E
l guardián nocturno está durmiendo en el banco, a la entrada del molino. El sombrero negro vuelve su sueño aterciopelado y profundo. Su frente es una tira pálida. «Seguro que tiene otra vez esa rana de tierra metida en la frente», piensa Windisch. Y en sus mejillas ve el tiempo detenido.
El guardián nocturno habla en sueños. Y contrae las piernas. El perro ladra. El guardián nocturno se despierta. Asustado, se quita el sombrero de la cara. Tiene la frente empapada. «Esa tía me va a matar», dice. Su voz es profunda. Y regresa a su sueño.
«Mi mujer estaba echada sobre la tabla de amasar, desnuda y ovillada», dice el guardián nocturno. «Su cuerpo no era más grande que el de un niño. De la tabla de amasar goteaba un líquido amarillo. El suelo estaba mojado. En torno a la mesa había varias viejas sentadas. Todas vestidas de negro. Y con las trenzas desgreñadas. Llevaban mucho tiempo sin peinarse. La flaca Wilma era tan pequeña como mi mujer. Sostenía un guante negro en la mano. Los pies no le llegaban al suelo. Estaba mirando por la ventana. De pronto se le cayó el guante de la mano. La flaca Wilma miró bajo la silla. Pero ni rastro del guante. El suelo estaba vacío. Lo vio tan por debajo de sus pies que no pudo contener el llanto. Contrajo su cara arrugada y dijo: es una vergüenza que dejen a los muertos tirados en la cocina de verano. Yo le dije que no sabía que tuviéramos una cocina de verano. Mi mujer levantó la cabeza de la tabla de amasar y sonrió. La flaca Wilma se quedó mirándola. "Tú no te preocupes", le dijo a mi mujer. Y luego a mí: "Está chorreando y apesta".»
El guardián nocturno se queda con la boca abierta. Por sus mejillas resbalan varias lágrimas.
Windisch le pone la mano en el hombro. «Te estás volviendo loco», le dice. En el bolsillo de su chaqueta suenan las llaves.
Windisch pega la punta de su zapato a la puerta del molino.
El guardián nocturno mira dentro de su sombrero negro. Windisch empuja la bicicleta hasta el banco. «Ya me van a dar el pasaporte», dice.
E
l policía está en el patio del sastre. Les sirve aguardiente a los oficiales. Les sirve aguardiente a los soldados que han cargado el ataúd hasta la casa. Windisch ve sus hombreras con las estrellas.
El guardián nocturno inclina la cara hacia Windisch. «El policía está feliz de tener compañía», dice.
De pie bajo el ciruelo amarillo, el alcalde suda y examina una hoja de papel. Windisch dice: «No puede leer la letra, porque la maestra ha escrito el discurso fúnebre». «Quiere dos sacos de harina para mañana por la tarde», dice el guardián nocturno. Su voz huele a aguardiente.
El cura entra en el patio, arrastrando su sotana negra por el suelo. Los oficiales cierran la boca al verlo. El policía deja la botella de aguardiente detrás del árbol.
El ataúd es de metal. Está soldado. Brilla en el patio como una gigantesca tabaquera. La guardia de honor saca el ataúd al patio. Con las botas marca el paso al ritmo de la marcha.
La carroza parte, cubierta por una bandera roja.
Los sombreros negros de los hombres avanzan deprisa. Los pañuelos negros de las mujeres los siguen más lentamente. Todas caminan zigzagueando, aferradas a las cuentas negras de sus rosarios. El cochero va a pie, hablando en voz alta.
La guardia de honor se zarandea sobre la carroza. En los baches se aferra a sus fusiles. Está bastante por encima del suelo y del ataúd.
La tumba de la vieja Kroner aún sigue negra y alta. «La tierra no se ha asentado porque no llueve», dice la flaca Wilma. Los macizos de hortensias se han deshojado.
