El hombre que se esfumó (4 page)

Read El hombre que se esfumó Online

Authors: Maj Sjöwall,Per Wahlöö

BOOK: El hombre que se esfumó
2.77Mb size Format: txt, pdf, ePub

Martin Beck apoyó el codo izquierdo sobre el borde de la mesa, cerró la mano y apretó los nudillos contra el puente de su nariz. La imagen de la isla, el vapor y el embarcadero se fue haciendo cada vez más lejana y difusa.

—¿Y dónde entro yo en escena? —preguntó.

—Fue idea nuestra pero, naturalmente, no sabíamos que iba a ser precisamente usted. Nosotros no podemos resolver todo esto, y menos en diez días. Sea lo que sea que haya ocurrido, si el hombre por alguna razón se esconde, se ha suicidado, ha sufrido un accidente o... alguna otra cosa, entonces es asunto de la policía. Quiero decir que el trabajo sólo puede hacerlo un profesional. Así que, de modo no oficial, nos pusimos en contacto con la policía al más alto nivel. Y parece que alguien le ha recomendado a usted. Ahora, en buena medida, todo depende de que usted quiera hacerse cargo del caso. El hecho de que haya venido aquí ya indica que ha sido relevado de sus otros deberes, supongo.

Martin Beck ahogó las ganas de reír. Ambos funcionarios se le quedaron mirando con severidad. Probablemente, hallaban su comportamiento inapropiado.

—Sí, es posible que pueda ser relevado —dijo pensando en sus redes y en su barca de remos—. Pero, exactamente, ¿qué creen que puedo hacer yo?

El funcionario se encogió de hombros.

—Ir allí, supongo. Encontrarlo. Puede salir mañana por la mañana si quiere. Todo está ya preparado, a través de nuestros canales. Será traspasado temporalmente a nuestra nómina pero usted no tiene ningún cometido oficial. Ni que decir tiene que le ayudaremos de todos los modos posibles. Por ejemplo, si quiere puede ponerse en contacto con la policía de allí, o no. Y, como le he dicho, puede partir mañana.

Martin Beck reflexionó.

—Llegado el caso, pasado mañana.

—Está bien.

—Se lo comunicaré a usted esta tarde.

—Pero no lo piense demasiado.

—Le llamaré dentro de una hora. Adiós.

El hombre pelirrojo se apresuró a levantarse y dio la vuelta a su escritorio. Con la mano izquierda dio unas palmadas a Martin Beck en la espalda y con la derecha estrechó su mano.

—Bueno, entonces adiós. Hasta la vista, Martin. Y haga todo lo posible. Es importante.

—Realmente lo es —añadió el otro hombre.

—Sí —confirmó el pelirrojo—, podríamos hallarnos ante un nuevo caso Wallenberg.

—Teníamos orden de no mencionar ese nombre —se lamentó el otro hombre con cara de cansada desesperación.

Martin Beck saludó con un movimiento de cabeza y se marchó.

—¿Piensas ir? —le preguntó Hammar.

—No lo sé todavía. Ni siquiera conozco el idioma.

—En el cuerpo no hay nadie que lo hable. Ya lo hemos comprobado, puedes estar seguro. Pero dicen que uno se puede arreglar con alemán e inglés.

—Extraña historia.

—Estúpida historia —replicó Hammar—; pero yo sé algo que los de Asuntos Exteriores no saben. Tenemos un expediente sobre él.

—¿Sobre Alf Matsson?

—Sí. Lo tiene la antigua Tercera Sección. En el archivo secreto.

—¿Contraespionaje?

—Exacto. El Departamento de Seguridad de la Dirección General de Policía. Hace cosa de tres meses se hizo una investigación sobre ese tipo.

Se oyó un ruido ensordecedor en la puerta y Kollberg asomó la cabeza. Se quedó mirando asombrado a Martin Beck.

—¿Qué haces tú aquí?

—Pasando mis vacaciones.

—¿Qué es ese cuchicheo que os traéis entre los dos? ¿Queréis que me vaya? ¿Tan silenciosamente como entré, sin que nadie se dé cuenta?

