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Authors: G. K. Chesterton

Tags: #Intriga, Relato

El hombre que sabía demasiado (18 page)

BOOK: El hombre que sabía demasiado
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Cada vez era mayor el número de personas que comenzaba a oír hablar de Harold March, pues sus impresionantes artículos políticos le iban abriendo las puertas de círculos cada vez más importantes, a pesar de lo cual todavía no había gozado de ninguna oportunidad de encontrarse con el Primer Ministro. Por el contrario, casi nadie del público general había oído hablar de Horne Fisher, quien a pesar de ello conocía al Primer Ministro de toda la vida. Por estas razones, si los dos hubiesen emprendido juntos el proyectado viaje, March se hubiera encontrado más que dispuesto a apresurarlo mientras que Fisher se hubiera contentado vagamente con prolongarlo lo más posible. Y es que Fisher era una de esas personas que parecía haber nacido conociendo ya al Primer Ministro, si bien la existencia en sí de tal familiaridad no parecía tener para él un efecto de especial regocijo sino que más bien parecía producirle algo parecido a un indecible cansancio.

Fisher era un hombre alto y rubio, con una frente demasiado amplia a causa de la alopecia y una actitud apática. Aunque era rara la ocasión en que expresaba enfado de manera más cálida que el simple cansancio, en aquella ocasión se había enojado claramente al recibir, precisamente mientras se encontraba haciendo un somero equipaje compuesto de puros y aparejos de pesca, un telegrama desde Willowood pidiéndole que fuese hasta allí en tren inmediatamente ya que el Primer Ministro tenía que marcharse aquella misma noche. Por lo demás, Fisher era consciente de que con casi total seguridad su amigo periodista no podría partir hasta el día siguiente. Aquello, por tanto, era un auténtico fastidio, pues le caía bien aquel periodista amigo suyo y, además, había esperado con una enorme ilusión aquellos días de descanso en el río. En cuanto al Primer Ministro, aquel hombre ni le gustaba ni le disgustaba en particular, pero aborrecía profundamente la alternativa de pasar unas cuantas horas encerrado en un tren, a pesar de lo cual aceptaba a los Primeros Ministros tanto como a los ferrocarriles, pues ambos eran parte de un mismo sistema, y él no era precisamente la persona enviada a este mundo para cambiar el orden de las cosas.

Tanto fue así que finalmente decidió telefonear a March para pedirle, con maldiciones y palabrotas disimuladas entre abundantes disculpas, que llevase el bote río abajo según lo acordado y que se reuniera con él en Willowood a la hora prevista. Después salió a la calle y paró un taxi que lo llevó hasta la estación de ferrocarril. Una vez allí, hizo una parada en un quiosco para añadir a su ligero equipaje unas cuantas novelas baratas de misterio que no tardó en comenzar a leer con enorme entusiasmo. Enfrascado en su lectura, no tenía ni la más remota idea de que iba camino de verse envuelto, en la vida real, en una historia tan extraña como las que se contaban en aquellas novelas.

Un poco antes de ponerse el sol, llegó, con su ligero equipaje bajo el brazo, ante la puerta de los vastos jardines que colindaban con el río que cruzaba Willowood Place, una de las fincas más pequeñas de cuantas eran propiedad de Sir Isaac Hook, el magnate de la prensa y de la industria naval. A pesar de haber entrado por la puerta que daba a la carretera, en el lado opuesto al río, comenzaba ya a percibirse una mezcla de cualidades en todo aquel húmedo paisaje que recordaba incesantemente al viajero la proximidad del río. Los blancos reflejos que el sol creaba sobre la superficie del agua se entreveían súbitamente como espadas o lanzas que brillasen entre la verde espesura. Incluso en el propio jardín, que se encontraba dividido en diversos recintos separados por altos setos y plantas de jardín, flotaba en el aire que llenaba cada rincón la música del agua.

El primero de aquellos verdes recintos en los que Fisher entró parecía ser un campo de
croquet
de aspecto algo descuidado en el que un joven solitario practicaba dicho deporte jugando contra sí mismo. Aunque no demostraba mucho entusiasmo en el juego, parecía estar aprovechando un rato perdido para practicar un poco. Daba la impresión de ser uno de esos típicos jóvenes que no pueden soportar el peso de la conciencia a menos que estén haciendo algo, y cuyo concepto de hacer algo suele limitarse a practicar cualquier tipo de juego. Su rostro, cetrino pero agraciado, parecía más bien malhumorado que otra cosa. Era moreno e iba bien vestido a la manera liviana de los días de fiesta. Fisher lo reconoció al instante. Se trataba de James Bullen, alguien a quien, por alguna razón desconocida, todo el mundo llamaba Bunker. Era el sobrino de Sir Isaac pero, lo que resultaba mucho más importante en aquel momento, era también el secretario privado del Primer Ministro.

—Hola, Bunker —dijo Horne Fisher—. Es usted la clase de hombre que estaba deseando ver. ¿Ha llegado ya su jefe?

