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Authors: G. K. Chesterton

Tags: #Intriga, Relato

El hombre que sabía demasiado (24 page)

BOOK: El hombre que sabía demasiado
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—Se está usted pareciendo cada vez más a uno de esos turbulentos mítines públicos —dijo Horne Fisher—. Pero continúe. ¿Qué pasará si intento dividir decentemente esta tierra entre la gente honrada?

El cazador había ya recobrado toda su desagradable compostura para cuando contestó:

—Que la próxima vez ninguna perdiz se interpondrá entre mis balas y usted.

Y tras decir aquello se volvió, evidentemente con la intención de no decir ni una sola palabra más, y echó a caminar hasta dejar atrás el templo y alcanzar el extremo más alejado del islote, donde se quedó observando atentamente el agua. Fisher lo siguió pero, al no obtener respuesta a las preguntas que le dirigió, decidió regresar a la orilla. Al hacerlo, le echó un segundo vistazo, esta vez más de cerca, al falso templo y, al hacerlo, advirtió en él algunas cosas realmente curiosas. La mayoría de estas edificaciones tan teatrales solían ser tan escuetas como un auténtico escenario de teatro, por lo que esperaba que aquel santuario clásico fuese algo superficial, es decir, una simple concha o cáscara vacía. Sin embargo, había algo dentro de aquello, algo oculto entre los árboles que poseía un aspecto laberíntico, como de serpientes de piedra entre las que se levantase una gran cantidad de frondosas torres que apuntasen hacia el cielo. No obstante, lo que más atrajo la atención de Fisher fue que en aquella masa de piedra blanca y gris situada tras las paredes del templo, había una única puerta con grandes cerrojos oxidados en su cara exterior los cuales, en aquel momento, no se hallaban echados. Acto seguido, Fisher decidió rodear el pequeño edificio, pero al hacerlo no descubrió ninguna otra abertura a excepción de un pequeño agujero enrejado, parecido a un conducto de ventilación, en lo más alto del muro.

Sumido en profundos pensamientos, deshizo sus pasos a lo largo del puentecillo de piedras hasta alcanzar la orilla del lago. Una vez allí, fue a sentarse sobre los peldaños de piedra que había entre las dos urnas fúnebres exquisitamente esculpidas. Encendió entonces un cigarrillo y comenzó a fumar con aspecto pensativo. Al cabo de un rato sacó un cuaderno, anotó en él varias frases y comenzó a numerarlas una y otra vez hasta que, por fin, quedaron ordenadas de la siguiente manera:

  1. Mr. Hawker aborrecía a su primera esposa.
  2. Mr. Hawker se casó con su segunda esposa por dinero.
  3. Long Adam dice que en realidad la finca es suya.
  4. Long Adam merodea por los alrededores del templo de la isla, el cual se parece mucho a una prisión.
  5. Mr. Hawker no era pobre cuando entregó la finca.
  6. Verner era pobre cuando se hizo con la finca.

Estudió dichas anotaciones con una seriedad que poco a poco se fue transformando en una firme sonrisa. Arrojó entonces bien lejos su cigarrillo y reanudó la búsqueda de algún atajo que le condujese a la casa. Pronto encontró un sendero que, serpenteando por entre macizos de flores y setos recién recortados, acabó llevándolo frente a una enorme fachada palladiana. El aspecto de ésta hacía que la casa, más que una residencia privada pareciera una especie de edificio público condenado al ostracismo en medio del campo.

Al primero que encontró fue al mayordomo, quien en verdad parecía mucho mayor que el propio edificio, pues si bien la arquitectura parecía datar de la época georgiana el rostro de aquel hombre, bajo aquella peluca marrón que tan poco le favorecía, se hallaba surcado por arrugas que parecían tener siglos enteros de antigüedad. Tan sólo sus ojos saltones se mostraban vivos y despiertos, como si se quejaran del estado en que se encontraba el resto de la cara. Tras observarlo con atención, Fisher se detuvo y dijo:

—Discúlpeme. ¿No estuvo usted al servicio del último dueño de estas tierras, Mr. Hawker?

