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Authors: John Katzenbach

El hombre equivocado (35 page)

BOOK: El hombre equivocado
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—Tranquila —dijo Catherine, pero había clavado las uñas en el asiento.

—¡Guarda la distancia de seguridad, cretino! —gritó Ashley cuando el coche de atrás encendió las luces largas, inundando el interior del vehículo—. Maldita sea, ¡qué cabrón!

No podía ver al conductor del otro coche, ni distinguir la marca ni el modelo. Aferró con fuerza el volante mientras avanzaban por la solitaria carretera comarcal.

—Déjalo pasar —sugirió Catherine con la mayor calma posible. Se volvió para mirar atrás, pero la cegaban los faros, y el cinturón de seguridad dificultaba sus movimientos—. Hazte a un lado en el primer sitio que veas. La carretera se ensancha ahí delante…

Intentaba aparentar calma mientras su cabeza calculaba rápidamente. Catherine conocía bien las carreteras de su comunidad y quería anticipar cuánto espacio tendrían para abrirse.

Ashley quiso acelerar para ganar algo de separación, pero la carretera era demasiado estrecha y serpenteante. El coche de atrás no se despegó ni un centímetro. Ashley empezó a aminorar.

—¡Menudo imbécil! —volvió a gritar.

—No pares —dijo Catherine—. Hagas lo que hagas, no pares. ¡Hijo de puta! —le gritó al de atrás, medio volviéndose.

—¿Y si nos embiste? —se asustó Ashley.

—Aminora lo suficiente para que nos pase. Si nos golpea, aguanta. La carretera se bifurca a la derecha dentro de un kilómetro y medio. Por allí podremos volver a la ciudad e ir a la policía.

Ashley asintió.

Catherine no mencionó que la cercana Brattleboro tenía policía local, ambulancia y bomberos sólo hasta las diez de la noche. Pasada esa hora había que llamar a la policía estatal o a emergencias. Quiso mirar el reloj, pero tenía miedo de soltarse de los posamanos.

—¡Ahí, a la derecha! —exclamó Catherine. Medio kilómetro delante había un pequeño recodo para que los autobuses escolares pudiesen girar en redondo—. ¡Tira hacia allí!

Ashley asintió y pisó el acelerador una vez más. El coche de detrás no se despegó, acercándose cuando Ashley vio el pequeño espacio despejado junto a la carretera. Trató de hacer una maniobra suficientemente súbita para que su perseguidor tuviera que pasar de largo.

Pero no lo hizo.

—¡Aguanta! —gritó Catherine.

Ambas se prepararon para el impacto, y Ashley pisó el freno. Los neumáticos rechinaron contra el asfalto y el coche quedó envuelto en una nube de tierra y polvo. La grava repiqueteaba con estrépito contra los bajos.

Catherine alzó una mano para protegerse la cara, y Ashley se echó atrás en el asiento mientras el coche derrapaba fuera de control. Giró el volante hacia donde giraba el coche, tal como le había enseñado su padre. El vehículo coleteó unos instantes, pero Ashley pudo dominarlo, luchando con el volante, hasta que se detuvo. Catherine se golpeó contra la ventanilla, y Ashley alzó la cabeza, esperando ver pasar de largo el coche que las seguía, pero no vio nada. Se preparó para una inminente colisión.

—¡Aguanta! —gimió la anciana, esperando el impacto.

Pero sólo recibieron silencio.

Scott telefoneó varías veces, pero nadie contestó.

Intentó no inquietarse demasiado. Probablemente habían salido a cenar y todavía no habían vuelto. Ashley era una noctámbula empedernida, se recordó, y era más que probable que hubiera convencido a Catherine para ir a la última sesión de una película, o a tomar un café en un bar. Había numerosos motivos para que aún no estuvieran en casa. «No te dejes arrastrar por el pánico», se dijo. Ponerse histérico no ayudaría en nada ni a nadie y sólo conseguiría irritar a Ashley cuando finalmente la localizara. Y a Catherine también, pensó, porque no le gustaba ser considerada una incompetente.

