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Authors: G. K. Chesterton

Tags: #Intriga, Relato

El hombre que sabía demasiado (15 page)

BOOK: El hombre que sabía demasiado
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Justo en aquel momento, la larga y lánguida mano que tenía apoyada sobre el alféizar de la ventana se agarró a éste con más fuerza, como en un intento de reprimir un temblor, mientras sus escrutadores ojos azules se ensombrecían a causa del miedo. Su emoción podría llegar a parecer excesiva e innecesaria si se tiene en cuenta el somero esfuerzo de sentido común con el que había vencido su nerviosismo tras oír el ruido de la noche anterior. Pero ocurría que aquél había sido un ruido muy diferente. Pudo haber sido originado por cien cosas diferentes, desde el talado de la madera hasta la rotura de unas botellas. En cambio, sólo había una cosa en el mundo de la que podía provenir el sonido cuyo eco se acababa de extender por toda la casa aquel amanecer. Se trataba de la voz clara y terrible de un hombre. Pero no sólo ocurría eso, sino algo aún peor, pues le asaltó la absoluta certeza de saber quién era ese hombre.

Comprendió también que se había tratado de un grito de auxilio. Le pareció incluso haber oído la palabra en sí, pero ésta, aun siendo corta, se había interrumpido, como si al hombre lo hubieran ahogado o atrapado en el mismo acto de gritar. Lo único que quedó de la voz en la memoria de Fisher fue un fugaz retumbar, a pesar de lo cual no tuvo la menor duda acerca del origen de la misma. Casi instantáneamente comprendió que la estentórea voz de Francis Bray, Barón de Bulmer, se acababa de oír por última vez en aquel lugar, a medio camino entre la oscuridad y el incipiente amanecer.

Nunca supo con certeza cuánto tiempo permaneció allí, pero la primera cosa viva que vio moverse en aquel paisaje medio helado le devolvió bruscamente a la realidad. Siguiendo el sendero que discurría junto al lago y pasaba justo bajo su ventana, una figura caminaba lenta y cautelosamente. Era una majestuosa figura ataviada con una túnica de un llamativo color escarlata. Se trataba del príncipe italiano, que llevaba puesto todavía su disfraz de cardenal. En realidad, la mayor parte de los asistentes a la fiesta se había dejado puestos sus disfraces durante todo el día anterior, e incluso el propio Fisher había tomado su vestido hecho a base de sacos a manera de cómodo batín. Pero parecía haber, no obstante, algo inusualmente extraño y premeditado en aquel personaje tan madrugador magníficamente vestido de rojo. Daba más bien la impresión de que, más que madrugar, hubiese permanecido en pie durante toda la noche.

—¿Qué ocurre? —se decidió a preguntar Fisher inclinándose sobre la ventana.

El italiano volvió hacia arriba un gran rostro amarillento que parecía una máscara de latón.

—Mejor será que hablemos de ello aquí abajo —dijo el Príncipe Borodino.

Tras lanzarse escaleras abajo, Fisher se encontró con la gran figura ataviada de rojo en el preciso instante en que ésta entraba por el umbral bloqueando la entrada con su enorme corpachón.

—¿Ha oído usted ese grito? —preguntó Fisher.

—Oí un ruido y salí afuera —respondió el diplomático mientras su rostro permanecía en las sombras, demasiado oscuro para que pudiera leerse su expresión.

—Era la voz de Bulmer —insistió Fisher—. Juraría que era su voz.

—¿Lo conocía usted bien? —preguntó el otro.

La pregunta parecía irrelevante aunque no del todo ilógica. Fisher no pudo más que responder, sin apenas pensarlo, que sólo conocía a Lord Bulmer por encima.

—Nadie parece conocerle bien —prosiguió el italiano con un tono completamente desprovisto de emociones—. Nadie excepto ese tal Brain. Brain es bastante mayor que Bulmer, pero a pesar de ello apostaría cualquier cosa a que comparten una buena cantidad de secretos.

Fisher se movió bruscamente, como despertando de un momentáneo trance, y dijo con voz más firme y vigorosa:

—Muy bien, pero ¿no sería mejor que saliéramos para comprobar si en realidad ha sucedido algo?

—Parece ser que el hielo está comenzando a derretirse —dijo el otro distraídamente, casi con indiferencia.

Cuando salieron de la casa, unas cuantas manchas oscuras y las estrellas que refulgían sobre el campo de hielo gris les indicaron que, ciertamente, tal y como su anfitrión había predicho el día anterior, la helada se estaba acabando, con lo que el recuerdo de tal día les devolvió al misterio de esa misma mañana.

—Él sabía que iba a deshelar —dijo el Príncipe—. Precisamente por eso salió a patinar tan temprano. ¿Gritó acaso porque se hubiese caído al agua? ¿Qué opina usted?

Fisher parecía confuso.

