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Authors: G. K. Chesterton

Tags: #Intriga, Relato

El hombre que sabía demasiado (21 page)

BOOK: El hombre que sabía demasiado
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Fisher miró significativamente a su amigo a los ojos y continuó:

—Parece usted horrorizado. Y no es de extrañar, pues se trata de un asunto verdaderamente horrible. Pero también otras cosas resultan horribles. Si algún individuo anónimo fuese perseguido por un chantajista hasta llegar al extremo de condenar su vida familiar a la más absoluta ruina, usted nunca pensaría que el asesinato de su perseguidor fuese el más imperdonable de todos los crímenes. ¿Es por ello peor cuando a quien se libera es a toda una gran nación en vez de a una sola familia?

»Por medio de esta advertencia a Suecia probablemente evitemos la guerra en vez de precipitarla, con lo que salvaremos muchos miles de vidas bastante más valiosas que la de esa víbora. Oh, no, no estoy filosofando ni justificando realmente lo sucedido, pero permítame decirle que la clase de esclavitud que les sometía tanto a él como a su país era mil veces menos justificable. Si yo fuese un hombre verdaderamente inteligente, lo hubiera adivinado todo nada más ver su astuta y letal sonrisa durante la cena de la pasada noche. ¿Recuerda usted que le he contado la estúpida charla que mantuvimos entonces acerca de cómo el viejo Isaac era siempre capaz de jugar con los peces? En un sentido bastante macabro de la expresión, él era un pescador de hombres.

Harold March tomó los remos y comenzó a remar de nuevo.

—Lo recuerdo —dijo—. Y también recuerdo que un pez grande puede llegar a romper el sedal y acabar escapándose.

EL TONTO DE LA FAMILIA

T
ANTO Harold March como los pocos que cultivaban la amistad de Horne Fisher, y muy especialmente los que le trataban con asiduidad dentro de su propio círculo, notaban una cierta soledad en las relaciones sociales de dicho personaje. Aunque siempre parecía encontrarse rodeado de parientes, nunca lo veían en compañía de su familia más directa. Claro que quizás resultase más acertado decir que veían, sin saberlo, a muchos de los miembros de su familia pero ni el menor resquicio del ambiente que nosotros solemos llamar familiar.

Con sus primos y demás parientes, quienes se ramificaban de manera laberíntica a lo largo y ancho de la clase gobernante de Gran Bretaña, Horne Fisher parecía mantener unas buenas, o cuando menos cordiales, relaciones. Ello era debido, principalmente, a que nuestro hombre destacaba por la curiosa facultad de poseer toda clase de conocimientos acerca de cualquier materia por extraña que ésta fuese, de tal manera que a veces uno podía llegar a pensar que sus vastos conocimientos, al igual que ocurría con su descolorido bigote rubio y sus pálidas y lánguidas facciones, poseían la fabulosa capacidad de adaptarse a su entorno con la misma facilidad que un camaleón. De una u otra manera, llegaba siempre a congeniar con embajadores y ministros, así como con todas los personalidades responsables de departamentos importantes, y a conversar con cada uno de ellos tanto acerca de su respectiva especialidad profesional como también sobre la rama del saber a la que se hallaban más personalmente consagrados. Así, podía dialogar con el Ministro de la Guerra acerca de gusanos de seda, con el Ministro de Educación sobre historias de detectives, con el Ministro de Trabajo sobre los célebres esmaltes de Limoges y con el Ministro de Orden y Progreso Moral (si es que tal nombre resulta el más apropiado) sobre las diferentes funciones benéficas que se habían venido representando por Navidad a lo largo de las cuatro últimas décadas. Y siendo el primero de estos caballeros su primo carnal, el segundo un primo lejano, el tercero su cuñado y el cuarto su tío político, tal versatilidad a la hora de entablar conversación contribuía, en cierto sentido, a la creación de una familia feliz. A pesar de todo, March no encontraba por ningún lado en las relaciones personales de Horne Fisher la menor señal de la típica camaradería y confianza que las personas de clase media están tan acostumbradas a mantener con sus amistades y que es el verdadero germen de toda amistad, afecto y demás grandes valores en cualquier sociedad sana y estable. En su interior no dejaba de preguntarse si Horne Fisher no sería a la vez huérfano e hijo único.

Le causó, por tanto, una enorme sorpresa la noticia de que Fisher tenía un hermano, el cual era mucho más próspero y poderoso que él, aunque a duras penas, según March llegó a creer posteriormente, pudiera decirse que su vida fuese ni la mitad de fascinante que la de su hermano. Sir Henry Harland Fisher, cuyo nombre solía ir asociado a numerosos títulos y condecoraciones, ostentaba un cargo en el Ministerio de Asuntos Exteriores cuya importancia parecía a todas luces mayor aún que la del propio ministro. Aparentemente, aquello venía de familia, pues había un tercer hermano, Ashton Fisher, que vivía en la India y cuyo cargo tenía una mayor importancia que la que le correspondía al mismísimo gobernador de la colonia. Pero volviendo a Sir Henry Fisher, debe decirse que éste era una copia físicamente más pesada pero también más agraciada de su hermano. Lucía una calva que, aun siendo igual de grande que la del otro, se hallaba también mucho más cuidada. Sus maneras resultaban muy corteses pero también ligeramente condescendientes no sólo con respecto a March sino incluso, tal y como el propio March había llegado a imaginarse, también con Horne Fisher. Este último, que por lo general sabía adelantarse a los pensamientos a medio formar de cuantos le rodeaban, se dignó aludir de pasada al tema en cierta ocasión en que ambos hombres paseaban por Berkeley Square.