Tomó aire y llamó a su ex esposa.

—¿Sally? Sigue sin haber respuesta.

—Creo que está en peligro, Scott. Lo creo de verdad.

—¿Por qué?

La cabeza de Sally se llenó de una perversa ecuación: «Perro muerto más detective muerto dividido por puerta forzada, multiplicado por fotografía robada, igual a…» En cambio, dijo:

—Han pasado varias cosas. Ahora no puedo explicártelo, pero…

—¿Por qué no puedes explicármelo? —repuso Scott, tan insufrible como siempre.

—Porque cada segundo de retraso podría provocar…

No terminó. Los dos guardaron silencio, el abismo entre ambos ensanchándose.

—Déjame hablar con Hope —dijo Scott bruscamente. Esto sorprendió a Sally.

—Está aquí, pero…

—Pásamela.

Hubo unos ruidos en el auricular antes de que Hope lo cogiera.

—¿Scott?

—Tu madre no responde a mis llamadas. Ni siquiera salta el contestador.

—Mi madre no tiene contestador. Dice que si la gente tiene interés ya volverá a llamar.

—¿Crees…?

—Sí, lo creo.

—¿Deberíamos llamar a la policía?

Hope hizo una pausa.

—Lo haré yo —dijo—. Conozco a la mayoría de los polis de por allí. Demonios, un par de ellos fueron compañeros míos en el instituto. Puedo hacer que alguno se acerque a comprobar que todo está en orden.

—¿Puedes conseguirlo sin provocar alarma?

—Sí. Diré que no puedo contactar con mi madre. Todos la conocen, no habrá ningún problema.

—Muy bien, hazlo. Y dile a Sally que voy para allá. Si hablas con Catherine, dile que llegaré tarde. Pero necesito la dirección.

Mientras hablaba, Hope vio que Sally había palidecido y las manos le temblaban. Nunca la había visto tan asustada, y esto la inquietó casi tanto como la noche abominable que las había engullido.

Catherine fue la primera en hablar.

—¿Estás bien?

Ashley asintió, tenía los labios secos y la garganta casi cerrada. Sintió que su desbocado corazón recuperaba poco a poco el ritmo normal.

—Sí, estoy bien. ¿Y tú?

—Sólo me he dado un golpe en la cabeza. Nada del otro mundo.

—¿Vamos a un hospital?

—No; estoy bien. Aunque parece que me he derramado encima mi café. —Se desabrochó el cinturón de seguridad y abrió la puerta—. Necesito un poco de aire.

Ashley apagó el contacto y también se apeó.

—¿Qué ha pasado? —preguntó—. Quiero decir, ¿qué crees que pretendía ese tipo?

Catherine escrutó la carretera en ambos sentidos.

—¿Lo viste adelantarnos?

—No.

—Pues yo tampoco. Me pregunto dónde demonios ha ido. Ojalá se haya empotrado contra los árboles, o despeñado por algún barranco.

Ashley sacudió la cabeza, desolada.

—Lo hiciste bastante bien —la tranquilizó Catherine—. Nadie podría haberlo hecho mejor, Ashley. Te viste en un aprieto y lo resolviste con suma eficiencia. Seguimos enteras, y mi bonito coche nuevo casi no tiene abolladuras.

Ashley sonrió, a pesar de la ansiedad que la embargaba.

—Mi padre solía llevarme a Lime Rock, en Connecticut, para que condujera su viejo Porsche por una carretera poco frecuentada. Me enseñó todos los trucos del buen conductor.

—Bueno, pues no es exactamente el paseo típico padre-hija, pero ha resultado útil.

Ashley inspiró hondo.

—Catherine, ¿alguna vez te ha pasado algo así?

La anciana seguía al borde de la carretera, escrutando la oscuridad.

