Sobre la mesa había una escudilla de hojalata. La mujer del peletero se puso a batir en ella una clara de huevo. «He lavado dos camisas», dijo. «Y el agua ha quedado negra. Vaya mugre la que hay por ahí. No se la ve, gracias a los bosques.»
El peletero miró la escudilla. «Arriba en la montaña más alta», dijo, «hay un sanatorio. Allí están los locos. Dan vueltas alrededor de una valla en calzoncillos azules y abrigos gruesos. Uno de ellos se pasa todo el día buscando piñas en la hierba y hablando solo. Rudi dice que es minero. Y que una vez organizó una huelga».
La mujer del peletero metió la punta del dedo en la clara batida. «Y ahí está el resultado», dijo lamiéndose la punta del dedo.
«Otro», dijo el peletero, «sólo estuvo una semana en el sanatorio. Regresó a la mina. Y un coche lo atropelló».
La mujer del peletero levantó la escudilla. «Estos huevos son viejos», dijo, «la clara amarga».
El peletero asintió con la cabeza. «Desde arriba se ven los cementerios suspendidos en las laderas de los cerros», dijo.
Windisch apoyó sus manos en la mesa, junto a la escudilla. Y dijo: «No me gustaría que me enterrasen allí arriba».
La mujer del peletero paseó una mirada ausente por las manos de Windisch. «Sí, deben de ser muy bonitas las montañas», dijo. «Pero quedan tan lejos de aquí. Nosotros no podemos ir, y Rudi nunca viene a vernos.»
«Hoy ha vuelto a hacer bollos», dijo el peletero, «y Rudi no podrá probarlos».
Windisch quitó las manos de la mesa.
«Las nubes rozan casi la ciudad», dijo el peletero. «La gente camina entre las nubes. Todos los días hay tormentas. Los rayos matan gente en los campos.»
Windisch metió las manos en los bolsillos del pantalón. Se levantó y caminó hasta la puerta.
«Te he traído algo», dijo el peletero. «Rudi me dio una cajita para Amalie.» Y abrió un cajón. Volvió a cerrarlo. Miró en una maleta vacía. La mujer del peletero hurgó en los bolsillos de la chaqueta de su marido. El peletero abrió el armario.
Agotada, la mujer levantó las manos. «Ya la encontraremos», dijo. El peletero buscó en los bolsillos de su pantalón. «Esta mañana he tenido la caja en mis manos», dijo.
W
indisch está sentado ante la ventana de la cocina. Se está afeitando. Con la brocha reparte la espuma blanca por su cara. La espuma cruje sobre sus mejillas. Con la punta del dedo distribuye la nieve en torno a su boca. Mira el espejo. Ve en él la puerta de la cocina. Y su cara.
Windisch ve que se ha puesto demasiada nieve en la cara. Ve cómo su boca yace entre la nieve. Siente que la nieve en las fosas nasales y en la barbilla le impide hablar.
Windisch abre la navaja. Prueba el filo de la hoja sobre la piel de su dedo. Se coloca la hoja bajo el ojo. El pómulo no se mueve. Con la otra mano, Windisch se estira las arrugas debajo del ojo. Luego mira por la ventana. Y ve la hierba verde.
La navaja tiembla. El filo de su hoja arde.
Hace varias semanas que Windisch tiene una herida debajo del ojo. Está roja, con los bordes blandos y purulentos. Cada noche acaba llena de polvo de harina.
Hace varios días que se ha formado una costra bajo el ojo de Windisch.
Por la mañana, Windisch sale de casa con la costra. Después de abrir la puerta del molino y guardarse el candado en el bolsillo de la chaqueta, se lleva la mano a la mejilla. La costra ha desaparecido.
«A lo mejor está en el bache», piensa Windisch.
Cuando ya es de día fuera, Windisch va al estanque del molino. Se arrodilla entre la hierba y mira su cara en el agua. Pequeños círculos se quiebran contra su oreja. Sus cabellos emborronan la imagen.
Windisch tiene una cicatriz curva y blanca debajo del ojo.
Una vara de junco se ha partido. Se abre y se cierra junto a su mano. La vara de junco tiene un filo de navaja pardo.
A
malie salió del patio del peletero. Echó a andar por la hierba llevando la cajita en su mano. La olió.
Windisch vio el ribete de la falda de Amalie proyectar su sombra sobre la hierba. Sus pantorrillas eran blancas. Windisch vio que Amalie mecía las caderas.
La caja estaba atada con una cinta plateada. Amalie se paró ante el espejo. Se miró en él. Buscó en el espejo la cinta plateada y tiró de ella. «La caja estaba en el sombrero del peletero», dijo.
En el interior de la caja crujió un papel de seda blanco. Sobre el papel blanco había una lágrima de vidrio. Tenía un agujero en la punta. Y una ranura en su interior. Bajo la lágrima había una hojita de papel. Rudi había escrito en ella: «La lágrima está vacía. Llénala de agua. Agua de lluvia, si es posible».
Amalie no podía llenar la lágrima. Era verano, y el pueblo se había quedado seco. Y el agua de pozo no era agua de lluvia.