—Sí, pero se quedará sólo a cenar —respondió Bullen sin levantar la vista de una bola de color amarillo—. Mañana tiene un discurso importante en Birmingham y pretende pasarse la noche entera viajando. Irá en coche él mismo hasta allí. Conduciendo él mismo, quiero decir. Es la única cosa de la que se siente verdaderamente orgulloso.

—¿Quiere eso decir que usted permanecerá aquí con su tío, como un buen muchacho? —contestó Fisher—. ¿Y qué va a hacer ese hombre en Birmingham sin los consejos que suele susurrarle al oído su brillante secretario?

—No empiece a tomarme el pelo, Fisher —dijo el joven llamado Bunker—. Estoy más contento que nunca por no tener que ir arrastrándome todo el día detrás de él. No tiene ni la más remota idea acerca de mapas, dinero, hoteles y mil cosas más, y siempre soy yo quien tiene que ir dando tumbos de acá para allá como si fuera un guía turístico. Por lo que respecta a mi tío, ya que se supone que voy a heredar la propiedad, es sólo cuestión de decencia venir por aquí de vez en cuando.

—Muy propio —contestó el otro—. En fin, lo veré más tarde.

Y, tras cruzar el césped, desapareció por una abertura en el seto.

Atravesó la hierba en dirección al embarcadero cercano sintiendo todavía por todas partes a su alrededor, bajo la cúpula de aquel dorado atardecer, el sabor añejo y las resonancias de aquel jardín hechizado por el río. La siguiente parcela de césped que cruzó parecía a primera vista completamente desierta hasta que, en la penumbra de los árboles que se agrupaban en un rincón, acertó a ver una hamaca y, tumbado en ella, a un hombre que leía un periódico a la vez que balanceaba una pierna que le colgaba fuera de la red. También a él lo llamó por su nombre, tras lo cual el aludido se deslizó a tierra y se acercó a él. Parecía bastante claro que aquel hombre se sentía como si perteneciese al pasado a pesar de encontrarse en medio de aquel lugar, pues podía muy bien ser tomado por un fantasma de los primeros años de la época victoriana que hubiese regresado para hacerle una visita a los espectros del mazo y los aros de
croquet
. Se trataba de un hombre muy mayor que llevaba unas patillas tan largas que parecían casi fantásticas y que lucía un curioso y esmerado corte tanto en el cuello de la camisa como en la corbata. Había sido todo un dandi de moda hacía cuarenta años, y ahora se las arreglaba para conservar su dandismo haciendo caso omiso de las modas al uso. Como para reafirmar esta idea, una flamante chistera blanca yacía junto al
Morning Post
sobre la hamaca situada a sus espaldas. Aquel personaje era el Duque de Westmoreland, una reliquia perteneciente a una familia de varios siglos de antigüedad, una antigüedad que no se sustentaba precisamente en la heráldica sino en la historia. Nadie mejor que Fisher sabía cuan extravagantes resultan de hecho tal tipo de nobles ni tampoco cuan numerosos en sus versiones de ficción. Por lo demás, si el duque debía el respeto general del que disfrutaba a la legitimidad de su linaje o al hecho de que poseía una buena cantidad de valiosísimas propiedades, era una cuestión acerca de la cual descubrir la opinión de Mr. Fisher hubiera resultado de lo más interesante.

—Parecía usted tan cómodo —dijo Fisher— que pensé que debía de tratarse de alguno de los criados. Ando en busca de alguien que me lleve la maleta. No he traído a nadie conmigo porque tuve que salir precipitadamente.

—Ni yo tampoco, si a eso vamos —contestó el duque con algo de orgullo—. Nunca lo hago. Si hay algo que detesto, es un ayuda de cámara. Aprendí a vestirme solito a muy temprana edad, y se supone que aún puedo hacerlo bastante decentemente. Puede que me encuentre en mi segunda infancia, pero aún no he llegado a necesitar que me vistan como si no fuese más que un niño pequeño.

—El Primer Ministro no ha traído ayuda de cámara pero ha traído un secretario en su lugar —dijo Fisher—. Un empleo endemoniadamente inferior. ¿Es cierto eso que he oído de que Harker se encuentra también aquí?

—Creo que anda por el embarcadero —respondió el duque con indiferencia antes de reanudar su estudio del
Morning Post
.

Fisher prosiguió su camino atravesando la última barrera verde del jardín hasta llegar a una especie de camino de sirga que daba al río y a una isla boscosa que emergía en medio de éste. Allí pudo ver una figura oscura y delgada tan cargada de espaldas que parecía un buitre, postura ésta de sobra conocida en los tribunales de justicia como la de Sir John Harker, el Fiscal de la Corona. Su rostro se hallaba surcado de profundas arrugas fruto de las preocupaciones, pues de entre los tres ociosos con los que Fisher se había encontrado hasta el momento en el jardín aquél era el único que había logrado abrirse camino en la vida por sí mismo. Alrededor de su calva y sus sienes hundidas colgaban unos mechones de pelo tan lacios y de un color rojizo tan apagado que parecían láminas de cobre.

