Mis preguntas no encontraban más respuesta que el murmullo del agua a mis pies, salpicando el silencio de la playa desierta. Las palmeras que la bordeaban estaban totalmente inmóviles. No soplaba el viento en sus delicadas ramas. Me había acostumbrado a bañarme todas las noches. Me quité el pantalón y la camiseta y me zambullí en las tibias aguas de la mar. Nadé largo rato sin pensar en nada, bajo la acogedora mirada de la luna naciente.
M
e desperté tras un sueño particularmente profundo y descubrí que el sol ya estaba alto en el cielo. Tomé algo de fruta a modo de desayuno tardío y fui a darme un paseo matutino por el bosquecillo que se extendía detrás de la playa. Cuando llegué cerca del bungalow de Hans y Claudia, la pareja de holandeses, reconocí sus voces.
—¿Todavía no está lista la comida? —decía Hans, sentado sobre una piedra con un libro entre las rodillas. Era un hombre de cabello gris oscuro, un semblante poco expresivo, y labios finos.
—Dentro de poco, cariño, dentro de poco.
Claudia era una mujer dulce y amable, de unos cuarenta años, con un rostro lleno de redondeces enmarcadas por unos hermosos rizos rubios. Estaba asando unas brochetas de pescado en una barbacoa.
—Utilizas demasiado carbón, así no puede ser, ¡lo estropearás todo! —Hans dijo esto sin darse cuenta de que era un reproche. Para él, constituía una evidencia, nada más.
—Es que, si no, tarda mucho en hacerse —se justificó ella.
La última vez que me los había cruzado, Claudia limpiaba el bungalow mientras Hans leía su condenado libro. Me preguntaba qué podía llevar a una mujer a aceptar que le encasquetasen el papel de ama de casa en pleno siglo
XXI
. Además, Hans no era un macho en el sentido estricto de la palabra. Simplemente, para él seguro que era «normal» que su mujer se ocupase de estas cosas. Sin duda, ni tan siquiera habrían debatido la cuestión entre los dos. Era así y ya está.
—Hombre, Julian, ¡qué alegría verte! —me dijo ella al notar mi presencia.
—Buenos días, Julian —saludó Hans.
—Buenos días.
—¿Quieres comer un poco de pescado con nosotros? —me propuso Claudia, mientras Hans alzaba imperceptiblemente una ceja.
—No gracias, acabo de desayunar.
—¿Te acabas de levantar? —preguntó Hans—. Nosotros ya hemos hecho dos visitas esta mañana: el templo de Tanah Lot y el museo de Subak, en Tabanan.
—¡Qué bien! Enhorabuena.
No captó la ironía de mi respuesta. Hans pertenecía a ese tipo de personas que oyen las palabras pero no son capaces de descodificar el tono de voz ni las expresiones del rostro de quien las pronuncia.
—Tengo la impresión de que tú no visitas muchas cosas. ¿No te interesa?
—Sí, pero sobre todo me gusta disfrutar del ambiente: pasearme por las aldeas, intentar charlar con la gente, probar a ponerme en su lugar y ver qué se siente. Comprender su cultura, vamos.
—A Julian le gusta descubrir la cultura desde dentro. Tú, querido, prefieres comprender la cultura desde los libros —dijo Claudia.
—Sí, es más rápido. Se gana tiempo —soltó Hans con desprecio.
Asentí. ¿Para qué discutir? Cada uno tiene su modo de ver las cosas.
—¿Te gustaría acompañarnos esta tarde? —preguntó Claudia—. Vamos a asistir a un concierto de
gamelán
en Ubud. Después, cuando caiga la noche, iremos a observar las tortugas en la playa de Pemuteran. Es la época de eclosión de los huevos. No dura más que uno o dos minutos, después será demasiado tarde.
La perspectiva de pasar una velada con Hans no me atraía más de lo razonable, pero me apetecía mucho ver a las tortuguitas. Además, me dio la impresión de que a Claudia le hacía bastante ilusión que aceptara acompañarles.
—De acuerdo, gracias por el ofrecimiento. Por la tarde ya estaré por Ubud, así que nos vemos allí. Dadme la dirección.
—Es en la sala de ceremonias. Ya sabes, al lado del gran mercado. A las siete —dijo Claudia.
—¿Vas a visitar las galerías? —preguntó Hans.
Ubud es el pueblo de los artistas, y está lleno de galerías de arte.
—No, voy a visitar a… ¿Cómo decirlo? A una especie de maestro espiritual.
—Ah, ¿sí? Y, ¿para qué?
Sabía que su interés era sincero. Hans es de esas personas que te preguntan por qué vas al cine, a la iglesia o al cementerio, o incluso por qué llevas siempre un pantalón nuevo en lugar de uno pasado de moda. Todo lo que no siguiera una lógica racional (la suya) constituía para él un misterio de la naturaleza.
—Me ayuda a ser consciente de ciertas cosas. Y, en cierto modo, también a encontrarme a mí mismo, por así decirlo.
—¿A encontrarte? —su tono era a la vez divertido y desconcertado.
