El honorable colegial (23 page)

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Authors: John Le Carré

BOOK: El honorable colegial
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—Todo lo contrario, hijo.

El viejo avanzó un paso y Jerry pudo ver entonces las películas, colgando detrás como gusanos húmedos y negros del pequeño tendedero de Craw, sujetas con pinzas rosa.

—Al contrario, caballero —dijo—. Cada toma es una audaz e inquietante obra maestra.

7
Más sobre caballos

En el Circus, los primeros retazos de noticias de los avances de Jerry llegaron a primera hora de la mañana, cuando había una mortal quietud, y pusieron el fin de semana patas arriba, en consecuencia. Sabiendo lo que podía llegar, Guillam se había acostado a las diez y había dormitado irregularmente entre espasmos de angustia por Jerry y visiones francamente lujuriosas de Molly Meakin con y sin su pudoroso traje de baño. Jerry debía presentarse a Frost justo después de las cuatro, hora de Londres, y a las tres y media Guillam traqueteaba con su viejo Porsche por las neblinosas calles camino de Cambridge Circus. Igual podría ser el amanecer que el oscurecer. Llegó a la sala de juegos, donde encontró a Connie terminando el crucigrama de
The Times
y al doctor di Salis leyendo las meditaciones de Thomas Trábeme, tirándose de la oreja y moviendo los pies, todo al mismo tiempo, como un hombre orquesta. Inquieto como siempre, Fawn revoloteaba entre ellos, sacudiendo el polvo y limpiando, como un jefe de camareros impaciente por la próxima sesión. De vez en cuando, se chupaba los dientes y soltaba un sonoro suspiro de frustración apenas controlada. En la habitación, un palio de humo de tabaco como una nube cubría toda la estancia, impregnada del habitual hedor a té rancio del samovar. La puerta de Smiley estaba cerrada y Guillam no vio motivo alguno para molestarle. Abrió un ejemplar de
Country Life.
Es como esperar al dentista, pensó, y se sentó, mirando abstraído fotos de mansiones hasta que Connie dejó suavemente el crucigrama, se incorporó y dijo «escucha». Luego oyó un rápido gruñido del teléfono verde de los primos antes de que Smiley lo descolgara. A través de la entrada abierta de su propia habitación, Guillam miró la hilera de cajas electrónicas. En una, una luz verde de aviso permanecía iluminada mientras durase la conversación. Luego, en la sala de juegos sonó el pax (pax era, en jerga, teléfono interno) y esta vez Guillam lo cogió antes que Fawn.

—Ha entrado en el banco —anunció Smiley crípticamente por el pax.

Guillam transmitió el mensaje a los reunidos.

—Ha entrado en el banco —dijo, pero era como hablar con los muertos. Nadie mostró el menor indicio de haberle oído.

A las cinco, Jerry había salido del banco. Considerando nervioso las opciones, Guillam se sentía físicamente enfermo. El acoso era un juego peligroso y Guillam lo odiaba, como casi todos los profesionales, aunque no por razones de escrúpulos; primero estaba la presa, o peor, los ángeles de seguridad locales. Segundo, el acoso mismo, y no todos reaccionaban de una forma lógica ante el chantaje. Uno encontraba héroes, mentirosos, vírgenes histéricas que echaban la cabeza hacia atrás y soltaban por la boca sapos y culebras, aun cuando les gustase el asunto. Pero el verdadero peligro venía ahora, una vez terminada la operación, cuando Jerry diera la espalda a la bomba de humo y echara a correr. ¿Qué haría Frost? ¿Llamaría a la policía? ¿A su madre? ¿A su jefe? ¿A su mujer? «Querida, te lo confesaré todo, sálvame e iniciaremos una nueva vida.» Guillam ni siquiera desechaba la espectral posibilidad de que Frost pudiera ir directamente a su cliente: «Caballero, he venido a confesarme de una grave violación del secreto bancario.»

En el rancio sobrecogimiento de primera hora de la mañana, Guillam se estremeció y centró resueltamente su pensamiento en Molly.