—No —respondió—. Quiero decir que a veces cuando vas por estas carreteras estrechas y serpenteantes algún chaval se impacienta y te adelanta imprudentemente. Pero ese tipo parecía tener otra cosa en mente.

Volvieron al coche y se abrocharon los cinturones. Ashley vaciló antes de decir:

—Me pregunto si… bueno, si aquel tipejo que me estaba acosando…

Catherine se reclinó en su asiento.

—¿Piensas que ha sido el joven que te obligó a marcharte de Boston?

—No lo sé.

Catherine hizo una mueca.

—Ashley, querida, él no sabe que estás aquí, y tampoco dónde vivo, un sitio por lo demás difícil de encontrar. Si vas por la vida mirando por encima del hombro y atribuyendo todas las cosas malas a ese O'Connell, entonces no te quedará tiempo para vivir.

Ashley asintió. Quería dejarse convencer, pero le costó lo suyo.

—Además, ese joven te profesa amor, querida. Y no me parece que pretender echarnos de la carretera tenga relación con el amor, ¿no crees?

La chica no respondió, aunque creía conocer la respuesta a esa pregunta.

Hicieron el resto del viaje en relativo silencio. Un largo sendero de tierra y grava conducía hasta la casa de Catherine, una mujer que protegía su privacidad celosamente mientras se inmiscuía en la vida de todo el mundo en la comunidad. Ashley contempló la casa. En el siglo XIX había sido una granja, y a Catherine le gustaba bromear diciendo que había mejorado el sistema de fontanería y la cocina, pero no los fantasmas. Ashley deseó haberse acordado de dejar un par de luces encendidas.

Catherine, sin embargo, estaba acostumbrada a llegar a su casa a oscuras y bajó rápidamente del coche.

—Maldición —dijo con brusquedad—. Está sonando el teléfono.

Sin preocuparse por aquella oscuridad familiar, se adelantó presurosa. Nunca cerraba las puertas con llave, así que entró, encendió las luces y se dirigió al viejo teléfono de disco que había en el salón.

—¿Sí? ¿Quién es?

—¿Mamá?

—¡Hope! Qué alegría. ¿Cómo llamas tan tarde…?

—Mamá, ¿estás bien?

—Sí, sí. ¿Porqué…?

—¿Está Ashley contigo? ¿Está bien?

—Por supuesto, querida. Está aquí mismo. ¿Qué pasa?

—O'Connell sabe que está ahí. Puede que vaya de camino hacia allá.

Catherine inspiró bruscamente, pero mantuvo la calma.

—Tranquila, no creo que haya problemas.

Mientras lo decía, se volvió hacia Ashley, que se había quedado en el umbral como hipnotizada. Hope empezó a hablar, pero su madre apenas la oyó. Por primera vez pudo ver pánico en los ojos de Ashley.

Scott aceleró a fondo y en menos de un minuto el coche superó casi sin esfuerzo los ciento cincuenta kilómetros por hora. El motor rugía, mientras la noche pasaba veloz un borrón de sombras, recios pinos y negras montañas lejanas. El trayecto desde su casa hasta la de Catherine duraba cerca de dos horas, pero esperaba hacerlo en la mitad de tiempo. No estaba seguro de que eso bastara, ni de qué estaba sucediendo, ni de las intenciones de aquel maldito O'Connell. Y tampoco estaba seguro de lo que le esperaba. Sólo sabía que se enfrentaban a un peligro extraño y retorcido, y estaba decidido a interponerse entre ese peligro y su hija.

Mientras conducía, las manos aferradas al volante, casi se sintió abrumado por imágenes del pasado. Todos los recuerdos del crecimiento de su hija acudieron a su mente. Sintió un frío paralizador en el pecho, mientras iba dejando kilómetros atrás, y aun así tuvo la sensación de que iba un kilómetro por hora más lento de lo requerido por la situación, que lo que estaba a punto de suceder iba a perdérselo por segundos. Entonces pisó más el pedal, ajeno a todo excepto a la necesidad de acelerar, quizá más de lo que nunca había acelerado.