—Sí, algo así.
—Pero, si te encuentras perdido, ¿cómo sabes que te vas a encontrar en Ubud y no en Nueva York o en Ámsterdam?
¡Qué gracioso! Hay gente que se cierra por completo a la dimensión espiritual de la vida.
—No estoy perdido. Si miras en un diccionario, por cierto, te recomiendo su lectura porque podrás soportar su nivel emocional, verás que el verbo «encontrarse» tiene varios significados. En este caso, significa conocerse mejor para llevar una vida más en armonía con uno mismo.
—No te enfades, Julian.
—No me enfado —le mentí.
—Querido, deja a Julian tranquilo, anda —dijo Claudia—. Por cierto, Julian, ¿tú buceas todos los días?
—Sí, casi todos.
—Nosotros lo hicimos el primer día —dijo Hans—. Tuvimos suerte, hacía bueno y el agua estaba clara. En una hora, vimos lo más importante que hay que ver.
—Yo voy a menudo. Siento un gran placer nadando en medio de los peces, acercándome a ellos. Están tan acostumbrados a los humanos que casi se les puede tocar.
Esperaba que me preguntase para qué quería tocarles.
—El hombre desciende de los peces. Julian se reencuentra con sus orígenes perdidos —bromeó Hans.
—Y tú te dispones a zamparte a un descendiente de tus ancestros asado en la barbacoa. ¡Te parecerá bonito! Bueno, os dejo comer tranquilos. ¡Que os aproveche! Hasta esta tarde.
—Suerte con tu búsqueda. Y sobre todo, no pierdas la esperanza. Siempre te quedará la oficina de objetos perdidos de Yakarta.
—Hasta esta tarde —dijo Claudia.
Continué mi paseo pensando en Hans. Me preguntaba cuál podía ser su «problema». Era un tipo un poco raro, de todos modos. Me parecía que, en el fondo, no era un maleducado, que no tenía intención de herirme. Sólo se mostraba hermético a ciertas cosas.
Volví a mi bungalow, me arreglé a toda prisa y cogí mi coche. El itinerario me resultó más sencillo esta vez y me planté ante la casa del maestro Samtyang a media tarde.
L
a misma joven del día anterior me recibió con mucha amabilidad y me condujo directamente al
campan
en el que me habían atendido la víspera. Esta vez tuve tiempo para observar el lugar con más calma. Era sobrio y al mismo tiempo hermoso. Desprendía serenidad, paz y armonía. Empezaba a agradarme de verdad este sitio. Sentía que en un lugar así uno podía despegarse de un montón de cosas. Aquí, se dejaban a la puerta una buena parte de las preocupaciones que nos agobian. El tiempo permanecía como suspendido. Tenía la impresión de que podría haberme quedado allí durante años sin que me saliera ni una sola arruga.
No le vi venir. Me di la vuelta y le tenía detrás. Nos saludamos y me informó de que, a esa hora, no podría dedicarme mucho tiempo. Una lástima.
—Entonces, ¿ha ido al videoclub de Kuta? —me preguntó.
—Esto… No —admití con un tono un poco patético.
Sin el menor rastro de reproche ni de autoridad, me dijo:
—Si realmente desea que le acompañe en la vía que le hará avanzar por su vida, es necesario que haga lo que le pido siempre y que no ponga pegas a mis demandas. Si se contenta con venir a verme y escucharme, no conseguirá grandes progresos. ¿Está dispuesto a comprometerse en este sentido?
—De acuerdo.
Ya que deseaba que nuestra relación continuara, ¿acaso tenía otra elección?
—Dígame, ¿por qué no ha ido a Kuta?
—Bueno, la verdad es que ayer tarde estaba un poco agotado y necesitaba descansar.
Con un tono condescendiente, me dijo:
—Si miente a los demás, por lo menos no se mienta a sí mismo.
—¿Perdón? —estaba desconcertado.
—¿De qué tiene miedo?
Su voz desprendía mucha dulzura y sus ojos se sumergían en los míos. En lo más profundo de mí. Sin embargo, no percibía ninguna intrusión. Simplemente me sentía escrutado. Este hombre leía en mí como en un libro abierto.
—¿…?
—¿Qué habría perdido yendo?
¿Cómo lo hacía para saber plantear «la» pregunta, para tocar delicadamente con su dedo ahí donde precisamente hacía falta? Tras un cierto silencio, me escuché decir:
—Creo que tenía ganas de conservar intacta mi admiración por mi actriz preferida.
—Tenía miedo de perder sus ilusiones.
Sonaba raro, pero era cierto. Tanto más cuando, la víspera, yo había dudado de que él tuviera razón a este respecto. Entonces, ¿por qué negar la verdad?
—Puede ser —dije.
—Es normal. Los seres humanos están muy unidos a todo aquello que creen. No buscan la verdad, sólo quieren un cierto modo de equilibrio, llegando a construirse un mundo más o menos coherente fundado sobre sus creencias. Esto les proporciona tranquilidad y se aferran a ello inconscientemente.