—Pero hombre, ¿es que acaso no sabe usted —dijo con gran tranquilidad— que en mi casa yo soy el tonto de la familia?

—Si eso es cierto, entonces debe de tratarse de una familia muy inteligente —dijo Harold March con una sonrisa.

—Se ha expresado usted con una gran elegancia —respondió Fisher—. Se nota que es usted una persona instruida. Hombre, en realidad quizás resulte exagerado decir que soy el tonto de la familia, pero podría decirse que, dentro de ella, yo soy el gran fracasado.

—Me resulta verdaderamente extraño oír algo así precisamente de usted —observó el periodista—. ¿Puede saberse en qué ha fracasado usted?

—En política —contestó su amigo—. Fui elegido representante del Parlamento cuando era aún muy joven. Me eligieron por una gran mayoría, lo que en su día fue causa de muchos vítores, aplausos y paseos triunfales por toda la ciudad. Desde entonces hasta ahora, como era de esperar, mi situación no ha estado muy clara.

—Me temo que no comprendo el significado de ese «como era de esperar» —contestó March riendo.

—No merece la pena comprender esa parte de la historia —dijo Fisher—. Pero en cambio, viejo amigo, la otra parte resulta sumamente extraña e interesante. Fue, a su manera, una auténtica historia de misterio, además de la primera lección de política moderna que recibí en mi vida. Si lo desea, puedo contarle lo que pasó.

Y lo que viene a continuación, aunque recogido omitiendo referencias personales y con menos diálogos, es la misma historia que Fisher contó aquel día.

Nadie que en aquella época gozase del privilegio de conocer a Sir Henry Harland Fisher podría llegar a creer que muchos años atrás se le había conocido simplemente como «Harry». Pero así era. Cuando no era más que un muchacho solía llamársele de dicha manera, y esa serenidad de la que siempre había hecho gala a lo largo de su vida y que se tornaba, en sus años de madurez, en un aire de gravedad, había sido una vez alegría. Sus amigos hubieran dicho de él que era tan sereno en su madurez precisamente por haber sido tan alocado durante su juventud. Sus enemigos, por el contrario, hubieran dicho que era todavía una persona brillante pero que nunca volvería a ser tan alegre como había llegado a ser en cierta época. Pero en cualquier caso, la historia completa que Horne Fisher se disponía a contar arrancaba con el suceso que acabaría convirtiendo al joven Harry Fisher en secretario privado de Lord Saltoun. De ahí su posterior relación con el Ministerio de Asuntos Exteriores, la cual le había llegado, por cierto, como una especie de legado de parte de Su Señoría cuando aquel gran hombre llegó a ostentar en su momento el poder que se oculta tras el trono. No es éste el lugar más apropiado para extenderse hablando de Saltoun, pues es poco lo que de él se sabe en comparación con lo mucho que merecería la pena que se supiera. Baste decir que Inglaterra ha tenido al menos tres o cuatro hombres de Estado cuyos nombres han permanecido, como el suyo, bajo estricto secreto. Los gobiernos dirigidos por aristócratas producen de vez en cuando algún que otro aristócrata que resulta ser alguien excepcional, un hombre de gran perspicacia y poder intelectual, una especie de Napoleón en la sombra. La mayor parte de su inmensa labor resultaba siempre invisible, y muy poco de lo relacionado con ella se filtraba a su vida privada si exceptuamos un áspero y decididamente cínico sentido del humor. Y fue, por cierto, su presencia puramente casual en una reunión familiar en casa de los Fisher, así como una inesperada opinión que manifestó, lo que convirtió en toda una aventura novelesca lo que bien pudo haberse quedado en una mera broma de sobremesa.