Catherine colgó y se volvió hacia Ashley. Se dijo que debía mantener la voz baja, firme y tranquila. Escogió las palabras con cuidado, palabras de inusual formalidad. Concentrarse en las palabras la ayudaba a combatir el pánico. Tomó aire despacio, y se recordó que procedía de una generación que había librado batallas mucho más terribles que la que presentaba ese O'Connell. Así pues, imbuyó a sus palabras una determinación rooseveltiana.

—Ashley, querida. Parece que ese joven que se siente insanamente atraído hacia ti ha descubierto que no te encuentras en Europa, sino aquí, conmigo.

Ashley asintió, incapaz de responder.

—Creo que lo más aconsejable sería que subieras a tu dormitorio y cerraras la puerta con llave. Ten el teléfono al alcance de la mano. Hope me informa de que tu padre viene de camino, y también tiene previsto llamar a la policía local.

La joven dio un paso hacia las escaleras, pero se detuvo.

—Catherine, ¿qué vas a hacer? ¿No deberíamos marcharnos de aquí?

La anciana sonrió.

—Bueno, dudo que sea sensato darle a ese tipo otra oportunidad de echarnos de la carretera. Ya lo ha intentado una vez esta noche. No, ésta es mi casa. Y también la tuya. Si ese joven pretende causarte algún daño, será mejor que nos enfrentemos a él aquí, en nuestro territorio.

—Entonces no te dejaré sola —dijo Ashley con fingida confianza—. Nos sentaremos las dos y esperaremos juntas.

Catherine negó con la cabeza.

—Ah, Ashley, querida, eres muy amable. Pero creo que estaré más tranquila si sé que estás arriba en tu habitación. Además, las autoridades llegarán dentro de poco, así que seamos cautas y sensatas. Y ser sensata, ahora mismo, significa que hagas lo que te pido.

La joven fue a protestar, pero Catherine agitó la mano.

—Ashley, permíteme defender mi hogar del modo que considere más adecuado.

Era una frase educada pero tajante. Ashley asintió.

—De acuerdo. Estaré arriba. Pero, si oigo algo que no me guste, bajaré en un segundo. —Desde luego, no estaba segura de qué quería decir con «algo que no me guste».

Catherine la vio subir la escalera. Esperó hasta oír que cerraba la puerta y pasaba la llave. Entonces fue a la alacena para la leña, construida en la pared junto a la gran chimenea. Escondida entre los troncos estaba la vieja escopeta de su difunto esposo. No la había sacado ni limpiado en años, y no sabía si la media docena de balas que había al fondo de la funda aún detonarían. Catherine supuso que existía una buena posibilidad de que le explotara en las manos si tenía que apretar el gatillo. Con todo, era un arma intimidatoria, con un buen cañón, y rogó que con eso bastara.

Se sentó en un sillón junto a la chimenea, metió las seis balas en la recámara y se dedicó a esperar, la escopeta cruzada sobre el regazo. No sabía mucho de armas, aunque sí lo suficiente para quitar el seguro.

Se preparó cuando, poco después, oyó movimiento acercándose a la puerta.

Seguía mirando por la ventana, supuse que rumiando sus pensamientos. De pronto se volvió hacia mí y preguntó:

—¿Has pensado alguna vez si serías capaz de matar a alguien?

Como vacilé, ella sacudió la cabeza y añadió:

—Tal vez sería mejor preguntar cómo imaginamos la muerte violenta.

—No estoy seguro de a qué te refieres —dije.

—Piensa en todas las formas en que nos expresamos a través de la violencia. En la televisión y en el cine, en los videojuegos. Piensa en todos esos estudios que demuestran que el niño medio crece siendo testigo de miles de muertes. Pero la verdad es que, a pesar de ello, cuando nos enfrentamos con la clase de ira que puede ser mortal, rara vez sabemos cómo responder.

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