La cartera se instala junto a Windisch. «Qué bonito hubiera sido ver jóvenes en el entierro», dice. «Hace años que no aparece ningún joven cuando alguien se muere en el pueblo.» Sobre su mano cae una lágrima. «Dígale a Amalie que no deje de presentarse el domingo por la mañana», añade.
La mujer que dirige los rezos le canta al cura en la oreja. El incienso le distorsiona la boca. Canta con tanto fervor y obstinación que el blanco de los ojos se le agranda, cubriéndole indolentemente las pupilas.
La cartera solloza. Coge a Windisch por el codo. «Y dos sacos de harina», dice.
La campana repica hasta desollarse la lengua. Por encima de las tumbas se eleva una salva de honor. Sobre el metal del ataúd van cayendo pesados terrones.
La mujer que dirige los rezos se detiene junto a la cruz de los héroes. Con el rabillo de sus ojos busca un lugar donde instalarse. Mira a Windisch. Tose. Windisch oye resquebrajarse la flema en su garganta, vacía de tanto cantar.
«Dígale a Amalie que vaya donde el cura el sábado por la tarde», dice, «para que le busque la partida de bautismo en los registros».
La mujer de Windisch termina la oración. Avanza dos pasos. Se planta junto a la cara de la mujer que dirige los rezos. «Supongo que la partida de bautismo no será muy urgente ¿verdad?», pregunta. «Urgentísima», dice la mujer. «El policía le ha dicho al cura que vuestros pasaportes ya están listos en la oficina de pasaportes.»
La mujer de Windisch estruja su pañuelo. «Amalie tiene que traernos un jarrón este sábado», dice. «Y es muy frágil.» «No podrá ir directamente de la estación a ver al cura», añade Windisch.
La mujer que dirige los rezos remueve la arena con la punta del zapato. «En ese caso que vuelva primero a su casa y vaya después donde el cura», dice. «Los días aún son largos.»
E
l aparador de la cocina está vacío. La mujer de Windisch da varios portazos. La gitanilla del pueblo vecino está descalza en medio de la cocina, allí donde antes estaba la mesa. Va metiendo las cacerolas en su gran saco. Luego desata su pañuelo y le da veinticinco lei a la mujer de Windisch. «No tengo más», dice. De su trenza cuelga la lengua roja. «Dame otro vestido», dice. «Los gitanos traen buena suerte.»
La mujer de Windisch le da el vestido rojo de Amalie. «Y ahora vete», le dice. La gitanilla señala la tetera. «La tetera también», dice. «Que te traeré suerte.»
La vaquera del pañuelo azul atraviesa el portón empujando una carretilla sobre la que ha acomodado las tablas de la cama. A la espalda lleva atadas las almohadas viejas.
Windisch le muestra el televisor al hombre del sombrerito. Lo enciende. La pantalla zumba. El hombre saca el televisor y lo pone sobre la mesa del mirador. Windisch coge los billetes de su mano.
Frente a la casa hay un carretón. Un vaquero y una vaquera se paran frente a la mancha blanca donde antes estaba la cama. Miran el armario y el tocador. «El espejo se rompió», dice la mujer de Windisch. La vaquera levanta una silla y examina el asiento desde abajo. El vaquero tamborilea sobre la mesa con los dedos. «La madera está intacta», dice Windisch. «Este tipo de muebles ya no se encuentra hoy en día en las tiendas.»
La habitación queda vacía. El carretón avanza por la calle con el armario. A su lado van las sillas patas arriba. Traquetean como las ruedas. El tocador y la mesa están sobre la hierba, ante la casa. Sentada en la hierba, la vaquera sigue el carretón con la mirada.
La cartera envuelve las cortinas en un periódico. Mira la nevera. «Ya está vendida», le dice la mujer de Windisch. «Esta tarde pasará el tractorista a buscarla.»