Cuando volvió a sonar el teléfono verde, Guillam no lo oyó. George debía estar sentado justo encima de él. La lucecita de aviso de la habitación de Guillam brilló de pronto y siguió haciéndolo quince minutos. Se apagó y esperaron, todos los ojos fijos en la puerta de Smiley, deseando que saliera de su encierro. Fawn se había detenido en mitad de un movimiento, sosteniendo un plato de emparedados de mermelada que nadie comería. Luego, la manilla de la puerta se alzó y apareció Smiley con un impreso de solicitud de investigación normal y corriente en la mano, cumplimentado con su clara caligrafía y marcado con «raya», lo que significaba «urgente para el jefe» y era de máxima prioridad. Se lo dio a Guillam y le pidió que lo llevase directamente a la abeja reina de Registro y permaneciese junto a ella mientras miraba el nombre. Guillam, al recibirlo, recordó un momento anterior en que le habían entregado un impreso similar, a nombre de Worthington, Elizabeth, alias Lizzie, y terminaba «buscona selecta». Y cuando salía, oyó que Smiley invitaba quedamente a Connie y a di Salis a que le acompañasen a la sala del trono, mientras Fawn era facturado a la biblioteca en busca de la edición más reciente del
Quién es quién en Hong Kong.

La abeja reina había sido especialmente citada para el turno del amanecer, y cuando Guillam la abordó, su guarida parecía un cuadro de
La noche que ardió París,
completado con catre metálico e infiernillo portátil, pese a que había una máquina de café en el pasillo. Sólo le faltaba un mono y un retrato de Winston Churchill, pensó Guillam. Los datos del impreso decían: «Ko nombre Drake otros nombres desconocidos, fecha de nacimiento 1925 Shanghai, dirección actual Seven Gates, Heath Land Road, Hong Kong, ocupación presidente y director general de China Airsea, Ltd., Hong Kong.» La abeja reina se lanzó a una impresionante caza de papeles, pero lo único que sacó de ella fue la información de que Ko había sido propuesto para la orden del Imperio Británico, en la lista de Hong Kong, en 1966 por «servicios sociales y de caridad a la Colonia», y que el Circus había respondido «ningún dato en contra» a una investigación de veto de la oficina del gobernador, antes de que se presentase la propuesta para su aprobación. Mientras subía a toda prisa las escaleras con su alegre secreto, Guillam era lo bastante consciente para recordar que Sam Collins había dicho que China Airsea, Ltd., Hong Kong, era el último propietario de aquellas líneas aéreas de chiste de Vientiane que habían sido el beneficiario de la generosidad de Boris Comercial. Esto a Guillam le parecía una conexión de lo más reglamentario. Satisfecho de sí mismo, volvió a la sala del trono, donde le recibió un mortal silencio. En el suelo, estaba esparcida no sólo la edición en curso de
Quién es quién,
sino también varios números atrasados. Fawn se había excedido, como siempre. Smiley estaba sentado a su mesa examinando detenidamente una hoja de notas de su propia mano. Connie y di Salis allí, pendientes de él, pero Fawn estaba otra vez ausente, haciendo otro recado sin duda. Guillam entregó a Smiley el impreso con los datos de la abeja reina anotados con su mejor caligrafía. En ese mismo instante, sonó de nuevo el teléfono verde. Smiley lo descolgó y empezó a tomar notas en la hoja que tenía delante.

—Sí. Gracias, ya lo tengo. Siga, por favor. Sí, también tengo eso.

Y continuó así durante diez minutos, hasta que al fin dijo:

—Bueno. Entonces hasta esta noche —y colgó. Fuera, en la calle, un lechero irlandés proclamaba con entusiasmo que jamás volvería a ser el Pirata Loco.

—Westerby ha conseguido la ficha completa —dijo por fin Smiley, aunque, como todos los demás, se refiriese a él por su nombre clave—. Todos los datos.

Afirmó en silencio, como diciendo que estaba de acuerdo consigo mismo, sin dejar de estudiar el documento.