—Sí, señor —dijo el hombre con gravedad—. Mi nombre es Usher. ¿En qué puedo ayudarle, caballero?

—¿Podría llevarme ante Sir Francis Verner? —contestó el visitante.

Sir Francis Verner lo recibió en una gran habitación cubierta por entero con colgaduras y tapices. Confortablemente instalado en un mullido butacón, tenía a su lado una pequeña mesa sobre la cual, junto a una taza de café, descansaban un frasco pequeño y un vaso en los que un licor brillaba tenuemente. Iba vestido con un discreto traje gris que no llegaba a armonizar del todo con su corbata encarnada. No obstante, Fisher advirtió algo peculiar en las curvas que describía su rubio bigote y en la manera en que llevaba peinados sus lacios cabellos. De repente, le vino a la cabeza el verdadero nombre de aquel personaje: Franz Werner.

—Así que usted es Mr. Horne Fisher —dijo—. ¿No quiere sentarse?

—No, gracias —respondió Fisher—. Me temo que ésta no será una visita muy amistosa, así que permaneceré de pie. No en vano, es muy posible que usted ya sepa que me he presentado como candidato para las elecciones al Parlamento.

—Estoy al corriente de que somos rivales políticos —contestó Verner alzando las cejas—. Por ello creo que lo mejor sería que compitiéramos con espíritu deportivo, es decir, con el loable gusto inglés por el juego limpio.

—Muy bien, entonces —asintió Fisher—. Pero todo sería mejor si fuese usted inglés. Y mucho mejor aún, si cabe, si alguna vez hubiese usted jugado limpio. Pero voy a ir directamente al grano, pues lo que he venido a decirle puede resumirse en pocas palabras. No tengo ni idea de hasta qué punto resulta legal todo lo concerniente al asunto del viejo Hawker, pero mi principal objetivo ahora es evitar que Inglaterra termine siendo gobernada por gente como usted. Así que, dejando la ley a un lado, yo no levantaré la voz sobre dicho asunto si usted retira ahora mismo su candidatura de las elecciones.

—Es evidente que está usted loco —dijo Verner.

—Puede que mis razonamientos resulten algo insólitos —contestó Horne Fisher a su manera tan desganada—. Soy una persona algo propensa a soñar, especialmente a soñar despierto. Tanto, que a veces percibo lo que ocurre a mi alrededor de una manera muy intensa, como si hubiese en ello una doble cara, o como si ya hubiese vivido antes esa situación. ¿Nunca ha tenido usted esa experiencia casi mística de encontrarse en situaciones que parecen haber ocurrido antes?

—Espero que a pesar de estar loco, sea usted inofensivo —dijo Verner.

Pero Fisher no le oyó. Se hallaba absorto observando las gigantescas figuras y tracerías doradas, marrones y rojas que mostraban los tapices que colgaban de las paredes. Luego volvió a posar sus ojos en Verner y continuó diciendo:

—Tengo la sensación de que esta entrevista ha tenido lugar aquí mismo antes de ahora, en esta misma habitación forrada de tapices, y que nosotros dos no somos más que dos fantasmas visitando una cámara encantada. Sólo que en aquella ocasión era Mr. Hawker quien se sentaba donde se sienta usted ahora. Y era usted quien permanecía de pie donde yo me hallo en este instante.

Hizo una pausa, tras la cual añadió con tranquilidad:

—Supongo que a mí también se me podría tachar de chantajista.

—Si en efecto lo es —dijo Sir Francis—, le aseguro que acabará usted en la cárcel.

