El hombre equivocado (30 page)

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Authors: John Katzenbach

BOOK: El hombre equivocado
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Me aparté del ordenador, contemplando el parpadeante «no hay más entradas» que respondió a mi última petición.

Alguien había asesinado brutalmente a Murphy y tan espantoso hecho tenía que estar relacionado con el caso de Ashley. De algún modo.

Pero yo no lograba verlo.

25 - Seguridad

La secretaria llamó con los nudillos a la puerta abierta del despacho de Sally. Traía un sobre en la mano.

—Acaba de llegar esto para usted —dijo—. No estoy segura del remitente. ¿Quiere que lo devuelva?

—No. Sé lo que es.

Sally le dio las gracias, cogió el sobre y cerró la puerta. Sonrió. Murphy era un hombre muy cauteloso, pensó. Supuso que tenía un apartado de correos para la correspondencia de naturaleza reservada. Encabezados prominentes y remites eran a menudo inconvenientes para la gente que se dedicaba a su trabajo.

La había llamado desde la carretera, al volver de Boston varias noches antes.

—Creo que su problema desaparecerá a partir de ahora, abogada.

Sally estaba en casa, sentada frente a Hope. Las dos estaban leyendo, Hope inmersa en
Historia de dos ciudades
de Dickens, mientras ella repasaba secciones desgajadas del dominical del
New York Times.

—Me encanta oírlo, señor Murphy. Pero dígame: ¿cómo ha llegado exactamente a esa conclusión? —preguntó, adoptando su tono de abogada.

—Bueno, no sé hasta qué punto quiere que sea preciso. Pero nuestro mutuo amigo… —Se rió de la palabra—. Bueno, él y yo tuvimos una charla. Una interesante charla. Un análisis en profundidad de los pros y los contra de su… conducta. Y al final el señor O'Connell reconoció que podía representarle muchas desventajas continuar acosando a su hija. Vio la luz de la razón con un poco de ayuda y declaró formalmente que se alejaría de Ashley a partir de ese momento.

—¿Lo cree usted?

—Tengo buenos motivos para creerlo, señora Freeman-Richards. Su sinceridad fue evidente.

Sally hizo una pausa, leyendo entrelineas.

—¿Nadie resultó herido? —preguntó.

—No permanentemente. A menos que el señor O'Connell tenga ahora el corazón roto, pero lo dudo. Sin embargo, quedó muy impresionado respecto a lo desaconsejable de continuar su curso de acción y llegó a una clara conclusión, después de que yo le hiciera ver ciertas realidades. No estoy seguro de que quiera usted conocer más detalles, abogada. Podría sentirse incómoda.

Sally reparó en que la conversación tenía un extraño tono afable; como si ella fuese incapaz de oír ciertas cosas sin palidecer o incluso desmayarse. Tenía una sensibilidad victoriana, y Murphy lo sabía.

—No, prefiero no saberlo.

—Muy bien. Le enviaré un informe pasado mañana o así. Y si tiene alguna duda o ve algo sospechoso, por favor, llámeme y yo me encargaré. Quiero decir, siempre existe la leve posibilidad de que el señor O'Connell cambie de opinión una vez más. Pero lo dudo. Parece una persona débil, señora Freeman-Richards. Muy poquita cosa, y no me refiero a su estatura. Como sea, creo que no volverá a molestar a nadie de su familia. Bien, si necesita que investigue algo más en el futuro, sabe dónde encontrarme.

Sally se sorprendió un poco de la descripción que Murphy hacía de O'Connell. No encajaba exactamente con sus conclusiones. Pero oírlo la tranquilizó, y por eso no hizo caso a ninguna duda que pudiera albergar.

—Naturalmente, señor Murphy. Parece que ha solucionado usted el asunto de la mejor manera posible. No imagina cuánto me satisface oírlo.

—Ha sido un placer, señora.

Ella colgó y se volvió hacia Hope.

—Bueno, ya está.

—¿Ya está qué?

—Envié a un investigador privado a explicarle las verdades de la vida a ese gusano. Como era de esperar, cuando se enfrentó a alguien fuerte, duro y experimentado, se derrumbó como un castillo de naipes. Los tipos como él son unos cobardes en el fondo. Se les hace saber que no te dejas intimidar, y desaparecen con el rabo entre las piernas.

—¿Eso crees? —respondió Hope—. No sé. Mi impresión es que ese tipo es de cuidado, aunque no sé decir por qué. Mira el lío en que nos ha metido con un pequeño acceso informático.

—Hope, intentamos negociar de manera justa con él. Intentamos darle una oportunidad para que se marchara, ¿no? Incluso le pagamos una importante suma. ¿No crees que fuimos justos y comprensivos?

—Sí, pero…

—Fuimos sinceros, ¿no?

—Supongo.

—Y él no cedió, ¿recuerdas? No quiso hacer las cosas más fáciles para nadie. Bien, pues ahora ha recibido una pequeña lección sobre lo duros que podemos ser. Y se acabó.

Hope no sacudió la cabeza, pero tenía sus dudas. Sally lo notó en sus ojos y fue a decir algo, pero se lo pensó mejor y dejó que el silencio volviera a instalarse entre ambas.

