Read El hombre equivocado Online
Authors: John Katzenbach
Para echar a andar de nuevo.
«Diecinueve, veinte…»
Y para una última mirada por encima del hombro para cerciorarse de que la amenaza había pasado.
O'Connell salió de las sombras y vio que la pareja había avivado el paso. Ya estaban a media manzana. Los siguió con rapidez, cruzando a la otra acera, de modo que una vez más quedó en paralelo a ellos, y aceleró hasta adelantarlos.
Una vez más, fue la chica quien lo divisó primero. O'Connell imaginó la punzada de ansiedad que la reconcomía.
La chica trastabilló y bajó la cabeza un instante. Entonces O'Connell clavó su mirada en ella, de modo que cuando la chica volvió a mirarlo se encontró con sus ojos, de una acera a otra.
El chico lo miró también, pero O'Connell lo había previsto y echó a correr bruscamente hacia el final de la manzana, por delante de la pareja. Esa conducta repentina y errática le encantaba. No era algo que nadie esperara, y O'Connell sabía que los llenaba de confusión.
Tras él, el chico y la chica no sabrían qué hacer: continuar en dirección a su apartamento o darse la vuelta y buscar una ruta distinta. Una vez más, se ocultó entre las sombras y esperó. Echó una rápida ojeada alrededor y vio que la calle lateral que tenía detrás era de pequeños edificios de apartamentos, no muy distintos del de Ashley, donde las ramas de los árboles se extendían y provocaban sombras de aspecto fantasmagórico. Había coches aparcados en todos los huecos disponibles, y una luz tenue emergía de los portales.
Recorrió rápidamente tres cuartas partes de la calle, hasta situarse en otro lugar oscuro, esperando. Había una farola al principio y supuso que ellos pasarían por debajo al acercarse a su apartamento.
O'Connell tenía razón. Vio a la pareja aparecer por la esquina, detenerse un momento y luego avanzar con rapidez.
«Asustados —pensó—. Inseguros de hallarse de verdad a salvo. Pero empezando a relajarse.»
Salió de su escondite y avanzó con decisión, cabizbajo. Cruzó la calle en diagonal para interceptarlos.
Ellos lo vieron casi simultáneamente. La chica jadeó, y el chico, naturalmente caballeroso, la colocó detrás de él y se plantó ante O'Connell. Adelantó los puños y se colocó como un púgil a la espera de que suene la campana.
—¡Atrás! —ordenó con falsa firmeza. La chica jadeaba a su espalda—. ¿Qué quieres?
O'Connell se detuvo y lo miró.
—¿Qué te pasa, tío? —le preguntó.
—¡Márchate! —le espetó el chico.
—Tranqui, colega. ¿Cuál es el problema?
—¿Por qué nos has seguido? —terció la chica con voz de pánico.
—¿Seguiros? ¿De qué demonios me hablas?
El chico mantuvo los puños en alto, pero pareció sorprendido y aún más confuso.
—Estáis chalados —dijo O'Connell. Y siguió andando—. Como cabras.
—¡Déjanos en paz! —le gritó el muchacho.
«No muy convincente», pensó O'Connell. Cuando estaba a unos diez metros de distancia, se detuvo y se dio la vuelta. Como esperaba, ambos seguían a la defensiva, mirándolo.
—Tenéis suerte —les dijo.
Ellos lo miraron sin entender.
—¿Sabéis lo cerca que habéis estado de morir esta noche?
Entonces, sin darles tiempo a contestar, se dio la vuelta y se movió lo más rápidamente que pudo sin correr, de sombra en sombra, alejándose de la desconcertada pareja. Recordarían su miedo de esa noche mucho más que la felicidad con que la habían empezado.
—Necesito saber más sobre Sally y Scott, y sobre Hope también, claro.
—¿Y sobre Ashley no?
—Ashley parece joven. Una personalidad aún por terminar.
Ella frunció el ceño.
—Cierto. Pero ¿qué te hace pensar que O'Connell no terminó con ella?
No supe qué responder, pero me estremecí.
—Me dijiste que alguien moría. ¿Acaso Ashley…?
Mi pregunta quedó suspendida entre ambos.
—Ella fue quien corrió mayor riesgo —dijo ella finalmente.
—Sí, pero…
Me interrumpió.
—Y supongo que crees que ya comprendes a Michael O'Connell.
—No, no del todo. No lo suficiente. Pero estoy investigando y me preguntaba por ellos tres.
Ella jugueteó con su vaso de té frío, y de nuevo volvió la cabeza para mirar por la ventana.
—Pienso en ellos a menudo —dijo—. No puedo evitarlo.
Cogió una caja de pañuelos de papel. Había lágrimas en la comisura de sus ojos, pero esbozó una pequeña sonrisa. Inspiró hondo.
—¿Has pensado alguna vez por qué el crimen puede llegar a ser tan devastador? —preguntó bruscamente.
Él sabía que ella misma se respondería.
—Porque es inesperado. Queda fuera de las rutinas normales de la vida. Siempre nos pilla por sorpresa y nos arremete en nuestra más secreta intimidad.