Amalie acercó la lágrima a la luz de la ventana. Por fuera era rígida. Pero por dentro, a lo largo de la ranura, temblaba.
El cielo ardió siete días hasta vaciarse por completo. Se había desplazado hasta el extremo del pueblo. Ya en el valle, miró hacia el río. Y el cielo bebió agua. Y volvió a llover.
En el patio corría el agua sobre los adoquines. Amalie se paró con la lágrima junto al canalón. Vio cómo el agua iba llenando el vientre de la lágrima.
En el agua de lluvia también había viento. Un viento que impulsaba campanas de cristal por entre los árboles. Eran campanas opacas, en cuyo interior se agitaban remolinos de hojas. La lluvia cantaba. También había arena en la voz de la lluvia. Y cortezas de árbol.
La lágrima se llenó. Amalie la llevó a su habitación con las manos mojadas y los pies descalzos y llenos de arena.
La mujer de Windisch cogió la lágrima en su mano. El agua refulgía en su interior. Había una luz dentro del vidrio. El agua de la lágrima goteaba entre los dedos de la mujer de Windisch.
Windisch estiró la mano. Cogió la lágrima. El agua le empezó a chorrear por el codo. La mujer de Windisch se lamió los dedos húmedos con la punta de la lengua. Windisch la vio lamerse el dedo viscoso que se había sacado del pelo aquella noche tempestuosa. Miró la lluvia fuera. Sintió el flujo en la boca. El nudo del vómito le oprimió la garganta.
Windisch puso la lágrima sobre la mano de Amalie. La lágrima goteaba. Y el nivel del agua en su interior no bajaba. «Es agua salada. Te quema en los labios», dijo la mujer de Windisch.
Amalie se lamió la muñeca. «La lluvia es dulce», dijo. «La sal viene del llanto de la lágrima.»
«E
n casos así de nada sirven las escuelas», dijo la mujer de Windisch. Windisch miró a Amalie y añadió: «Rudi es ingeniero, pero en casos así de nada sirven las escuelas». Amalie se rió. «Rudi conoce el sanatorio, y no sólo por fuera. Estuvo internado», dijo la mujer de Windisch. «Lo sé por la cartera.»
Windisch jugueteaba con un vaso, empujándolo de un lado a otro de la mesa. Por último miró el vaso y dijo: «Eso les viene de familia. Los hijos también acaban locos».
La bisabuela de Rudi era conocida en el pueblo como «la oruga». Tenía una trenza muy fina que le colgaba siempre en la espalda. No podía soportar el peine. Su marido murió joven y sin haberse enfermado.
Después del entierro, la oruga salió a buscar a su marido. Fue a la taberna y empezó a mirar a cada hombre a la cara. «Tú no eres», iba diciendo de mesa en mesa. El tabernero se le acercó y le dijo: «Pero si tu marido ha muerto». Ella cogió su fina trenza en la mano. Luego rompió a llorar y salió corriendo a la calle.
Cada día la oruga salía a buscar a su marido. Entraba en las casas y preguntaba si había estado por ahí.
Un día de invierno, mientras la niebla iba esparciendo anillos blancos por el pueblo, la oruga se dirigió a los campos. Se había puesto un vestido de verano y no llevaba medias. Sólo sus manos iban vestidas de invierno. Con un par de gruesos guantes de lana. Caminó entre matorrales pelados. La tarde empezaba a declinar. El guardabosque la vio y la mandó de vuelta al pueblo.
Al día siguiente, cuando se dirigía al pueblo, el guardabosque vio a la oruga tumbada bajo una mata de endrinas. Se había congelado. El guardabosque la llevó a hombros hasta el pueblo. La oruga estaba rígida como una tabla.
«Así de irresponsable era», dijo la mujer de Windisch. «Dejó solo en el mundo a su hijito de tres años.»
El hijito de tres años era el abuelo de Rudi. Era carpintero. Y no le interesaban para nada sus campos. «Y esa tierra tan buena se llenó de cadillos», dijo Windisch.
El abuelo de Rudi sólo pensaba en su madera. Invertía todo su dinero en ella. «Con esa madera hacía figuras», dijo la mujer de Windisch. «En cada trozo de madera tallaba unas caras monstruosas.»
«Luego llegó la expropiación», dijo Windisch. Amalie se estaba pintando las uñas con esmalte rojo. «Todos los campesinos se echaron a temblar. De la ciudad llegaron unos hombres a medir los campos. Anotaron los nombres de la gente y dijeron: "Todos los que no firmen irán a la cárcel". Todas las puertas tenían echado el cerrojo», dijo Windisch. «Pero el viejo peletero no le puso cerrojo a la suya. La abrió de par en par. Cuando llegaron los hombres, les dijo: "Me alegra que me quitéis mis tierras. Llevaos también los caballos, así me libero de ellos".»
La mujer de Windisch le arrancó a Amalie el frasquito de esmalte de la mano. «Nadie más lo dijo», exclamó. Y una venita azul se le hinchó detrás de la oreja cuando gritó, furiosa: «¿Me estás oyendo?».
