No podía evitar pensar en
El retrato de Dorian Gray
, la increíble novela de Oscar Wilde que describe a un hombre sin escrúpulos. Cada acto malvado que realizaba se dibujaba en el rostro de un personaje pintado en un cuadro, marcándole cada vez más hasta que terminó resultando repugnante.
—Decía que la forma en la que gastamos el dinero es también importante…
—Sí. Si utilizamos el dinero que ganamos para darles a los demás la posibilidad de expresar su talento y sus habilidades solicitando sus servicios, entonces el dinero producirá energía positiva. Por el contrario, si nos contentamos con acumular bienes materiales, entonces la vida se vacía de sentido. Nos secamos poco a poco. Mire a su alrededor: las personas que se han pasado la vida acumulando sin dar nada están desconectadas de los demás. No tienen auténticas relaciones humanas. No son capaces de interesarse sinceramente por una persona, ni de amar. Y, créame, cuando se llega a este punto, no se es feliz.
—Me resulta curioso pensar que estoy en la otra punta del mundo visitando a un maestro espiritual, ¡para terminar hablando de dinero!
—Bueno, de hecho, no estamos hablando realmente de dinero.
—¿Cómo que no?
—Hablamos de las limitaciones que usted se marca en la vida. El dinero no es más que una metáfora de sus posibilidades.
Yo balanceaba las piernas sobre el vacío y contemplaba el inmenso espacio que se abría delante de mí. El ligero soplo cálido del viento continuaba cosquilleando en mis narices con olores aéreos y murmurándome sus secretos al oído.
—Bueno, puede que ya gane lo suficiente y que no necesite conseguir más. Pero, dígame, dado que usted se siente tan cómodo con el dinero, ¿cómo es posible que no sea riquísimo?
Sonrió, antes de contestar:
—Porque no tengo necesidad de ello.
—Entonces, ¿por qué me ayuda a sentirme cómodo con el dinero?
—Porque quizá sea necesario que gane bastante antes de poder aprender a desprenderse de él.
—¿Y si ya hubiera aprendido a desprenderme?
Tras un corto silencio, me dijo:
—No consiste en desprenderse, sino en renunciar a él.
Sus palabras resonaron en mí. Tuve la impresión de que el eco de su voz se perpetuaba en vibraciones. Debía reconocer que, una vez más, tenía razón.
—En la filosofia hinduista —continuó él—, se considera que ganar dinero es un objetivo válido y corresponde a una de las fases de la existencia. Sólo hay que evitar quedarse atascado y saber evolucionar hacia otro estadio para triunfar en la vida.
—¿Y qué es una vida triunfante? —le pregunté un poco inocentemente.
—Triunfar en la vida es llevar una existencia conforme a nuestros deseos, comportarse siempre de acuerdo con nuestros valores, dando lo mejor de uno mismo en lo que hacemos, viviendo en armonía con lo que somos. Además, triunfar es llevar, dentro de lo posible, una vida que nos dé la ocasión de ir más allá de nosotros mismos, de consagrarnos a otra cosa que no seamos nosotros y aportar algo, por muy humilde que sea, a la humanidad, aunque se trate de algo ínfimo. Una pequeña pluma de pájaro que se lleva el viento. Una sonrisa para los demás.
—Eso, suponiendo que sepamos lo que deseamos.
—Sí, por supuesto.
—¿Y cómo podemos saber que nos comportamos de acuerdo a nuestros valores?
—Estando atentos a lo que sentimos. Si lo que hace no respeta sus principios, sentirá cierta molestia, un ligero malestar o un sentimiento de culpabilidad. Es una señal que le conducirá a preguntarse si sus actos no estarán en contradicción con lo que realmente es importante para usted. También puede preguntarse, al final del día, si está orgulloso de lo que ha conseguido, aunque se trate de cosas de poca importancia. Esto es muy importante: no podemos evolucionar en tanto que seres humanos, ni tan siquiera vivir en buena salud, cuando nuestras acciones violan nuestros principios.
—Es divertido que relacione ese tema con la salud. Esto me recuerda que, cuando era estudiante, estuve trabajando durante el verano como operador telefónico para una compañía aseguradora. Tenía que llamar a los clientes para aconsejarles que adquirieran una determinada póliza. La compañía sabía que tres cuartas partes de las personas a las que llamábamos ya disfrutaban, sin saberlo, de esta póliza entre los servicios que les ofrecía su tarjeta de crédito. Pero era muy importante no mencionar este dato y teníamos que proponerle a todo el mundo este seguro. Ese verano tuve, por primera vez en mi vida, una grave crisis de eccema. El médico no supo identificar la causa y los tratamientos que me recetó no sirvieron para nada. Terminé por abandonarlos. El eccema siguió creciendo y finalmente dejé de ir al trabajo porque me daba vergüenza presentarme en la oficina con esa facha. Ocho horas más tarde, todo desapareció.
—No podemos estar seguros, pero es probable que se tratara de un mensaje de su cuerpo para indicarle que se estaba comportando en contra de sus principios de respeto a los demás, de confianza y honestidad.