Con la única excepción de Lord Saltoun, en aquel momento aquélla era una fiesta compuesta sólo por miembros de la familia Fisher, pues el otro personaje distinguido que había estado presente sin llamarse Fisher se había marchado al acabar la cena dejando al resto de los invitados entregados a sus cafés y sus puros. Se había tratado de una persona de cierta relevancia: un joven de Cambridge llamado Eric Hughes, la nueva promesa del partido reformista, partido éste con el que la familia Fisher, al igual que su amigo Saltoun, había estado durante mucho tiempo formalmente comprometida. La personalidad de Hughes había quedado puesta de manifiesto claramente con el hecho de que se había pasado toda la cena hablando y dando evidentes muestras de una gran elocuencia y un fuerte poder de convicción, si bien, nada más terminar aquélla, se había despedido con el pretexto de acudir a una cita. Todo lo que hacía poseía una mezcla de ambición y euforia, por lo que, aunque no había probado el vino, las palabras habían llegado a embriagarlo ligeramente. Poco después su rostro y ciertas declaraciones suyas aparecerían en las primeras páginas de todos los periódicos por haber impugnado el escaño que Sir Francis Verner tenía prácticamente reservado para cuando concluyesen las elecciones que estaban a punto de celebrarse al oeste del país. Pero, por el momento, todo el mundo hablaba del enérgico discurso que acababa de pronunciar en contra de la aristocracia rural. Incluso en el círculo de los Fisher todos hablaban de ello. Bueno, todos excepto el propio Horne Fisher, quien permanecía sentado en un rincón inclinado sobre el fuego. En su más temprana madurez, los modales que después acabarían siendo pura languidez tenían una apariencia más bien huraña. Prefería enfrascarse y sumergirse en la lectura de toda clase de libros y materias extraños. Poco partidario de las aficiones políticas de su familia, su futuro se le antojaba a sus más allegados como algo todavía incierto e indeterminado.

—Deberíamos estarle agradecidos a Hughes por aportar algo de sangre joven al partido —decía Ashton Fisher—. Esta campaña contra la aristocracia terrateniente está socavando los cimientos de la democracia que reina en este país. Su intento de ampliar el control sobre las delegaciones del gobierno en las provincias es ya prácticamente un proyecto de ley, por lo que podría decirse que su presencia se deja notar en el Gobierno incluso antes de pasar por el Parlamento.

—Eso es así porque una cosa es más fácil que la otra —dijo Harry despreocupadamente—. Estoy absolutamente convencido de que un aristócrata terrateniente siempre resulta ser un hueso más duro de roer que el delegado del gobierno de la provincia. Verner se halla muy bien situado. Todas esas zonas rurales son lo que ustedes llaman puntos reaccionarios. Y maldecir a los aristócratas que dominan en ellas no va precisamente a cambiar las cosas en esos lugares.

—Pero hay que reconocer que Hughes los maldice con bastante éxito y estilo —dijo Ashton—. Nunca hemos tenido mitin mejor que el que celebramos en Barkington, un condado que hasta ahora siempre ha tenido mayoría conservadora. Cuando dijo que si bien Sir Francis podía alardear de sangre azul, nosotros podíamos hacer lo mismo con nuestra sangre roja, y cuando después continuó hablando sobre los hombres y la libertad, toda la sala acabó poniéndose en pie.

—Habla muy bien, es cierto —manifestó Lord Saltoun un tanto malhumorado, manifestación ésta que constituía su primera contribución hasta el momento a la conversación.

Fue entonces cuando el casi igualmente silencioso Horne Fisher habló de repente sin apartar del fuego sus melancólicos ojos.

—Lo que no logro entender —dijo— es por qué nunca se acusa a nadie con la verdad.

—¡Vaya! —observó Harry bromeando—. ¿Es que estás empezando a interesarte por el asunto?

—Tomemos a Verner, por ejemplo —continuó Horne Fisher—. Si lo que queremos es atacar a Verner, ¿por qué no arremeter contra él? ¿Por qué alabarlo diciendo que es un aristócrata romántico y reaccionario? ¿Quién es Verner? ¿De dónde procede? Su nombre suena a antiguo, pero yo nunca lo había oído antes. ¿Por qué hablar de su sangre azul? Por lo que de él se sabe, su sangre bien podría ser amarilla con puntos verdes. Todo lo que sabemos es que Hawker, el terrateniente, derrochó de alguna u otra manera todo su dinero (y el de su segunda esposa, según creo, puesto que ella era bastante rica), y tuvo que vender todas sus tierras a un hombre llamado Verner. Ahora bien, ¿de dónde sacó éste el dinero para comprarlas? ¿Del petróleo? ¿De operaciones con el ejército, quizás?

—Lo ignoro —dijo Saulton mirándole con aire pensativo.

—Es la primera vez en toda mi vida que le oigo a usted decir que ignora algo —exclamó Harry eufórico.

—Pero aún hay más —continuó Horne Fisher, quien parecía haber recuperado de repente el don de la palabra—. Si queremos que la gente del campo nos vote a nosotros, ¿por qué no encontrar a alguien que conozca a la gente del campo? Cuando le hablamos a la gente de Threadneedle Street no lo hacemos sobre nada que no sean hortalizas y animales. ¿Por qué cuando le hablamos al pueblo de Somerset no lo hacemos sobre nada que no sean suburbios y socialismo? ¿Por qué no les damos de una vez las tierras de los terratenientes a sus habitantes y arrendatarios sin necesidad de meter por medio a los delegados del gobierno?

—¡Tres acres de tierra y una vaca para cada uno! —gritó Harry profiriendo lo que en las crónicas parlamentarias solían llamarse vítores irónicos.

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