostro, mientras su cola marcaba un fuerte ritmo contra la pared. «Es algo que saben quienes tienen perros —pensó Hope—: a pesar de que todo lo demás vaya mal, el perro siempre sacude la cola cuando entras en casa.» Su perro era un cruce extraño. El veterinario le había dicho que era el resultado de un retriever dorado y un pitbull, lo cual le daba un pelaje corto y rubio, un hocico chato y una lealtad feroz e inquebrantable, menos la desagradable agresividad, y un grado de inteligencia que a veces le sorprendía incluso a ella. Lo había comprado en un refugio donde lo habían entregado cuando era un cachorrito. Preguntó por su nombre al encargado y éste le dijo que aún no estaba bautizado, por así decir. Así que, en un arrebato de creatividad levemente maliciosa, lo bautizó como
Anónimo.

Cuando era un perro joven, ella le enseñó a recuperar los balones perdidos en los entrenamientos, un espectáculo que nunca dejaba de divertir a las chicas de los equipos que entrenaban.
Anónimo
esperaba pacientemente junto al banquillo, con una expresión tonta, hasta que ella le hacía una señal con la mano. Entonces cruzaba el césped, rodeaba la pelota y, empujándola con el hocico y las patas, corría hacia donde ella esperaba con una bolsa de red. Les decía a las chicas que, cuando aprendiesen a conducir el balón como
Anónimo.
entonces serían campeonas.

Ahora era demasiado viejo, no veía ni oía demasiado bien, y tenía un poco de artritis. Recoger una docena de pelotas era probablemente más de lo que podía pedírsele, así que ella lo llevaba cada vez menos a los entrenamientos. No le gustaba pensar en su fin: había estado con ella casi tanto tiempo como Sally Freeman.

A menudo pensaba que, si no hubiera sido por
Anónimo.
ella no habría tenido éxito en su relación con Sally. Había sido el perro quien las había obligado a Ashley y a ella a encontrar un territorio común. Los perros conseguían esa clase de cosas sin esfuerzo. En los días posteriores al divorcio, cuando Sally y Ashley se fueron a vivir con ella, Hope recibió toda la frialdad que una hosca niña de siete años era capaz de acumular. Toda la furia y el dolor que Ashley sentía fueron ignorados por
Anónimo.
que se volvió loco de alegría con la llegada de la niña, sobre todo tratándose de una con la energía de Ashley. Así que Hope reclutó a Ashley para sacar a pasear al cachorro con ella y adiestrarlo, cosa que hicieron con resultados dispares: era bueno recogiendo cosas, pero no hacía caso cuando se trataba de hurgar en los muebles. Y así, hablando de los éxitos y fracasos del perro, llegaron por fin a un acuerdo, luego a una comprensión, y finalmente a una sensación de fraternidad que había roto muchas de las otras barreras que las separaban.

Hope acarició a
Anónimo
tras las orejas. Le debía más de lo que él le debía a ella, pensó.

—¿Tienes hambre? ¿Quieres comer?

Anónimo
ladró una vez. Era una pregunta tonta para un perro, pensó ella, pero le gustaba oírla. Fue a la cocina y recogió el cuenco del suelo, mientras empezaba a pensar en qué le prepararía a Sally para cenar. Algo interesante, decidió. Un trozo de salmón con salsa de crema de hinojo y arroz. Era una cocinera excelente, y se enorgullecía de lo que preparaba.
Anónimo
se sentó, expectante, golpeando el suelo con la cola.

—Tú y yo somos iguales —le dijo ella—. Los dos esperamos algo. La diferencia es que tú sabes que es la cena, y yo no estoy segura de lo que espero.

Scott Freeman miró alrededor y pensó en los momentos de la vida en que la soledad aparece inesperadamente.

Se había tumbado en un viejo sillón Reina Ana y contemplaba, más allá de la ventana, la oscuridad que cubría el postrero follaje de octubre. Tenía algunos trabajos que corregir, una clase que preparar, unas lecturas que hacer:
University Press
le había mandado ese mismo día el manuscrito de un colega para hacerle una reseña, y había al menos media docena de solicitudes de licenciados en Historia que tenía que seleccionar.

También estaba atascado en mitad de un trabajo propio, un ensayo sobre la curiosa naturaleza del combate en la guerra de la Independencia, donde un momento se teñía de un salvajismo brutal y el siguiente con una especie de caballerosidad medieval, como cuando Washington le devolvió a un general inglés su perro perdido en mitad de la batalla de Princeton.

«Demasiadas cosas que hacer», pensó. En voz alta, se dijo:

—Tienes la agenda repleta, tío.

Pero en ese momento nada importaba. Incluso sus reflexiones podrían no importar nada.

Dependía de lo que hiciera a continuación.

Apartó la mirada del atardecer y sus ojos buscaron la carta encontrada en la cómoda de Ashley. Leyó cada palabra por enésima vez y se sintió tan atrapado como cuando la descubrió. Repasó mentalmente cada palabra, cada inflexión, cada tono, y todo lo que ella le había dicho durante la llamada telefónica.

Echó la cabeza atrás y cerró los ojos. Lo que tenía que hacer era ponerse en la situación de Ashley. «Conoces a tu propia hija —se dijo—. ¿Qué está pasando?»

La pregunta resonó en su imaginación.

Lo primero, insistió, era descubrir quién había escrito la carta. Entonces podría evaluar a la persona, sin entrometerse en la vida de su hija. Si era hábil, pensó, podría llegar a una conclusión sobre el individuo sin tener que implicar a nadie… o al menos sin implicar a nadie que le dijera a Ashley que estaba husmeando en su vida privada. Cuando descubriera, como esperaba, que la carta sólo era inquietante e inadecuada, podría relajarse y dejar que Ashley se librase a su manera de aquel amor no deseado y continuase con su vida. De hecho, pensó, probablemente podría conseguir todo eso sin tener que involucrar a la madre de Ashley ni a su compañera, que era lo que prefería.

La cuestión era por dónde empezar.

Una de las grandes ventajas de estudiar Historia, se recordó, está en los modelos de acción que han emprendido los grandes hombres a lo largo de los siglos. Scott sabía que en el fondo tenía una silenciosa vena romántica que amaba la idea de combatir contra todo pronóstico, de alzarse en ocasiones desesperadas. Sus preferencias cinematográficas y literarias se decantaban por esa temática. Sabía que había cierta inocencia romántica en esas historias, que contradecían la barbarie total del presente. Los historiadores son pragmáticos. «Fríos y calculadores», pensó. Decir «Narices» en Bastogne era algo que recordaban mejor los novelistas y los cineastas. Los historiadores prestaban más atención a los charcos de sangre que se congelaban en el suelo, a la desesperanza y la desesperación.

Creía haber transmitido gran parte de este loco romanticismo a Ashley, que adoraba sus narraciones y pasó muchas horas leyendo
La casa de la pradera
y las novelas de Jane Austen. En parte, se preguntó si todo eso no habría cimentado su carácter demasiado confiado.

BOOK: El hombre equivocado
11.47Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Other books

The Wreck by Marie Force
Hanover Square Affair, The by Gardner, Ashley
Transfigured by Zavora, Ava
Deadly Desires by Joshua Peck
Absent by Katie Williams
Alone in the Dark by Karen Rose
You Changed My Life by Abdel Sellou
Memoranda by Jeffrey Ford