—Todavía no he podido ver a mi anfitrión —dijo Horne Fisher adoptando un tono ligeramente más serio que el que había empleado con los otros—. No obstante, supongo que ya lo veré a la hora de cenar.

—Puede usted verlo ahora, pero no se le ocurra acercarse a él —contestó Harker.

Señaló con la cabeza en dirección al extremo de la isla que daba al otro lado, donde, al mirar fijamente en la misma dirección, Fisher pudo ver la parte superior de una cabeza calva y el extremo de una caña de pescar, ambos igualmente inmóviles, destacándose contra el fondo del arroyo por encima de la alta maleza. El pescador, que parecía hallarse recostado contra el tocón de un árbol, miraba hacia la orilla opuesta de tal manera que su rostro permanecía invisible, a pesar de lo cual, la forma de aquella cabeza resultaba inconfundible.

—No le gusta que le molesten cuando está pescando —prosiguió Harker—. Es una especie de manía suya: no come nada más que pescado. Y se siente muy orgulloso de capturarlo por sí mismo. Sin duda, está totalmente a favor de la sencillez, como tantos de esos millonarios. Les encanta llegar diciendo que han trabajado para ganarse el sustento diario como si fuesen obreros.

—Entonces, ¿suele explicar también cómo sopla el vidrio y cómo rellena la tapicería? —preguntó Fisher—. ¿Y también cómo fabrica tenedores de plata, cómo cultiva uvas y melocotones y cómo diseña los estampados de las alfombras? Siempre he oído decir que es un hombre muy ocupado.

—Nunca le he oído hablar de eso —contestó el abogado—. Pero dígame una cosa, Fisher: ¿a qué viene tanta ironía?

—Bueno, digamos que estoy algo cansado —dijo Fisher— de tanta Vida Sencilla y tanta Vida Estresante tal y como la viven los integrantes de nuestro pequeño grupo. En realidad todos nosotros dependemos de casi todo, pero todos montamos nuestro numerito particular con esa historia de que somos independientes en esto o en aquello. El propio Primer Ministro se enorgullece de conducir sin necesidad de chófer, pero es incapaz de prescindir del típico manitas que le arregle todos los detalles, por lo que el pobre y viejo Bunker tiene que estar siempre desempeñando el papel de un auténtico genio, papel para el cual sabe Dios que nunca fue destinado. El duque se siente orgulloso por no precisar de un ayuda de cámara pero, con todo, siempre tiene que darle a todo el mundo un montón de malditos problemas a la hora de reunir una colección de ropas viejas tan extraordinaria como la que gusta de vestir. Da la impresión de haberlas buscado en el Museo Británico o desenterrando tumbas. Sólo para encontrar ese sombrero blanco que lleva debe de haber organizado una especie de expedición como las que se envían al Polo Norte. Y aquí tenemos al viejo Hook fingiendo que se abastece de su propio pescado cuando en realidad es incapaz de procurarse los cubiertos con los que comérselo. Puede que resulte un tipo sencillo con respecto a cuestiones corrientes tales como la comida, pero puede usted apostar a que se entrega con gusto a los lujos, en especial en lo que respecta a las cosas más insignificantes. No le incluyo a usted en todo esto porque usted ha trabajado demasiado duro en esta vida como para divertirse jugando a hacer que trabaja.

—A veces creo —dijo Harker— que esconde usted un horrible secreto que en ocasiones podría resultarnos a todos de gran utilidad. ¿Ha venido usted aquí para ver a nuestro flamante Primer Ministro antes de su viaje a Birmingham?

Horne Fisher contestó en voz baja:

—Sí, y espero tener la suerte suficiente como para encontrarlo antes de la cena. Tiene que verse con Sir Isaac para tratar con él alguna que otra cuestión algo más tarde.

—¡Vaya! —exclamo Harker—. Sir Isaac ha terminado de pescar. Dicen de él que se enorgullece de levantarse al amanecer y acostarse cuando anochece.

El anciano que se hallaba en la isla se había puesto en pie. Cuando se volvió, dejó a la vista una mata de barba gris y un rostro de facciones bastante menudas y hundidas, pero también unas cejas de aspecto feroz y unos ojos irascibles y penetrantes. Con sus aparejos de pesca cuidadosamente dispuestos, emprendió el camino de vuelta a tierra firme atravesando el puente que formaban unas cuantas losas de piedra que asomaban, algo más allá, por entre las aguas poco profundas del río. Al llegar allí giró bruscamente y se encaminó hacia sus invitados dirigiéndoles un amistoso saludo de cortesía. Había varios peces en su cesta, lo cual parecía ser el motivo de que se encontrase de tan buen humor.

—Sí —dijo agradeciendo la cortés expresión de sorpresa de Fisher—. Me levanto antes que ninguna otra persona de la casa, según creo. A quien madruga Dios le ayuda. Y ya sabe usted que el pájaro que más madruga es el que suele atrapar al gusano.

—Por desgracia —dijo Harker—, es el pez que más madruga el que atrapa al gusano.

—Pero afortunadamente es el hombre que más madruga quien atrapa al pez —replicó el viejo con cierta brusquedad.

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