El viejo peletero talló una mujer desnuda con el tilo del jardín. La puso en el patio, frente a la ventana. Su mujer se echó a llorar, cogió al niño y lo metió en una cesta de mimbre. «Y se instaló con él y lo poco que pudo llevarse en una casa vacía a la entrada del pueblo», dijo Windisch.
«De tanta madera el niño quedó ya un poquitín mal de la cabeza», dijo la mujer de Windisch.
El niño era el peletero. En cuanto pudo caminar, empezó a ir cada día al campo. Cazaba sapos y lagartijas. Cuando creció un poco más, se trepaba de noche al campanario y sacaba del nido a las lechuzas que aún no podían volar. Se las llevaba a su casa bajo la camisa. Y las alimentaba con sapos y lagartijas. Cuando acababan de crecer, las mataba. Luego las vaciaba. Las metía en lechada de cal. Las secaba y las rellenaba de paja.
«Antes de la guerra», dijo Windisch, «el peletero ganó un macho cabrío jugando a los bolos en una verbena. Y despellejó vivo al animal en medio del pueblo. La gente echó a correr. Las mujeres se sintieron mal».
«En el lugar donde se desangró el macho cabrío no ha vuelto a crecer la hierba hasta ahora», dijo la mujer de Windisch.
Windisch se apoyó en el armario. «Nunca fue un héroe», suspiró, «sino un simple carnicero. En la guerra no luchamos contra lechuzas ni sapos».
Amalie se empezó a peinar ante el espejo.
«Nunca estuvo en las SS», dijo la mujer de Windisch, «solamente en la Wehrmacht. Después de la guerra volvió a cazar y a disecar lechuzas, cigüeñas y mirlos. También sacrificó todas las ovejas y liebres enfermas de los alrededores. Y curtió las pieles. Todo su desván es un jardín repleto de animales muertos», dijo la mujer de Windisch.
Amalie cogió el frasquito de esmalte. Windisch sintió el grano de arena que iba de una sien a otra detrás de su frente. Una gota roja cayó del frasquito al mantel.
«Y tú fuiste puta en Rusia», le dijo Amalie a su madre, mirándose la uña.
L
a lechuza vuela describiendo un círculo sobre el manzano. Windisch mira la luna. Mira hacia dónde van las manchas negras. La lechuza no cierra su círculo.
El peletero disecó la última lechuza del campanario hace dos años y se la regaló al párroco. «Esta lechuza vive en otro pueblo», piensa Windisch.
La lechuza forastera siempre encuentra la noche aquí en el pueblo. Nadie sabe dónde reposa sus alas de día. Nadie sabe dónde cierra su pico y duerme.
Windisch sabe que la lechuza forastera huele los pájaros disecados en el desván del peletero.
El peletero regaló sus animales disecados al museo de la ciudad. Sin cobrar nada por ellos. Vinieron dos hombres. El coche estuvo un día entero frente a la casa del peletero. Era blanco y estaba cerrado como una habitación.
Los hombres dijeron: «Estos animales disecados pertenecen a la reserva de caza de nuestros bosques». Metieron todos los pájaros en cajas y amenazaron con una fuerte multa. El peletero les regaló todas sus pieles de oveja. Y entonces dijeron que todo estaba en orden.
El coche blanco y cerrado salió lentamente del pueblo como una habitación. La mujer del peletero sonrió angustiada e hizo señas con la mano.
Windisch está sentado en el mirador. «El peletero presentó su solicitud después que nosotros», piensa. «Y pagó en la ciudad.»
Windisch oye moverse una hoja sobre el empedrado del pasillo. Raspa los adoquines. La pared es larga y blanca. Windisch cierra los ojos. Siente cómo la pared le crece sobre la cara. La cal le quema la frente. Una piedra abre la boca en la cal. El manzano tiembla. Sus hojas son orejas que están a la escucha. El manzano abreva sus manzanas verdes.
A
ntes de la guerra había un manzano detrás de la iglesia. Un manzano que devoraba sus propias manzanas.
El padre del guardián nocturno también había sido guardián nocturno. Una noche de verano, estando detrás del seto de boj, vio al manzano abrir una boca en el extremo superior del tronco, allí donde sus ramas se separaban. El manzano comía manzanas.
A la mañana siguiente el guardián nocturno no se acostó. Fue a ver al juez municipal y le dijo que el manzano que había detrás de la iglesia devoraba sus propias manzanas. El juez se rió. Al reír empezó a parpadear. El guardián nocturno oyó el miedo a través de su risa. En las sienes del juez municipal latían los pequeños martillos de la vida.
El guardián nocturno volvió a su casa. Se metió a la cama vestido. Y se durmió bañado en sudor.
Mientras el guardián dormía, el manzano le frotó las sienes al juez municipal hasta desollárselas. Sus ojos enrojecieron y la boca se le secó.
Después de almorzar, el juez municipal le pegó a su mujer. Había visto manzanas flotando en la sopa. Y se las había comido.
El juez municipal no pudo dormir después del almuerzo. Cerró los ojos y oyó un ruido como de cortezas de árbol detrás de la pared. Las cortezas estaban colgadas en fila. Se balanceaban en cuerdas y devoraban manzanas.