—Sí —contestó Hammar—. No, no te vayas. Estoy harto de secretos. Entra y cierra la puerta.

Sacó un fichero de un cajón del escritorio.

—Fue una investigación de rutina —explicó—, que no dio origen a ninguna acción. Pero partes de ella podrían interesar a cualquiera que esté pensando intervenir en el caso.

—¿En qué demonios andas metido? —preguntó Kollberg—. ¿Has abierto una agencia secreta o algo así?

—Si no te callas, vete —le replicó Martin Beck—. ¿Por qué se interesó por Matsson el contraespionaje?

—Los funcionarios de pasaportes tienen sus pequeñas excentricidades. En el aeropuerto de Arlanda, por ejemplo, apuntan los nombres de quienes van a países europeos que exigen visado. A algún tipo listo, mirando sus libros, se le debió de ocurrir que el tal Matsson viaja demasiado a menudo: Varsovia, Praga, Budapest, Sofía, Bucarest, Constanza, Belgrado. Gran aficionado al pasaporte. Así que el Departamento de Seguridad hizo una pequeña investigación secreta. Fueron, por ejemplo, a la revista donde trabaja e hicieron preguntas.

—¿Y qué les contestaron?

—Que todo era correcto. Alf Matsson es un gran aficionado al pasaporte, dijeron. ¿Por qué no iba a serlo? Es nuestro experto en Europa del Este. No consiguieron mucho más que eso. Pero hay alguna que otra cosa. Toma esta basura y léela. Puedes sentarte aquí. Porque ahora yo me largo a casa. Y esta noche me voy a ver una película de James Bond. ¡Hasta luego!

Martin Beck tomó el informe y empezó a leer. Acabada la primera página, se la alargó a Kollberg, quien la tomó entre las puntas de los dedos y la colocó ante él. Martin Beck se lo quedó mirando interrogativamente.

—Sudo mucho —dijo Kollberg—. No quiero manchar estos documentos secretos.

Martin Beck asintió. Él nunca sudaba, excepto cuando estaba resfriado.

No se dijeron nada durante la siguiente media hora.

El expediente no ofrecía gran cosa de interés inmediato pero estaba hecho a conciencia. Alf Matsson no había nacido en Gotemburgo en 1934, sino en Mölndal en 1933. Empezó como periodista en provincias en 1952 y luego fue reportero de varios diarios antes de venir a Estocolmo como redactor de deportes, en 1955. Como periodista deportivo hizo varios viajes al extranjero, entre ellos a la Olimpíada de Melbourne en 1956 y a la de Roma en 1960. Toda una serie de jefes anteriores daba fe de que era un periodista diestro: «...hábil, de pluma rápida». Dejó la prensa diaria en 1961, cuando lo contrató el semanario para el que aún trabajaba. Durante los últimos cuatro años había ido dedicando cada vez más tiempo a los reportajes internacionales sobre una amplia gama de temas, desde la política y la economía al deporte y los artistas de música pop. Tenía el título de bachillerato y hablaba con fluidez inglés y alemán, un español pasable, y algo de francés y ruso. Ganaba más de cuarenta mil coronas al año y había estado casado dos veces. Su primer matrimonio se celebró en 1954 y se disolvió al año siguiente. Volvió a casarse en 1961. Tenía dos hijos, una niña de su primer matrimonio y un niño del segundo.

Con una diligencia encomiable, el investigador pasaba luego a los aspectos menos admirables de aquel hombre. En algunas ocasiones había descuidado pagar la manutención de su hija mayor. Su primera esposa lo calificaba de «borracho y bestia brutal». Entre paréntesis se indicaba que este testigo no parecía ser fiable del todo. Había, sin embargo, algunas vagas insinuaciones sobre su afición a la bebida, entre ellas una declaración de un ex compañero de trabajo, que decía que era «buena persona, pero se convertía en un cabrón cuando se emborrachaba». Sólo uno de estos testimonios se apoyaba en pruebas. En la víspera de Reyes de 1966, un coche patrulla de Malmö lo llevó a la sala de emergencias del Hospital General tras resultar apuñalado en la mano durante una reyerta en casa de un tal Bengt Jönsson, donde casualmente se hallaba de visita. El caso fue investigado por la policía criminal pero no se llevó ante los tribunales, ya que Matsson no quiso presentar querella. Sin embargo, dos policías llamados Kristiansson y Kvant afirmaron que tanto Matsson como Jönsson estaban bajo la influencia del alcohol, por lo cual el asunto quedó registrado en la Comisión de Lucha contra el Alcoholismo.