—Pero ¿por qué no nos damos cuenta de que eso en lo que creemos no es la realidad?
—Recuerde que lo que creemos termina convirtiéndose en nuestra realidad.
—No estoy totalmente seguro de estar siguiéndole. ¿Sabe? Quizás todo esto resulta demasiado filosófico para mí. Además, por muy soñador que sea, no dejo de ser una persona muy racional. Para mí, la realidad es la realidad.
—Es muy sencillo, de hecho. Si le pido que cierre los ojos, se tape las orejas y luego me describa la realidad que se encuentra a su alrededor, no podrá hacerlo a la perfección. Es normal, pues ésta se compone de miles de datos y usted no es capaz de captarlos todos. Sólo percibe una parte de la realidad.
—¿Y esto qué significa?
—Por ejemplo, en el plano visual: la cantidad de datos relativos al entorno, la disposición de las paredes y los pilares de los distintos
campanes
que entran en su campo visual, los árboles, los arbustos y las plantas provistas de miles de hojas que se agitan cada una a su manera al capricho de una ligera brisa. A esto se unen los muebles, los objetos y sus contornos. Cada una de estas cosas está compuesta de diversos materiales. Las materias no son uniformes ni los colores homogéneos. También hay una locura de datos sobre la luz del ambiente, las sombras, el cielo, las nubes que se desplazan, el sol. Solamente mi cuerpo le está enviando miles de informaciones relativas a mi postura, mis movimientos, mi mirada, las expresiones de mi rostro que cambian de un segundo a otro… ¡Y todo esto no son más que impresiones visuales! A esto hay que añadir los datos auditivos: los ruidos diversos y variados, cercanos o lejanos, las múltiples inflexiones de mi voz, su volumen, tonalidad, el ritmo de mis palabras, el sonido que emite el roce de nuestras prendas cuando nos movemos, los insectos volando, los pájaros en la lejanía, el ruido del viento en las hojas, etc. Y esto no es todo. Usted también se encuentra sumergido en informaciones olfativas y relativas al tacto: la temperatura del aire, la humedad, los aromas de las distintas plantas que nos rodean, que cambian en función de las corrientes de aire, la sensación de múltiples puntos de contacto de su cuerpo sobre el suelo, la…
—¡Vale, vale! Me ha convencido —le interrumpí—. Lo reconozco, sería incapaz de transmitir toda esa información con los ojos cerrados y las orejas tapadas, es cierto.
—Y esto se debe a una razón muy simple: usted no es consciente de todos esos datos. Hay demasiado y su mente, inconscientemente, hace una selección. Capta algunos, pero no todos.
—Sí, sin duda.
—Lo que resulta realmente interesante es que esta selección no es la misma para usted que para mí. Si les pidiéramos a distintas personas que hicieran este ejercicio y que escribieran en una lista lo que han observado en su entorno, no encontraríamos dos listas iguales. Cada uno hace una selección particular.
—De acuerdo.
—Y esta criba nunca se debe al azar.
—¿Cómo que no?
—Cada selección le pertenece a uno mismo, y depende de sus creencias, de lo que cree sobre el mundo en general. En resumidas cuentas, de su visión de la vida.
—¿Sí?
—Nuestras creencias nos llevan a filtrar la realidad. Es decir, a seleccionar lo que vemos, oímos y sentimos.
—Esto me resulta un poco abstracto.
—Voy a darle un ejemplo. Un ejemplo un poco caricaturesco para simplificar las cosas.
—Vale.
—Imaginémonos que usted está totalmente convencido de que el mundo es un lugar peligroso, que no hay que fiarse de nadie, que hay que protegerse constantemente. Ésta será su creencia, ¿de acuerdo?
—De acuerdo.
—Si esta creencia se encuentra grabada en su persona, entonces, según usted, ¿en qué se va a fijar su atención en el momento actual? ¿Qué informaciones va a captar si cree, en lo más profundo de su ser, que el mundo es peligroso?
—Bueno, pues… Vamos a ver, no sé. Me imagino que de entrada desconfiaría un poco de usted, por que, a fin de cuentas, casi no le conozco. Creo que observaría sobre todo su rostro para intentar leer sus pensamientos, comprender lo que puede haber detrás de sus amables palabras. Intentaría fijarme en posibles incoherencias en su discurso para saber si es usted de fiar o no. También mantendría un ojo en la puerta del jardín para asegurarme de que permanece abierta y que puedo escapar fácilmente si surge cualquier problema. ¿Qué más?… A ver… Puede que le prestase atención a esa viga que parece sostenerse por obra del Espíritu Santo y podría caérseme encima. Vigilaría al
gecko
que escucho pasearse entre las vigas, temiendo que baje y me muerda. No me fiaría de ese tipo de reptiles. Me fijaría también en que la esterilla está muy usada y podría clavarme alguna astilla si no tengo cuidado.
—¡Eso es! Su atención se centraría en los riesgos potenciales que toda situación entraña. Si se le pidiera que, con los ojos cerrados, nos describa la situación, serían estos elementos los que le vendrían a la memoria.