—Sí, cierto.
Me miró.
—Un profesor de Historia de una selecta facultad. Una abogada de una ciudad pequeña, especializada en divorcios normales y modestas transacciones financieras. Una consejera vocacional y entrenadora de fútbol. Y una joven estudiante de arte con pájaros en la cabeza. ¿Cómo crees que se defendieron de semejante agresión?
—Buena pregunta. ¿Cómo?
—Tienes que comprender no sólo el plan que urdieron y lo que hicieron, sino de dónde sacaron la inteligencia y la fuerza para llevarlo adelante.
—De acuerdo —dije lentamente, en un susurro.
—Pero al final pagaron un alto precio.
No dije nada.
—En retrospectiva —prosiguió ella—, siempre parece muy sencillo. Pero, cuando está sucediendo, nunca es tan claro. Y nunca tan limpio y ordenado como debería ser…
Cuanto más leía Scott, más se asustaba.
Inmediatamente, a la mañana siguiente, después de la menos que satisfactoria reunión con Sally y Hope, como cualquier académico, se enfrascó en el estudio del fenómeno representado por Michael O'Connell. Tras acercarse a la biblioteca local, empezó a investigar las conductas compulsivas y obsesivas. Libros, revistas y periódicos abarrotaban su mesa en un rincón de la sala de lectura. Un silencio opresivo y cargado llenaba el recinto, y Scott de pronto sintió que le faltaba el aire.
Alzó la cabeza, casi dominado por el pánico, el corazón palpitándole.
Lo que absorbió esa mañana fue una letanía de desesperación.
La muerte le había rodeado. Una y otra vez, había leído sobre una mujer aquí y otra allá, jóvenes, de mediana edad, incluso mayores, que habían sido objeto de la obsesión de algún hombre. Todas habían sufrido. La mayoría habían sido asesinadas. Incluso las sobrevivientes habían quedado traumatizadas para siempre.
Parecía no haber diferencia respecto al lugar donde se encontraran las mujeres. En el norte o en el sur, en Estados Unidos o en el extranjero. Algunas eran jóvenes, estudiantes como Ashley. Otras eran mayores. Ricas, pobres, educadas o indigentes, todo era irrelevante. Algunas estaban casadas con sus acosadores, o eran compañeras de trabajo o de estudios, incluso ex novias. Todas habían intentado las más diversas tácticas, habían recurrido a la ley, confiado en sus familias, en sus amistades, cualquier fuente posible de ayuda para intentar escapar de la atención obsesiva, implacable, no deseada. Leyó: «deseo inquebrantable».
Buscar ayuda había sido inútil para todas.
Las disparaban, las apuñalaban, las golpeaban. Algunas conseguían sobrevivir. Muchas no lo hacían.
A veces morían niños junto con ellas, o compañeros de trabajo o vecinos, el daño colateral de la furia.
Scott se rebulló bajo aquel alud de información. Cuando empezó a vislumbrar la trampa en que estaba atrapada Ashley, se sintió mareado. En todos los artículos y libros que trataban los casos de acoso el único común denominador era el «amor».
Naturalmente, no era amor real, sino algo salvajemente perverso que surgía de la parte más oscura de la mente y el corazón de un hombre. Era algo que merecía un lugar en los textos de psiquiatría forense, no tarjetas de cariño. Pero el tipo de amor sobre el que leía parecía haber encontrado asidero en cada caso, y esto lo asustó aún más.
Scott empezó a revisar libro tras libro, buscando el que le dijera lo que tenía que hacer, el que le diese una respuesta. Sus ojos corrían sobre las frases, pasaba las páginas en rápida sucesión, soltaba un volumen y cogía otro al azar, impulsado por una ansiedad cada vez más apremiante. Como historiador, como académico, creía que la respuesta tenía que estar escrita en alguna parte, en un párrafo, en alguna página. Vivía en un mundo de razón, de argumentos estructurados. Algo de su mundo tenía que poder ayudarle.
Pero cuanto más se lo decía, más sabía lo infructuosa que sería aquella investigación académica.
Se levantó tan bruscamente que la pesada silla de roble cayó al suelo, causando un estampido en la quietud de la biblioteca. Y al punto supo que todos los ojos de la sala estaban clavados en su espalda. Se apartó de la mesa mareado, llevándose las manos al pecho. En ese momento sólo sentía pánico. Gesticuló de impotencia, se volvió y abandonó todos los libros y revistas. Corrió por el pasillo, dejando atrás aquel templo del saber bibliófilo. Los bibliotecarios lo observaban perplejos, pues nunca habían visto a un hombre tan asustado por la palabra impresa. Uno trató de detenerlo, pero Scott salió corriendo a la nublada tarde de noviembre, el aire menos helado que su corazón, con la idea fija de que tenía que sacar a Ashley del atolladero mortal en que estaba, y rápido. No sabía cómo conseguirlo exactamente, sólo sabía que tenía que actuar, y cuanto antes.