La declaración de su jefe actual, un tal Eriksson, tenía un tono desafiante. Matsson era el «experto en Europa del este» (fuera cual fuese el uso que de tal persona pudiera hacer una publicación de este cariz) y la dirección de la revista no halló motivos para dar a la policía más informaciones sobre sus actividades periodísticas. Matsson, decían, estaba muy interesado y bien informado en asuntos de Europa del Este. A menudo presentaba proyectos propios y en varias ocasiones demostraba una ambición fuera de lo común renunciando a vacaciones y días libres para, sin percibir paga adicional, llevar a cabo ciertos reportajes que le interesaban especialmente.

Algún lector previo también había demostrado ambición, subrayando en rojo esta frase. Difícilmente podía haber sido Hammar, que nunca garabateaba en los informes de otros.

Un relato detallado de los artículos publicados por Matsson mostraba que consistían casi exclusivamente en entrevistas con atletas famosos y reportajes sobre deportes, estrellas de cine y otros temas de ocio. El expediente contenía varias cosas por el estilo. Tras acabar de leer, Kollberg dijo:

—Una persona excepcionalmente aburrida.

—Hay un detalle peculiar.

—¿Te refieres a que ha desaparecido?

—Exacto —contestó Martin Beck.

Un minuto más tarde, marcó el número del Ministerio de Asuntos Exteriores, y Kollberg, para su sorpresa, le oyó decir:

—¿Martin? Sí, ¡hola, Martin! Soy Martin.

Martin Beck pareció escuchar por un momento, con expresión torturada en su rostro. Luego dijo:

—Sí, iré.

4

El edificio era viejo y no tenía ascensor. El nombre de Matsson figuraba en la parte superior de la lista de residentes que había en el portal. Tras subir los cinco tramos de la empinada escalera de piedra, Martin Beck jadeaba y el corazón le latía con celeridad. Esperó un momento antes de llamar al timbre.

La mujer que abrió la puerta era menuda y rubia. Llevaba pantalones y un jersey de punto de algodón; en las comisuras de su boca había líneas duras.

Martin Beck calculó que tendría unos treinta años.

—Entre —le dijo la mujer, abriendo la puerta.

Reconoció su voz por la conversación telefónica que habían mantenido una hora antes.

El vestíbulo era grande y carecía de muebles, exceptuando un taburete sin pintar situado junto a la pared. Un niño de unos dos o tres años salió de la cocina. Llevaba en la mano un bollo mordisqueado, avanzó directamente hasta Martin Beck, se paró delante de él y alargó un puño pringoso.

—¡Hola! —exclamó.

Luego dio media vuelta y echó a correr hacia el salón. La mujer lo siguió y levantó al niño, que con un glu-glú de satisfacción se había sentado en el único sillón cómodo de la habitación. Entonces, el chiquillo empezó a gritar y ella lo llevó a la habitación de al lado y cerró la puerta. Luego volvió, se sentó en el sofá y encendió un cigarrillo.

—Quiere hacerme preguntas sobre Alf. ¿Es que le ha ocurrido algo?

Tras un momento de vacilación, Martin Beck se sentó en el sillón.

—Que nosotros sepamos, no. Pero, al parecer, lleva un par de semanas sin dar señales de vida. No se ha puesto en contacto con la revista, ni tampoco, que nosotros sepamos, con usted. ¿No se le ocurre dónde puede estar?