Pero sobre su rostro se había extendido una sombra que se asemejaba mucho a los reflejos verdes que el licor proyectaba sobre la superficie de la mesa. Horne Fisher clavó en aquel rostro su mirada y repuso tranquilamente:

—Los chantajistas no siempre terminan en la cárcel. A veces van a parar al Parlamento. Pero por muy corrompido que el Parlamento esté ya de por sí, usted no llegará allí si yo puedo evitarlo. Yo no soy tan canalla como llegó usted a serlo una vez al negociar con el crimen. Obligó usted a un hombre a abandonar su casa. Yo tan sólo le estoy pidiendo a usted que renuncie a su escaño en el Parlamento.

Sir Francis Verner se levantó de un salto y comenzó a buscar, por toda aquella estancia cubierta de antiguos cortinajes, la cuerda que accionaba la campana.

—¿Dónde está Usher? —gritó con el rostro alterado.

—¿Y qué importa dónde esté? —dijo Fisher suavemente—. Me pregunto cuánto sabrá Usher de la verdad.

Verner dejó que su mano soltara lentamente la cuerda que había encontrado y, tras permanecer un momento en pie echando chispas por los ojos, salió a grandes pasos de la habitación. Fisher se dirigió a la otra puerta, la misma que había empleado para entrar, y, al no encontrar la menor señal de Usher, salió de allí y emprendió el camino de regreso al pueblo.

Aquella noche, tras introducirse en el bolsillo una linterna, Fisher emprendió a solas el camino que a través de la oscuridad le llevaría en busca de los últimos eslabones que aún faltaban en la cadena de sus razonamientos. Aunque había muchas cosas que ignoraba todavía, decidió que la mejor manera de averiguarlas era yendo a buscarlas directamente donde se ocultaban. La noche había caído, oscura y anunciando tormenta, y la abertura del muro parecía ahora más siniestra que nunca, al tiempo que el bosque se tornaba más espeso y tenebroso que durante el día. Si el lago abandonado, con sus lúgubres árboles y sus urnas e imágenes grises, le había parecido desierto incluso a plena luz del día, bajo el manto de la noche y la tormenta que se avecinaba su aspecto le recordaba más que nunca al estanque de Aqueronte, que se extiende en la tierra de las almas perdidas.

Mientras atravesaba con gran cuidado el pequeño puentecillo de piedras tuvo la sensación de estar internándose cada vez más en el abismo de la noche y de haber dejado definitivamente atrás los últimos puntos desde los que poder divisar la tierra de los vivos. El lago parecía haber crecido hasta convertirse en algo tan inmenso como el mar, pero un mar de aguas negras y fangosas que durmiesen con una abominable placidez, justo como si acabasen de anegar el mundo entero. Toda aquella sensación y aquel ambiente más propios de una pesadilla habían llegado a alcanzar una consistencia tal que se sintió extrañamente sorprendido al llegar tan pronto a la isla desierta. De hecho, sabedor de que en aquel lugar reinaban un silencio y una soledad sepulcrales, se sentía como si hubiese estado caminando durante años.

Tras reunir todo el valor que encontró, se detuvo bajo uno de los oscuros árboles que extendían sus ramas por encima de su cabeza, sacó la linterna y se dirigió a la puerta trasera del templo. Al igual que antes, ésta se hallaba sin atrancar, pero en su mente se agitó levemente la idea de que se hallaba ligeramente entornada. Sin embargo, cuanto más pensaba en ello, más seguro estaba de que aquello no era más que una de las típicas ilusiones ópticas que provoca la luz al proyectarse desde diferentes ángulos. Estaba analizando los detalles de la puerta y sus herrumbrosos goznes y cerrojos desde una perspectiva más racional, cuando percibió algo nuevo muy cerca de él. Algo colgaba de los árboles casi sobre su cabeza, algo que no era precisamente una rama rota.