—Bulmer sería el último hombre del mundo en gritar de esa manera simplemente por haberse mojado las botas. Porque eso es todo lo que pudo haberle pasado aquí, ya que el agua a duras penas le hubiera llegado a las pantorrillas a un hombre de su altura. Usted mismo puede ver las hierbas muertas del fondo del lago como si mirase a través de una fina lámina de cristal. No, si Bulmer hubiese roto el hielo sin más, no hubiera dicho ni una palabra por el momento, aunque muy posiblemente hubiera hablado de ello largo y tendido más tarde. Más bien creo que nos lo hubiéramos encontrado pataleando y maldiciendo sendero arriba y abajo y pidiendo a gritos unas botas limpias.

—Ojalá lo encontremos tan felizmente ocupado como usted dice, Fisher —observó el diplomático—. En tal caso la voz debe de haber salido del bosque.

—Yo me atrevería a jurar que de la casa, desde luego, no provenía —dijo Fisher.

Dicho lo cual, los dos desaparecieron juntos por entre aquel crepúsculo de árboles invernales.

La arboleda destacaba como una gran masa negra contra los cálidos colores del amanecer. Al frente de ella, una oscura hilera de árboles mostraba ese aspecto ligeramente desamparado y frágil que poseen todos los árboles cuando han perdido todas las hojas. Horas y horas más tarde, cuando la misma línea tupida pero delicadamente dibujada resaltaba, oscura, contra el color tibio y carmesí del ocaso, la búsqueda que había comenzado al amanecer aún no había llegado a un final feliz. Poco a poco, fue haciéndose patente para los grupos que habían ido sumándose a la búsqueda que el más extraordinario de los sucesos había tenido lugar durante la fiesta: los invitados no podían encontrar por ningún lado el menor rastro de su anfitrión. Los criados informaron de que su cama estaba deshecha y que sus patines y su fabuloso disfraz habían desaparecido, indicios que apuntaban claramente a que se había levantado temprano para cumplir lo que se había propuesto la noche anterior. No obstante, desde el punto más alto de la casa hasta el que se hundía más profundamente en la tierra, desde los muros que circundaban el parque hasta el estanque que se extendía en el centro de éste, no se halló rastro alguno de Lord Bulmer, ni vivo ni muerto. Horne Fisher comenzó a darse cuenta de que un escalofriante presentimiento ya había acabado con sus esperanzas de encontrar al hombre con vida, a pesar de lo cual su amplia frente se veía surcada una y otra vez por mil diferentes arrugas mientras le daba vueltas y más vueltas a aquel problema completamente novedoso y sobrenatural que suponía el hecho de no encontrar al hombre desaparecido por ninguna parte.

Consideró la idea de que Bulmer se hubiese marchado voluntariamente por uno u otro motivo, pero tras sopesarla bien decidió finalmente descartar dicha posibilidad. Carecía de consistencia al ser puesta al lado de la inequívoca voz que había oído al amanecer, por no mencionar algún que otro obstáculo de carácter práctico.

En aquel alto y vetusto muro que rodeaba la propiedad sólo había una puerta. El guarda de la finca, quien la mantenía cerrada con llave hasta bien avanzada la mañana, no había visto pasar a nadie por ella. Así pues, Fisher pronto se convenció de que lo que tenía ante sí era un problema matemático en un espacio cerrado. Su instinto se había sumergido tan profundamente en la tragedia desde el principio que para él hubiera sido un verdadero alivio encontrar el cadáver. Le hubiera afligido, sin lugar a dudas, toparse con el cuerpo del noble colgando de uno de sus propios árboles como si se tratase de una horca, o flotando en su propio estanque como si fuese una pálida brizna de hierba, pero lo que de verdad le horrorizaba de todo aquel asunto era el hecho de no encontrar absolutamente nada.

Pronto se dio cuenta de que no se hallaba solo ni tan siquiera en sus más personales y apartadas pesquisas. En numerosas ocasiones pudo percatarse de que una figura le iba siguiendo, como si se tratase de su propia sombra, aprovechando los apacibles y casi inexplorados claros de la arboleda o los rincones y esquinas que colindaban con el viejo muro. A pesar del silencio que guardaba su boca, presidida por aquel gran bigote negro, y del incesante y furtivo movimiento de sus penetrantes ojos, estaba muy claro que Brain, de la policía de la India, había encontrado el rastro a seguir al igual que hace un experimentado cazador cuando persigue a un tigre. Al recordar que aquel hombre era el único amigo personal que tenía el desaparecido, aquella forma de proceder parecía de lo más natural, por lo que Fisher decidió tratar con él con toda franqueza.

—Este silencio que hay entre usted y yo no es más que un puro formulismo social —dijo—. ¿Le importa que rompa el hielo hablando del tiempo, el cual, por cierto, se ha encargado ya de romper el hielo? Pero discúlpeme usted. Me doy cuenta de que romper el hielo puede resultar una metáfora más bien triste en esta ocasión.

—Yo no pienso así —respondió Brain secamente—. No creo que el hielo haya tenido mucho que ver en todo esto. No veo cómo podría tener que ver.

—En ese caso, ¿qué propone usted que hagamos? —preguntó Fisher.