—Bueno, se acabó —dijo, un poco irritada porque Hope no hubiera mostrado más apoyo.

Sally cogió el sobre de Murphy y se sentó a su escritorio, recordando la conversación con Hope. Tuvo la curiosa impresión de que las cosas eran al revés: debería haber sido Hope, que era más joven y a menudo más testaruda, quien tendría que haberse dado por satisfecha, no ella.

Abrió el sobre y desparramó el contenido sobre la mesa. Había una carta, unos papeles grapados, varias fotos y unos disquetes.

Las fotos eran de O'Connell, tomadas ante su apartamento. Los papeles contenían su modesto historial policial y los datos laborales y de estudios que Murphy había desenterrado, junto con algo de información familiar, incluyendo nombres y dirección de sus padres. Una nota ponía que su madre había muerto. Otra nota, ésta pegada a los CD-Rom, advertía: «Están encriptados. Un informático podrá abrirlos sin problema. Quizá contengan información sobre su hija, incluso fotos. Los cogí del apartamento de OC, pero supongo que tendrá copias ocultas en alguna parte. El ordenador que él usaba resultó destruido por accidente durante nuestra entrevista, así que la información del disco duro se habrá perdido.»

La carta de Murphy describía la reunión con O'Connell en su apartamento, pero no daba detalles reales sobre su «conversación». Al final venía la minuta, que incluía un descuento de cortesía.

Sally cogió un talonario de cheques y rellenó uno para Murphy. Lo metió en un sobre sencillo con una nota que decía simplemente: «Gracias por su ayuda. Lo llamaremos si vuelve a ser necesario.»

Metió todo el material, incluyendo los disquetes, en un sobre marrón, lo rotuló como «Gusano de Ashley» con grandes letras y, con alivio, se acercó al enorme archivador y lo metió en el fondo del cajón inferior, donde esperaba que permaneciera durante años.

Hay una curiosa claridad en la luz de la tarde en la falda de las Green Mountains, como si las cosas se volvieran más nítidas, más definidas a medida que el día se convierte en noche en las últimas semanas del otoño. Catherine estaba junto a la ventana de la cocina, que daba al oeste, mirando a Ashley. La joven estaba fuera, enfundada en un brillante abrigo amarillo, sentada en el linde del patio. Tras ella había un prado que conducía al bosque. El día anterior habían ido a Brattleboro y comprado cartulina, un caballete y acuarelas, y Ashley estaba ahora pintando sola, tratando de captar los últimos tonos del día mientras descendían sobre las montañas y se entretenían en la copa de los pinos. Catherine trató de leer el lenguaje corporal de Ashley; parecía contener frustración y entusiasmo al mismo tiempo. Estaba relajada, disfrutando del momento con el pincel en la mano y los colores desplegados ante ella. Tuvo la impresión de que la joven y el cuadro eran lo mismo: ambos estaban en proceso de ser diseñados.

La noche que llegó Ashley habían pasado largas horas bebiendo té y hablando de lo sucedido. Catherine escuchó con asombro y una creciente inquietud.

Volvió a mirar por la ventana y la vio pintar una larga franja de cielo celeste en la cartulina que tenía apoyada en el caballete.

—No está bien —musitó.

Temió que Ashley, de algún modo (no estaba segura de por qué), estuviera «infectada» por Michael O'Connell. Temió que se volviera contra todos los hombres a causa de las acciones de uno solo.

Se agarró al borde del fregadero para sostenerse. Le daba miedo afrontar sus propios pensamientos. No quería pensar: «No quiero que Ashley se vuelva como Hope.» Y de inmediato sintió una punzada de culpabilidad, pues amaba a su hija. Hope era lista, hermosa y simpática. Hope inspiraba a los demás, sacaba lo mejor de los chicos con los que trabajaba y las chicas a las que entrenaba. Hope era todo lo que una madre podía querer en una hija, excepto una cosa, y ésa era la montaña que Catherine no podía escalar. Y mientras contemplaba a su… ¿qué? —¿sobrina?, ¿nieta adoptiva?— se sintió atrapada por difusos temores. El problema, aunque Catherine no lo reconoció en ese momento, era que se trataba de temores infundados.

—¿Cómo murió Murphy? —pregunté.

—¿Cómo? —repitió ella—. Seguro que puedes imaginarlo. Balas. Navajas. Golpes. Lo que prefieras.

—…

—Es el porqué lo que nos preocupa. Dime, ¿llegaron a detener a alguien por el asesinato de Murphy?

—No, que yo sepa.

—Bueno, me parece que tu búsqueda de respuestas se ha dirigido a la dirección equivocada. No se arrestó a nadie. Eso te dice algo, ¿no? ¿Quieres que yo, o un detective o un fiscal, diga: «Bueno, Murphy fue asesinado por X, pero no tenemos suficientes pruebas para hacer un arresto»? Eso sería agradable, ordenado y claro. —Vaciló—. Pero nunca he dicho que fuera una historia sencilla.

Lo que decía era cierto.

—¿Puedes pensar como Murphy, Sally, Hope y Ashley?