Durante algunos segundos permaneció tan inmóvil y frío como una roca. Lo que había visto sobre su cabeza eran las piernas de un hombre que colgaba, presumiblemente las de un hombre que había sido ahorcado. Luego, un instante después, descubrió la realidad. Aquel hombre, que comenzaba a dar claras señales de vida, agitó las piernas en el aire y, al cabo de un segundo, se había dejado caer a tierra y se había vuelto hacia el intruso. Al mismo tiempo, tres o cuatro árboles parecieron cobrar vida de igual manera. Cinco o seis figuras más cayeron de pie sobre el suelo tras abandonar sus inesperados escondites hasta que, súbitamente, aquel lugar pareció convertirse en una isla habitada por monos. Cuando aquellas figuras se abalanzaron sobre él y le pusieron las manos encima, Fisher descubrió que aquellas figuras pertenecían también a hombres.

Valiéndose de la linterna, que llevaba aún en la mano, golpeó al primero de ellos en pleno rostro con tanta fuerza que el hombre dio un traspié y rodó sobre la fangosa hierba. La linterna se rompió y se apagó dejándolo todo inmerso en la más completa oscuridad. De un empujón derribó a otro hombre que fue a chocar contra la pared del templo y acabó deslizándose hasta el suelo. No obstante, un tercero y un cuarto consiguieron levantarlo en peso por los pies y comenzaron a transportarlo, todavía debatiéndose, en dirección a la puerta. Incluso entonces, en el desconcierto de la batalla, fue consciente de que la puerta se hallaba abierta y de que alguien llamaba a aquellos matones desde el interior.

En cuanto estuvieron dentro lo arrojaron con violencia, pero sin ocasionarle daños, sobre una especie de sofá o catre que parecía haber sido especialmente acondicionado con cojines para recibir su peso. En realidad, toda la brusquedad que aquellos hombres habían empleado con él parecía deberse en buena parte a las prisas. No en vano, antes de que consiguiera levantarse todos ellos se habían ya lanzado hacia la puerta para escapar. Cualesquiera que fuesen los bandidos que infestaban aquella isla supuestamente desierta, se hallaban obviamente a disgusto con su trabajo y se mostraban ansiosos por darse a la fuga, pues, tal y como Fisher acertó a pensar fugazmente, los criminales habituales no acostumbran a actuar tan llenos de pánico. Luego, una vez que la puerta se cerró de un portazo, pudo oír el chirrido de los cerrojos al ser echados y los pasos apresurados de los hombres que se batían en retirada tropezando y atropellándose entre sí a lo largo del puentecillo de piedras. Sin embargo, a pesar de que todo se desarrolló con una gran velocidad, no ocurrió con la suficiente rapidez como para que Fisher no tuviese tiempo de hacer algo que se había propuesto. Incapaz de abandonar su posición horizontal en aquel abrir y cerrar de ojos, había extendido una de sus largas piernas y la había plegado alrededor del tobillo del último hombre antes de que éste desapareciera también por la puerta. El hombre se tambaleó y cayó sobre el piso de la celda mientras la puerta se cerraba entre él y sus compañeros, con lo que se hizo evidente que estos últimos tenían demasiada prisa para darse cuenta de que se habían dejado atrás a uno de los suyos.

El hombre se puso en pie de un salto y comenzó a lanzar patadas y puñetazos llenos de furia contra la puerta. Fisher, cuyo sentido del humor empezaba ya a recuperarse después de tanto golpe y tanta voltereta, se sentó en el sofá con lo que le quedaba de su habitual indiferencia. No obstante, mientras escuchaba al cautivo golpear la puerta de la celda, una nueva y curiosa idea acudió a su cabeza.

El comportamiento más lógico de un hombre que intentase atraer tan ardientemente la atención de sus amigos debería ser el de llamarlos a voz en grito a la vez que propinaba patadas a la puerta. Este hombre hacía todo el ruido que podía tanto con los pies como con las manos, pero ni un solo sonido salía de su boca. La pregunta era: ¿por qué no podía hablar?

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