Las gallinas tienen las patas atadas y las cabezas en la arena. La flaca Wilma las va metiendo en la cesta de mimbre. «El gallo se había quedado ciego», dice la mujer de Windisch. «Y tuve que matarlo.» La flaca Wilma cuenta los billetes. La mujer de Windisch estira la mano para recibirlos.
El sastre tiene una cinta negra en las puntas del cuello duro. Está enrollando la alfombra. La mujer de Windisch le mira las manos. «Nadie escapa a su destino», dice suspirando.
Amalie contempla el manzano por la ventana. «No sé», dice el sastre. «Él nunca hizo nada malo.»
Amalie siente el llanto en su garganta. Se apoya en el alféizar de la ventana. Asoma la cara. Y oye el disparo.
Windisch habla con el guardián nocturno en el patio. «Ha llegado un nuevo molinero al pueblo», dice el guardián nocturno. «Un valaco con un sombrerito que ha trabajado en molinos de agua.» El guardián nocturno cuelga caminas, chaquetas y pantalones en el portaequipajes de su bicicleta. Luego se mete la mano al bolsillo. «He dicho que te los regalo», dice Windisch. La mujer de Windisch tira de su delantal. «Llévatelos», dice. «Te los da con todo cariño. Aún queda un montón de ropa vieja para los gitanos.» Se lleva la mano a la mejilla. «Los gitanos traen buena suerte», dice.
E
l nuevo molinero está en el mirador. «Me envía el alcalde», dice. «Voy a vivir aquí.»
Lleva un sombrerito ladeado en la cabeza. Su zamarra es nueva. Examina la mesa del mirador. «Me puede ser útil», dice. Recorre la casa seguido por Windisch. La mujer de Windisch va detrás de su marido, descalza.
El nuevo molinero mira la puerta del vestíbulo. Acciona el picaporte. Examina las paredes y el techo. Golpea la puerta. «Es vieja», dice. Se apoya contra el marco de la puerta y mira la habitación vacía. «Me dijeron que la casa estaba amueblada», dice. «¿Cómo que amueblada?», pregunta Windisch. «He vendido mis muebles.»
La mujer de Windisch sale del vestíbulo apoyando con fuerza los talones. Windisch siente latir sus sienes.
El nuevo molinero repasa las paredes y el techo. Abre y cierra la ventana. Presiona con la punta del pie las tablas del suelo. «En ese caso telefonearé a mi mujer para que traiga los muebles», dice.
Luego sale al patio. Mira las vallas. Ve los cerdos manchados del vecino. «Tengo diez cerdos y veintiséis ovejas», dice. «¿Dónde está el redil?»
Windisch ve las hojas amarillas sobre la arena. «Aquí nunca hemos tenido ovejas», dice. La mujer de Windisch sale al patio con su escoba. «Los alemanes no tienen ovejas», dice. La escoba cruje sobre la arena.
«El cobertizo puede servir de garaje», dice el molinero. «Me agenciaré unas cuantas tablas y construiré un redil.»
Le estrecha la mano a Windisch. «El molino es bonito», dice.
Al barrer, la mujer de Windisch traza grandes ondas circulares en la arena.
A
malie está sentada en el suelo. Las copas de vino se alinean una tras otra según su tamaño. Las copitas de licor centellean. Las flores lechosas en las barrigas de los fruteros se han atiesado. Pegados a la pared hay varios floreros. En una esquina está el jarrón.
Amalie sostiene la cajita con la lágrima en su mano.
Amalie oye en sus sienes la voz del sastre: «Él nunca hizo nada malo». En la frente de Amalie arde un rescoldo.
Amalie siente la boca del policía en su cuello. Huele su aliento aguardentoso. El policía oprime con sus manos las rodillas de Amalie. Le levanta el vestido. «
Ce dulce esti
»
[1]
, dice. Su gorra está junto a sus zapatos. Los botones de su chaqueta relucen.