—La película —continuó— no estará aquí hasta esta noche, pero el asunto ya está claro. Todo lo que se pagaba, en principio, a través de Vientiane, ha ido a parar a la cuenta de Hong Kong. Hong Kong era el destino final de la veta de oro, desde el principio. De todo. Hasta el último céntimo. Ninguna deducción, ni siquiera la comisión del banco. Al principio, era una cifra reducida, luego se elevó bruscamente; el porqué no lo sabemos con certeza. Todo se ajusta a la descripción de Collins. Hasta que se estabilizó en veinticinco mil al mes y ahí se quedó. Cuando terminó el asunto de Vientiane, Centro no falló ni un solo mes. Pasaron de inmediato a la ruta alternativa. Tienes razón. Con. Karla nunca hace nada sin una vía de escape.

—Es un profesional, querido —murmuró Connie Sachs—. Como tú.

—Como yo, no —continuó él, estudiando sus notas—. Una cuenta en administración —añadió en el mismo tono despreocupado—. Sólo se da un nombre y es el de quien abre la cuenta en administración. Ko. «Beneficiario desconocido», dicen. Quizá sepamos por qué esta noche. No se ha sacado ni un penique —añadió, dirigiéndose en concreto a Connie Sachs.

Luego repitió esto:

—Desde que se iniciaron los pagos hace dos años, no se ha sacado de la cuenta ni un solo penique. El saldo se mantiene en el medio millón de dólares norteamericanos. Con interés compuesto está subiendo muy aprisa, claro.

Para Guillam, este último dato era una locura patente. ¿Qué objeto podía tener una veta de oro de medio millón de dólares si ni siquiera se utilizaba el dinero cuando llegaba al otro extremo? Para Connie Sachs y para di Salís, por otra parte, tenía un significado patente y muy importante. En la cara de Connie se abría una sonrisa de cocodrilo y sus ojos infantiles contemplaban a Smiley con silencioso éxtasis.

—Oh, George —dijo al fin, cuando se produjo la revelación—. Querido. ¡Una cuenta en administración! Bueno, eso es un asunto muy distinto. Tenía que ser así, claro. Todo lo indicaba. Desde el mismísimo principio. Y si la gorda y tonta de Connie no tuviera estas anteojeras y no fuera tan vieja, senil y holgazana, hace mucho que se habría dado cuenta de ello. ¡Suéltame, Peter Guillam! Sapito lujurioso.

Y se puso de pie al mismo tiempo, aferrando con sus manos deformadas los brazos del sillón.

—Pero, ¿quién puede valer tanto? ¿Será una red? No, no, nunca lo harían para una
red.
No hay ningún precedente. No es una cosa en gran escala, esto es insólito. Así que, ¿quién puede ser? ¿Qué puede
entregar
que valga tanto?

Y mientras decía esto, iba arrastrándose hacia la puerta, echándose el chal por los hombros, deslizándose ya del mundo de ellos hacia su mundo propio.

—Karla no paga tanto dinero.

Oyeron sus propios murmullos seguirla. Pasó la zona de máquinas de escribir tapadas de las madres, acolchados Centinelas en la oscuridad.

—¡Karla es tan tacaño que considera que sus agentes deben trabajar para él por
nada
! Eso es lo que piensa. Y les paga
miserias.
Calderilla. De acuerdo que hay mucha inflación. ¡Pero medio millón de dólares sólo para un topito! ¡Nunca he oído nada igual!

Di Salis, a su modo peculiar, no estaba menos impresionado que Connie. Seguía allí sentado, con la parte más alta de su cuerpo irregular y retorcido y sin nada hacia adelante, revolviendo febrilmente la cazoleta de su pipa con un cortaplumas, como si fuese una cacerola que se hubiera pegado. Llevaba el pelo plateado de punta, como una cresta sobre el casposo cuello de la arrugada chaqueta negra.