—Ni idea. Además, tampoco tiene nada de raro que no me haya dicho nada. La última vez que estuvo aquí fue hace un mes. Y, entonces, ya llevábamos un mes sin saber nada de él.

Martin Beck se quedó mirando hacia la puerta cerrada.

—¿Y el niño? No suele...

—Desde que nos separamos no parece muy interesado por su hijo — contestó ella, con cierta amargura—. Nos envía dinero cada mes, pero es su obligación, ¿no cree?

—¿Gana mucho dinero en la revista?

—Sí, no sé cuánto pero siempre tiene mucho dinero. Y no es tacaño. A mí nunca me faltó nada, aunque él sólo, por su cuenta, gasta mucho. En restaurantes, taxis y cosas por el estilo. Ahora tengo un empleo, así que gano un poco.

—¿Llevan mucho tiempo divorciados?

—No estamos divorciados. Aún no nos hemos puesto a ello. Él se fue de aquí hace casi ocho meses. Se buscó un piso. Pero ya antes pasaba tanto tiempo fuera de casa que apenas noté la diferencia.

—Supongo que usted conoce sus costumbres: a quién ve, a dónde suele ir...

—Ya no. Si he de hablarle con franqueza, no sé en qué anda metido. Antes solía estar con sus colegas. Periodistas y gente así. Se veían en un restaurante llamado Tennstopet. Pero ahora no sé. Quizá tenga otro garito. Además, ese sitio se ha trasladado o lo han derribado, ¿no es así?

Apagó el cigarrillo en el cenicero y se acercó a la puerta para escuchar.

Luego la abrió con precaución. Entró. Salió un instante después, cerrando la puerta con igual cuidado.

—Se ha dormido —dijo.

—Es un niño muy guapo —comentó Martin Beck.

—Sí, muy guapo.

Permanecieron callados un instante; luego, ella dijo:

—Pero Alf había ido a cumplir una misión en Budapest, ¿no es cierto? Por lo menos, eso es lo que me han dicho. ¿No se habrá quedado allí? ¿O es que se ha ido a otro sitio?

—¿Acostumbraba a hacer eso cuando salía en viaje de trabajo?

—No —contestó ella con cierta vacilación—. No, no solía hacerlo. No es un hombre especialmente formal y bebe mucho, pero mientras vivimos juntos nunca descuidó su trabajo. Por ejemplo, era terriblemente escrupuloso en lo de entregar sus originales en la fecha prometida. Cuando vivía aquí, a menudo se quedaba trabajando hasta altas horas de la noche para terminar a tiempo sus artículos.

Se quedó mirando a Martin Beck. Por primera vez durante la conversación advirtió una vaga inquietud en sus ojos.

—La verdad, parece raro que no se haya puesto en contacto con la revista, ¿no? ¿Y si le ha ocurrido algo?

—¿Tiene alguna idea de qué puede haberle sucedido?

Ella negó con la cabeza.

—Ninguna.

—Dijo usted antes que bebe. ¿Bebe mucho?

—Sí, en algunas ocasiones. En los últimos meses en que vivió aquí, a menudo volvía a casa borracho. Eso, cuando llegaba.

En las comisuras de su boca apareció de nuevo la mueca amarga.

—Pero ¿afectó eso a su trabajo?

—No, realmente no. O al menos no mucho. Cuando empezó a trabajar para ese semanario, le hacían encargos especiales. Reportajes de viajes y cosas así. Entretanto no tenía mucho que hacer y estaba libre a menudo. No tenía que pasar mucho rato en la redacción. Entonces bebía. A veces se pasaba días y días sentado en aquel bar.

—Entiendo —dijo Martin Beck—. ¿Puede darme los nombres de los que solían estar con él?

Other books

Murder at Fontainebleau by Amanda Carmack
A Slow-Burning Dance by Ravenna Tate
Speak Softly My Love by Louis Shalako
Christina Hollis by Lady Rascal
Frail by Joan Frances Turner
Fugitive Prince by Janny Wurts
Things I Know About Love by Kate le Vann
Lost December by Richard Paul Evans
The Parnell Affair by James, Seth