El policía se desabrocha la chaqueta. «Desvístete», dice. Bajo la chaqueta azul hay una cruz de plata. El cura se quita la sotana negra. Levanta un mechón de la mejilla de Amalie. «Límpiate el lápiz de labios», dice. El policía besa el hombro de Amalie. La cruz de plata se le desliza ante la boca. El cura acaricia el muslo de Amalie. «Quítate las enaguas», dice.
Amalie ve el altar a través de la puerta abierta. Entre las rosas hay un teléfono negro. La cruz de plata cuelga entre los senos de Amalie. Las manos del policía le oprimen los senos. «¡Qué manzanas tan bonitas tienes!», dice el cura con la boca húmeda. El pelo de Amalie se derrama por el borde de la cama. Bajo la silla están sus sandalias blancas. El policía susurra: «¡Qué bien hueles!». Las manos del cura son blancas. El vestido rojo brilla a los pies de la cama de hierro. Entre las rosas suena el teléfono negro. «Ahora no tengo tiempo», jadea el policía. Los muslos del cura pesan. «Cruza las piernas sobre mi espalda», le susurra. La cruz de plata le aprieta el hombro a Amalie. El policía tiene la frente húmeda. «Date la vuelta», dice. La sotana negra cuelga de un clavo largo detrás de la puerta. La nariz del cura es fría. «Angelito mío», dice jadeante.
Amalie siente los tacos de las sandalias blancas en el vientre. El rescoldo de la frente arde en sus ojos. La lengua le pesa en la boca. La cruz de plata brilla en el cristal de la ventana. En el manzano cuelga una sombra. Es negra y la han removido. La sombra es una tumba.
Windisch está en la puerta de la habitación. «¿Estás sorda?», pregunta. Le entrega la maleta grande a Amalie, que vuelve la cara hacia la puerta. Tiene las mejillas húmedas. «Ya sé que las despedidas son dolorosas», dice Windisch. Se ve muy alto en la habitación vacía. «Es como estar otra vez en la guerra», dice. «Uno parte y no sabe cómo ni cuándo ni si regresará.»
Amalie vuelve a llenar la lágrima. «El agua del pozo no la humedece mucho», dice. La mujer de Windisch guarda los platos en la maleta. Coge la lágrima en su mano. Tiene los pómulos blandos y los labios húmedos. «Cuesta creer que haya algo semejante», dice.
Windisch siente su voz en la cabeza. Tira su abrigo en la maleta. «Estoy harto de ella», grita, «no quiero verla más». Agacha la cabeza. Y añade en voz muy baja: «Lo único que sabe es deprimir a la gente».
La mujer de Windisch acuña los cubiertos entre los platos. «Sí que lo sabe», dice. Windisch la ve sacarse del pelo un dedo viscoso. Luego mira su propia foto en el pasaporte. Menea la cabeza. «Es un paso muy delicado», dice.
Las copas de Amalie relucen en la maleta. Las manchas blancas crecen en las paredes. El piso es frío. La bombilla arroja rayos largos sobre las maletas.
Windisch se guarda los pasaportes en el bolsillo de su chaqueta. «¿Quién sabe qué será de nosotros?», suspira la mujer de Windisch. Windisch mira los rayos punzantes de la lámpara. Amalie y la mujer de Windisch cierran las maletas.
E
n la valla rechina una bicicleta de madera. Arriba, en el cielo, flota plácidamente una bicicleta de nubes blancas. En torno a ella, las nubes son agua. Grises y vacías como un estanque. En torno al estanque sólo hay un silencio de montañas. De montañas grises, cargadas de nostalgia.
Windisch carga dos maletas grandes. La mujer de Windisch carga dos maletas grandes. Su cabeza avanza a toda prisa. Su cabeza es demasiado pequeña. Las piedras de sus pómulos están encerradas en la oscuridad. La mujer de Windisch se ha cortado la trenza. En sus cabellos cortos luce una permanente. Su nueva dentadura le ha endurecido y reducido la boca. Habla en voz alta.