—Sí —contesté.

—Bien —resopló ella—. Fácil de decir, difícil de hacer…

No respondí.

—Pero, dime, ¿puedes hacer lo mismo con Michael O'Connell?

26 - El primer allanamiento

Desde el centro del puente de Longfellow podía ver el Charles hasta Cambridge. Hacía frío por la mañana temprano, pero había tripulaciones remando en el centro del río, golpeando al unísono con sus remos las negras aguas y marcando pequeños remolinos en la serena superficie. Había una pátina en el agua, mientras la luz del amanecer la coloreaba. Oyó a las tripulaciones gruñendo a la vez, con el ritmo marcado por la firme voz del timonel, habitualmente el tripulante más pequeño. Le gustaba ver cómo el más débil físicamente del equipo ordenaba a hombres corpulentos y fuertes. El más menudo era el más importante: era el único que podía ver y controlar el rumbo. A O'Connell le gustaba pensar que, aunque era lo bastante fuerte para tirar de un remo, también era lo bastante listo para sentarse en popa con el timón.

El paso de peatones del puente era un lugar al que solía ir a pensar cuando necesitaba resolver un problema complicado. El tráfico se movía veloz por la calzada. Los peatones mantenían su paso vivo. Allá abajo, el agua fluía hacia el mar, y en la distancia los convoyes del metro pasaban llenos de trabajadores. A O'Connell le parecía ser el único que estaba quieto. El ajetreo corriente de la ciudad debería haberlo distraído, pero allí donde se encontraba lograba concentrarse plenamente en cualquier dilema que tuviera entre manos.

«Tengo dos —pensó—: Ashley y Murphy, el ex policía.»

Tenía claro que el camino hacia Ashley pasaba por Scott o Sally. Era simplemente cuestión de encontrarlos, y confiaba en lograrlo. El obstáculo, sin embargo, era el ex madero, un hueso duro de roer. Se relamió, saboreando todavía la sangre, sintiendo la hinchazón donde le había abofeteado. Pero el enrojecimiento y los cardenales se desvanecerían mucho más rápido que su memoria. En cuanto O'Connell se acercara a los padres, le soltarían al sabueso. Y aquel ex poli tenía pinta de peligroso. «Quizás algo menos de lo que alardeó», pensó. Se recordó un hecho crucial: en todos sus tratos con Ashley y su familia siempre había ostentado el poder. Si tenía que haber violencia, debía estar bajo su control. Pero la presencia de Murphy cambiaba ese equilibrio, y no le gustaba.

Se agarró al murete de hormigón con ambas manos. La furia era como una droga que venía en oleadas, convirtiendo todo lo que veía en un calidoscopio de emociones. Durante un instante contempló el oscuro río que discurría bajo sus pies y dudó que incluso su temperatura casi helada pudiera enfriarlo. Resopló despacio, controlando su ira. La furia era su amiga, pero no podía dejar que actuara en su contra. «Concéntrate», se ordenó.

Lo primero era poner a Murphy fuera de la circulación.

No sería demasiado difícil. Arriesgado sí, pero no imposible. No tan fácil como Scott, Sally y Hope, que con unos cuantos trucos de ordenador habían temblado como varas al viento. Pero tampoco fuera de su alcance.

Contempló el agua y vio que una de las tripulaciones descansaba. El bote se deslizaba por el agua, impulsado todavía por la inercia, mientras los remeros recuperaban fuerzas inclinados sobre los remos, arrastrando las palas a ras de superficie. Le gustó la forma en que el bote continuaba, impelido por nada más que la memoria del músculo. Era como una cuchilla cortando la superficie del río, y pensó que él era igual.

Pasó gran parte del día y la primera parte de la noche vigilando el edificio donde Murphy tenía su oficina. O'Connell se sintió encantado desde el primer momento en que lo vio; el edificio estaba destartalado y venido a menos, y carecía de muchos de los artilugios modernos de seguridad que podrían haber dificultado lo que tenía en mente. Sonrió para sí; si ésta no era su primera regla, debería serlo: «Usa siempre sus debilidades y conviértelas en tus fuerzas.»

Había usado tres sitios diferentes para vigilar. Su coche, aparcado a media manzana; un almacén hispano en la esquina, y una sala de lectura de la Cienciología casi directamente frente al edificio. Se llevó un susto cuando salió de su último emplazamiento y Murphy eligió ese instante para salir a la calle.

Como cualquier detective entrenado, se volvió a derecha e izquierda, escrutando la calle arriba y abajo. O'Connell sintió un retortijón de miedo, la fría sensación de que iba a reconocerlo. En ese instante supo que si se daba la vuelta, si se metía en un edificio, si se detenía y trataba de esconderse, Murphy lo distinguiría en el acto.

Así que se alzó el cuello de la chaqueta y siguió caminando tranquilamente por la acera, sin hacer nada por ocultarse, dirigiéndose hacia la tienda de la esquina, los hombros erguidos, ladeando la cabeza un poco para que su perfil no resultara obvio, sin mirar atrás ni una sola vez. Llegó a la Bodega y, apenas entró, se asomó a la ventana para ver qué hacía Murphy.

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