—Bueno, bueno, no me extraña que Karla quisiera enterrar los cadáveres —masculló de pronto, como si le hubiesen arrancado las palabras—. No me extraña. Karla es también un especialista en China, ¿sabéis? Está comprobado. Connie me lo ha dicho.

Se puso en pie torpemente, con demasiadas cosas en sus manitas: la pipa, la lata del tabaco, el cortaplumas y su Thomas Traheme.

—No de primera, por supuesto. En fin, no podríamos esperar eso. Karla no es un erudito, es un soldado. Pero no es tonto, ni mucho menos, según me ha dicho ella. Ko —repitió el nombre en varios tonos distintos—. Ko.
Ko.
Tengo que ver los caracteres. Todo depende de ellos.
Altura… Árbol
incluso, sí, ya, claro, árbol… ¿o quizás…? bueno, varios conceptos más. «Drake» es de escuela de misión, desde luego. Chico de misión shanghainesa. Bien, bien, Shanghai es en donde empezó todo, sabes. La primera
de todas
las células del partido fue la de Shanghai. ¿Por qué dije eso?
Drake Ko.
Me pregunto cuáles serán sus nombres reales. Pero, sin duda, lo descubriremos todo muy pronto. Sí, bueno. Bien, creo que yo también debo volver a mi trabajo. Smiley, ¿crees que podría llevarme un cubo de carbón a mi cuarto? Es que sin el calentador uno se congela. Se lo he dicho a los caseros una docena de veces y no he conseguido más que impertinencias.
Anno
Domini
me temo, pero me parece que tenemos el invierno ya casi encima. Supongo que nos enseñarás la materia prima en cuanto llegue, ¿no? No es agradable trabajar demasiado tiempo con versiones reducidas. Redactaré un
curriculum vitae.
Será lo primero que haga. Ko. Bueno, gracias, Guillam.

Se le había caído el Thomas Trábeme. Al cogerlo de manos de Guillam, se le cayó la lata de tabaco, y Guillam la recogió y se la dio también.

—Drake Ko. Shanghainés no significa nada, en realidad. Shanghai era el verdadero crisol. La respuesta es Chiu Chow, a juzgar por lo que sabemos. Pero todavía no podemos tirar de pistola. Anabaptista. Bueno, los cristianos chiu chow lo son en su mayoría, ¿no? Swatownés: ¿Dónde teníamos eso? Sí, la empresa intermediaria de Bangkok. Bueno, eso encaja bastante bien. O hakka. Una cosa no excluye a la otra, ni mucho menos.

Salió al pasillo detrás de Connie, dejando solos a Guillam y a Smiley, que se levantó y, dirigiéndose a un sillón, se espatarró en él, mirando al fuego con aire abstraído.

—Extraño —comentó al fin—. Uno ya no tiene capacidad para sorprenderse. ¿Por qué será eso, Peter? Tú me conoces, ¿por qué pasa eso?

Guillam tuvo la prudencia de no abrir la boca.

—Un pez gordo. A sueldo de Karla. Cuentas en administración, la amenaza de espías rusos en el centro mismo de la vida de la Colonia. Así que, ¿por qué no experimento ninguna conmoción?

El teléfono verde aullaba de nuevo. Esta vez lo descolgó Guillam. Al hacerlo, le sorprendió ver una carpeta nueva de los informes de Sam Collins sobre el Lejano Oriente abierta en la mesa.

Eso fue el fin de semana. Connie y di Salis desaparecieron sin dejar rastro; Smiley se puso a trabajar, preparando su informe; Guillam se alisó las plumas, fue a ver a las madres y dispuso que se hiciese el trabajo de mecanografiado por turnos. El lunes, meticulosamente adoctrinado por Smiley, telefoneó al secretario personal de Lacon. Lo hizo muy bien. «Nada de toques de tambor —le había advertido Smiley—. Mucha calma.» Y Guillam lo hizo así exactamente. Habían estado hablando la otra noche en la cena, dijo, de hacer una reunión con el grupo de dirección de los servicios secretos para considerar ciertos datos
prima facie.

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