Sally también había empezado el día repleta de decisiones que consideraba obviamente razonables.
Le pareció que lo primero era calibrar objetivamente qué clase de individuo se había cruzado en la vida de su hija y, por extensión, en la de la familia. Estaba claro que había jugado con ellos y que era listo con los ordenadores. Descartó la idea de acudir con la información fragmentaria que poseía a la policía; todavía no estaba segura de que pudieran hacer algo más que oír su denuncia. Implicar a la policía sería una mala idea en esos momentos.
Lo que la preocupaba era que O'Connell, suponiendo que hubiera sido él, cosa de la que no estaba segura al cien por ciento, parecía tener una peligrosa habilidad para la sutileza. Parecía saber cómo hacer daño a alguien sin recurrir a un golpe o un disparo, sino empleando algo más elusivo, y esto la asustaba de verdad. Que ese hombre supiera cómo convertir sus vidas en un caos era un peligro real.
Con todo, se recordó, O'Connell no era rival para ellos. O más exactamente, pensó, no era rival para ella. No estaba tan segura de Scott. Años de trabajar en la parte amable de la sociedad, en una pequeña y selecta facultad liberal habían borrado aquel nervio vibrante que tanto la atraía cuando se casaron. Entonces, él era un veterano de guerra en una época en que era impopular serlo, y había abordado su formación y las clases con una determinación admirable. Después de doctorarse, y de casarse, tener a Ashley y de que ella decidiera estudiar derecho, fue consciente de que Scott se estaba ablandando. Como si la inminente llegada de la madurez afectara algo más que su cintura: también su actitud.
—Muy bien, señor O'Connell —dijo—. Te has liado con la familia equivocada. Prepárate para recibir un par de sorpresitas.
Se sentó en su sillón y cogió el teléfono. Encontró el número que buscaba en la agenda de mesa, y lo marcó rápidamente. Hizo acopio de paciencia cuando una secretaria la hizo esperar. Por fin oyó la voz al otro extremo de la línea.
—Murphy al habla. ¿Qué puedo hacer por usted, abogada?
—Hola, Matthew —dijo Sally—. Tengo un problema.
—Bueno, señora Freeman-Richards, ése es el único motivo en el mundo por el que la gente llama a este teléfono. ¿Por qué si no hablar con un investigador privado? ¿De qué se trata en esta ocasión? ¿Un caso de divorcio en esa bonita ciudad suya? ¿Algo que se ha vuelto más desagradable de lo previsto, quizás?
Sally pudo imaginar a Matthew Murphy ante su mesa. Su oficina estaba situada en un edificio corriente y ligeramente deteriorado en Springfield, a un par de manzanas del tribunal federal, cerca de una zona bastante venida a menos. A Murphy, suponía, le gustaba el anonimato que proporcionaba aquel lugar. Nada que llamara la atención.
—No, no es un divorcio, Matthew…
Ella podía haber recurrido a unos investigadores bastante más caros. Pero Murphy tenía una gran experiencia y trabajaba con máxima seriedad. Además, contratar a alguien de fuera de la ciudad era menos probable que provocara rumores en el tribunal del condado.
—Vaya, abogada. ¿Quizás algo más, digamos, espinoso?
—¿Cómo están sus conexiones en la zona de Boston? —preguntó Sally.
—Todavía tengo algunos amigos allí.
—¿Qué clase de amigos?
Él rió antes de responder.
—Bueno, amigos en las dos aceras de la calle, abogada. Algunos tipos desagradables que buscan siempre anotarse un tanto fácil, y algunos tipos que pretenden arrestarlos.
Murphy había sido detective de Homicidios durante veinte años antes de retirarse y abrir luego su propia oficina. Los rumores decían que el finiquito que había recibido era parte de un acuerdo para mantener la boca cerrada respecto a las actividades de una brigada de Narcóticos de Worcester que había descubierto durante la investigación de un par de asesinatos relacionados con las drogas. Un asunto cuestionable, Sally lo sabía, aunque sólo fuera por reputación, y Murphy se había retirado con un reloj de oro y su correspondiente ceremonia, cuando la alternativa podría haber sido el calabozo o incluso una mala noche en el extremo de la automática de un Latin King.
—¿Puede investigar algo en la zona de Boston?
—Estoy bastante ocupado con un par de casos. ¿De qué se trata?
Sally tomó aire.
—Es un asunto personal. Implica a un miembro de mi familia.
Él vaciló antes de responder.
—Bien, abogada, eso explica por qué llama a un viejo caballo de batalla en vez de a uno de esos jóvenes y elegantes tipos ex FBI o CIA que frecuentan los ambientes donde usted trabaja. ¿De qué se trata?
—Mi hija se relacionó con un joven de Boston.
—Y a usted no le hace mucha gracia.
—Eso es decirlo muy suavemente. No para de acosarla. Hizo algún truco con el ordenador y logró que la despidieran del trabajo. También fastidió sus clases de posgrado. Probablemente la esté siguiendo ahora mismo. Y tal vez nos haya causado problemas a mí, a mi ex y a una amiga.