—Es cierto que son valores fundamentales para mí.
—Estoy seguro de ello.
—¿Y dice también que es importante dar lo mejor de uno mismo en todo lo que hacemos?
—Sí, constituye una de las claves de la felicidad. Como bien sabrá, el ser humano suele complacerse dejándose llevar, pero sólo evoluciona cuando se exige a sí mismo. Sólo nos sentimos realmente felices cuando nos concentramos en lo que hacemos para conseguir poner en práctica nuestras aptitudes y cuando afrontamos cada vez un nuevo desafío. Esto es válido para todo el mundo, sin importar en qué trabajemos o el nivel de nuestras capacidades. Nuestra felicidad aumenta si nuestro trabajo aporta algo a los demás, aunque sea de forma indirecta o muy modesta.
En ese preciso instante, mi memoria me transportó a cuatro años atrás. Estaba en Marruecos, en Marrakech. Me paseaba por la plaza de Djemaa el-Fna al finalizar el día. La noche caía sumergiendo la plaza en una atmósfera mágica. En los numerosos puestos las brasas crepitaban asando carne. Las llamas proyectaban su resplandor sobre la muchedumbre, iluminando fugazmente los rostros y haciendo bailar las desmesuradas sombras. El olor de las salchichas de cordero asadas rivalizaba con el del cuscús humeante. Por todas partes circulaban los vendedores ambulantes. Unos ofrecían artículos de cuero recién salidos de los talleres de curtido vecinos, que despedían un olor ácido y agresivo. Otros exhibían platos de cobre tallados que reflejaban la luz de los fuegos, haciendo surgir brillos de oro sobre los rostros, los turbantes y las chilabas. Los gritos se mezclaban con los sonidos obsesivos de las panderetas y las melodías de las flautas de los encantadores de serpientes. Yo avanzaba, con los ojos abiertos como platos, admirado por este ambiente increíble, con los sentidos saturados de perfumes, imágenes y sonidos, hasta que un hombre de unos cincuenta años se dirigió a mí. Era muy delgado, sonreía y tenía el rostro arrugado por el sol del sur. Estaba sentado sobre una caja posada directamente sobre el suelo, encajonado entre un humeante tenderete de comida y un vendedor de cerámica. Le devolví la sonrisa y contemplé la caja que señalaba para que tomara asiento junto a él. Entonces me di cuenta de cuál era su oficio: limpiabotas. Mi sonrisa se heló y me tensé imperceptiblemente. Nunca me he sentido cómodo al pensar en profesiones que obligan a efectuar tareas ingratas a los que las practican. Limpiabotas era quizá la que más me costaba aceptar, puesto que el artesano operaba en presencia de su cliente, ante él, bajo él. Incluso las posturas respectivas de ambos me indignaban: el cliente sentado en una silla alta, dominando la situación, y el limpiabotas debajo, en cuclillas, sentado o de rodillas en el suelo. Nunca había utilizado este tipo de servicios.
El hombre repitió su invitación e insistió amablemente, ofreciéndome todo el rato su sonrisa resplandeciente. Un occidental como yo representaba para él, sin duda, un cliente ideal. Pero mi estatus de extranjero acentuaba aún más mi malestar: no quería ofrecer a sus compatriotas la imagen de un occidental haciéndose limpiar las botas por uno de los suyos, en una postura que me parecía arrogante. Un maldito cliché colonialista. No sé si percibió mi turbación o la interpretó como una duda. Puede que simplemente la falta de indiferencia hacia su propuesta le diera la esperanza de convencerme. Se levantó, siempre sonriente, y se acercó a mí. No tuve tiempo de rechazarle, ya estaba sobre mí, auscultando mis deslucidos zapatos y formulando su diagnóstico mientras prometía devolverles su juventud. Mis dificultades para oponerme a las solicitudes de los demás explican sin duda por qué terminé, muy a mi pesar, sentado en una silla que hacía tan sólo unos instantes contemplaba con repugnancia. No me atrevía a mirar a mi alrededor, asustado ante la idea de encontrarme miradas acusadoras. Él se ocupaba ya de mis zapatos. Tomando medio limón, frotó enérgicamente el cuero deslucido. En el estado en el que me encontraba, ya nada me hubiera sorprendido. Creo que podría haber exprimido un plátano sobre mis zapatos y me habría parecido normal. Trabajaba con entrega y entusiasmo. Seguro de sí mismo, tenía un gran dominio de sus gestos, alternando el limón con distintos tipos de cepillos. A lo lejos, la flauta de los encantadores de serpientes perpetuaba su tonada ininterrumpida. Empecé a relajarme un poco. Intercambiamos algunas frases, pero él estaba muy concentrado en lo que hacía, luciendo todo el rato su sonrisa inefable. Aplicó una especie de crema negruzca con un viejo trapo, masajeando el cuero para que la absorbiera bien. Después se puso a sacarle lustro con una pequeña brocha que manejaba con agilidad y, a medida que mi calzado recobraba vida, su sonrisa crecía, mostrando unos dientes resplandecientes cuya blancura contrastaba con su piel morena. Cuando mis zapatos estuvieron tan lisos y brillantes como el primer día, sus ojos chispeaban de orgullo. Yo había olvidado por completo mi malestar inicial. Su alegría era contagiosa y, de pronto, me sentí muy cercano a este hombre al que quince minutos atrás no conocía. Sentí un verdadero torrente de simpatía hacia él, como una onda de amistad. Me pidió un precio honesto que pagué de buena gana y, con el entusiasmo del momento, insistió en invitarme a un té a la menta en una tacita de metal, compartiendo de ese modo su alegría y alargando nuestra relación. En aquel momento fui consciente de algo que me pareció una evidencia, una dolorosa evidencia: ese hombre era más feliz que yo quien tenía un trabajo digno y, a pesar de mis escasos medios, era sin duda mil veces más rico que él. Este anciano respiraba felicidad por todos los poros de su piel y la irradiaba a su alrededor.