—Bueno, ya hemos mandado llamar a las autoridades, como es natural. No obstante, espero descubrir alguna pista antes de que ellos lleguen —contestó el angloindio—. La verdad es que no puedo decir que albergue muchas esperanzas con respecto a los métodos que emplea la policía de este país. Demasiado papeleo. Ya me entiende: hábeas corpus y todo ese tipo de cosas. Pero si lo que queremos es procurar que nadie se escape, lo mejor que podemos hacer es reunir a toda la gente y contarlos, por así decirlo. Por ahora nadie se ha marchado, a excepción de aquel abogado que se dedica a ir por ahí en busca de antigüedades.

—Oh, él no tiene nada que ver con todo esto. Se marchó la pasada noche —contestó el otro—. Cuando esta mañana oí la voz de Bulmer con tanta claridad como oigo la suya ahora, hacía al menos ocho horas que el chófer de la casa había visto al abogado coger el tren.

—Y me imagino que no creerá usted en fantasmas, ¿verdad? —dijo el hombre de la India. Y, tras una pausa, añadió—. Hay alguien más a quien me gustaría encontrar antes de ir en busca de algún otro tipo que tenga ya preparada su coartada y nos esté esperando en la casa. ¿Qué ha sido de aquel tipo de verde, el arquitecto que iba disfrazado de guardabosques? No lo he visto por aquí.

Algo más tarde, Mr. Brain se las arregló para convocar una reunión con todos los conmocionados concurrentes antes de que llegase la policía. No obstante, cuando comenzó a hablar e hizo notar una vez más la tardanza del joven arquitecto en presentarse junto a los demás, se encontró con el segundo hecho desconcertante del día y con un acontecimiento psicológico de naturaleza completamente inesperada.

Juliet Bray había afrontado la catástrofe de la desaparición de su hermano con un sombrío estoicismo en el que muy probablemente hubiese más incredulidad que dolor, pero cuando aquella segunda cuestión afloró a la superficie se mostró no sólo enfadada sino incluso ofendida.

—No queremos llegar a ninguna conclusión precipitada acerca de nadie —decía Brain a su manera entrecortada—, pero nos gustaría saber algo más acerca de Mr. Crane. Nadie parece saber mucho acerca de él o de dónde viene. Y resulta una curiosa coincidencia el que ayer mismo midiese su espada con el pobre Bulmer y pudiese haber llegado incluso a herirle, puesto que demostró ser el mejor espadachín de los dos. Desde luego, aquello pudo muy bien haber sido tan sólo un accidente y difícilmente podría emplearse como argumento en contra de ninguno de los aquí presentes. Pero, por otro lado, no tenemos medios para construir un argumento consistente en contra de nadie. Así que, hasta que llegue la policía, aquí no somos más que un grupo de sabuesos aficionados.

—Pues yo creo más bien que todos ustedes no son más que una pandilla de estirados —dijo Juliet—. Sólo porque Mr. Crane sea un genio que hace las cosas a su manera, ustedes sugieren que se trata de un asesino sin atreverse siquiera a decirlo claramente. Sólo porque anoche llevaba una espada de juguete que sabía utilizar quiere usted que creamos que la usó como si fuese un maníaco homicida sediento de sangre sin tener ningún motivo para ello. Y sólo porque pudo haber golpeado a mi hermano y no lo hizo deducen ustedes que lo ha matado. Es así como sostienen ustedes sus argumentos. Y por lo que respecta a su desaparición, se equivocan ustedes en ello tanto como en todo lo demás, puesto que aquí le tienen a él en persona.

Y, en efecto, la verde figura del falso Robin Hood se separó lentamente del fondo gris de los árboles y se acercó al grupo mientras ella terminaba de hablar.

Se movía con lentitud pero sin perder el aplomo, aunque estaba inequívocamente pálido. Tanto los ojos de Brain como los de Fisher habían ya reparado en un detalle de la figura vestida de verde con mayor claridad que el resto de los presentes. Si bien el cuerno se balanceaba todavía colgando de su tahalí, la espada había desaparecido.

Para sorpresa de propios y extraños, Brain no formuló la pregunta que tal hecho sugería. Dio la impresión de que, aun manteniendo su intención de querer dirigir la investigación, se hallaba ansioso por cambiar de asunto.

—Ahora ya estamos todos reunidos —dijo tranquilamente—. Hay algo que quiero preguntarles antes que nada. ¿Alguno de los aquí presentes vio a Lord Bulmer esta mañana?

Leonard Crane se volvió, pálido, hacia el círculo de rostros que le rodeaba y los fue recorriendo uno a uno con la mirada hasta llegar al de Juliet. Entonces, apretando ligeramente los labios, dijo:

—Sí, yo lo vi.

—¿Se encontraba vivo y en buen estado? —preguntó Brain de inmediato—. ¿Cómo iba vestido?

—Parecía encontrarse magníficamente bien —contestó Crane con una curiosa inflexión en la voz—. Iba vestido igual que ayer, con aquel traje de color púrpura que copió del retrato de uno de sus antepasados del siglo
XVI
. Llevaba los patines en la mano.

—Y la espada al costado, supongo —añadió Brain—. Pero ahora dígame una cosa: ¿dónde está la suya, Mr. Crane?

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