Sólo de recordar esta escena vivida cuatro años atrás, se me humedecieron los ojos.
—¿Por qué ha hablado de la utilidad de tener desafíos a afrontar para sentirse feliz poniendo en práctica nuestras capacidades? —le pregunté.
—Porque el desafío estimula nuestra concentración, y es lo que nos impulsa a dar lo mejor de nosotros mismos en lo que hacemos y a obtener una satisfacción real. Es una condición para realizarnos con nuestros actos.
—También ha dicho que una vida tiene éxito cuando hacemos cosas que están en armonía con lo que somos. ¿Pero cómo podemos saber si éste es el caso?
—Imagine que se fuera a morir esta tarde, y que hace una semana que lo sabe. De todo lo que ha hecho esta semana, ¿con qué se quedaría, sabiendo que va a morir?
—¡Vaya! Eso sí que es una pregunta.
—Pues sí.
—Digamos que esta última semana ha sido un poco particular, teniendo en cuenta nuestro encuentro. Yo creo que no cambiaría gran cosa.
—Entonces, piense en la semana que precedió a su viaje a Bali.
—Bien, pues… vamos a ver…
Intenté repasar mentalmente la semana en cuestión. Me esforzaba por visualizar hora por hora lo que había hecho y me preguntaba si habría realizado cada uno de mis actos sabiendo que iba a morir al final de la semana. Tardé unos minutos en responder:
—De forma general, habría un 30 por ciento de mis acciones que conservaría.
—Me está diciendo que habría renunciado a realizar un 70 por ciento de lo que hizo si hubiera sabido que iba a morir.
—Sí, eso es.
—Es mucho, muchísimo. Es normal realizar ciertas tareas vacías de significado, pero no en tales proporciones. De hecho, debería poder invertir estas cifras, ser capaz de afirmar que, conocedor de la proximidad de su muerte, seguiría realizando el 70 por ciento de las cosas que hace habitualmente. Sería un síntoma de que sus actos están en armonía con lo que usted es.
—Ya veo.
—Y se dará cuenta de que no depende de la dificultad de las tareas, sino simplemente del sentido que tienen para usted.
—Muy bien, estoy totalmente de acuerdo con todo esto. Pero en la práctica no siempre es posible hacer lo que desearíamos.
—Siempre podemos elegir.
—No. Si sólo hiciera lo que está de acuerdo con mis principios, me arriesgaría a perder mi empleo.
—Entonces, tendría la posibilidad de elegir entre conservar o perder ese empleo.
—Pero en ese caso correría el riesgo de encontrar otro empleo peor remunerado. ¡No podría pagar el alquiler!
—Entonces tendría la posibilidad de elegir entre quedarse con ese apartamento o buscarse uno más barato, seguramente más lejos de su lugar de trabajo.
—Mi familia y mis amigos se sentirían decepcionados si me fuera lejos.
—Entonces, tendría que elegir entre decepcionarles o satisfacerles.
—Visto de ese modo…
—Es sólo para decirle que la elección es cosa suya. En determinados momentos de la vida, no tenemos muchas posibilidades entre las que elegir, y seguramente se trata de momentos dolorosos, pero ahí están y al final es usted quien determina lo que vive. Siempre tiene la posibilidad de elegir, es muy importante conservar esta idea en la mente.
—A veces tengo la impresión de que son los demás los que eligen por mí.
—Entonces, es que usted ha elegido dejarles escoger por usted.
—Bueno, pero me parece que hay gente que tiene más opciones para elegir que otros.
—Cuanto más evolucionamos en la vida, más nos desembarazamos de creencias que nos limitan y más posibilidades de elegir tenemos. Y la elección es libertad.
Contemplaba el inmenso espacio que se abría ante mí, ese espacio vertiginoso que nada detenía, y me puse a soñar con la libertad, la mirada perdida en el horizonte, inspirando profundamente ese aire embriagador con perfume de infinito.